"Yocasta: Bien, vendrá; pero también yo soy merecedor, rey, de saber la inquietud que hay en ti.
Edipo: No te he de privar de ello, una vez que he llegado a este presentimiento. ¿Pues a quién hablaría mejor que a ti en este trance? Era mi padre Pólibo, el corintio, y Mérope mi madre, de la Dóride. Yo era considerado como el primero de los ciudadanos hasta que me ocurrió un suceso digno de admiración, si bien no del calor que puse en él. Un hombre ebrio me dijo en un banquete que yo no era hijo verdadero de mi padre. Yo, vejado, apenas me contuve; y, al otro día, fui a mis padres y les hice la pregunta; y ellos se dolieron de la ofensa del que dejó escapar aquella afirmación. Yo me alegré por ellos, pero aquello me escocía continuamente pues me llegó a lo vivo. A escondidas de mi padre y de mi madre, me encaminé hacia Delfos; y Febo, a lo que preguntaba, nada me respondió, mas reveló otras cosas llenas de miseria, de horror y de dolor: que yo debía unirme con mi madre y haría nacer hijos cuya vista los hombres no podrían soportar y había de ser el asesino de mi padre. Cuando esto oí, huí de Corinto, guiándome por las estrellas adonde jamás viera cumplirse la vergüenza de mi oráculo. Andando, llegué a aquellos lugares en que dices que murió vuestro rey. Voy a decirte la verdad, señora. Cuando llegaba cerca de aquella encrucijada vi que hacia mí venían un heraldo y un hombre que montaba en un coche de potros cual tú dices; y el que venía delante y el anciano mismo quisieron apartarme por la fuerza del camino. Yo golpeé con ira al que me echaba fuera, al cochero, y al verlo el viejo, aguardando a que pasara, me clavó desde el coche su aguijón de dos púas en mitad de la cabeza. No sufrió igual castigo, pues al punto le golpeé con mi bastón y, rodando del coche, cayó en el suelo boca arriba. Luego di muerte a los demás. Si aquel extranjero tiene que ver algo con Layo, ¿quién es más desdichado que yo? ¿Quién más odiado por los hombres? Sea extranjero o sea ciudadano, nadie puede en su casa recibirme ni dirigirme la palabra, sino que deben expulsarme de su casa. Y nadie más que yo fue el que me lancé estas maldiciones. Y el lecho del muerto lo mancho con mis manos, por las que él murió. ¿No soy un vil y un hombre impuro? Puesto que he de huir y en mi destierro no he de ver a los míos ni pisar en mi patria o, en otro caso, he de casarme con mi madre y he de matar a Pólibo, que me engendró y crió. ¿No se podría decir que todo esto ha sido maquinado contra mí por un dios lleno de crueldad? ¡Que no vea yo, oh dioses puros, venerables, que no vea yo ese día, sino desaparezca de la vista de los hombres antes de ver que cae sobre mí una tal mancha de infortunio!
Corifeo: Todo esto, rey, nos causa miedo pero en tanto te enteres bien escuchando al testigo, ten esperanza.
Edipo: Esto solo me queda de esperanza, aguardar al pastor.
Yocasta: Y cuando se presente, ¿qué pretendes hacer?
Edipo: Te lo voy a decir; si dice igual que tú habré escapado del desastre.
[...]
Yocasta: Está seguro de que su relato fue en esos términos y no le es ya posible retirarlo; la ciudad toda ha oído esto, no sólo yo. Pero si se desdice de su antiguo relato, en todo caso no probará que la muerte de Layo sucediera conforme a la respuesta del oráculo, puesto que Apolo dijo que había de morir a manos de mi hijo. Y, sin embargo, no fue aquel infortunado quien le dio muerte sino que él mismo murió antes. Por tanto, en lo que toca a los oráculos, no me interesa si dicen una cosa o la contraria luego.
Edipo: Dices bien. Sin embargo, manda a alguien que busque al siervo y no descuides este asunto".
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