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«El padre John Gondalfo se presentó dos días después. Al llegar
aquella tarde lo vi sentado en la sala, con mi padre y con Joyce. Su aspecto
era el del típico hombre duro. Había sido capellán de marines en el Pacífico
Sur. Llevaba esperándome una hora. A causa del calor se había quitado la
chaqueta, debajo de la cual llevaba una camiseta blanca. El negro vello de su
musculoso pecho se colaba por la trama del tejido. Tenía brazos de luchador y
se mantenía en forma jugando solo a frontón en el garaje de la parroquia. Era
joven, no tendría más de treinta y dos años, con un aceitunado rostro
siciliano, nariz rota y pelo cortado al rape. Parecía un medio o un delantero
centro de Santa Clara. En cuanto lo vi me di cuenta de que era de ascendencia
italiana y el paisanaje no tardó en crear una cruda confianza. Me estrujó los
nudillos al darme la mano.
-Son las cinco y media, Fante. ¿Dónde estaba?
Le dije que trabajando.
-¿A qué hora sale?
Le dije que poco después de las cuatro.
-¿Las cuatro? ¿Dónde ha estado esta hora y
media?
Le dije que en Lucey’s, tomando un whisky.
-¿No sabe que su mujer está embarazada?
Joyce estaba en un sillón, con el montículo
apoyado con indolencia en su vientre y con las piernas algo separadas para sujetarlo.
Adoraba al padre John. También percibí la admiración de mi padre, así como una
ligera hostilidad hacia mí.
-¿Qué tiene de malo beber aquí, en su propia
casa? –dijo el padre John-. ¿Con su mujer y este gran hombre que es su padre?
¿Se le ha ocurrido alguna vez?
Sus hombros me impresionaban, y la intensa negrura de sus ojos.
-Claro, padre. También bebo en casa y mucho.
-Ya es hora de que se enfrente a sí mismo,
Fante.
-Sin duda, padre, pero…
-No discuta conmigo, joven. ¿Cree que acabo de
llegar en el ferry de Hoboken?
Yo no quería discutir con nadie. Al mirar a
Joyce, me di cuenta de que el espíritu de la admonición del padre John la había
contagiado. En aquel momento me descalificaba totalmente. También mi padre, que
estaba sentado delante de una botella de vino, humedeciéndose los labios y
confirmando sabiamente con la cabeza las palabras del sacerdote.
El padre John dio una palmada, se frotó las
manazas con fuerza y dijo:
-Bueno, vayamos al asunto. Fante, su mujer
quiere entrar en la Santa Madre Iglesia Católica. ¿Alguna objeción?
-Ninguna, padre.
Y era la pura verdad. No podía haber
objeciones. Sí, se me daba la posibilidad de desear otra cosa, la esperanza de
que pospusiera temporalmente su decisión, pero era otra historia.
-¿Y usted? Aquí su padre, este hombre grande y
extraordinario, me ha contado que trabajó como un esclavo para proporcionarle
una esmerada educación católica. Pero ahora lee libros y, si me lo permite,
escribe libros. ¿Qué tiene contra nosotros, Fante? Debe de ser usted muy
inteligente. Cuéntemelo todo. Escucho.
-No tengo nada contra la Iglesia, padre. Es
sólo que quiero pensar…
-¡Ah!, ¿conque es eso? La infalibilidad del
Santo Padre. Así que quiere saber si el obispo de Roma es realmente infalible
en cuestiones de fe y moralidad. Fante, se lo aclararé de una vez para siempre:
lo es. ¿Qué más le preocupa?
Me acerqué a mi padre, me hice con la botella
y bebí un trago. El repentino ataque del padre John me había dejado aturdido y
necesitaba tener tranquilas las ideas.
-Verá, padre. La Santísima Virgen…
-Yo le explicaré lo de la Santísima Virgen,
Fante. Permítame exponérselo con claridad y sin ambigüedades. María, madre de
Dios, fue concebida sin pecado y al morir ascendió a los cielos. Un hombre de
su inteligencia tiene que comprenderlo.
-Sí, padre. Lo aceptaré por el momento. Pero
en la misa, en la eucaristía…
-La eucaristía es la transformación del pan y
el vino en cuerpo y sangre de Cristo. ¿Qué más le inquieta?
