sábado, 16 de octubre de 2021

Mejillones para cenar.- Birgit Vanderbeke (1956)


Resultado de imagen de birgit vanderbeke  «Cuando mi padre empezaba algo quería tenerlo acabado al instante. De esta manera había llenado el aparador del cuarto de estar, al que odiábamos entre otras cosas porque desde él amenazaba con caer encima de nuestras cabezas toda la historia de Alemania. Sucedía cada vez que queríamos saber algo de historia, mi padre cogía el Ziegler y buscaba la respuesta, primero la leía para sí mismo y buscaba en otros volúmenes, al final conseguía tener tres o cuatro tomos abiertos y estudiaba a fondo en esos tres o cuatro tomos del Ziegler todo lo que queríamos saber. Entretanto nosotros nos poníamos nerviosos, porque no sabíamos qué hacer en el cuarto de estar y porque mientras observábamos a mi padre cómo estudiaba nuestras preguntas en el Ziegler nuestros deberes no se hacían solos. Al cabo nos daba una profunda explicación histórica, porque en la escuela no nos enseñaban suficiente historia, decía mi padre, nos enseñaban una visión de la historia demasiado superficial y frívola, no era un formación profunda, completa y desde el principio como en el Este, sólo que allá por desgracia era una visión falsa, por eso habíamos huido y por eso mi padre nos leía sobre todo el Ziegler, pero no sólo éste. Para cubrir nuestras lagunas históricas nos leía muchas páginas antes de llegar a nuestra pregunta, a veces ni siquiera llegaba a ella porque hubiera tenido que leer demasiadas páginas. Nosotros no lo entendíamos todo, ni podíamos recordarlo todo, porque nuestras escuelas no nos transmitían un saber amplio y profundo sino puntual y superficial y por nuestra expresión, cuando nos leía el Ziegler mi padre se daba cuenta de que no habíamos aprendido otra cosa que a seguir la ley del mínimo esfuerzo. El sistema escolar y nuestra madre habían hecho de nosotros unos partidarios de la ley del mínimo esfuerzo y así, en lugar de escuchar con alegría e interés lo que nos leía en respuesta a nuestra pregunta, lo mirábamos impacientes y con aire de no entender nada, sólo queríamos una fecha o una breve explicación para un trabajo escolar, algo que pudiéramos aprender luego de memoria, no algo completo y desde el principio, tal como él nos lo buscaba en el Ziegler. Pero a nosotros nos traía sin cuidado ese saber enciclopédico del Ziegler, y en general no nos interesaba lo que contaban las enciclopedias porque nos habían educado sistemáticamente en la ley del mínimo esfuerzo y no habíamos aprendido a reflexionar de manera sistemática, que era lo que él quería enseñarnos cuando buscaba las respuestas a nuestras preguntas, porque sentía el deseo de cubrir una laguna que era nuestra, pero que era evidente que nosotros no estábamos interesados en cubrir. Nosotros sólo queríamos respuestas escuetas, cuando no existen ni pueden existir respuestas escuetas, sólo hay respuestas amplias y profundas, y si yo conseguí salir adelante en la escuela con mis conocimientos puntuales y superficiales fue sólo gracias al hecho de que hoy en día se premia el mínimo esfuerzo con sobresalientes, mientras que antes esa actitud sólo obtenía suspensos porque interesaban otras cosas. Mi padre decía, este sobresaliente que has tenido hubiera sido antes un suspenso, eso en el mejor de los casos, quizá ni eso, en el fondo mi padre pensaba que mi sobresaliente era un insuficiente. De lo que nosotros teníamos que hacer para conseguir un aprobado, decía, hoy no tenéis ni una vaga idea. Mi padre había sido un estudiante excelente y cuando nos daban las notas mi hermano ya ni se atrevía a volver a casa. A mí, me decía, aparentemente no está mal, sólo que estas notas de hoy en día no valen nada, entonces sacaba sus notas del escritorio y las comparaba. Si las mías eran mejores, eso era una prueba más de la desvalorización de las notas y evidenciaba todo lo que él ya sabía a mi edad y yo ignoraba casi por completo porque prefería tocar el piano y leer, cosas que están muy por debajo de los logaritmos, y mi padre decía siempre, eso no hace funcionar ningún motor. También decía, todo eso no sirve de nada si no se conoce la diferencia entre lo necesario y lo suficiente, y por desgracia en eso tenía razón, porque yo no comprendía esa diferencia que en nuestra familia era muy importante, tan importante como en la lógica, porque un sobresaliente era condición necesaria para no poner de mal humor a mi padre, pero no era suficiente, y en general sucedía que yo cumplía casi siempre las condiciones necesarias, pero nunca las suficientes, mientras que mi hermano no cumplía ni las necesarias. Si bien era necesario llevar sobresalientes a casa, como ese sobresaliente no era más que un pseudosobresaliente, es decir, no tenía ningún valor porque había sido concedido a unos conocimientos puntuales y superficiales, mi padre se ponía de mal humor. No soportaba la incultura ni la frivolidad en su familia, así que la condición necesaria nunca era la suficiente. Todas las condiciones necesarias se caracterizaban por no ser suficientes. Yo tocaba el piano y leía, con lo cual desperdiciaba mi inteligencia para disgusto de mi padre, porque en aquella época se daba por hecho que yo seguiría sus pasos y estudiaría una carrera científica. No iba a estudiar piano, como fue mi deseo durante un tiempo, porque mi padre no soportaba su sonido, deja de hacer