domingo, 28 de abril de 2024

Así es la música.- John Powell (1963)

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2.-¿Qué es el oído absoluto? ¿Yo lo tengo?


 «Imaginemos que hay tres personas cantando en el baño. No, no en el mismo baño, este libro no va de eso. Cada uno canta en su propio baño (que, aparte de eso, está en silencio), en distintas plantas de un bloque de pisos.
 En la segunda planta está Carmen Normal; tiene un gin-tonic en una mano y se arranca con Dancing Queen, de Abba, a todo el volumen que da su voz no entrenada. Si grabáramos su canción y la comparáramos con el disco original, observaríamos dos hechos:
 1.- Aunque las notas suben y bajan de tono en los momentos adecuados, en ocasiones saltan un poco demasiado y otras veces no saltan lo suficiente. Así cantamos casi todos (por esa razón no nos conviene renunciar a nuestro empleo para ganarnos la vida cantando).
 2.- La nota con la que empezó no era la misma que usó Abba. En realidad, la nota con la que empezó ni siquiera está en ninguna parte del teclado de un piano (ni falta que hace). Se trata tan sólo de una nota que ella eligió del centro de su rango vocal y, si se contrastara, resultaría que se encuentra entre dos notas adyacentes de un piano. Esto es lo que hacemos casi todos nosotros.
 En la séptima planta vive Jaime Cantor, que pertenece a un coro, ha estudiado canto, pero no cuenta con oído absoluto. Es una suerte, y nos viene bien aquí, que también esté cantando Dancing Queen. Si comparamos su versión con la original descubriríamos que sus saltos entre notas son muy precisos. Sin embargo, como sucede con su vecina de la segunda planta, la nota con la que empezó no coincidía con la del original de Abba: se trata de una de esas notas de entre medias que la mayoría seleccionamos cuando cantamos.
 En la planta 15, Cecilia Perfecta también está en el baño reviviendo la misma canción setentera Dancing Queen (vaya casualidad). Cecilia ha estudiado canto y también cuenta con oído absoluto —que también se conoce como oído perfecto. Si comparamos su versión con la canción original descubriremos que no sólo es que los saltos entre notas coinciden, sino que además empezó exactamente en la misma nota. Eso significa, desde luego, que está cantando las mismas notas que la canción original de Abba.
 La proeza de Cecilia es extraordinaria y bastante inusual (hay un porcentaje muy pequeño de personas con oído absoluto), pero no indica que tenga un talento musical especial. Es posible que Jaime sea mejor cantante y que si lleváramos un piano a su cuarto de baño y tocáramos la primera nota de la canción, podría empezar desde ella y, al igual que Cecilia, reproducir exactamente las mismas notas de Abba.
 Lo único que está demostrando Cecilia es que ha memorizado todas las notas de un piano, una flauta o algún otro instrumento. También es casi seguro que realizó semejante prodigio memorístico antes de cumplir los seis años. Los niños pequeños memorizan muchísimo más eficazmente que los demás, y así es como aprenden a hablar y adquieren muchas otras destrezas (en unos pocos meses pasan de estar sentados en el césped comiéndose los bichos y diciendo ga ga gugu a ir paseando por ahí, soltando comentarios sarcásticos sobre la calidad de las galletas).
 Un niño pequeño al que se le enseña una canción, aprende la música y la letra. La música no se compone de notas concretas, sino más bien de ascensos o descensos de tono, con un determinado ritmo. Campanita del lugar suena igual de bien sea cual sea la nota con la que la empezamos, y no hay que olvidar que la mayoría empezamos en una nota que está entre dos notas del piano.
 Sólo si las melodías se ejecutaran en un instrumento, el niño podría empezar a desarrollar oído absoluto. Si uno de sus padres tocara las mismas notas en el piano cada vez que cantan Campanita del lugar, el niño podría empezar a memorizar las notas concretas que utilizan en lugar de aprender únicamente los saltos. Gradualmente, podría ir construyendo una auténtica biblioteca mental de todas las notas del piano. Si esto sucediera, también podría aprender que cada una de las notas memorizadas tiene un nombre, como, por ejemplo, el Fa por encima del Do central (el Do central es el Do cerca del centro del teclado de un piano).
Así es la música: Guía sobre la armonía, los tonos, los acordes y ... Es interesante el hecho de que, aunque en Europa y Estados Unidos el oído absoluto es algo poco frecuente, es mucho más común en países como China y Vietnam, cuyo idioma contiene un elemento de control de tono. El sonido que emites al pronunciar una palabra en esas lenguas tonales es una combinación de cantar y hablar. El tono en el que cantas una palabra en una lengua como el mandarín es vital para comunicarse: cada palabra tiene varios significados sin relación entre sí que dependen del tono. Por ejemplo, la palabra ma significa madre si la cantas/dices en un tono agudo y uniforme, pero significa cáñamo si empiezas en un tono medio y luego subes, o caballo si empiezas grave, bajas y luego subes. Si empiezas agudo y dejas que caiga el tono, estás diciendo perezoso. Por tanto, una pregunta inocente como «¿Ya está la comida, mamá?», fácilmente podría transformarse en, «¿Y mi comida, caballo?» si no lo dices con los tonos adecuados. Como un error de este tipo podría mermar catastróficamente su fuente de alimentación, los niños pequeños que están aprendiendo alguna de estas lenguas tonales están mucho más pendientes del tono que los occidentales, niños o adultos y, por tanto, es más probable que adquieran oído absoluto.
 El hecho de que sean tan pocos los occidentales que desarrollan esta memoria de las notas se debe a que no es algo que nos sea muy útil. Es más, puede llegar a ser bastante desagradable, ya que la mayoría de las personas canta o silba muy fuera de tono. Si fueras violinista en una orquesta, el oído absoluto te sería útil para ir afinando tu instrumento en el taxi de camino al concierto. O si fueras un cantante profesional, siempre podrías estar seguro de que estás ensayando con las notas correctas aunque estés paseando por el campo. Pero esas serían las únicas ventajas. Esta falta de utilidad es una de las razones por las que en la enseñanza de la música nunca se hace ningún intento de adquirir oído absoluto. Otra razón fundamental para su falta de desarrollo es que es muy difícil de lograr después de los seis años de edad.
 Una vez dicho esto, sí hay bastantes músicos (y algunas personas de carne y hueso) que tienen oído absoluto parcial. Lo que quiero decir con esto es que han memorizado una o dos notas. Por ejemplo, la mayoría de los músicos de una orquesta tienen que afinar su instrumento al principio de cada concierto (a diferencia de aquel violinista repelente con oído absoluto que puede hacerlo a solas en el taxi). Siempre utilizan la nota La con este fin. Un instrumento (normalmente el oboe) emite un La y todos los demás ajustan su  instrumento para que su La suene igual (esto produce el escándalo horroroso ese que se oye cuando una orquesta va a empezar un concierto). Esta repetida atención a la nota La puede hacer que algunos músicos acaben memorizándola.
 Otros ejemplos de oído absoluto parcial también guardan relación con la exposición repetida a una nota o canción concreta. A veces, los que no son músicos también pueden lograrlo y memorizar una nota o varias notas, aunque no sepan cómo se llaman. Pruébelo usted mismo. Ponga una de sus canciones favoritas y cante la que piense que va a ser la primera nota de la canción, y siga haciéndolo cada vez que ponga en marcha su equipo de música. No hay forma de predecirlo, pero usted podría acabar con un tono absoluto parcial.
 Este tono absoluto parcial no es tan sorprendente como podría parecer al principio: todos podemos recordar una nota durante unos cuantos segundos (pruébelo con su equipo de música), y la memoria a corto plazo, si se repite con frecuencia, a veces puede convertirse en memoria a largo plazo.
 Por cierto, para aumentar muchísimo su precisión tonal cuando cante o tararee, tápese un oído con un dedo. Algunos solistas también suelen hacerlo. Esto funciona porque estamos diseñados para no oír nuestra voz con mucha intensidad, y así evitar que nuestra propia voz enmascare cualquier sonido al que deberíamos estar prestando atención: leones, avalanchas, el aviso de que se cierra el bar, etc. Cuando nos tapamos un oído, mejora la retroalimentación entre la boca y el cerebro y contamos con más elementos de juicio a la hora de calibrar el tono que emitimos.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Antoni Bosch Editor, 2012, en traducción de William McGrath y María Dolores Crispín, pp. 15-18. ISBN: 978-84-9534-860-9.]

domingo, 21 de abril de 2024

El cuarto mandamiento.- Booth Tarkington (1869-1946)


Booth Tarkington - Wikipedia, la enciclopedia libre
Capítulo primero


  «El comandante Amberson hizo su fortuna el año 1873, precisamente cuando otras gentes andaban perdiendo las suyas, y de entonces data el comienzo de la magnificencia de los Ambersons. Es la magnificencia, como la importancia de un caudal, relativa siempre, y así lo descubriría el mismísimo Lorenzo el Magnífico si su espíritu visitara el Nueva York contemporáneo; fueron magníficos los Ambersons para su época y para la ciudad en que vivían. Su esplendor subsistió durante todos los años que vieron a su ciudad del Midland extenderse y tornarse sombría hasta llegar a ser grande urbe, mas alcanzó su mayor brillo en aquella época en que todas las familias pudientes y con niños tenían un perro de Terranova.
 En aquella ciudad, y en aquellos tiempos, todas las mujeres que gastaban sedas y terciopelos conocían a todas las mujeres que gastaban sedas y terciopelos, y si alguna compraba un abrigo de piel de foca, hasta las inválidas eran llevadas a la ventana para que lo vieran pasar por la calle. En las tardes de invierno, briosos trotones corrían presurosos por National Avenue y Tennessee Street arrastrando trineos; caballos y conductores eran de todos conocidos; y también los conocían cuando llegado el verano eran los veloces y ligeros tílburis los que renovaban las competencias y carreras del invierno. Todo el mundo conocía los coches familiares de los demás y podía identificarlos en la calle a media milla de distancia, habilidad en extremo útil para asegurarse de quién iba de compras, quién a una fiesta, o a casa desde la oficina o tienda, ya fuera para el almuerzo, ya para la cena.
 Durante los primeros tiempos de esta época predominaba la opinión de que la elegancia personal debía juzgarse más bien por la calidad de las telas usadas que por la forma a éstas dada. No era preciso reformar un vestido de seda al cabo de un año, poco más o menos, de estrenado, pues tal vestido continuaría siendo elegante mientras continuase siendo de seda. Los ancianos y los gobernadores vestían de fino paño negro, de más de veintinueve pulgadas de ancho; el traje de etiqueta era del mismo paño, con pantalones de otro más fino que parecía ante; y no había ningún hombre, fuera su edad la que fuera, que creyese que un sombrero pudiera ser otra cosa que un objeto rígido, alto y sedoso, que los deslenguados conocían con el irreverente nombre de “tubo de chimenea”. Aquellos hombres no hubieran aceptado ninguna otra clase de sombrero ni para la ciudad ni para el campo, y eran capaces de remar en el río tocados con él, sin experimentar embarazo alguno.
 Llegó un día en el que la “última moda” derrocó la aristocracia de la buena calidad. Modistas, zapateros, sombrereras y sastres se hicieron más astutos, lograron mayor autoridad, y hallaron medios de convertir en vieja la ropa nueva. Apareció el sombrero hongo, y se extendió su uso de manera prodigiosa: un año parecía su copa un cubo; al siguiente, más se asemejaba a una cuchara. Aún había en todas las casas un sacabotas, pero las botas altas fueron suplantadas por zapatos y botines, y la forma de los primeros iba mudándose de año en año, siendo ahora sus puntas cuadradas y luego afiladas como la proa de un balandro.
 Los pantalones con raya planchada eran considerados cosa plebeya, pues indicaba aquel doblez que había estado la prenda almacenada en un estante, y por tanto que no fue cortada a la medida. Llamaban a estas prendas compradas hechas, “bajamés”, aludiendo al estante en que esperaron comprador. A principios de la década del 80, cuando privaban con las mujeres flequillos y tontillos, apareció en sociedad un nuevo tipo de petimetre, que recibió el nombre de “pisaverde”: vestía este pantalones ceñidos a la pierna, zapatos de punta afilada como la de un puñal, hongo de “cuchara”, chaqueta recta llamada “Chesterfield”, de faldellines cortos y amplios, cuello cilíndrico y torturador de tres pulgadas, planchado y replanchado hasta que brillaba como un espejo, y rodeaba a este ora con una gran corbata de “plastrón” o con un lacito que no desdijera en la trenza de una muñeca. Cuando de etiqueta se vestía, usaba un abrigo color cuero, tan desmedrado que asomaban por debajo los negros faldones del frac sus buenas cinco pulgadas; pero pasados un par de años se alargó este abrigo de tan desmesurada manera que llegaba a los talones del elegante, y al mismo tiempo aquellos ceñidos pantalones fueron desechados para dar lugar a otros que, de puro amplios, parecían sacos. Pasó el tiempo, y no se volvió a saber del “pisaverde”, aunque la palabra que para él fue inventada permaneció en uso, generalmente con significación peyorativa.
