"Yo no puedo contener la risa cuando veo la vanidad de algunos de los celebrados por doctos en esta República, los cuales, como presuntuosos pavones, pagados de sus estudios, se pasean por esas calles, muy preciados de sabios y entendidos en las materias externas, sin saber nada de sí mismos, más incultos sus ánimos que las selvas y más bárbaros e intratables que las fieras. De estos tales burlo y me río, y solamente estimo a aquel que aunque ignorante de las ciencias, sabe dominar sus afectos y pasiones, conociendo que ninguna cosa le puede hacer falta, que todas le sobran, cuya felicidad, si no compite, se parece mucho a la de Dios.
No menos me río de la vanidad de los que piensan que hacen inmortales a los que dedican sus libros, como lo pensaba Apio Gramático, y con soberbia humildad los consagran a grandes príncipes ajenos del conocimiento de las primeras letras, dando por motivo la necesidad de su protección contra los malévolos, como si pudiesen defender lo que no entienden o, como si habiéndose hecho trato, la imprenta no se comprase con el libro la libertad de murmurar de él. Más cuerdos y menos lisonjeros eran los antiguos, que dedicaban sus libros o a sus amigos o a algún príncipe inteligente, a quien, por razón del argumento, se le debía la obra.
Pues si consideramos las ciencias, que son el principal caudal de esta República, ¡cuántas cosas vemos en ellas y en sus profesores que obligan más a risa que a compasión! Mira la vanidad de los gramáticos que, soberbios con el conocimiento de la lengua latina, se atreven a discurrir en todas las ciencias y profesiones.
Mira cuán pagada y enamorada de sí está la retórica, con sus afeites y colores, desmintiendo la verdad, siendo una especie de adulación y un arte de engañar y tiranizar los ánimos con una dulce violencia tan embaidora que parece lo que no es y es lo que no parece. [...] A los oradores llama Sócrates públicos lisonjeros y advierte el peligro de darles oficios en la república, porque engañan la plebe moviéndola con la dulzura de sus palabras a lo que ellos desean y, fiados en esta fuerza y poder de sus labios, intenta sediciones como lo mostró la experiencia en los Brutos, Casios, Gracos, Catones, Demóstenes y Cicerones.
Hermana de retórica es la poesía que, soberbia, desprecia las demás ciencias y presume vanamente la precedencia entre todas; porque a ella sola levantó teatros la antigüedad. No reconoce su nacimiento del trabajo (padre rústico y villano de las demás artes), sino del cielo. Está muy presumida porque los escitas, los cretenses y también los españoles escribieron en verso sus primeras leyes y los godos sus hazañas. Pudiera, pues, deponer estos desvanecimientos, que es arte afectada y vana y opuesta a la verdad que se sustenta con la imitación, siempre fingiendo y representando lo que no es cuya lascivia, para disculpa suya, hizo cómplices a los dioses en tantas liviandades, estupros y adulterios como inventores de ellos y es la que mantiene vivos los afectos amorosos, cebando con tiernos encarecimientos y blandos requiebros las llamas propias y ajenas, cuya lengua maldiciente se sustenta royendo el honor ajeno. [...]
No es menos dañosa al mundo la historia; porque como los hombres apetecen naturalmente la inmortalidad y ésta se alcanza con la fama, o sea buena o mala (que no en las estatuas o bronces, sino en la historia se eterniza); de aquí nace que siendo en la naturaleza humana mayor la inclinación al vicio que a la virtud, hay muchos que, como Eróstrato, emprenden alguna insigne maldad para que de ellos se acuerden los historiadores; y como también en los anales se hallan escritos los vicios y virtudes de grandes reyes y príncipes, más fácilmente nos disponemos a excusar nuestra flaqueza con sus vicios, que a imitar sus virtudes.
Lo que más me obliga a risa es la vanidad de los historiadores en abrogarse a sí la teórica y práctica de la política, fundada en sus discursos y sucesos, como si de éstos se pudiera fiar la prudencia; porque, o con amor propio o con lisonja u odio, o por vicio particular o poco cuidado en averiguar la verdad, apenas hay historiador que sea fiel en sus narraciones consultando más a la fama de su ingenio que a la verdad y más al ejemplo público que al hecho. Los griegos se preciaron de la invención y no del suceso. Los latinos imitaron a aquéllos [...]
Y, pues, has pasado ya por las escuelas y sectas de los filósofos morales, no será menester alargarme en darte a conocer cómo disimulan con vanas apariencias de virtud sus vicios, siendo los epicúreos deliciosos, los peripatéticos avarientos, los platónicos y estoicos arrogantes y vanagloriosos".
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