miércoles, 25 de marzo de 2015

"El sistema periódico".- Primo Levi (1919-1987)

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"Casi al mismo tiempo me llegó a casa la carta que esperaba; pero no era como la esperaba. No era una carta típica, atenida a un paradigma. Llegados a este punto, si la historia que estoy contando fuera inventada, a mí no me cabría introducir más que uno de estos dos tipos de carta: o una carta humilde, cálida y cristiana de alemán converso, o bien otra altiva y glacial, de bellaco, de nazi impenitente. Pero esta historia no es inventada, y la realidad resulta siempre más compleja que la invención, menos peinada, más tosca, menos rotunda. Es muy raro que permanezca en un solo plano.
 Era una carta de ocho folios e incluía una foto que me estremeció. El rostro era "aquel" rostro; aunque envejecido [...] Era evidentemente obra de un escritor poco avezado; una retórica de medias verdades, llena de digresiones y de elogios exagerados, enternecedora, pedante y empachosa que se oponía a cualquier juicio breve y global.
 Atribuía los acontecimientos de Auschwitz al Hombre, sin hacer más distinciones. Los deploraba, y se consolaba pensando en otros hombres que yo citaba en mi libro, como Alberto o Lorenzo "contra los cuales se embotan las armas de la noche". La frase era mía, pero repetida por él me sonaba hipócrita y desentonada. Contaba su historia. "Arrastrado en un principio por el general entusiasmo que despertó el régimen de Hitler", se había inscrito en un partido nacionalista estudiantil que, poco después, se incorporó oficialmente a las S.A.; había logrado salirse y comentaba que "incluso esto se ve que era posible". Durante la guerra, había sido movilizado en una compañía antiaérea y, solamente entonces ante las ruinas de la ciudad, había sentido "vergüenza y desprecio" por la guerra. En mayo de 1944 había podido (¡como yo!) hacer valer su condición de químico, había sido destinado a la fábrica de Schkopan de la IG-Farben, de la cual la de Auschwitz era una copia ampliada. En Schkopan se había encargado de adiestrar en las tareas de laboratorio a un grupo de chicas ucranianas, que efectivamente yo había conocido en Auschwitz, y cuya extraña familiaridad con el doctor Müller no me explicaba. Hasta noviembre de 1944 no le habían mandado a Auschwitz con esas chicas. El nombre de Auschwitz no tenía por aquel tiempo ningún significado, ni para él ni para ninguna otra persona de las que conocía. Pero a su llegada, había tenido una breve conversación con el director cuando se lo presentaron (probablemente el ingeniero Faust), y éste le había advertido que "a los judíos de Buna no había que asignarles más que las tareas más modestas, y la compasión para con ellas no estaba permitida".
 Había sido destinado a trabajar directamente a las órdenes del doctor Pannwitz, el que me sometió a mí a un curioso "examen de Estado" para cerciorarse de mis capacidades profesionales. Müller manifestaba tener una pésima impresión de su superior, y me puntualizaba que había muerto en 1946 de un tumor cerebral. Era él, Müller, el responsable de la organización del laboratorio de Buna; aseguraba que no había sabido nada de aquel examen y que había sido él mismo quien nos escogió a los tres especialistas, y especialmente a mí. Según esta versión, improbable pero no imposible, yo le debía a Müller mi supervivencia. Afirmaba haber mantenido conmigo una relación casi de amistad entre iguales, haber charlado conmigo de problemas científicos, y haber pensado mucho, en aquella coyuntura, sobre cuáles eran "los preciados valores humanos que otros hombres destruían por pura brutalidad". Yo no sólo no recordaba ninguna conversación de ese estilo (y mi memoria sobre ese período, como ya he dicho, es excelente) sino que el mero hecho de imaginar algo así, con aquel telón de fondo de desintegración, desconfianza mutua y cansancio mortal, estaba totalmente fuera de la realidad y no podía explicarse más que al calor de un ingenio y posterior wishful thinking. Seguramente era una cosa que él había contado a mucha gente, y no se daba cuenta de que la única persona en el mundo que no podía prestarle crédito era precisamente yo. Seguramente de buena fe, se había construido un pasado en el cual sentirse cómodo". 

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