Fiebre
Escutari
«En 1876 la cesárea todavía era, para los
tocólogos, un tétrico fantasma cuyas consecuencias, salvo muy pocos casos, eran
el fracaso y la muerte: muerte por shock, por hemorragia interna y, sobre todo,
por peritonitis. Ningún historiador de la medicina podía informar de quién fue
el primero que junto al lecho de una mujer llevada al borde de la muerte por la
lenta tortura de las infructuosas contracciones del parto, echó mano de un
cuchillo y mediante un corte desesperado abrió el vientre y la matriz de la
moribunda.
Una leyenda de dudoso origen asegura que
César, el primer emperador de Roma, fue sacado del vientre de su madre mediante
un corte; más tarde el nombre de César se interpretó como una derivación de
caesus que, a su vez, podía traducirse por “sacado por corte”. Pero la leyenda
de que César nació por un corte del vientre de su madre, no demostraba que los
romanos hubiesen practicado con éxito el corte llamado cesárea.
Lo único cierto es que tanto en la antigüedad
como muy entrada la Edad media se había conocido el parto por corte del vientre
de las madres muertas. En este punto tuvo su parte la influencia de la Iglesia
católica al exigir que había que recurrir a todos los medios para bautizar a
todos los niños sin distinción. La Iglesia había dejado de sentir su peso en la
promulgación de la “Lex Regia”, en virtud de la cual se prohibía enterrar a
mujeres muertas a causa de dolores infructuosos de parto, antes de intentar en
su vientre la extracción del hijo con el fin de bautizarlo.
En antiguos escritos aparecidos en el
Renacimiento, animado por un nuevo sentido de la vida, había informes acerca de
cesáreas practicadas en mujeres vivas, y en 1581 se publicaba en París el
primer manual sobre dicha operación. Su autor era François Rousset, médico del
duque de Saboya y teórico también de la nefrotomía. Fue el primero en describir
la cesárea en una mujer viva. Rousset recomendaba la práctica de la cesárea
cuando los niños eran demasiado corpulentos, cuando se trataba de gemelos,
cuando las criaturas habían muerto en el vientre materno y cuando las vías del
parto eran insuficientes. El concepto “estrechez de las vías del parto”
apareció por primera vez en su obra, aunque en rigor era todavía muy vago.
Rousset proponía que se abriera el vientre mediante un corte en el lado
izquierdo. Escribía que el dolor de tal corte carecía de importancia frente al
martirio sufrido con anterioridad por las parturientas en el proceso
infructuoso del parto. Recomendaba abrir la matriz, sacar con las manos la
criatura y las secundinas y cerrar la pared abdominal mediante suturas y
parches. Decía que el corte practicado en la matriz no debe suturarse, pues la
musculatura al contraerse ejercía tal fuerza que volvía a mantener cerrada
automáticamente la abertura de la incisión. Aseguraba que durante la operación
no se producirían hemorragias, puesto que la criatura, durante el largo tiempo
del embarazo, había absorbido toda la sangre de la madre. El sobrante se había
transformado en leche. El libro de Rousset fue durante siglos el único manual
existente al que sin duda acudieron muchos médicos en caso de extrema
necesidad. Entretanto, pronto se llegó a la convicción de que Rousset no había
practicado jamás una cesárea y que lo más probable era que nunca hubiera
presenciado una operación semejante. Así pues, el hombre que sirvió de guía en
la larga serie de sangrientas cesáreas llevadas a cabo en mujeres vivas con la
consiguiente muerte de éstas –salvo causales excepciones- era un teórico con un
bagaje muy pobre de ideas acerca de la anatomía y fisiología humanas.
Tuvieron que pasar ciento cincuenta años para
que un tocólogo francés tomara la palabra en la cuestión de la cesárea. Era
Deleury. Entretanto se había inventado el fórceps. Deleury hizo un ensayo
práctico y en 1778 informó sobre una operación en que la madre salvó la vida.
Si la operación tuvo en realidad el éxito indicado por él, tiene que
considerarse como un caso único en su especie. Porque en la inmensa mayoría de
los casos, el precio pagado por cualquier intento de extraer el hijo mediante
la cesárea, seguía siendo la muerte de la madre a consecuencia de una
infección.
El médico francés Lebas de Moulleron hizo por
primera vez un descubrimiento que le dio mucho que pensar. En autopsias de
mujeres muertas después de la cesárea, comprobó que la herida de la matriz no
se había cerrado por la fuerza contráctil de la musculatura, tal como había
asegurado Rousset y se había creído sin discusión durante siglos. Todo lo
contrario: dicha herida se presentaba completamente abierta. Terribles
hemorragias posteriores de los vasos de la matriz habían inundado en algunos
casos la totalidad de la cavidad abdominal suturada, matando en pocas horas a
la operada. Pero Lebas descubrió también con mucha frecuencia verdaderos ríos
de pues que partiendo de la matriz habían llenado la cavidad abdominal y
conducido a una peritonitis de mortales consecuencias. Lebas fue el primer
médico de la historia que sospechó el peligro de infección mortal a causa de la
abertura de la matriz y que trató de cerrar la herida practicada en ella,
mediante sutura. Pero ahí le acechaba una nueva sorpresa: no había sutura capaz
de resistir las contracciones posteriores al parto. Los pocos hilos y sencillos
nudos de ésta, desgarraban los tejidos a consecuencia de tales contracciones.
La incisión volvía a abrirse como antes y Lebas tuvo que renunciar.
Así terminó el siglo XVIII. Llegó el XIX y
transcurrió su primera mitad sin que se adquirieran nuevos conocimientos ni
recogiera nadie las sospechas de Lebas y prosiguiera sus ensayos.
Edoardo Porro conocía a la perfección la
historia de la cesárea, y el día que Julia Covallini acudió a él, era ya uno de
los cirujanos que ante los numerosos casos de muerte por fiebre purulenta se
resistían a creer en el factor casualidad. Desde hacía muchos años, desde que
sus primeros intentos de salvar la vida de las mujeres mediante la cesárea
terminaron con mortales supuraciones del peritoneo, andaba a la busca de una
explicación de ello mediante una ley.
Porro había estudiado también las antiguas
ideas de Lebas. En su consecuencia se preguntaba si éste no tendría razón. En
efecto, ¿no había incurrido Rousset en un terrible error al estimar que la
matriz vacía debía reintroducirse en el vientre por la herida practicada en la
pared abdominal, sin suturar el corte practicado en aquélla? ¿No era falsa la
tesis de Rousset –aceptada por todos los médicos con rarísimas excepciones a lo
largo de casi trescientos años- según la
cual los músculos de la matriz volvían a unir los bordes de la herida por
presión automática?
Porro permaneció durante años enteros
estrechado por el cerco de tales preguntas e ideas. Si el corte hecho en la
matriz era causa de muerte, ¿cómo cerrar a las materias mortíferas que se
albergaban en dicho corte el camino que había de llevarlas a la cavidad
abdominal? Pero si no era posible en absoluto cerrar la supuesta puerta por la
cual penetraba la muerte, ¿dónde encontrar el camino de la salvación? Hacía
mucho tiempo que Porro se ocupaba en la idea de tal camino. Se había resistido
reiteradamente a seguirla hasta el final porque presentía la solución radical
que acechaba tras ella. Sin embargo, no podía esquivarla. Si no era posible
obstruir la supuesta vía por donde discurría la muerte, ¿no habría que proceder
a eliminar por completo la causa? Para salvar la vida de la madre, ¿no debería
extirparse la totalidad de la matriz después de efectuada la cesárea?
Un radicalismo tan consecuente era sin duda
algo horrible, por cuanto suponía una mutilación de la mujer operada y
justamente una mutilación absolutamente irreparable. Hacía mucho tiempo que
Porro luchaba con su propia conciencia sin atreverse a tomar una resolución
firme. Cuando veía morir a una parturienta a la que como último recurso se
había practicado la cesárea, sentía que se acercaba de una manera creciente a
dicha resolución y presentía la llegada de la hora en que le sería imposible
esquivarla, a menos de querer echar sobre su conciencia el peso torturador de
poseer un posible camino salvador junto a su negativa de seguirlo.
Porro estaba solo con su conciencia y con
Dios, y así estuvo durante tres semanas en el transcurso de las cuales esperó
en vano la aparición de una señal del parto incipiente.
En la mañana del 21 de mayo de 1876 anunció
una hermana que se habían presentado en “la Covallini” los primeros dolores del
parto. Poco después, a las diez, le informó un ayudante que había reventado la
bolsa amniótica de la parturienta y que el líquido amniótico se estaba
derramando sin que hubiesen aumentado los dolores activos del parto.
Por la tarde, a las cuatro cuarenta, Edoardo
Porro pidió el escalpelo. Julia Covallini, sumida en profunda narcosis de
cloroformo, yacía gimiendo ligeramente sobre la vieja mesa de madera manchada y
descolorida que por entonces se usaba en San Matteo para las operaciones.
Porro empezó la intervención a las cuatro
cuarenta y dos. En el informe escrito por él se consigna esta hora precisa.
Practicó la incisión en el abdomen abultado y tenso. Dicha incisión partía del
ombligo y seguía hacía abajo por la línea alba. Uno de los ayudantes separó con
los dedos los bordes del corte. Debajo de éste, contraída, apareció la matriz
con el niño en su interior. La herida del vientre apenas sangraba.
Porro cortó la matriz.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 1999, en
traducción de E. Donato Prunera, pp. 171-175. ISBN: 84-233-3091-5.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: