Polvorín y biblioteca
1
«-Y bien, ¿qué hay de nuevo dom Poirier?
-¡Shhh! Lo primero, por amor de Dios…, es
decir, de la diosa Razón…, llámeme ciudadano Poirier; ¡se lo suplico, tutéeme,
querido señor Picolet!
-¡Shhh! Ciudadano Poirier; en nombre del Ser
supremo, ¡llámeme, mi querido ciudadano, Caius-Gracchus Picolet! Estamos aquí
solos, entre amigos, pero a dos pasos hay orejas de sans-culottes, bastante grandes se lo aseguro, que podrían
escucharnos… Le preguntaba, pues, ciudadano Poirier, ciudadano bibliotecario,
que qué hay de nuevo.
-¿No sabe nada del decreto de la Comuna que me
acaban de comunicar?
-¡En absoluto!
-Pues bien, adivine, querido señor Pi…,
querido ciudadano Picolet, adivine lo que van a hacer a partir de mañana con
los edificios de nuestra ilustrísima Abadía Real de Saint-Germain-des-Prés…
Digo “nuestra” porque usted casi formaba parte de ella, viejo amigo, usted que
viene a rebuscar en beneficio de la ciencia, entre los libros y manuscritos de
nuestra biblioteca desde hace casi más de treinta años…
-Desde el año 56, dom… ¡ciudadano Poirier! La
primera vez que busqué entre los libros polvorientos las venerables páginas
recopiladas por los reverendísimos benedictinos fue en 1756, bajo el reinado de
Luis… ¡bajo el tirano Luis, decimoquinto del mismo nombre!
-Somos los dos últimos, usted benedictino
laico y yo monje indigno de esta Abadía, empleados por la Comuna desde la
supresión de las órdenes religiosas para velar por los edificios y el material,
como ellos dicen, de la biblioteca benedictina. Somos los dos últimos… aparte
de sus dos amigos, esos dos señores… esos dos ciudadanos que aún se atreven a
venir de vez en cuando…
Dom Poirier suspiró.
-Y bien, veamos, ciudadano Poirier, ¿qué hay
de ese nuevo decreto de la Comuna?
-¡Una nueva infamia!
-¡Shhh!
-Sí, quiero decir, una medida increíble,
extraordinaria, aterradora… ¡Imagínese! Van a… con nuestra Abadía… van a…
-¿Qué?
-¡Una fábrica de pólvora para cañones!
-Una fábrica de…
-¡Sí!
-¡Imposible!
-Dice…, perdón, dices, ciudadano
Caius-Gracchus Picolet, dices: ¿imposible? Pues ve a mirar el patio por esa
ventana… ¿Ves a esos hombres que embadurnan esas planchas con pintura negra,
allí? Pues bien, observa atentamente.
El ciudadano Picolet se limpió los cristales
de las gafas y se las puso cuidadosamente sobre la nariz. Una vez hecho esto,
se dirigió seguido por el ciudadano Poirier hacia una de las ventanas que daba
a uno de los patios de la Abadía, al pie del refectorio, esa maravilla
arquitectónica del siglo XIII concebida por Pierre de Montereau, el arquitecto
de San Luis, autor de la Sainte-Chapelle del Palacio de Justicia.
-Ya veo, ya veo… -dijo el ciudadano Picolet-. Administración… espere, ¡caramba!, ¡de pólvora y nitratos! ¡Es cierto! Pero
esos bellacos, vándalos, ignorantes…
-¡Shhh! Modere su indignación… modérela,
modérela, ciudadano Picolet, ¡le pueden oír!
-Los muy… los… en fin, me trago los adjetivos,
pero se quedan dentro, permanecen… Tienen la idea incalificable… ¡de instalar
una fábrica de pólvora aquí! Un polvorín, dom Poirier, un polvorín debajo de la
biblioteca, un volcán bajo las estanterías cargadas de obras considerables,
honor y gloria del espíritu humano, ¡de todos estos manuscritos, crónicas,
mapas y documentos valiosos para la historia!
-¡Qué desgracia!
-Saltaremos por los aires, dom Poirier, se lo
digo, saltaremos por los aires, ¡seguro! Mire a esos seccionarios que fuman en
pipa y que se pasean por los patios… Pipas…, para mí eso ya era algo monstruoso
aquí, ¡pero pólvora y nitratos! Es el fin… saltaremos por los aires sin
remedio…
-A mí tampoco me cabe ninguna duda.
-Pero me niego –exclamó el señor Picolet-. Me
niego, es demasiado… ¡es demasiado!
-¡Cállese entonces! Saltaremos por los aires…
¿Acaso no estamos viendo cómo salta todo a nuestro alrededor? ¿Los tronos, las
instituciones y…?
Dom Poirier bajó la voz.
-¿… y las cabezas?
-¡Me niego! ¡Me niego! ¡Los tronos se pueden
volver a colocar! ¡Las instituciones se pueden rehacer! ¡Las cabezas…, ah, no!,
las cabezas no vuelven a crecer, pero crecen otras, en fin, mientras que
nuestros manuscritos, nuestros mapas, nuestros documentos de siglos pasados,
una vez quemados, ciudadano Poirier, una vez quemados se acabó… Me niego en nombre
de la ciencia, en nombre de la historia, en…
-No monte en cólera de esa manera, ciudadano
Picolet, lo van a poner en su sitio, y a mí también, y eso no salvará nuestros
manuscritos, mapas, diplomas, documentos… Pero si intentamos mantenernos
velándolos el máximo tiempo posible, podremos conservar todavía una pequeña,
débil, minúscula esperanza. Hay que vivir por esa esperanza e intentar que no
nos hagan batirnos en retirada, ¡como se dice en nuestra hermosa época!
