lunes, 23 de marzo de 2015

"Lolita".- Vladimir Nabokov (1899-1977)

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"Al permitir que Lolita estudiara arte escénico, había consentido -tonto enamorado- en que cultivara el desdén. Ahora descubría que todo no había consistido en aprender las respuestas a preguntas tales como: cuál es el conflicto básico en Hedda Gabler, o cuáles son los puntos básicos de El amor bajo los tilos, o analícense los sentimientos predominantes en El jardín de los cerezos. En realidad, se trataba de aprender a traicionarme. Cuánto deploré entonces los ejercicios de simulación sensual que le había visto practicar tan a menudo en nuestra sala de Beardsley, cuando la observaba desde algún punto estratégico mientras ella, como un sujeto hipnotizado o el oficiante de un rito místico, acumulaba versiones sofisticadas de ficciones pueriles, pasando por las acciones mímicas de oír un lamento en la noche, ver por primera vez a una joven madrastra, paladear algo que odiaba, como la manteca, oler la hierba estrujada en un jardín profuso o tocar espejismos de objetos con sus manos esbeltas, diestras, de niña. Aún conservo entre mis papeles una hoja mimeografiada que sugiere:
 "Ejercicios táctiles: imagínese usted levantando y sosteniendo: una pelota de ping-pong, una manzana, un dátil pegajoso, una pelota de tenis nueva, una patata caliente, un cubito de hielo, un gatito, un perrito, una herradura, una pluma, una antorcha.
 Palpe con sus dedos las siguientes cosas imaginarias: un pedazo de pan, un pedazo de caucho, la sien dolorida de un amigo; una muestra de terciopelo, un pétalo de rosa.
 Es usted una niña ciega. Acaricie el rostro de un joven griego, Cyrano, Santa Claus, un niño, un fauno riente, un extraño dormido, su padre".
 ¡Pero qué hermosa estaba en la ondulación de esos hechizos exquisitos, en el cumplimiento soñador de sus encantos y deberes! Durante ciertas noches intrépidas, en Beardsley, también le había pedido que bailara para mí con la promesa de algún regalo, y aunque esos saltos mecánicos de piernas abiertas se parecían más a los de un jugador de fútbol que a los movimientos lánguidos o briosos de una petit rat parisiense, los ritmos de sus miembros no del todo núbiles me daban placer. Pero todo eso no era nada, absolutamente nada, comparado con el indescriptible rapto que me producían sus partidos de tenis, la sensación delirante de mecerme en el borde mismo de un orden y un esplendor celestiales.
 A pesar de su edad avanzada, era más nínfula que nunca, con sus piernas y brazos color damasco, en su equipo de tenis para niña. ¡Alabados caballeros! Ningún mañana es aceptable si no es capaz de presentármela como era entonces, en aquel lugar de Colorado, entre Snow y Elphinstone, con todos esos detalles perfectos: sus pantalones cortos de niño, el talle esbelto, el diafragma color damasco, el pañuelo que le cubría los pechos y cuyas puntas subían y rodeaban el cuello para terminar detrás en un nudo colgante que dejaba ver sus omóplatos jóvenes, adorablemente dorados con su pubescencia y sus huesos encantadores, y la suave línea descendente de la espalda.
 Su gorra tenía un botón blanco. Su raqueta me había costado una fortuna. ¡Idiota, triple idiota! Pude haberla filmado. Ahora estaría conmigo, ante mis ojos, en la sala de proyecciones de mi dolor y mi desesperación.
 [...] Su tenis era el punto más alto a que podía llevar una criatura el arte de fingir, aunque me atrevería a decir que para ella era geometría misma de la realidad esencial".

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