 Fueron aquellas épocas de más abundantes cabellos que la nuestra. Las barbas adoptaban extrañas formas, según el antojo de quienes las llevaban, y no era extraordinario contemplar cosas en verdad inusitadas y sorprendentes. Los bigotes crecían sobre la boca como descuidadas guardamalletas; y fue posible para un señor senador de los Estados Unidos dejarse una sotabarba que más bien parecía desplazado bigote, sin que ello se considerase lo bastante interesante para merecer de los periódicos una sola caricatura. Y esto último basta para demostrar que, no obstante los pocos años transcurridos, era aquella época bien distinta de la actual.
EL CUARTO MANDAMIENTO | BOOTH TARKINGTON | Comprar libro 9788420467351 Al principio de la gran época de los Ambersons, la mayoría de las casas en aquella ciudad del Midland eran de agradable arquitectura. Carecían de estilo, pero también carecían de pretensiones, y todo lo que no es presuntuoso ya de por sí tiene suficiente estilo. Se alzaban bien separadas entre sí, sombreadas por árboles que aún quedaban de los que en otros tiempos formaron bosques; olmos, hayas y nogales, y aquí y allá una alta fila de sicómoros crecían y medraban donde se había rellenado arenales y barrancas con tierra del monte. La casa del “Primer Contribuyente” daba a Military Square, a National Avenue o a Tennessee Street, y estaba edificada de ladrillo, con cimientos de piedra, o de madera con cimientos de ladrillo. Tenía, generalmente, un “porche principal” y un “porche trasero” (y algunas veces un “porche lateral”); tenía un “hall delantero”, un “hall lateral” (y algunas veces un “hall trasero”); del “hall delantero” se pasaba a tres habitaciones: “la salita”, “el cuarto de estar” y “la biblioteca”, y esta última pieza podía justificar su nombre, pues aquellas gentes, por algún motivo sería, acostumbraban comprar libros. Por lo general, la familia estaba más a menudo en la “biblioteca” que en el cuarto de estar, y las visitas, cuando eran de “cumplido”, eran llevadas a “la salita”, lugar éste de pulimento e incomodidad extraordinarios. La tapicería del mobiliario en la biblioteca estaba algo deslucida, pero las hostiles sillas y sofá de la “salita” siempre parecían nuevos. Y, verdaderamente, por lo que se usaban bien pudieran haber durado mil años.
 Las alcobas estaban arriba: el cuarto de los padres, el más espacioso; uno algo más reducido para uno o dos hijos varones; otro para una o dos hijas. Cada una de estas alcobas tenía una cama de matrimonio, un “palanganero”, un “buró”, un armario, una mesita, una mecedora y, algunas veces, un par de sillas ligeramente averiadas en el piso bajo, pero en buen uso, y no parecía justificado el gasto de repararlas, ni discreto arrinconarlas por tan poca cosa en el desván. También había siempre un cuarto para huéspedes, en el cual era acostumbrado guardar la máquina de coser. Alrededor de 1870 comenzó a desarrollarse la opinión de que era necesario un cuarto de baño. Esto determinó que los arquitectos colocasen cuartos de baño en las casas nuevas; y las antiguas procuraron no quedarse atrás, para lo cual se sacrificaban los espaciosos armarios roperos de pared, y en el hueco así dejado se instalaba una tina, y junto al fogón de la cocina un calentador de agua. Esa planta siempre viva de la flora americana, los tradicionales chistes acerca de los usos, costumbres y tardanzas de los fontaneros, fue plantada en la vida nacional por aquel entonces.
 En la parte trasera de la casa, arriba, había una triste y angosta cámara llamada “el cuarto de la chica”, y en la cuadra, junto al pajar, otra alcoba llamada “el cuarto del criado”, sirviente admirable que para todo valía.
 Casa y cuadra costaban de siete a ocho mil dólares, y la gente que podía invertir cantidades de esa importancia en tales comodidades era llamada Los Ricos. Pagaban éstos a la habitante de «el cuarto de la chica» dos dólares a la semana, ya adelantada la época de que hablamos, dos dólares y medio, y muy a finales, tres dólares. Era «la chica», por lo común, irlandesa o alemana, o quizá escandinava, pero jamás indígena, como no fuese negra. “El criado”, que vivía en la cuadra, gozaba de emolumentos semejantes, y aunque también él era a veces un emigrante recién llegado en la cala del barco, por lo general se trataba de un hombre de color.
 Cuando salía el sol y era amable la mañana, los corrales de detrás de la cuadra presentaban un aspecto bien alegre: risas y voces llenaban el aire a todo lo largo de los polvorientos cobertizos, acompañadas de sonoros golpes dados con las almohazas contra las cercas y muros de la cuadra, pues los “morenos” gustaban de almohazar sus caballos en el patio. Prefieren siempre los «morenos» chismorrear a voces mejor que cuchicheando, y opinan que una palabrota, para que satisfaga a quien la dice, ha de pronunciarse con voz recia y sonora, y que si no, más vale callar. Allí la gente menuda aprendía frases abominables que luego repetían ante sus mayores pidiendo cumplida exégesis de su contenido, con frecuencia en momentos muy inoportunos. Los niños de menos desarrollada curiosidad se limitaban a repetir las frases en ocasiones de apuro o agobio, lo que atraía sobre sus cabezas tales consecuencias que solían recordarlas hasta ya muy entrados en años.»

