LIX
"Una vez, un hombre -¿qué ideas tendría acerca de la capital?- resolvió instalarse en las colinas del Este.
Cansado estoy de la vida
Harto ya [del existir].
En una aldea de montaña
Quiero hallar morada
Donde me pueda ocultar.
En ese estado de ánimo, el hombre cayó enfermo. Cuando estaba a punto de morir, alguien salpicó su rostro con agua, le aplicó otros remedios y así volvió a la vida. Él dijo:
El rocío en mi rostro,
Supongo, se ha posado.
¿No serán gotas desprendidas
De los remos de la barca
Que la Vía Láctea atraviesa?
Y recuperó su sentido.
LXXVII
Había una vez un emperador llamado Tamura no Mikado. Entre sus concubinas había una a la que llamaba Takakiko. Ésta murió. Se realizó un servicio fúnebre en el templo de Anjô-ji. Numerosas personas aportaron sus ofrendas. Así fue como se reunieron unas mil ofrendas. Muchas de ellas estaban atadas a ramas de árboles que habían sido dispuestas frente al templo, en forma tal que uno podía preguntarse si no había sido desplazada una montaña para colocarla frente al templo. Estaba allí el general de la Guardia de la Derecha, llamado Fujiwara no Tsuneyuki. Una vez terminadas las oraciones, el general reunió a los poetas y los invitó a componer poemas que tuvieran como tema las ceremonias realizadas ese día y se inspirasen en la primavera. Un anciano que era director de las Caballerizas de la División de la Derecha, con los ojos llenos de asombro [por la abundancia de los ramajes ofrendados], compuso este poema:
Todas las montañas
Hoy se han movido
Y se reunieron
Para llorar el duelo causado
Por la partida de la primavera.
Ese fue su poema. Cuando hoy en día se lo lee, no se lo encuentra bueno. En su época fue hallado excelente y muy admirado.
CXIX
Una vez, una mujer, al contemplar los objetos que un hombre frívolo le había dejado como recuerdo, compuso este poema:
Lo que él llama recuerdos
Son ahora enemigos [para mí].
Sin duda
Habría, sin ellos,
Momentos en que olvidaría".
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