"-Son los presbíteros agregados a una parroquia. Ya sabes que además del cura párroco o del ecónomo, de los vicarios, del clero en propiedad, hay en cada iglesia presbíteros adjuntos o suplentes, que son ésos. Ellos realizan el peor trabajo; celebran las misas de alba cuando todo el mundo duerme o las misas tardías, cuando todo el mundo digiere. Ellos son también los que se levantan por la noche para llevar los Sacramentos a los pobres, los que velan los cadáveres de los devotos ricos, atrapan en los entierros corrientes de aire en los soportales, insolaciones en el cementerio o nevadas y lluvias ante las fosas. A su cargo están las tareas más ingratas. Mediante cinco o diez francos, reemplazan asimismo a los colegas de más altura que no quieren hacer su servicio. En su mayoría, son individuos que han caído en desgracia. Para desembarazarse de ellos, se los agrega a una iglesia y se los vigila, en espera de que se les retiren las licencias o se los suspenda. Lo cual quiere decir que las parroquias de provincia evacúan sobre la ciudad los sacerdotes que, por un motivo u otro, han cesado de agradar.
-Bueno; pero, entonces, ¿qué hacen los vicarios y los otros sacerdotes ya que endosan así sus tareas a los demás?
-Efectúan el trabajo elegante y fácil, el que no reclama ninguna caridad, ningún esfuerzo. Confiesan a las feligresas acicaladas, enseñan el Catecismo a los chiquillos limpios, predican y se exhiben en ceremonias donde para complacer a los fieles se despliegan pompas teatrales. En París, además de los presbíteros residentes, el clero se divide en las siguientes clases: los presbíteros mundanos y de buena posición, a los que se coloca en la Madeleine, en San Roque, en las iglesias de clientela rica. A éstos se les mima, se les convida a comer, pasan la vida en los salones y no curan más almas que las que se arrodillan entre encajes. Los otros son buenos oficinistas en su mayoría, pero no tienen la educación ni la fortuna necesarias para asistir en sus flaquezas a las almas desocupadas. Estos viven más apartados y no tratan sino a pequeños burgueses. Entre ellos se consuelan de su vulgaridad jugando a las cartas o complaciéndose en soltar lugares comunes y bromas escatológicas a los postres de una comida.
-Creo, Des Hermies, que va usted demasiado lejos -dijo Carhaix-. Porque, en fin, yo me precio de conocer a los sacerdotes que son, incluso en París, unas buenas personas que, al fin y al cabo, cumplen con su deber. Se los cubre de oprobios y de salivazos, la canalla los acusa de vicios inmundos. Pero, a la postre, hemos de confesar que los abates Boudes y los canónigos Docre constituyen excepciones, a Dios gracias. Fuera de París, en el campo, por ejemplo, hay entre el clero verdaderos santos.
-[...] Sin embargo, no es eso lo que les reprocho a los sacerdotes. ¡Si no fueran más que jugadores y libertinos...! Pero son tibios, son indolentes, son imbéciles, son mediocres. ¡Cometen el pecado contra el Espíritu Santo, el único que el Exorable no perdona!
-Son hombres de su tiempo -interrumpió Durtal-. No puedes exigir que en el baño de María de los seminarios se encuentre el alma de la Edad Media.
-Además -repuso Carhaix-, nuestro amigo olvida que existen órdenes monásticas impecables: los cartujos, por ejemplo...
-Sí, y los trapenses y los franciscanos; pero ésas son órdenes enclaustradas que viven al abrigo de un siglo infame. Fíjense, por el contrario, en la de Santo Domingo, que es una orden salonera. ella es la que suministra los predicadores mundanos, los Monsabré y los Didon.
-Esos son los húsares de la religión, los antiguos y gozosos lanceros, los regimientos distinguidos y pimpantes del Papa, en tanto que los buenos capuchinos son la pobre infantería de las almas -dijo Durtal. [...]
-Hace poco hablaba usted de los franciscanos, Des Hermies. ¿Sabe usted que esta orden tenía que permanecer tan pobre que no podía poseer ni una campana? Cierto que su regla se ha aflojado un poco, porque era demasiado difícil de observar y demasiado dura. Ahora tienen una campana, ¡pero una sola!
-Lo mismo que la mayoría de las abadías, entonces.
-No, pues casi todas las abadías tienen varias, tres con frecuencia, en honor de la santa y triple Hispostasis.
-Pero, vamos a ver, ¿es que está limitado el número de campanas para los monasterios y las iglesias?
-En otro tiempo, lo estaba. Había una jerarquía piadosa de los sonidos. Las campanas de un convento no debían sonar cuando se ponían en movimiento las campanas de una iglesia. Aquéllas eran vasallas, permanecían respetuosas y tímidas en su puesto, se callaban cuando la soberana hablaba a las masas. Estos principios, consagrados en 1590 por un canon del Concilio de Tolosa y confirmados por dos decretos de la congregación de los Ritos, no se siguen ya. Las observaciones de San Carlos Borromeo, quien pedía que una iglesia catedral tuviese de cinco a siete campanas, y una colegiata y una parroquial dos nada más, están abolidas. Hoy, las iglesias tienen más o menos campanas, según sean más o menos ricas..."
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