«Cuando mi padre empezaba algo
quería tenerlo acabado al instante. De esta manera había llenado el aparador
del cuarto de estar, al que odiábamos entre otras cosas porque desde él
amenazaba con caer encima de nuestras cabezas toda la historia de Alemania.
Sucedía cada vez que queríamos saber algo de historia, mi padre cogía el
Ziegler y buscaba la respuesta, primero la leía para sí mismo y buscaba en
otros volúmenes, al final conseguía tener tres o cuatro tomos abiertos y
estudiaba a fondo en esos tres o cuatro tomos del Ziegler todo lo que queríamos
saber. Entretanto nosotros nos poníamos nerviosos, porque no sabíamos qué hacer
en el cuarto de estar y porque mientras observábamos a mi padre cómo estudiaba
nuestras preguntas en el Ziegler nuestros deberes no se hacían solos. Al cabo
nos daba una profunda explicación histórica, porque en la escuela no nos
enseñaban suficiente historia, decía mi padre, nos enseñaban una visión de la
historia demasiado superficial y frívola, no era un formación profunda,
completa y desde el principio como en el Este, sólo que allá por desgracia era
una visión falsa, por eso habíamos huido y por eso mi padre nos leía sobre todo
el Ziegler, pero no sólo éste. Para cubrir nuestras lagunas históricas nos leía
muchas páginas antes de llegar a nuestra pregunta, a veces ni siquiera llegaba
a ella porque hubiera tenido que leer demasiadas páginas. Nosotros no lo
entendíamos todo, ni podíamos recordarlo todo, porque nuestras escuelas no nos
transmitían un saber amplio y profundo sino puntual y superficial y por nuestra
expresión, cuando nos leía el Ziegler mi padre se daba cuenta de que no
habíamos aprendido otra cosa que a seguir la ley del mínimo esfuerzo. El
sistema escolar y nuestra madre habían hecho de nosotros unos partidarios de la
ley del mínimo esfuerzo y así, en lugar de escuchar con alegría e interés lo
que nos leía en respuesta a nuestra pregunta, lo mirábamos impacientes y con
aire de no entender nada, sólo queríamos una fecha o una breve explicación para
un trabajo escolar, algo que pudiéramos aprender luego de memoria, no algo
completo y desde el principio, tal como él nos lo buscaba en el Ziegler. Pero a
nosotros nos traía sin cuidado ese saber enciclopédico del Ziegler, y en general
no nos interesaba lo que contaban las enciclopedias porque nos habían educado
sistemáticamente en la ley del mínimo esfuerzo y no habíamos aprendido a
reflexionar de manera sistemática, que era lo que él quería enseñarnos cuando
buscaba las respuestas a nuestras preguntas, porque sentía el deseo de cubrir
una laguna que era nuestra, pero que era evidente que nosotros no estábamos
interesados en cubrir. Nosotros sólo queríamos respuestas escuetas, cuando no
existen ni pueden existir respuestas escuetas, sólo hay respuestas amplias y
profundas, y si yo conseguí salir adelante en la escuela con mis conocimientos
puntuales y superficiales fue sólo gracias al hecho de que hoy en día se premia
el mínimo esfuerzo con sobresalientes, mientras que antes esa actitud sólo
obtenía suspensos porque interesaban otras cosas. Mi padre decía, este
sobresaliente que has tenido hubiera sido antes un suspenso, eso en el mejor de
los casos, quizá ni eso, en el fondo mi padre pensaba que mi sobresaliente era
un insuficiente. De lo que nosotros teníamos que hacer para conseguir un
aprobado, decía, hoy no tenéis ni una vaga idea. Mi padre había sido un
estudiante excelente y cuando nos daban las notas mi hermano ya ni se atrevía a
volver a casa. A mí, me decía, aparentemente no está mal, sólo que estas notas
de hoy en día no valen nada, entonces sacaba sus notas del escritorio y las
comparaba. Si las mías eran mejores, eso era una prueba más de la
desvalorización de las notas y evidenciaba todo lo que él ya sabía a mi edad y
yo ignoraba casi por completo porque prefería tocar el piano y leer, cosas que
están muy por debajo de los logaritmos, y mi padre decía siempre, eso no hace
funcionar ningún motor. También decía, todo eso no sirve de nada si no se
conoce la diferencia entre lo necesario y lo suficiente, y por desgracia en eso
tenía razón, porque yo no comprendía esa diferencia que en nuestra familia era
muy importante, tan importante como en la lógica, porque un sobresaliente era
condición necesaria para no poner de mal humor a mi padre, pero no era
suficiente, y en general sucedía que yo cumplía casi siempre las condiciones
necesarias, pero nunca las suficientes, mientras que mi hermano no cumplía ni
las necesarias. Si bien era necesario llevar sobresalientes a casa, como ese sobresaliente
no era más que un pseudosobresaliente, es decir, no tenía ningún valor porque
había sido concedido a unos conocimientos puntuales y superficiales, mi padre
se ponía de mal humor. No soportaba la incultura ni la frivolidad en su
familia, así que la condición necesaria nunca era la suficiente. Todas las
condiciones necesarias se caracterizaban por no ser suficientes. Yo tocaba el
piano y leía, con lo cual desperdiciaba mi inteligencia para disgusto de mi
padre, porque en aquella época se daba por hecho que yo seguiría sus pasos y
estudiaría una carrera científica. No iba a estudiar piano, como fue mi deseo
durante un tiempo, porque mi padre no soportaba su sonido, deja de hacer ruido,
me decía muchas veces cuando llegaba a casa cansado y me encontraba sentada al
piano. Con todo, insistía implacablemente en que nosotros dos, mi hermano y yo
tocáramos por lo menos un instrumento y practicáramos durante una hora cada
día, y mientras que mi hermano no practicaba durante una hora, yo solía tocar
el piano más de una hora y muchas veces me pillaba tocando el piano cuando
llegaba a casa, lo que provocaba su cólera y lo ponía de mal humor. Para
disculparme le decía que con una hora de práctica diaria no llegaría a ser una
pianista, pero mi padre era alérgico al piano, se trastornaba cuando escuchaba
mis ejercicios, yo tenía que saltar inmediatamente del taburete, guardar las
partituras y cerrar la tapa del piano, mi padre era alérgico al más leve
indicio de mis ejercicios de piano, por lo que poco a poco lo fui dejando y me
dediqué a leer día y noche. Cuando me sentaba a ver la televisión solía
quedarme dormida y tenían que llevarme a la cama. Entonces me despertaba y
cuando cerraban mi puerta me ponía a leer. Estaba siempre pálida de pasar noches
en blanco. Mi padre decía, esta niña parece enferma. Eso era de tanto leer.
Sacaba los libros de la biblioteca sin que él se enterara y los escondía, pero
siempre tenía miedo de que mi padre los descubriera. En una verdadera familia
los secretos están de más, decía mi padre, y cada uno de nosotros tenía siempre
mucho miedo de que le pillara algún secreto y sólo ahora que se estaba haciendo
cada vez más tarde y que habíamos vaciado la botella de vino, nos habíamos
liberado de nuestros miedos y temores, los tres estábamos algo achispados y
sólo un resto de respeto nos impedía mirar el reloj. No miramos el reloj hasta
más tarde, después de decir, seguro que ha tenido un accidente con el coche.
Pero un accidente de coche puede ser cualquier cosa, hay accidentes y
accidentes, eso nos decíamos, aunque en ese momento ya habíamos descartado la
posibilidad de que hubiese tenido una avería, en ese caso hubiera llamado por
teléfono, porque ya era muy tarde. Si uno tiene un accidente de coche, lo
mínimo es que lo lleven al hospital, dijo mi hermano, y yo dije, lo mínimo. Mi
madre cambió de tema y dijo, un domingo sin ese pesado de Verdi, ¿qué os
parece? Porque cada domingo por la mañana se escuchaba en nuestra casa por lo
menos un disco de Verdi, por lo menos uno, y mi padre silbaba la melodía y
entretanto teníamos que guardar el más absoluto silencio, tan absoluto como
durante la información deportiva, teníamos que quedarnos en el cuarto de estar
y escuchar como mi padre silbaba Rigoletto
o Aida mientras mi madre preparaba el
asado, así hasta la hora de comer. Mi madre no soportaba ese eterno Verdi, como
ella lo llamaba, ese sucedáneo de música, decía, ese runrún facilón de los
bajos, cerraba la puerta de la cocina y no salía hasta que Verdi se había
callado. Entonces abría las ventanas de par en par para dejar salir los últimos
restos del Trovatore, pero lo hacía
sin llamar la atención.
Verdi es lo único que merece la pena ser escuchado,
decía mi padre al final muy satisfecho, mientras que mi madre hacía lo posible
por escapar al horrible coro de esclavos. Mi madre sufrió durante muchos años
bajo ese coro de esclavos, bajo Verdi en general, y yo sufrí de manera muy especial mientras mi
padre silbaba la melodía, porque no nos dejaba salir del cuarto de estar
mientras tenía el disco puesto. Sólo de vez en cuando teníamos suerte y mi
padre ponía Mozart, porque de Mozart sólo La flauta mágica era capaz de
silbarla de cabo a rabo sin vacilaciones y eso le abría el apetito para el
asado. Mi madre no soportaba ni Verdi ni el asado. Puesto que durante toda la
semana tenía que trabajar, cocinar, limpiar la casa, cuidar de los niños y todo
lo demás, los domingos por la mañana no tenía ganas de encerrarse en la cocina,
decía, pero mi padre no estaba nunca de viaje los domingos. Se marchaba de
lunes a viernes, de manera que mi madre no pudo escapar ni un solo domingo a
Verdi, esa peste acústica en mi cuarto de estar, como lo denominó unas cuantas
veces aquella noche cuando ya estaba bastante achispada. Esa peste acústica,
dije yo, tú por lo menos estás fuera, apenas la oyes, pero ella dijo, si la
alternativa es o Verdi o el asado de ternera, gracias, y esa fue la primera vez
en su vida que protestó. Además, nos hizo notar que Verdi era tal vez una
condición necesaria pero no suficiente para un buen domingo. Entonces nos
pusimos a pensar y entre las muchas condiciones necesarias no encontramos
ninguna que fuera realmente suficiente para un buen domingo, y una vez más, la
diferencia entre suficiente y necesario se nos hizo tan borrosa como el
problema de la belleza. Ninguno de los tres lograba recordar ni un solo domingo
que nos hubiera resultado medianamente suficiente, porque, naturalmente, mi
padre aprovechaba los domingos para desarrollar su concepto de verdadera
familia. Ya a la hora del desayuno empezaba a exponer sus ideas y decía, hoy
iremos a tal o cual sitio, a veces mi hermano protestaba, otra vez, decía, y en
ese caso el domingo se le acababa a primera hora de la mañana.»
[El texto pertenece a la edición en español de La Galera Editorial, 2009, en
traducción de Marisa Presas, pp. 48-54. ISBN: 978-84246-3075-1.]
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