sábado, 23 de octubre de 2021

El siglo de los cirujanos.- Jürgen Thorwald [Heinz Bongartz] (1915-2006)


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Fiebre

Escutari

  «En 1876 la cesárea todavía era, para los tocólogos, un tétrico fantasma cuyas consecuencias, salvo muy pocos casos, eran el fracaso y la muerte: muerte por shock, por hemorragia interna y, sobre todo, por peritonitis. Ningún historiador de la medicina podía informar de quién fue el primero que junto al lecho de una mujer llevada al borde de la muerte por la lenta tortura de las infructuosas contracciones del parto, echó mano de un cuchillo y mediante un corte desesperado abrió el vientre y la matriz de la moribunda.
 Una leyenda de dudoso origen asegura que César, el primer emperador de Roma, fue sacado del vientre de su madre mediante un corte; más tarde el nombre de César se interpretó como una derivación de caesus que, a su vez, podía traducirse por “sacado por corte”. Pero la leyenda de que César nació por un corte del vientre de su madre, no demostraba que los romanos hubiesen practicado con éxito el corte llamado cesárea.
 Lo único cierto es que tanto en la antigüedad como muy entrada la Edad media se había conocido el parto por corte del vientre de las madres muertas. En este punto tuvo su parte la influencia de la Iglesia católica al exigir que había que recurrir a todos los medios para bautizar a todos los niños sin distinción. La Iglesia había dejado de sentir su peso en la promulgación de la “Lex Regia”, en virtud de la cual se prohibía enterrar a mujeres muertas a causa de dolores infructuosos de parto, antes de intentar en su vientre la extracción del hijo con el fin de bautizarlo.
 En antiguos escritos aparecidos en el Renacimiento, animado por un nuevo sentido de la vida, había informes acerca de cesáreas practicadas en mujeres vivas, y en 1581 se publicaba en París el primer manual sobre dicha operación. Su autor era François Rousset, médico del duque de Saboya y teórico también de la nefrotomía. Fue el primero en describir la cesárea en una mujer viva. Rousset recomendaba la práctica de la cesárea cuando los niños eran demasiado corpulentos, cuando se trataba de gemelos, cuando las criaturas habían muerto en el vientre materno y cuando las vías del parto eran insuficientes. El concepto “estrechez de las vías del parto” apareció por primera vez en su obra, aunque en rigor era todavía muy vago. Rousset proponía que se abriera el vientre mediante un corte en el lado izquierdo. Escribía que el dolor de tal corte carecía de importancia frente al martirio sufrido con anterioridad por las parturientas en el proceso infructuoso del parto. Recomendaba abrir la matriz, sacar con las manos la criatura y las secundinas y cerrar la pared abdominal mediante suturas y parches. Decía que el corte practicado en la matriz no debe suturarse, pues la musculatura al contraerse ejercía tal fuerza que volvía a mantener cerrada automáticamente la abertura de la incisión. Aseguraba que durante la operación no se producirían hemorragias, puesto que la criatura, durante el largo tiempo del embarazo, había absorbido toda la sangre de la madre. El sobrante se había transformado en leche. El libro de Rousset fue durante siglos el único manual existente al que sin duda acudieron muchos médicos en caso de extrema necesidad. Entretanto, pronto se llegó a la convicción de que Rousset no había practicado jamás una cesárea y que lo más probable era que nunca hubiera presenciado una operación semejante. Así pues, el hombre que sirvió de guía en la larga serie de sangrientas cesáreas llevadas a cabo en mujeres vivas con la consiguiente muerte de éstas –salvo causales excepciones- era un teórico con un bagaje muy pobre de ideas acerca de la anatomía y fisiología humanas.
 Tuvieron que pasar ciento cincuenta años para que un tocólogo francés tomara la palabra en la cuestión de la cesárea. Era Deleury. Entretanto se había inventado el fórceps. Deleury hizo un ensayo práctico y en 1778 informó sobre una operación en que la madre salvó la vida. Si la operación tuvo en realidad el éxito indicado por él, tiene que considerarse como un caso único en su especie. Porque en la inmensa mayoría de los casos, el precio pagado por cualquier intento de extraer el hijo mediante la cesárea, seguía siendo la muerte de la madre a consecuencia de una infección.
 El médico francés Lebas de Moulleron hizo por primera vez un descubrimiento que le dio mucho que pensar. En autopsias de mujeres muertas después de la cesárea, comprobó que la herida de la matriz no se había cerrado por la fuerza contráctil de la musculatura, tal como había asegurado Rousset y se había creído sin discusión durante siglos. Todo lo contrario: dicha herida se presentaba completamente abierta. Terribles hemorragias posteriores de los vasos de la matriz habían inundado en algunos casos la totalidad de la cavidad abdominal suturada, matando en pocas horas a la operada. Pero Lebas descubrió también con mucha frecuencia verdaderos ríos de pues que partiendo de la matriz habían llenado la cavidad abdominal y conducido a una peritonitis de mortales consecuencias. Lebas fue el primer médico de la historia que sospechó el peligro de infección mortal a causa de la abertura de la matriz y que trató de cerrar la herida practicada en ella, mediante sutura. Pero ahí le acechaba una nueva sorpresa: no había sutura capaz de resistir las contracciones posteriores al parto. Los pocos hilos y sencillos nudos de ésta, desgarraban los tejidos a consecuencia de tales contracciones. La incisión volvía a abrirse como antes y Lebas tuvo que renunciar.
 Así terminó el siglo XVIII. Llegó el XIX y transcurrió su primera mitad sin que se adquirieran nuevos conocimientos ni recogiera nadie las sospechas de Lebas y prosiguiera sus ensayos.
 Edoardo Porro conocía a la perfección la historia de la cesárea, y el día que Julia Covallini acudió a él, era ya uno de los cirujanos que ante los numerosos casos de muerte por fiebre purulenta se resistían a creer en el factor casualidad. Desde hacía muchos años, desde que sus primeros intentos de salvar la vida de las mujeres mediante la cesárea terminaron con mortales supuraciones del peritoneo, andaba a la busca de una explicación de ello mediante una ley.
Resultado de imagen de thorwald jurgen el siglo de los cirujanos Porro había estudiado también las antiguas ideas de Lebas. En su consecuencia se preguntaba si éste no tendría razón. En efecto, ¿no había incurrido Rousset en un terrible error al estimar que la matriz vacía debía reintroducirse en el vientre por la herida practicada en la pared abdominal, sin suturar el corte practicado en aquélla? ¿No era falsa la tesis de Rousset –aceptada por todos los médicos con rarísimas excepciones a lo largo de casi trescientos años- según  la cual los músculos de la matriz volvían a unir los bordes de la herida por presión automática?
 Porro permaneció durante años enteros estrechado por el cerco de tales preguntas e ideas. Si el corte hecho en la matriz era causa de muerte, ¿cómo cerrar a las materias mortíferas que se albergaban en dicho corte el camino que había de llevarlas a la cavidad abdominal? Pero si no era posible en absoluto cerrar la supuesta puerta por la cual penetraba la muerte, ¿dónde encontrar el camino de la salvación? Hacía mucho tiempo que Porro se ocupaba en la idea de tal camino. Se había resistido reiteradamente a seguirla hasta el final porque presentía la solución radical que acechaba tras ella. Sin embargo, no podía esquivarla. Si no era posible obstruir la supuesta vía por donde discurría la muerte, ¿no habría que proceder a eliminar por completo la causa? Para salvar la vida de la madre, ¿no debería extirparse la totalidad de la matriz después de efectuada la cesárea?
 Un radicalismo tan consecuente era sin duda algo horrible, por cuanto suponía una mutilación de la mujer operada y justamente una mutilación absolutamente irreparable. Hacía mucho tiempo que Porro luchaba con su propia conciencia sin atreverse a tomar una resolución firme. Cuando veía morir a una parturienta a la que como último recurso se había practicado la cesárea, sentía que se acercaba de una manera creciente a dicha resolución y presentía la llegada de la hora en que le sería imposible esquivarla, a menos de querer echar sobre su conciencia el peso torturador de poseer un posible camino salvador junto a su negativa de seguirlo.
 Porro estaba solo con su conciencia y con Dios, y así estuvo durante tres semanas en el transcurso de las cuales esperó en vano la aparición de una señal del parto incipiente.
 En la mañana del 21 de mayo de 1876 anunció una hermana que se habían presentado en “la Covallini” los primeros dolores del parto. Poco después, a las diez, le informó un ayudante que había reventado la bolsa amniótica de la parturienta y que el líquido amniótico se estaba derramando sin que hubiesen aumentado los dolores activos del parto.
 Por la tarde, a las cuatro cuarenta, Edoardo Porro pidió el escalpelo. Julia Covallini, sumida en profunda narcosis de cloroformo, yacía gimiendo ligeramente sobre la vieja mesa de madera manchada y descolorida que por entonces se usaba en San Matteo para las operaciones.
 Porro empezó la intervención a las cuatro cuarenta y dos. En el informe escrito por él se consigna esta hora precisa. Practicó la incisión en el abdomen abultado y tenso. Dicha incisión partía del ombligo y seguía hacía abajo por la línea alba. Uno de los ayudantes separó con los dedos los bordes del corte. Debajo de éste, contraída, apareció la matriz con el niño en su interior. La herida del vientre apenas sangraba.
 Porro cortó la matriz.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 1999, en traducción de E. Donato Prunera, pp. 171-175. ISBN: 84-233-3091-5.]

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