La cólera del ciudadano Picolet se enfrió
repentinamente. Su rostro, que se había vuelto escarlata, palideció. Parecía
que sus piernas temblaban, y se dejó caer sobre una silla.
Era el año II de la República, una e
indivisible, en una de las salas de la biblioteca de la Abadía benedictina de
Saint-Germain-des-Prés, donde tenía lugar aquel coloquio subersivo entre dom
Poirier, el último monje de la Abadía, y el tranquilo Sr. Louis Picolet, hombre
de letras, rata de biblioteca, convertido en el ciudadano Caius-Gracchus
Picolet, viejo habitual de sus estanterías que había permanecido fiel a la
docta estancia a pesar de su desventura y de los evidentes peligros que
conllevaba frecuentarla.
Pobre Abadía de Saint-Germain, ilustre y
reverenciada durante tantos siglos, y que contaba cuatrocientos años de
gloriosa existencia desde el día en que Childebert, hijo de Clovis, junto a San
Germán, obispo de París, pusieron la primera piedra del monasterio primitivo en
los floridos campos regados por el Sena, en los tiempos en los que Lutecia
apenas comenzaba a desbordar su isla.
Al igual que Lutecia, el monasterio no se
hundió en tiempos de invasiones y de guerras. Los normandos masacraron a los
monjes, quemaron y derribaron la iglesia, pero la abadía se reconstruyó y se
volvió a poblar.
Entonces comenzaron los siglos de gran
prosperidad: la abadía feudal, poderosa y dominante se convierte en el centro
señorial de una pequeña población cercana a París; un perímetro almenado,
flanqueado de torres y delimitado por un foso, rodea un vasto conjunto de
edificios, patios y jardines.
Dos claustros, un edificio colosal que alberga
la sala del cabildo, la sala de los huéspedes e inmensos dormitorios, un
admirable refectorio y una capilla dedicada a la Virgen son dominados por una
iglesia con tres torres majestuosas y por los grandes aposentos del señor abad.
La abadía posee inmensos dominios, prioratos y
conventos en París y fuera de París, tierras, feudos y predios por todas
partes; percibe numerosos derechos y pagos; ejerce alta, baja y media justicia
sobre los vasallos. Tiene sus hombres armados y sargentos y si es necesario se
defiende detrás de sus murallas. Así es como atraviesa, soberbia y honrada, los
siglos de la Edad Media.
Pero con el tiempo, que todo lo destruye y
transforma, la abadía pasa a manos seglares; el abad titular no es más que un
gran señor laico que no hace otra cosa que recibir enormes ganancias y
gastarlas alegremente en el palacio abacial, donde las sombras de los antiguos
abades de otra época ven pasar estupefactos caras bonitas de actrices y
bailarinas invitadas a sus cenas. Durante esa época, los monjes benedictinos
trabajan al lado silenciosamente. Recopilan los materiales de la historia que
se desarrolla desde hace siglos bajo las ventanas de sus salas y hacen acopio
de una considerable biblioteca que ponen libremente a disposición de curiosos y
letrados. De pronto estalla la gran tormenta. La vieja sociedad se viene abajo
en el espantoso cataclismo. Con las primeras sacudidas, a la vieja abadía, que
antaño había salido victoriosa de tantas tempestades, le tiemblan los
cimientos. Con la supresión de las órdenes monásticas se clausura la iglesia,
los monjes son expulsados y también se barren los huesos de los reyes
merovingios que reposaban en sus tumbas. La abadía, sin embargo, no permanece
vacía por mucho tiempo; la vieja prisión abacial, que el Estado había retomado
desde hacía más de dos siglos, resulta demasiado pequeña a pesar de que los sans-culotte intentan hacer sitio. La
propia abadía se transforma en prisión. En las celdas de los monjes, en las
habitaciones, bajo la biblioteca se apiñan sospechosos o hijos, hijas, esposas,
parientes de sospechosos o de personas sospechosas de ser amigas de
sospechosos, entre los cuales, todas las mañanas, el tribunal revolucionario
hace cortar algunas cabezas.
Los monjes se dispersan, desaparecen; unos
vegetan escondidos en algún agujero, los otros acogidos en alguna provincia
lejana o emigrados; algunos sin duda han debido caer en manos de Sansón*. Para
llorar la vieja gloria perdida, no queda nadie más que el valiente dom Poirier,
quien a pesar de todo ha conseguido, para velar por sus queridos libros aun
arriesgando a diario su cabeza, quedarse en calidad de guardián provisional de
las colecciones de los monjes.
El mencionado dom Poirier es un normando
grande, grueso y fuerte, con una cara rubicunda bien plantada sobre unos
hombros robustos a los que se enastan unos brazos sólidos. Cuando se quitó el
hábito benedictino para convertirse en el ciudadano Poirier, se puso una ropa
de gruesa tela negra que todavía huele a tragasantos, como dicen los sans-culotte del barrio, ex inquilinos
de las casas de la Abadía convertidas ahora en bienes nacionales. De hecho, con
su nueva ropa, el ciudadano Poirier tiene muy poco aspecto de sacristán de
pueblo. Sea como fuere, su tez pigmentada, su cara decidida y sus enormes puños
inspiran cierto respeto a sus desabridos vecinos, seccionarios y sans-culottes holgazanes que viven de
las cuatro perras diarias de la nación en los edificios de los monjes.»
* Saga de verdugos de ese nombre.
[N. del T.]
[El texto pertenece a la edición en español de Trama Editorial, 2015, en
traducción de Sonia Berger Bengoa, pp.117-121. ISBN: 978-84-941661-9-8.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: