II.-Para felicidad de los pervertidos
¿Western o success story?
«Por lo tanto, la resiliencia no es, de ningún
modo, un relato de éxito. Es la historia de la lucha de un niño empujado hacia
la muerte que inventa una estrategia para retornar a la vida. Está más cerca de
un western que de una success story. Lo que crea el suspense
en una historia de vida resiliente no es el fracaso que se produce al comienzo
del filme sino la pugna interior, es decir, el devenir imprevisible que ofrece
soluciones sorprendentes, a menudo novelescas.
En 1944, Georges llevaba una vida tranquila
como un niño escondido en una familia de
laboriosos campesinos de la región de Corrèze cuando los soldados de la
división Das Reich entraron en casa de los Lagier. No tuvo miedo cuando los de
la SS le exigieron comida. Les dio los huevos que sus padres dejaban en el
gallinero para incitar a las gallinas a poner más. Esos huevos gardeniou (guardanidos) siempre están
podridos. Los soldados deberían haberse dado cuenta de ello al cascarlos antes
de comerlos. El niño estaba orgulloso de su acto de resistencia, hasta el día
en que oyó hablar de Oradour-sur-Glane, cuyos habitantes fueron encerrados en
la iglesia que luego los de la SS furiosos incendiaron. Por más que le
explicaron que quien había cometido aquel crimen había sido otro grupo de la Panzerdivision llegado de Montauban,
durante años Georges estuvo convencido de que era responsable de la enorme
masacre por haber encolerizado a los soldadazos dándoles huevos podridos. Se
volvió un niño triste, con menos entusiasmo por estar con sus compañeros y
dolorosamente amable: “Siempre tenía miedo de hacer daño. Ya había hecho
demasiado en mi infancia”. Recuerdos como éste configuran la culpa y explican
los comportamientos de expiación, pero impiden descubrir otros recuerdos
inconscientes. Hablábamos de esto en Hanói con una joven vietnamita que había
perdido un apierna como consecuencia de la explosión de una mina. Para ella el
culpable era, sin duda, el gobierno estadounidense, que había hecho colocar las
minas en el momento en que retiraba sus tropas. Consideraba que aquel terrible
accidente no era un trauma porque su personalidad nunca había sufrido el
desgarro ni la agonía propios del trauma ni siquiera en los peores momentos de
su sufrimiento. Para ella, la cuestión era más sencilla: había un agresor y una
inocente mutilada.
Un acontecimiento adquiere significaciones muy
diferentes según la red relacional en que se inscriba: “El papel que cumplen
los otros es fundamental en la respuesta de las víctimas”. En 1942, Hélène
tenía 13 años y vivía en París. La felicidad de su infancia en el seno de una
familia judía cultivada e integrada se ensombreció súbitamente el día en que su
madre empezó a coserle una estrella de seis puntas en el vestido. Hélène se
opuso vivamente diciendo que se negaba a someterse a los dictados de los
alemanes. Una noche, un policía vestido de civil llegó para advertirles que
había recibido la orden de hacer una redada. Tenían que huir. Hélène, muy
angustiada, tomó en sus brazos a su hermanito y se adelantó a refugiarse en
casa de una vecina mientras su madre preparaba la maleta. Pero cuando bajaba
las escaleras se encontró con el policía que subía a arrestarlas. Al principio
pensó que debía volver a prevenir a su madre, pero ya era demasiado tarde.
¿Gritar, entonces? Si lo hacía sería arrestada, junto con el bebé. Su vestido
no tenía la estrella. Sin decir una palabra, Hélène continuó bajando la
escalera y se escabulló con el bebé en brazos. Pero a lo largo de toda su vida
esta escena se impuso en su memoria: “Si yo hubiera gritado, mi madre no
hubiera muerto […] yo despreciaba a mis padres porque usaban la estrella […] y
luego los abandoné […]”. Las condiciones en que se había salvado adquirían en
su memoria la significación de una traición, de un abandono por egoísmo: “Nunca
podré confesar lo que hice para sobrevivir”. La vergüenza la obligaba a callar
y la culpa la obligaba a expiarla. Las circunstancias de su sálvese quien pueda
le daban una representación repugnante de sí misma: “Sobreviví porque fui
cobarde, por pensar sólo en mí dejé morir a mi madre”. Durante años, Hélène se
mantenía apartada de los demás. Hablaba poco, evitaba las miradas y declinaba
cuanta invitación se le hacía, sobre todo las que le habría gustado aceptar. Y
encontraba la explicación de su temor a la felicidad, de sus estrategias de
fracaso y sus comportamientos punitivos en aquella escena fundadora en la que,
al no gritar para advertir a su madre, se había hecho cómplice de su muerte.
