lunes, 4 de octubre de 2021

El crepúsculo de las máquinas.- John Zerzan (1943)


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Capítulo 11: La globalización y sus defensores: una perspectiva abolicionista

 
 «El mundo tecnificado continúa proliferando, ofreciendo la promesa de poder huir del contexto cada vez menos y menos atractivo de nuestras vidas. Con la esperanza de que nadie se dé cuenta de que la tecnología es la principal responsable de la realidad empobrecida, sus charlatanes de feria difunden incontables incentivos y promesas mientras continúa metastatizándose. Un ejemplo excelente es la cultura de la Red/Web (una nomenclatura reveladora), que a través del espacio virtual propaga su pobre versión de la existencia social. Ahora que la conectividad natural cara a cara está  siendo absolutamente aniquilada, ha llegado el momento de la comunidad virtual.
 Según la espeluznante formulación de Rob Shields, “la presencia de la ausencia es virtual”. La “comunidad” no se asemeja a ninguna otra en la memoria humana. No hay gente real presente y no se da ninguna comunicación real. En la incorpórea comunidad virtual, cuando conviene se corta con la gente con un clic del ratón para “ir” a cualquier otro lugar. La pseudocomunidad avanza sobre las ruinas de lo que queda de las conexiones genuinas. Los sentidos y la sensualidad menguan rápidamente; “responsabilidad” es una de las palabras sepultadas en el Museo de Palabras Perdidas del posmodernismo que va ampliándose. La marchita oposición y los resignados gandules fatalistas olvidan que los abolicionistas antiesclavitud, que habían sido una minoría, se negaron a renunciar y con el tiempo acabaron imponiéndose.
 Por supuesto que nada de esto ha pasado de la noche a la mañana. El anuncio/exhortación de teléfonos de la compañía AT&T de unos años atrás, “Alarga la mano y toca a alguien”, ofrecía contacto humano, pero ocultaba la verdad de que, de hecho, la misma tecnología ha sido crucial para alejarnos todavía más de este contacto. La experiencia directa se ha reemplazado por la mediación y la simulación. La información digitalizada suplanta los fundamentos de la proximidad real y de la posible confianza entre seres físicos en interacción. De acuerdo con Boris Groys, “Tenemos que aceptar el hecho de que ya no podemos creer en nuestros ojos, en nuestras orejas. Cualquiera que haya trabajado con un ordenador lo sabe muy bien”.
 La globalización tampoco es apenas nueva en la escena económica y política. En el Manifiesto comunista, Marx y Engels pronosticaron la aparición de un mercado mundial basado en el crecimiento de la producción y en los patrones de consumo de su época. Trescientos años antes, el Imperio español constituía la primera red global del poder.
 Marx sostenía que toda tecnología libera las posibilidades opuestas de emancipación y de dominación. Pero de alguna manera, el proyecto de una tecnología humanizada se ha mostrado sin fundamentos ni resultados; lo que finalmente se ha hecho realidad es una humanidad tecnificada. La tecnología es la corporeidad del orden social al que acompaña, y con su avance a escala planetaria transfiere el ethos fundamental que está detrás de esa tecnología. Nunca existe en el vacío y nunca es neutral en cuanto a valores. Algunos supuestos críticos de la tecnología hablan, por ejemplo, de avanzar “hacia un nivel superior de integración entre la humanidad y la naturaleza”. Esta “integración” no puede  evitar ser el eco de la integración básica de la civilización y la globalización; concretamente, las instituciones centrales que se integran todas en sí mismas. Lo más importante en todas ellas es la división del trabajo.
 Uno de los acontecimientos elementales es el creciente estado de pasividad en la vida cotidiana. Cada vez más dependiente –incluso infantilmente- de un mundo tecnológico y bajo el completo control cada vez más efectivo del conocimiento especializado, el sujeto fragmentado queda inutilizado por la división del trabajo. Esa institución tan fundamental que define la complejidad y que ha dirigido la dominación desde  el primer día. Fuente de toda alienación, “la subdivisión del trabajo es el asesinato de un pueblo”. Adam Smith, en el siglo XVIII, probablemente nunca ha sido superado en su retrato elocuente de la naturaleza mutiladora, deformadora y empobrecedora de la división del trabajo.
 Fue el prerrequisito para la domesticación y continúa siendo el motor de la Megamáquina, utilizando el término de Lewis Mumford. La división del trabajo subyace a la paradigmática naturaleza de la modernidad (tecnología) y a su desastroso resultado.
 A pesar de que en algunos círculos los aires están cambiando, es desconcertante que la teoría raramente haya cuestionado esta institución (o, ya puestos, la domesticación). El latente deseo de integridad, simplicidad, y de lo inmediato o directo ha sido desestimado contundentemente por fútil y/o irrelevante. “La tarea que tenemos que afrontar ahora no es rechazar ni alejarse de la complejidad, sino aprender a convivir con ella con creatividad”, aconseja Mark Taylor. Tenemos que “resistirnos a cualquier nostalgia, por mínima que sea”, recomienda Katherine Hayles, mientras admite que la palabra “pesadilla” bien puede describir lo que se está manifestando últimamente.
 De hecho, resulta todavía más desconcertante que la falta de interés en las raíces que se acepte de manera bastante generalizada la posibilidad de más de lo mismo, y ésta es la fuerza motriz que afianza la desolación actual. ¿Cómo es posible imaginar buenos resultados de algo que está generando claramente lo contrario, en todas las esferas de la vida? En vez de un repugnante programa ciborgiano que reparte frialdad y deshumanización a gran escala, Hayles, por ejemplo, encuentra en lo posthumano una “estimulante perspectiva” de “apertura a nuevas maneras de pensar sobre lo que significa ser humano”, a la vez que “los sistemas [de alta tecnología] evolucionan hacia un futuro abierto marcado por la contingencia y la imprevisibilidad”.