ruido, me decía muchas veces cuando llegaba a casa cansado y me encontraba sentada al piano. Con todo, insistía implacablemente en que nosotros dos, mi hermano y yo tocáramos por lo menos un instrumento y practicáramos durante una hora cada día, y mientras que mi hermano no practicaba durante una hora, yo solía tocar el piano más de una hora y muchas veces me pillaba tocando el piano cuando llegaba a casa, lo que provocaba su cólera y lo ponía de mal humor. Para disculparme le decía que con una hora de práctica diaria no llegaría a ser una pianista, pero mi padre era alérgico al piano, se trastornaba cuando escuchaba mis ejercicios, yo tenía que saltar inmediatamente del taburete, guardar las partituras y cerrar la tapa del piano, mi padre era alérgico al más leve indicio de mis ejercicios de piano, por lo que poco a poco lo fui dejando y me dediqué a leer día y noche. Cuando me sentaba a ver la televisión solía quedarme dormida y tenían que llevarme a la cama. Entonces me despertaba y cuando cerraban mi puerta me ponía a leer. Estaba siempre pálida de pasar noches en blanco. Mi padre decía, esta niña parece enferma. Eso era de tanto leer. Sacaba los libros de la biblioteca sin que él se enterara y los escondía, pero siempre tenía miedo de que mi padre los descubriera. En una verdadera familia los secretos están de más, decía mi padre, y cada uno de nosotros tenía siempre mucho miedo de que le pillara algún secreto y sólo ahora que se estaba haciendo cada vez más tarde y que habíamos vaciado la botella de vino, nos habíamos liberado de nuestros miedos y temores, los tres estábamos algo achispados y sólo un resto de respeto nos impedía mirar el reloj. No miramos el reloj hasta más tarde, después de decir, seguro que ha tenido un accidente con el coche. Pero un accidente de coche puede ser cualquier cosa, hay accidentes y accidentes, eso nos decíamos, aunque en ese momento ya habíamos descartado la posibilidad de que hubiese tenido una avería, en ese caso hubiera llamado por teléfono, porque ya era muy tarde. Si uno tiene un accidente de coche, lo mínimo es que lo lleven al hospital, dijo mi hermano, y yo dije, lo mínimo. Mi madre cambió de tema y dijo, un domingo sin ese pesado de Verdi, ¿qué os parece? Porque cada domingo por la mañana se escuchaba en nuestra casa por lo menos un disco de Verdi, por lo menos uno, y mi padre silbaba la melodía y entretanto teníamos que guardar el más absoluto silencio, tan absoluto como durante la información deportiva, teníamos que quedarnos en el cuarto de estar y escuchar como mi padre silbaba Rigoletto o Aida mientras mi madre preparaba el asado, así hasta la hora de comer. Mi madre no soportaba ese eterno Verdi, como ella lo llamaba, ese sucedáneo de música, decía, ese runrún facilón de los bajos, cerraba la puerta de la cocina y no salía hasta que Verdi se había callado. Entonces abría las ventanas de par en par para dejar salir los últimos restos del Trovatore, pero lo hacía sin llamar la atención.
Resultado de imagen de birgit vanderbeke mjillones para cena Verdi es lo único que merece la pena ser escuchado, decía mi padre al final muy satisfecho, mientras que mi madre hacía lo posible por escapar al horrible coro de esclavos. Mi madre sufrió durante muchos años bajo ese coro de esclavos, bajo Verdi en general, y yo  sufrí de manera muy especial mientras mi padre silbaba la melodía, porque no nos dejaba salir del cuarto de estar mientras tenía el disco puesto. Sólo de vez en cuando teníamos suerte y mi padre ponía Mozart, porque de Mozart sólo La flauta mágica era capaz de silbarla de cabo a rabo sin vacilaciones y eso le abría el apetito para el asado. Mi madre no soportaba ni Verdi ni el asado. Puesto que durante toda la semana tenía que trabajar, cocinar, limpiar la casa, cuidar de los niños y todo lo demás, los domingos por la mañana no tenía ganas de encerrarse en la cocina, decía, pero mi padre no estaba nunca de viaje los domingos. Se marchaba de lunes a viernes, de manera que mi madre no pudo escapar ni un solo domingo a Verdi, esa peste acústica en mi cuarto de estar, como lo denominó unas cuantas veces aquella noche cuando ya estaba bastante achispada. Esa peste acústica, dije yo, tú por lo menos estás fuera, apenas la oyes, pero ella dijo, si la alternativa es o Verdi o el asado de ternera, gracias, y esa fue la primera vez en su vida que protestó. Además, nos hizo notar que Verdi era tal vez una condición necesaria pero no suficiente para un buen domingo. Entonces nos pusimos a pensar y entre las muchas condiciones necesarias no encontramos ninguna que fuera realmente suficiente para un buen domingo, y una vez más, la diferencia entre suficiente y necesario se nos hizo tan borrosa como el problema de la belleza. Ninguno de los tres lograba recordar ni un solo domingo que nos hubiera resultado medianamente suficiente, porque, naturalmente, mi padre aprovechaba los domingos para desarrollar su concepto de verdadera familia. Ya a la hora del desayuno empezaba a exponer sus ideas y decía, hoy iremos a tal o cual sitio, a veces mi hermano protestaba, otra vez, decía, y en ese caso el domingo se le acababa a primera hora de la mañana.»

    [El texto pertenece a la edición en español de La Galera Editorial, 2009, en traducción de Marisa Presas, pp. 48-54. ISBN: 978-84246-3075-1.]

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