"Doña Agustina: ¡Qué ignorancia! Vaya, Don Hermógenes, lo que le he dicho a usted. Es menester que usted se dedique a instruirla y descortezarla; porque, la verdad, esa estupidez me avergüenza. Yo, bien sabe Dios que no he podido más; ya se ve, ocupada continuamente en ayudar a mi marido en sus obras, en corregírselas (como usted habrá visto muchas veces), en sugerirle ideas a fin de que salgan con la debida perfección, no he tenido tiempo para emprender su enseñanza. Por otra parte, es increíble lo que aquellas criaturas me molestan. El uno que llora, el otro que quiere mamar, el otro que rompió la taza, el otro que se cayó de la silla, me tienen continuamente afanada. Vaya, ya lo he dicho mil veces, para las mujeres instruidas es un tormento la fecundidad.
Doña Mariquita: ¡Tormento! ¡Vaya, hermana, que usted es singular en todas sus cosas! Pues yo si me caso, bien sabe Dios que...
Doña Agustina: Calla, majadera, que vas a decir un disparate.
Don Hermógenes: Yo la instruiré en las ciencias abstractas; la enseñaré la prosodia; haré que copie a ratos perdidos el Arte magna de Raimundo Lulio y que me recite de memoria todos los martes dos o tres hojas del diccionario de Rubiños. Después aprenderá los logaritmos y algo de la estática; después...
Doña Mariquita: Después me dará un tabardillo pintado y me llevará Dios. ¡Se habrá visto tal empeño! No, señor; si soy ignorante, buen provecho me haga. Yo sé escribir y ajustar una cuenta, sé guisar, sé planchar, sé coser, sé zurcir, sé bordar, sé cuidar de una casa; yo cuidaré de la mía, y de mi marido y de mis hijos, y yo me los criaré. Pues, señor, ¿no sé bastante? Que por fuerza he de ser doctora y marisabidilla y que he de hacer coplas, ¿para qué? ¿Para perder el juicio? Que permita Dios si no me parece casa de locos la nuestra, desde que mi hermano ha dado en esas manías. Siempre disputando marido y mujer sobre si la escena es larga o corta, siempre contando las letras por los dedos para saber si los versos están cabales o no, si el lance a oscuras ha de estar antes de la batalla o después del veneno, y manoseando continuamente gacetas y mercurios para buscar nombres bien extravagantes, que casi todos acaban en of y en graf, para embutir con ellos sus relaciones... Y entretanto, ni se barre el cuarto, ni la ropa se lava, ni las medias se cosen; y lo que es peor, ni se come ni se cena. ¿Qué le parece a usted que comimos el domingo pasado, Don Serapio?
Don Serapio: Yo, señora, ¿cómo quiere usted que...?
Doña Mariquita: Pues lléveme Dios, si todo el banquete no se redujo a libra y media de pepinos, bien amarillos y bien gordos, que compré a la puerta, y un pedazo de rosca que sobró del día anterior. Y éramos seis bocas a comer, que el más desganado se hubiera engullido un cabrito y media hornada sin levantarse del asiento.
Doña Agustina: Ésta es su canción. Siempre quejándose de que no come y trabaja mucho. Menos como yo, y más trabajo en un rato que me pongo a corregir alguna escena, o arreglar la ilusión de una catástrofe, que tú cosiendo y fregando, u ocupada en otros ministerios viles y mecánicos.
Don Hermógenes: Sí, Mariquita, sí; en eso tiene razón mi señora Doña Agustina. Hay gran diferencia de un trabajo a otro y los experimentos cotidianos nos enseñan que toda mujer que es literata y sabe hacer versos, ipso facto se halla exonerada de las obligaciones domésticas. Yo lo probé en una disertación que leí a la Academia de los Cinocéfalos. Allí sostuve que los versos se confeccionan con la glándula pineal, y los calzoncillos con los tres dedos llamados pollex, index e infamis; que es decir, que para lo primero se necesita toda la argucia del ingenio cuando para lo segundo basta sólo la costumbre de la mano. Y concluí, a satisfacción de todo mi auditorio, que es más difícil hacer un soneto que pegar un hombrillo y que más elogio merece la mujer que sepa componer décimas y redondillas que la que sólo es buena para hacer un pisto con tomate, un ajo de pollo o un carnero verde".
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