martes, 19 de mayo de 2015

"De los delitos y de las penas".- Cesare Beccaria (1738-1794)


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Capítulo 28.- De la pena de muerte

 "No es útil la pena de muerte por el ejemplo que da a los hombres de atrocidad. Si las pasiones o la necesidad de la guerra han enseñado a derramar la sangre humana, las leyes, moderadoras de la conducta de los mismos hombres, no debieran aumentar este fiero documento, tanto más funesto cuanto la muerte legal se da con estudio y pausada formalidad. Parece un absurdo que las leyes, esto es, la expresión de la voluntad pública, que detestan y castigan el homicidio, lo cometan ellas mismas y para separar a los ciudadanos del intento de asesinar ordenen un público asesinato. ¿Cuáles son las verdaderas y más útiles leyes? Aquellos pactos y aquellas condiciones que todos querrían observar y proponer mientras calla la voz (siempre escuchada) del interés privado o se combina con la del público. ¿Cuáles son los sentimientos de cada particular sobre la pena de muerte? Leámoslos en los actos de indignación y desprecio con que miran al verdugo, que en realidad no es más que un inocente ejecutor de la voluntad pública, un buen ciudadano, que contribuye al bien de todos, instrumento necesario a la seguridad pública interior como para la exterior son los valerosos soldados. ¿Cuál, pues, es el origen de esta contradicción? ¿Y por qué es indeleble en los hombres este sentimiento, en desprecio de la razón? Porque en lo más secreto de sus ánimos, parte que, sobre toda otra, conserva aún la forma original de la antigua naturaleza, han creído siempre que nadie tiene potestad sobre la vida propia, a excepción de la necesidad que con su cetro de hierro rige el universo.
 ¿Qué deben pensar los hombres al ver a los sabios magistrados y graves sacerdotes de la justicia, que con indiferente tranquilidad hacen arrastrar a un reo a la muerte con lento aparato; y mientras este miserable se estremece en las últimas angustias, esperando el golpe fatal, pasa el juez con insensible frialdad (y acaso con secreta complacencia de la autoridad propia) a gustar las comodidades y placeres de la vida?  ¡Ah! (dirán ellos), estas leyes no son más que pretextos de la fuerza y las premeditadas y crueles formalidades de la justicia son sólo un lenguaje de convención para sacrificarnos con mayor seguridad, como víctimas destinadas en holocausto al ídolo insaciable del despotismo.
 El asesinato que nos predican y pintan como una maldad terrible, lo vemos prevenido y ejecutado aun sin repugnancia y sin furor. Prevalgámonos del ejemplo. Nos parecía la muerte violenta una escena terrible en las descripciones que de ella nos habían hecho; pero ya vemos ser negocio de un instante. ¡Cuánto menos terrible será en quien no esperándola se ahorra casi todo aquello que tiene de doloroso! Tales son los funestos paralogismos que, si no con claridad, a lo menos confusamente, hacen los hombres dispuestos a cometer los delitos, en quienes, como hemos visto, el abuso de la religión puede más que la religión misma.
 Si se me opusiese como ejemplo el que han dado casi todas las naciones y casi todos los siglos decretando pena de muerte sobre algunos delitos, responderé que éste se desvanece a vista de la verdad, contra la cual no valen prescripciones, que la historia de los hombres nos da idea de un inmenso piélago de errores, entre los cuales algunas pocas verdades, aunque muy distantes entre sí, no se han sumergido. Los sacrificios humanos fueron comunes a casi todas las naciones. ¿Y quién se atreverá a excusarlos? Que algunas pocas sociedades se hayan abstenido solamente, y por poco tiempo, de imponer la pena de muerte me es más bien favorable que contrario; porque es conforme a la fortuna de las grandes verdades, cuya duración no es más que un relámpago en comparación de la larga y tenebrosa noche que rodea los hombres. No ha llegado aún la época dichosa en que la verdad, como hasta ahora el error, tenga de su parte el mayos número; y de esta ley universal no vemos que se hayan exceptuado sino sólo aquéllas que la sabiduría infinita ha querido separar de las otras, revelándolas.
 La voz de un filósofo es muy flaca contra los tumultos y gritos de tantos a quienes guía la ciega costumbre, pero los pocos sabios que hay esparcidos en los ángulos de la tierra me la recibirán y oirán en lo íntimo de su corazón".

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