miércoles, 20 de octubre de 2021

Autobiografía de un espantapájaros. Testimonio de resiliencia: el retorno a la vida.- Boris Cyrulnik (1937)


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II.-Para felicidad de los pervertidos

¿Western o success story?

 «Por lo tanto, la resiliencia no es, de ningún modo, un relato de éxito. Es la historia de la lucha de un niño empujado hacia la muerte que inventa una estrategia para retornar a la vida. Está más cerca de un western que de una success story. Lo que crea el suspense en una historia de vida resiliente no es el fracaso que se produce al comienzo del filme sino la pugna interior, es decir, el devenir imprevisible que ofrece soluciones sorprendentes, a menudo novelescas.
 En 1944, Georges llevaba una vida tranquila como un niño escondido  en una familia de laboriosos campesinos de la región de Corrèze cuando los soldados de la división Das Reich entraron en casa de los Lagier. No tuvo miedo cuando los de la SS le exigieron comida. Les dio los huevos que sus padres dejaban en el gallinero para incitar a las gallinas a poner más. Esos huevos gardeniou (guardanidos) siempre están podridos. Los soldados deberían haberse dado cuenta de ello al cascarlos antes de comerlos. El niño estaba orgulloso de su acto de resistencia, hasta el día en que oyó hablar de Oradour-sur-Glane, cuyos habitantes fueron encerrados en la iglesia que luego los de la SS furiosos incendiaron. Por más que le explicaron que quien había cometido aquel crimen había sido otro grupo de la Panzerdivision llegado de Montauban, durante años Georges estuvo convencido de que era responsable de la enorme masacre por haber encolerizado a los soldadazos dándoles huevos podridos. Se volvió un niño triste, con menos entusiasmo por estar con sus compañeros y dolorosamente amable: “Siempre tenía miedo de hacer daño. Ya había hecho demasiado en mi infancia”. Recuerdos como éste configuran la culpa y explican los comportamientos de expiación, pero impiden descubrir otros recuerdos inconscientes. Hablábamos de esto en Hanói con una joven vietnamita que había perdido un apierna como consecuencia de la explosión de una mina. Para ella el culpable era, sin duda, el gobierno estadounidense, que había hecho colocar las minas en el momento en que retiraba sus tropas. Consideraba que aquel terrible accidente no era un trauma porque su personalidad nunca había sufrido el desgarro ni la agonía propios del trauma ni siquiera en los peores momentos de su sufrimiento. Para ella, la cuestión era más sencilla: había un agresor y una inocente mutilada.
 Un acontecimiento adquiere significaciones muy diferentes según la red relacional en que se inscriba: “El papel que cumplen los otros es fundamental en la respuesta de las víctimas”. En 1942, Hélène tenía 13 años y vivía en París. La felicidad de su infancia en el seno de una familia judía cultivada e integrada se ensombreció súbitamente el día en que su madre empezó a coserle una estrella de seis puntas en el vestido. Hélène se opuso vivamente diciendo que se negaba a someterse a los dictados de los alemanes. Una noche, un policía vestido de civil llegó para advertirles que había recibido la orden de hacer una redada. Tenían que huir. Hélène, muy angustiada, tomó en sus brazos a su hermanito y se adelantó a refugiarse en casa de una vecina mientras su madre preparaba la maleta. Pero cuando bajaba las escaleras se encontró con el policía que subía a arrestarlas. Al principio pensó que debía volver a prevenir a su madre, pero ya era demasiado tarde. ¿Gritar, entonces? Si lo hacía sería arrestada, junto con el bebé. Su vestido no tenía la estrella. Sin decir una palabra, Hélène continuó bajando la escalera y se escabulló con el bebé en brazos. Pero a lo largo de toda su vida esta escena se impuso en su memoria: “Si yo hubiera gritado, mi madre no hubiera muerto […] yo despreciaba a mis padres porque usaban la estrella […] y luego los abandoné […]”. Las condiciones en que se había salvado adquirían en su memoria la significación de una traición, de un abandono por egoísmo: “Nunca podré confesar lo que hice para sobrevivir”. La vergüenza la obligaba a callar y la culpa la obligaba a expiarla. Las circunstancias de su sálvese quien pueda le daban una representación repugnante de sí misma: “Sobreviví porque fui cobarde, por pensar sólo en mí dejé morir a mi madre”. Durante años, Hélène se mantenía apartada de los demás. Hablaba poco, evitaba las miradas y declinaba cuanta invitación se le hacía, sobre todo las que le habría gustado aceptar. Y encontraba la explicación de su temor a la felicidad, de sus estrategias de fracaso y sus comportamientos punitivos en aquella escena fundadora en la que, al no gritar para advertir a su madre, se había hecho cómplice de su muerte. Hasta el día en que, treinta años después, una vecina le devolvió los muebles que el gobierno de Vichy le había permitido comprar a un precio irrisorio en el marco de la política de “pasar de a manos arias los bienes judíos”. Detrás de un cajón halló la libreta donde de pequeña escribía su diario íntimo. Treinta años más tarde Hélène pudo leer estupefacta que, desde los 9 años, era una niña divertida que hacía reír a todos, que inventaba sainetes para entretener a la familia y que ¡soñaba con sacrificarse! Cinco años antes del arresto de su madre y de la vergüenza que ese episodio desencadenó en su espíritu, Hélène ya sentía vergüenza “de querer ser feliz”. En ese momento comenzó a recuperar algunos recuerdos olvidados de su infancia cuando, siendo una niña bien educada, tocaba muy bien el piano pero se negaba a hacerlo en público por temor a humillar a quienes no sabían tocar. Ya entonces había comenzado a desarrollar una tendencia masoquista estructural cercana a la melancolía. Probablemente Hélène se habría sentido culpable y avergonzada de aspirar a la felicidad aun cuando no hubiese habido guerra. Se habría castigado por miedo a lastimar a los otros, aun cuando su madre no hubiese sido deportada “por su culpa”.
 El pequeño Georges se sentía culpable de la masacre de Oradour, como muchos niños que, en su pensamiento mágico, creen ser la causa de la enfermedad de su madre o del rayo que incendió el granero porque desobedecieron una orden paterna. Hélène se castigaba por haber sido cómplice de la muerte de su madre, como ya antes de la guerra se castigaba por ser feliz cuando otros sufrían.
Resultado de imagen de autobiografia d eun espantapajaros El trauma es demasiado explicativo. Cuando uno le atribuye todo lo que sucede ulteriormente, cuando uno insiste demasiado en un acontecimiento trágico, deja en la sombra el desarrollo estructural que ya se estaba preparando antes. En los dos casos citados, la culpa consciente creó versiones autopunitivas que, de alguna manera, aliviaron a los niños. Pero en el caso de Georges el masoquismo coyuntural fue momentáneo e incluso desapareció años más tarde cuando, experto en la tragedia de Oradour, Georges se dedicó a investigar en los archivos de la Shoah. En cambio, Hélène organizó su vida siguiendo una estructura relacional que, ya antes del trauma, erotizaba el sufrimiento.

 El sufrimiento está allí. ¿Hay que amarlo?

 El problema está planteado así: frente a la pérdida, la adversidad y el sufrimiento que todos debemos abordar tarde o temprano en el curso de nuestra existencia, podemos adoptar diversas estrategias. Uno puede abandonarse al sufrimiento, tratar de ser indiferente o dedicarse a ser una víctima. Estas tres soluciones son antirresilientes porque todas significan un obstáculo para un proyecto de desarrollo. En el extremo opuesto, hacer algo con ese sufrimiento, utilizar la necesidad de comprender para trascenderlo y convertirlo en un proyecto social o cultural constituyen actitudes que impulsan a la resiliencia.
 El masoquista estructural buscará el sufrimiento para erotizarse, cuando en realidad podría no sufrir. Mientras que el masoquista coyuntural hace algo con el sufrimiento que le toca en suerte. Georges no tenía miedo de la felicidad cuando la tragedia de Oradour le llenó de culpa. Hélène, en cambio, ya experimentaba esa curiosa inversión que le daba permiso para alcanzar la felicidad con la condición de sufrir primero. En realidad, son dos estrategias emparentadas para abordar el sufrimiento pero, mientras Georges experimenta el placer de superarlo, Hélène ya tiene la costumbre de amarlo.
 Ya se trate de masoquismo sexual o de su primo hermano, el masoquismo moral, siempre se observa una estrategia del mismo tipo:
§         Es una estrategia interactiva que se nota en las actitudes menores de la vida cotidiana. Se trata de borrarse frente a los demás, de callarse cuando el otro habla, de afanarse por obedecer el menor gesto sin necesidad de que el otro pida nada.
§         Es relacional: todo se decide teniendo únicamente en cuenta los deseos del otro: dónde quiere vivir o adónde quiere ir de vacaciones.
§         Es existencial: el masoquista sólo puede dar sentido a su vida mediante la felicidad del Otro, lo único que cuenta es el placer del Otro.»
  
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Gedisa, 2009, en traducción de Alcira Bixio, pp.125-129. ISBN: 978-84-9784-352-2.]

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