-Verá, padre. Cuando un hombre se confiesa…
-Cristo dio a sus sacerdotes el poder de
perdonar pecados cuando dijo: “Recibid el Espíritu Santo. Los pecados que
perdonéis serán perdonados; y los pecados que no borréis no serán borrados”. Lo
dice el Nuevo Testamento. Léalo.
-Entiendo las palabras, padre. Pero en el
dogma del pecado original…
-¡Ja! ¡De modo que es eso! Por pecado original
entendemos que como descendientes de nuestros primeros padres somos concebidos
en pecado y así permanecemos hasta que recibimos el glorioso sacramento del
bautismo…
-Sí, padre, eso ya lo sé. Pero la
resurrección…
-¿La resurrección? Por el amor del cielo,
Fante, si es muy sencillo. Cristo nuestro Señor fue crucificado, resucitó de
entre los muertos y ahí tenemos la inmortalidad prometida a todos sus hijos. ¿O
prefiere morir como un perro, condenado eternamente al olvido?
Di un suspiro y tomé asiento. Era imposible
decir nada más. Mi padre carraspeó y esbozó una ligera sonrisa mientras
empinaba la botella. Había en sus ojos una cordialidad curiosa. La ceniza que
se le desprendió del cigarro aterrizó de cualquier manera en sus muslos.
-El muchacho lee demasiado, padre. Hace años
que se lo digo.
Ahora era “el muchacho”.
-Me gusta leer, papá. Es parte de mi
profesión.
-Y esos libros, padre. Control de natalidad,
me lo dijo él mismo.
-¿Control de natalidad? –El padre John sonrió
con tristeza mientras cabeceaba-. Yo le diré lo que es el control de natalidad
en la Iglesia católica. No existe.
-Ya se lo dije yo, padre. Le dije: “No me
gusta eso”. La culpa no es de la chica. Ella es protestante. No se da cuenta.
Pero él… él me lo dijo. “Me gusta controlar a mi familia”, así me lo dijo, hace
un par de días. A mí, a su propio padre.
-Algo así le dije –admití-. Pero a lo que me
refería, padre, era a que mis ingresos…
-¿Lo ve usted? –intervino mi
padre-. Llevan casados casi cuatro años. Tiempo de sobra para dos hijos, un
niño y una niña. Nietos. Pero ¿están aquí, padre? Suba esas escaleras. Mire en
todas las habitaciones, debajo de las camas, en los armarios. No los
encontrará. Nicky y Philomena. Nicky tendría ahora tres años y hablaría con su
abuelo. La niña daría ahora sus primeros pasos. ¿Los ve en esta casa, padre?
Salga al patio trasero; mire en el garaje. No, no los encontrará, porque no
están aquí. ¡Y la culpa es de él! –me señaló con el dedo, el de la uña rota.
-Para ya, papá.
-No pienso parar. Quiero saberlo, porque soy
su abuelo. ¿Dónde está Nicky? ¿Dónde está Philomena?
-¿Cómo quieres que lo sepa?
Joyce se acercó a mi padre y se sentó junto a
él. Le asió la rojiza zarpa y le habló con dulzura.
-No ha habido otros, papá Fante. Se lo digo
con el corazón en la mano.
No había que tratarlo así, porque podía
tomarle gusto al sentimentalismo. Dicho y hecho: puso cara de compunción, le
tembló la barbilla, se le humedecieron los ojos. Quise advertir a Joyce con la
mirada. Era cierto que me había opuesto al embarazo hasta que pudiéramos
permitírnoslo. También era verdad que ella había aceptado arriesgarse sin
dinero. Pero nunca se me había ocurrido pensar que aquellas ocasiones fueran
entidades humanas concretas, ni dar nombre a los niños no concebidos, y en
aquellos instantes veía el duelo y la melancolía en el rostro de Joyce,
arrastrada por el estado de ánimo de mi padre.
- Hablo de mi sangre –prosiguió mi padre-. Hay
dos a los que no veré nunca, pero están aquí, en alguna parte y su abuelo no se
siente bien, porque no puede comprarles helados.»
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