«El mundo tecnificado continúa proliferando,
ofreciendo la promesa de poder huir del contexto cada vez menos y menos
atractivo de nuestras vidas. Con la esperanza de que nadie se dé cuenta de que
la tecnología es la principal responsable de la realidad empobrecida, sus
charlatanes de feria difunden incontables incentivos y promesas mientras
continúa metastatizándose. Un ejemplo excelente es la cultura de la Red/Web
(una nomenclatura reveladora), que a través del espacio virtual propaga su
pobre versión de la existencia social. Ahora que la conectividad natural cara a
cara está siendo absolutamente
aniquilada, ha llegado el momento de la comunidad virtual.
Según la espeluznante formulación de Rob
Shields, “la presencia de la ausencia es virtual”. La “comunidad” no se asemeja
a ninguna otra en la memoria humana. No hay gente real presente y no se da
ninguna comunicación real. En la incorpórea comunidad virtual, cuando conviene
se corta con la gente con un clic del ratón para “ir” a cualquier otro lugar.
La pseudocomunidad avanza sobre las ruinas de lo que queda de las conexiones
genuinas. Los sentidos y la sensualidad menguan rápidamente; “responsabilidad”
es una de las palabras sepultadas en el Museo de Palabras Perdidas del
posmodernismo que va ampliándose. La marchita oposición y los resignados
gandules fatalistas olvidan que los abolicionistas antiesclavitud, que habían
sido una minoría, se negaron a renunciar y con el tiempo acabaron imponiéndose.
Por supuesto que nada de esto ha pasado de la
noche a la mañana. El anuncio/exhortación de teléfonos de la compañía AT&T
de unos años atrás, “Alarga la mano y toca a alguien”, ofrecía contacto humano,
pero ocultaba la verdad de que, de hecho, la misma tecnología ha sido crucial
para alejarnos todavía más de este contacto. La experiencia directa se ha
reemplazado por la mediación y la simulación. La información digitalizada
suplanta los fundamentos de la proximidad real y de la posible confianza entre
seres físicos en interacción. De acuerdo con Boris Groys, “Tenemos que aceptar
el hecho de que ya no podemos creer en nuestros ojos, en nuestras orejas.
Cualquiera que haya trabajado con un ordenador lo sabe muy bien”.
La globalización tampoco es apenas nueva en la
escena económica y política. En el Manifiesto
comunista, Marx y Engels pronosticaron la aparición de un mercado mundial
basado en el crecimiento de la producción y en los patrones de consumo de su
época. Trescientos años antes, el Imperio español constituía la primera red
global del poder.
Marx sostenía que toda tecnología libera las
posibilidades opuestas de emancipación y de dominación. Pero de alguna manera,
el proyecto de una tecnología humanizada se ha mostrado sin fundamentos ni
resultados; lo que finalmente se ha hecho realidad es una humanidad
tecnificada. La tecnología es la corporeidad del orden social al que acompaña,
y con su avance a escala planetaria transfiere el ethos fundamental que está detrás de esa tecnología. Nunca existe
en el vacío y nunca es neutral en cuanto a valores. Algunos supuestos críticos
de la tecnología hablan, por ejemplo, de avanzar “hacia un nivel superior de
integración entre la humanidad y la naturaleza”. Esta “integración” no
puede evitar ser el eco de la
integración básica de la civilización y la globalización; concretamente, las
instituciones centrales que se integran todas en sí mismas. Lo más importante
en todas ellas es la división del trabajo.
Uno de los acontecimientos elementales es el
creciente estado de pasividad en la vida cotidiana. Cada vez más dependiente
–incluso infantilmente- de un mundo tecnológico y bajo el completo control cada
vez más efectivo del conocimiento especializado, el sujeto fragmentado queda
inutilizado por la división del trabajo. Esa institución tan fundamental que
define la complejidad y que ha dirigido la dominación desde el primer día. Fuente de toda alienación, “la
subdivisión del trabajo es el asesinato de un pueblo”. Adam Smith, en el siglo
XVIII, probablemente nunca ha sido superado en su retrato elocuente de la
naturaleza mutiladora, deformadora y empobrecedora de la división del trabajo.
Fue el prerrequisito para la domesticación y
continúa siendo el motor de la Megamáquina, utilizando el término de Lewis
Mumford. La división del trabajo subyace a la paradigmática naturaleza de la
modernidad (tecnología) y a su desastroso resultado.
A pesar de que en algunos círculos los aires
están cambiando, es desconcertante que la teoría raramente haya cuestionado
esta institución (o, ya puestos, la domesticación). El latente deseo de
integridad, simplicidad, y de lo inmediato o directo ha sido desestimado
contundentemente por fútil y/o irrelevante. “La tarea que tenemos que afrontar
ahora no es rechazar ni alejarse de la complejidad, sino aprender a convivir
con ella con creatividad”, aconseja Mark Taylor. Tenemos que “resistirnos a
cualquier nostalgia, por mínima que sea”, recomienda Katherine Hayles, mientras
admite que la palabra “pesadilla” bien puede describir lo que se está
manifestando últimamente.
De hecho, resulta todavía más desconcertante
que la falta de interés en las raíces que se acepte de manera bastante
generalizada la posibilidad de más de lo mismo, y ésta es la fuerza motriz que
afianza la desolación actual. ¿Cómo es posible imaginar buenos resultados de
algo que está generando claramente lo contrario, en todas las esferas de la
vida? En vez de un repugnante programa ciborgiano que reparte frialdad y deshumanización
a gran escala, Hayles, por ejemplo, encuentra en lo posthumano una “estimulante
perspectiva” de “apertura a nuevas maneras de pensar sobre lo que significa ser
humano”, a la vez que “los sistemas [de alta tecnología] evolucionan hacia un
futuro abierto marcado por la contingencia y la imprevisibilidad”.