Hasta el día en que, treinta años después, una vecina le devolvió los muebles
que el gobierno de Vichy le había permitido comprar a un precio irrisorio en el
marco de la política de “pasar de a manos arias los bienes judíos”. Detrás de
un cajón halló la libreta donde de pequeña escribía su diario íntimo. Treinta
años más tarde Hélène pudo leer estupefacta que, desde los 9 años, era una niña
divertida que hacía reír a todos, que inventaba sainetes para entretener a la
familia y que ¡soñaba con sacrificarse! Cinco años antes del arresto de su
madre y de la vergüenza que ese episodio desencadenó en su espíritu, Hélène ya
sentía vergüenza “de querer ser feliz”. En ese momento comenzó a recuperar
algunos recuerdos olvidados de su infancia cuando, siendo una niña bien
educada, tocaba muy bien el piano pero se negaba a hacerlo en público por temor
a humillar a quienes no sabían tocar. Ya entonces había comenzado a desarrollar
una tendencia masoquista estructural cercana a la melancolía. Probablemente
Hélène se habría sentido culpable y avergonzada de aspirar a la felicidad aun
cuando no hubiese habido guerra. Se habría castigado por miedo a lastimar a los
otros, aun cuando su madre no hubiese sido deportada “por su culpa”.
El pequeño Georges se sentía culpable de la
masacre de Oradour, como muchos niños que, en su pensamiento mágico, creen ser
la causa de la enfermedad de su madre o del rayo que incendió el granero porque
desobedecieron una orden paterna. Hélène se castigaba por haber sido cómplice
de la muerte de su madre, como ya antes de la guerra se castigaba por ser feliz
cuando otros sufrían.
El trauma es demasiado explicativo. Cuando uno
le atribuye todo lo que sucede ulteriormente, cuando uno insiste demasiado en
un acontecimiento trágico, deja en la sombra el desarrollo estructural que ya
se estaba preparando antes. En los dos casos citados, la culpa consciente creó
versiones autopunitivas que, de alguna manera, aliviaron a los niños. Pero en
el caso de Georges el masoquismo coyuntural fue momentáneo e incluso
desapareció años más tarde cuando, experto en la tragedia de Oradour, Georges
se dedicó a investigar en los archivos de la Shoah. En cambio, Hélène organizó
su vida siguiendo una estructura relacional que, ya antes del trauma, erotizaba
el sufrimiento.
El
sufrimiento está allí. ¿Hay que amarlo?
El problema está planteado así: frente a la
pérdida, la adversidad y el sufrimiento que todos debemos abordar tarde o temprano
en el curso de nuestra existencia, podemos adoptar diversas estrategias. Uno
puede abandonarse al sufrimiento, tratar de ser indiferente o dedicarse a ser
una víctima. Estas tres soluciones son antirresilientes porque todas significan
un obstáculo para un proyecto de desarrollo. En el extremo opuesto, hacer algo
con ese sufrimiento, utilizar la necesidad de comprender para trascenderlo y
convertirlo en un proyecto social o cultural constituyen actitudes que impulsan
a la resiliencia.
El masoquista estructural buscará el
sufrimiento para erotizarse, cuando en realidad podría no sufrir. Mientras que
el masoquista coyuntural hace algo con el sufrimiento que le toca en suerte.
Georges no tenía miedo de la felicidad cuando la tragedia de Oradour le llenó de
culpa. Hélène, en cambio, ya experimentaba esa curiosa inversión que le daba
permiso para alcanzar la felicidad con la condición de sufrir primero. En
realidad, son dos estrategias emparentadas para abordar el sufrimiento pero,
mientras Georges experimenta el placer de superarlo, Hélène ya tiene la
costumbre de amarlo.
Ya se trate de masoquismo sexual o de su primo
hermano, el masoquismo moral, siempre se observa una estrategia del mismo tipo:
§
Es una estrategia interactiva que se nota en las
actitudes menores de la vida cotidiana. Se trata de borrarse frente a los
demás, de callarse cuando el otro habla, de afanarse por obedecer el menor
gesto sin necesidad de que el otro pida nada.
§
Es relacional: todo se decide teniendo
únicamente en cuenta los deseos del otro: dónde quiere vivir o adónde quiere ir
de vacaciones.
§
Es existencial: el masoquista sólo puede dar
sentido a su vida mediante la felicidad del Otro, lo único que cuenta es el
placer del Otro.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Gedisa, 2009, en
traducción de Alcira Bixio, pp.125-129. ISBN: 978-84-9784-352-2.]
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