jueves, 7 de mayo de 2015

"La muerte de Iván Ilich".- León Tolstoi (1828-1910)

 
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 "Pasaron otras dos semanas. Iván Ilich ya no se levantaba del diván. No quería acostarse en la cama y estaba echado en el diván casi siempre cara a la pared, sufriendo solitario por aquellos dolores sin solución y dando vueltas en su mente, solo, a la misma insoluble idea. "¿Qué es esto? ¿Será cierto que es la muerte?" La voz interior respondía: "Sí, es cierto". "¿Por qué estos tormentos?" Y la voz respondía: "Por nada. Porque sí". Más allá, aparte de esto, no había nada más.
 Desde el propio comienzo de la enfermedad, desde que Iván Ilich visitó por primera vez al doctor, su vida se hallaba dividida por dos estados de ánimo contrapuestos y que se sucedían entre sí: ya se apoderaba de él la desesperación, creyendo en la inminencia de una muerte incomprensible y espantosa, ya le iluminaba la esperanza y observaba con el mayor interés el funcionamiento de su cuerpo. Ya veía ante sus ojos un riñón o un intestino que se habían apartado temporalmente del cumplimiento de sus deberes, ya vislumbraba una muerte terrible e incomprensible de la cual no había modo de librarse.
 Estos dos estados de ánimo se sucedían entre sí desde el comienzo mismo de la enfermedad. Pero cuanto más avanzaba ésta, tanto más dudosas y fantásticas le parecían las consideraciones acerca del riñón y tanto más real la conciencia de la muerte que se aproximaba.
 Le bastaba recordar quién era hacía tres meses y en quién se había convertido; recordar con qué regularidad bajaba por la montaña para que se le disipara la menor sombra de esperanza.
 Durante su último tiempo de soledad, acostado cara al respaldo del diván, solitario en una ciudad populosa, entre sus numerosos conocidos y entre sus familiares, se hallaba en una soledad que no podía darse más completa en ninguna parte: ni en el fondo del mar ni en la tierra; durante el último tiempo de esa terrible soledad, Iván Ilich vivió exclusivamente con la imaginación puesta en el pasado. Las escenas de su vida se le aparecían una tras otra. Siempre empezaba con lo más cercano en el tiempo y retrocedía hacia lo más lejano, hacia la infancia, y allí se detenía. Si se acordaba de la ciruela hervida que le daban para comer, recordaba la ciruela pasa, cruda, arrugada, que comía en su infancia, de su sabor especial y de la abundancia de saliva cuando se llegaba al hueso; al lado de este recuerdo del sabor, surgían otros recuerdos de aquel tiempo: el aya, el hermano, los juguetes. "No he de pensar en esto... es demasiado doloroso", se decía Iván Ilich y se trasladaba otra vez al presente. Veía un botón en el respaldo del diván, unas arrugas en el tafilete. "El tafilete es caro y poco resistente; por él tuvimos un altercado. Pero el tafilete era otro y la riña fue distinta cuando rompimos la cartera de papá y nos castigaron, y mamá nos llevó empanadillas". Otra vez se detenía en la infancia, de nuevo le era aquello doloroso y se esforzaba por alejarlo de su mente y pensar en otra cosa.
 Al mismo tiempo, paralelamente a este proceso del recuerdo, surgía en su alma otra serie de recuerdos acerca de cómo se le agravó la enfermedad. También cuanto más atrás, tanto mayor vida. Eran mayores los bienes de la vida y era mayor la vida misma. Lo uno y lo otro se fundían. "Así como las torturas se van haciendo cada vez más intensas, la vida se ha hecho también cada vez peor", pensaba. Un punto luminoso allí, lejos, al comienzo de la vida, y luego todo se hacía negro, cada vez más negro y más rápido, cada vez más rápido. "Es inversamente proporcional al cuadrado de las distancias de la muerte", pensaba Iván Ilich. Esa imagen de la piedra que cae con creciente rapidez se le grabó en el alma. La vida, serie de sufrimientos que se agrandan, corre más rápida hacia el final para el doliente. "Yo caigo..." Se estremecía, se agitaba, quería resistir; pero ya sabía que no era posible resistir y, de nuevo, con ojos cansados de mirar, si bien no podían no mirar hacia lo que tenían ante sí, ponía la vista en el respaldo del diván y esperaba aquella horrible caída, el choque y el aniquilamiento. "Resistir es imposible. Pero si por lo menos pudiera comprender el porqué de todo esto. También ello resulta imposible. Podría explicarse si afirmara que no he vivido como hacía falta vivir. Mas no hay manera de reconocer que ha sido así", se decía, recordando la legalidad, la normalidad y el decoro de su vida. "Esto es del todo imposible admitirlo", concluía, dibujando una sonrisa con los labios como si alguien pudiera ver aquella sonrisa y engañarse. "¡No hay explicación! Dolor, muerte... ¿para qué?".   

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