Lo que ocurre es que la sensibilidad que se
identifica con “lo que hemos perdido” está siendo arrollada por una orientación
del tipo “¿qué podemos perder? / intentemos cualquier cosa”. Este cambio
certifica totalmente la gran pérdida y derrota que la
civilización/patriarcado/industrialismo/modernidad ha diseñado. La magnitud de
la rendición de estos intelectuales ha anulado su capacidad de análisis o
visión. Por ejemplo, “Cada vez más la cuestión no es si nos convertiremos en
posthumanos, porque la posthumanidad ya está aquí”.
La tecnología como mandato de olvidar, como
disolvente de significados, encuentra su expresión cultural en el
posmodernismo. Articulado en el contexto del transnacionalismo, donde la
naturaleza totalizadora de la globalización se hace evidente con claridad
deslumbrante, el posmodernismo busca su rechazo a “cualquier noción de una
totalidad representable o esencial”. Reina la impotencia; no nos queda ningún
punto de apoyo desde donde podamos reflexionar sobre el gigante u oponerle
resistencia. Tal como manifiesta Scott Lash, “Ya no podemos salir del flujo
global de las comunicaciones a fin de encontrar un punto de apoyo sólido para
la crítica”. En su erróneamente llamada Crítica
de la información declara la total abdicación: “Mi argumento en este libro
es que tal crítica ya no es posible. A mi entender, el propio orden global de
la información ha borrado y devorado la posibilidad de que exista un espacio
para dicha reflexión crítica”.
Sin ninguna base sólida desde la que emitir un
juicio, la propia viabilidad de la crítica se disuelve; así, el posmodernismo
se convierte en presa de todo tipo de declaraciones humillantes y absurdas.
Ingolfur Blühdorn, por ejemplo, se limita a deshacerse del pequeño contratiempo
que representa la catástrofe medioambiental: “En la medida en que logramos
acostumbrarnos (interiorizamos) a la no disponibilidad de criterios normativos
universalmente válidos, el problema ecológico […] sencillamente se disuelve”.
La cínica aceptación de todos los horrores que van apareciendo, vestida de
ironía estetizada y de apatía implícita.
La completamente estrafalaria exaltación del
maridaje entre posmodernismo y tecnología queda resumida en el título: The Postmodern Adventure: Science,
Technology and Cultural Studies at the Third Millennium [La aventura
posmoderna: ciencia, tecnología y estudios culturales en el tercer milenio].
Según sus autores Best y Kellner, “la aventura posmoderna apenas acaba de
empezar y ya se están manifestando futuros alternativos por todo nuestro
alrededor”. Hablar de defender las tendencias particulares contra las
universalizadoras es un lugar común del postmodernismo, pero esto queda
ridiculizado cuando acepta con entusiasmo la fuerza más universalizadora de
todas, la máquina de homogeneización que es la tecnología.
Andrew Feenberg discute la presencia
totalmente generalizada de la tecnología argumentando que cuando la izquierda
se apunta a la celebración de los adelantos tecnológicos, el consenso
resultante deja pocas discrepancias. Siendo él mismo izquierdista, Feenberg
concluye que “no podemos recuperar lo que se ha perdido con la cosificación
regresando a las condiciones pretecnológicas, a una especie de unidad previa
irrelevante para el mundo contemporáneo. Pero esta “relevancia” es justamente
lo que se está cuestionando. Continuar comprometidos con el “mundo
contemporáneo” es precisamente la base sin fundamentos de la complicidad. La
posmodernidad como realización o culminación de la tecnología universal, el
precepto subyacente de la globalización.
Cuando los fundamentos se deciden sin
posibilidad de cuestionamiento, la evasión resultante no puede tener
consecuencias liberadoras. Un ejemplo típico es la obsesión con lo superficial,
marginal parcial, etc. El posmodernismo se etiquetó a sí mismo como subversivo
y desestabilizador, pero lo ofrece sólo estéticamente. Emblemático de tiempos
de derrota, la imagen absorbe el acontecimiento y nosotros absorbemos las
imágenes. El tono a lo largo de toda la obra de Derrida, por ejemplo, no parece
estar nunca alejado del duelo. La permanente tristeza de Blanchot sigue la
misma pauta. El posmodernismo, según Geoffrey Hartman, “implica un desencanto
que resulta ser definitivo, perpetuándose a sí mismo”.
Con el ethos
actual, el sujeto se ve por un lado como una colección inestable y fragmentada
de posicionamientos dentro del discurso –incluso como una mera consecuencia del
poder o del lenguaje- y, por otro lado, como parte de un conjunto positivo y
plural de alternativas. No obstante, al evitar el examen de las principales
directrices de la dominación, los posmodernistas se ciegan ante las verdaderas
características deformadoras de la tecnología y el consumismo. […]
La red de alta tecnología del sistema mundial
está completando la transformación de las clases en masas, la erosión de la
solidaridad grupal y de la autonomía y el aislamiento del yo. Como señala
Bamyeh, estas son las condiciones previas de las democracias de masas modernas,
así como los rasgos políticos básicos de la misma modernidad global.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: