Los desposorios en Santo Domingo
«En Puerto Príncipe, en la parte francesa de la isla de Santo Domingo, a
principios de este siglo, cuando los negros mataron a los blancos, vivía en la
plantación del señor Guillaume de Villeneuve un viejo negro temible llamado
Congo Hoango. Éste, que provenía de la Costa de Oro africana, y que en su
juventud parecía de carácter bondadoso y fiel, fue colmado de innumerables
beneficios por parte de su señor, al que en otro tiempo, durante un viaje a
Cuba, había salvado la vida. No solamente don Guillermo le concedió la libertad
en aquel mismo instante, sino que además, a su regreso a Santo Domingo, le
concedió casa y granja, y pasados unos años, aunque no había tal costumbre en
la isla, le hizo administrador de sus considerables posesiones, y como no
quisiera volver a casarse le dio para sustituir a su mujer a una vieja mulata
llamada Babekan, que vivía en la plantación y con la cual su difunta mujer
estaba emparentada. Bien, como el negro llegase a la edad de sesenta años, le
concedió una cantidad muy considerable como jubilación y llegó a la cumbre de
sus beneficios, dejándole un legado en su herencia; pero todas estas muestras
de agradecimiento no pudieron librar al señor de Villeneuve de la furia de
aquel ser rabioso. Congo Hoango fue el primero en coger el fusil cuando el
torbellino de furor que se desató sobre las plantaciones como consecuencia de
las medidas irreflexivas de la Convención Nacional, y recordando la tiranía que
le había arrancado de su patria, metió un tiro a su amo en la cabeza. Luego
incendió la casa donde se había refugiado la esposa de éste con sus tres hijos
y el resto de la colonia de blancos, devastó la plantación entera a la que
tenían derecho los herederos que vivían en Puerto Príncipe y, como todas las
plantaciones eran semejantes, reunió a los negros y los armó para acudir en
ayuda de sus compañeros en su lucha contra los blancos. Tan pronto acechaba a
los fugitivos que en grupos armados atravesaban la región como caía en pleno
día sobre los plantadores que permanecían en las edificaciones y pasaba a
cuchillo todo lo que encontraba.
Dominado por su inhumano deseo de venganza,
incluso exigió a la vieja Babekan y a su hija, una joven mestiza de quince años
llamada Toni, que tomaran parte en esta guerra rabiosa que le rejuvenecía; y
como los edificios principales de la plantación en la que ahora vivía estaban
deshabitados y muy próximos a la calle principal, de manera que durante su
ausencia se refugiaban en ellos los fugitivos blancos y criollos que iban en
busca de comida y refugio, adiestró a las mujeres para que entretuviesen con
socorros y halagos a los perros blancos, pues así los llamaba, hasta su
regreso.
Babekan, que padecía de tuberculosis como
consecuencia de unos crueles castigos que había sufrido durante su juventud,
acostumbraba en estos casos a vestir con las mejores galas a la joven Toni, que
debido a su color tostado servía muy bien para estas crueles argucias; animaba
a la joven a que no negase a los desconocidos caricia alguna, excepción hecha
de la última, que le había sido prohibida bajo pena de muerte, así que cuando
Congo Hoango volvía con la tropa de negros de sus correrías por la región, la
suerte que esperaba a los desgraciados que habían sido atraídos por aquellas
malas artes, era la muerte.
Como todos saben, en el año de 1803, cuando el
general Desalines avanzó con trece mil negros hacia Puerto Príncipe, todo aquel
cuyo color era blanco se aprestó a defender la plaza, pues era el último
baluarte del poder francés en la isla, y si caía esta plaza todos los blancos
que allí se encontraban estaban perdidos sin remisión.
Sucedió, pues, que precisamente en ausencia
del viejo Congo Hoango, que se había marchado en compañía de todos los negros
para ayudar al general Desalines a transportar un cargamento de pólvora y plomo
a través de las filas francesas, sucedió que en una noche lluviosa y tormentosa
alguien golpeó a la puerta de atrás de la casa. La vieja Babekan, que yacía en el
lecho, se levantó, y echándose una falda por encima abrió la ventana y preguntó
quién era: “Por la Virgen y todos los Santos –dijo el desconocido en voz baja,
acercándose a la ventana-, contestadme a esta pregunta, antes que me descubra”,
y alargó la mano en la oscuridad de la noche, con intención de coger la mano de
la vieja, preguntando: “¿Sois negra?” Babekan dijo: “Entonces seguro que sois
un blanco, ya que esta tenebrosa noche os parece mejor que cualquier negra.
Entrad –añadió-, y no temáis nada; aquí vive una mulata, la única que está en
la casa conmigo, es mi hija, una mestiza”. Al decir esto cerró la ventana, como
si fuera a bajar y a abrirle la puerta; y con el pretexto de que no encontraba
la llave, después de coger algunos vestidos, corrió a la habitación de su hija,
a la que despertó diciendo: “¡Toni! ¡Toni!” “¿Qué sucede, madre?” “¡Rápido!
–dijo-. ¡Levántate y vístete! Aquñi tienes los vestidos, ropa blanca y medias.
Un blanco, al que persiguen, está a la puerta y solicita que le dejemos entrar”.
Toni preguntó: “¿Un blanco?” medio incorporándose en la cama. Cogió los
vestidos que la vieja tenía en la mano y dijo: “¿Está solo, madre? No hemos de
temer nada. ¿Y si le dejamos pasar?” “¡Nada, nada! –repuso la vieja, que traía
luz-. Está solo y desarmado y el miedo hace temblar todos sus miembros”. Y
mientras Toni se levantaba y se ponía el vestido y las medias, encendió el gran
farol que estaba en un rincón del cuarto, anudó rápidamente el pelo de la
joven, al estilo del país, en lo alto de la cabeza, y después que le hubo atado
el justillo, le puso un sombrero, diole el farol en la mano y le ordenó
dirigirse al patio para ir en busca del desconocido.
Entretanto, como ladrasen los perros, se
despertó un niño llamado Nanky, que Congo Hoango había tenido como hijo natural
de una negra y que dormía con su hermano Seppy en los edificios contiguos, y
como viese al resplandor de la luna a un hombre que estaba cerca de la escalera
de la parte posterior de la casa, se apresuró a ir hacia la puerta del patio
por la que el desconocido había entrado, y como ya había hecho otras veces, le
echó el cerrojo. El desconocido, que no comprendía qué significaban todos estos
preparativos, preguntó al niño, después de comprobar con espanto que era un
negro, quién vivía en estos establecimientos, y como escuchase la respuesta de
que todo aquello pertenecía al negro Congo Hoango después de la muerte del
señor de Villeneuve, estaba ya a punto de dar un empujón al niño, quitarle la
llave del patio que llevaba en la mano y dirigirse al campo, cuando apareció
Toni con un farol en la mano: “Rápido –dijo cogiéndole de la mano y haciéndole
entrar-, venid aquí”. Hizo lo posible mientras decía esto para que la luz le
diera de lleno sobre el rostro: “¿Quién eres? –dijo el desconocido, luchando
por desprenderse y mirando su rostro con interés, por más de un motivo-. ¿Quién
vive en esta casa, donde según me dices vas a salvarme?” “Nadie, por la luz del
sol –dijo la muchacha-, nadie más que mi madre y yo”, y procuraba
apresuradamente hacerle entrar. “¿Cómo que nadie? –exclamó el desconocido
mientras, dando un paso atrás, se desprendía de su mano-. ¿Acaso no me ha dicho
ese niño que aquí vive un negro llamado Hoango?” “Yo te digo que no –repuso la
muchacha, mientras golpeaba el suelo con el pie en señal de desagrado-, y
aunque esta casa perteneciese al sanguinario que lleva tal nombre, ahora está
ausente y lejos de aquí más de diez millas”. Después de haber dicho esto, cogió
al desconocido con las dos manos y le hizo entrar en la casa, dio órdenes al
niño de que no dijese a nadie quién había entrado y después de haber traspasado
la puerta, llevando al desconocido de la mano, le hizo subir las escaleras y le
condujo al cuarto de su madre.
“Bueno –dijo la vieja, que había escuchado la
conversación desde lo alto de la ventana y había visto que era un oficial-.
¿Qué significa esa espada que lleváis bajo el brazo, dispuesta a dar mandobles?
–y añadió mientras se encajaba bien las gafas-: Os hemos acogido en vuestra
huida en nuestra casa, con peligro de nuestras vidas, y veo que habéis venido a
pagar una buena acción con una traición, según es costumbre de vuestros
compañeros”. “El cielo me valga”, repuso el desconocido, que estaba frente a
ella. Cogió la mano de la vieja, la puso sobre su corazón y después de lanzar
algunas miradas temerosas por la habitación, se desciñó la espada que llevaba
al cinto y dijo: “¡Aquí tenéis ante vosotros a uno de los seres más
desgraciados, pero jamás ingrato ni malvado!” “¿Quién sois?” preguntó la vieja,
acercándole una silla, al tiempo que ordenaba a la muchacha que fuese a la
cocina para que le trajese lo antes posible algo de cenar. “Soy un oficial de
las fuerzas francesas, aunque como podréis juzgar no soy francés; mi patria es
Suiza y mi nombre es Gustavo de Ried. ¡Ojalá nunca la hubiese abandonado a
cambio de esta desgraciada región! Vengo de Fort Dauphin, donde, como ya
sabréis, todos los blancos han sido asesinados, y tengo intención de llegar a
Puerto Príncipe antes de que el general Desalines llegue con las tropas a su
mando y le ponga sitio”. “¿De Fort Dauphin? –exclamó la vieja-. ¿Y con el color
de vuestro semblante habéis podido atravesar todo este camino por medio de esta
región de negros sublevados?”»
[El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2005, en
traducción de Carmen Bravo-Villasante, pp. 85-90. ISBN: 84-206-5886-3.]
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