 Lo que ocurre es que la sensibilidad que se identifica con “lo que hemos perdido” está siendo arrollada por una orientación del tipo “¿qué podemos perder? / intentemos cualquier cosa”. Este cambio certifica totalmente la gran pérdida y derrota que la civilización/patriarcado/industrialismo/modernidad ha diseñado. La magnitud de la rendición de estos intelectuales ha anulado su capacidad de análisis o visión. Por ejemplo, “Cada vez más la cuestión no es si nos convertiremos en posthumanos, porque la posthumanidad ya está aquí”.
 La tecnología como mandato de olvidar, como disolvente de significados, encuentra su expresión cultural en el posmodernismo. Articulado en el contexto del transnacionalismo, donde la naturaleza totalizadora de la globalización se hace evidente con claridad deslumbrante, el posmodernismo busca su rechazo a “cualquier noción de una totalidad representable o esencial”. Reina la impotencia; no nos queda ningún punto de apoyo desde donde podamos reflexionar sobre el gigante u oponerle resistencia. Tal como manifiesta Scott Lash, “Ya no podemos salir del flujo global de las comunicaciones a fin de encontrar un punto de apoyo sólido para la crítica”. En su erróneamente llamada Crítica de la información declara la total abdicación: “Mi argumento en este libro es que tal crítica ya no es posible. A mi entender, el propio orden global de la información ha borrado y devorado la posibilidad de que exista un espacio para dicha reflexión crítica”.
Imagen de El Crepusculo De Las Maquinas - Zerzan John (Libro) Sin ninguna base sólida desde la que emitir un juicio, la propia viabilidad de la crítica se disuelve; así, el posmodernismo se convierte en presa de todo tipo de declaraciones humillantes y absurdas. Ingolfur Blühdorn, por ejemplo, se limita a deshacerse del pequeño contratiempo que representa la catástrofe medioambiental: “En la medida en que logramos acostumbrarnos (interiorizamos) a la no disponibilidad de criterios normativos universalmente válidos, el problema ecológico […] sencillamente se disuelve”. La cínica aceptación de todos los horrores que van apareciendo, vestida de ironía estetizada y de apatía implícita.
 La completamente estrafalaria exaltación del maridaje entre posmodernismo y tecnología queda resumida en el título: The Postmodern Adventure: Science, Technology and Cultural Studies at the Third Millennium [La aventura posmoderna: ciencia, tecnología y estudios culturales en el tercer milenio]. Según sus autores Best y Kellner, “la aventura posmoderna apenas acaba de empezar y ya se están manifestando futuros alternativos por todo nuestro alrededor”. Hablar de defender las tendencias particulares contra las universalizadoras es un lugar común del postmodernismo, pero esto queda ridiculizado cuando acepta con entusiasmo la fuerza más universalizadora de todas, la máquina de homogeneización que es la tecnología.
 Andrew Feenberg discute la presencia totalmente generalizada de la tecnología argumentando que cuando la izquierda se apunta a la celebración de los adelantos tecnológicos, el consenso resultante deja pocas discrepancias. Siendo él mismo izquierdista, Feenberg concluye que “no podemos recuperar lo que se ha perdido con la cosificación regresando a las condiciones pretecnológicas, a una especie de unidad previa irrelevante para el mundo contemporáneo. Pero esta “relevancia” es justamente lo que se está cuestionando. Continuar comprometidos con el “mundo contemporáneo” es precisamente la base sin fundamentos de la complicidad. La posmodernidad como realización o culminación de la tecnología universal, el precepto subyacente de la globalización.
 Cuando los fundamentos se deciden sin posibilidad de cuestionamiento, la evasión resultante no puede tener consecuencias liberadoras. Un ejemplo típico es la obsesión con lo superficial, marginal parcial, etc. El posmodernismo se etiquetó a sí mismo como subversivo y desestabilizador, pero lo ofrece sólo estéticamente. Emblemático de tiempos de derrota, la imagen absorbe el acontecimiento y nosotros absorbemos las imágenes. El tono a lo largo de toda la obra de Derrida, por ejemplo, no parece estar nunca alejado del duelo. La permanente tristeza de Blanchot sigue la misma pauta. El posmodernismo, según Geoffrey Hartman, “implica un desencanto que resulta ser definitivo, perpetuándose a sí mismo”.
 Con el ethos actual, el sujeto se ve por un lado como una colección inestable y fragmentada de posicionamientos dentro del discurso –incluso como una mera consecuencia del poder o del lenguaje- y, por otro lado, como parte de un conjunto positivo y plural de alternativas. No obstante, al evitar el examen de las principales directrices de la dominación, los posmodernistas se ciegan ante las verdaderas características deformadoras de la tecnología y el consumismo. […]
 La red de alta tecnología del sistema mundial está completando la transformación de las clases en masas, la erosión de la solidaridad grupal y de la autonomía y el aislamiento del yo. Como señala Bamyeh, estas son las condiciones previas de las democracias de masas modernas, así como los rasgos políticos básicos de la misma modernidad global.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Los Libros de la Catarata, 2016, en traducción de Xavier Caixat i Baldrich, pp. 163-170. ISBN: 978-84-9097-131-4.]

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