      [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Alfaguara, 2005, en traducción de Fernando Santos, pp.10-14. ISBN: 978-84-2046-735-1.]

domingo, 14 de abril de 2024

54.- Wu Ming (Roberto Bui -Wu Ming 1-, Giovanni Cattabriga -Wu Ming 2-, Luca Di Meo -Wu Ming 3-, Federico Guglielmi -Wu Ming 4- y Riccardo Pedrini -Wu Ming 5-)


Narrativa transmediática y communal fiction en Wu Ming ...
Primera parte: Šipan

Capítulo 5

  «Declaración realizada el 8/01/1954 al comisario de la policía nacional Pasquale Cinquegrana sobre la desaparición de un caro aparato de televisión de marca americana de la base militar de las Fuerzas Aliadas de Agnano, Nápoles.

 Me llamo Pagano Salvatore, nacido en Nápoles el día 21 de julio de 1934. Mi madre se llamaba Carmela, pero todos la conocían como Nennella, sobre todo en Vergini. El barrio, quiero decir. El barrio de Vergini.
 De mi padre nada sé, y no digo más.
 A mí, sin embargo, los amigos, los chalanes de Agnano y también otros amigos, me llaman Kociss. Bueno, también Salva el de la Virgen, pero más Kociss. ¿No lo entiende? Kociss, con «k», ya sé que en nuestro alfabeto no existe, pero en el americano y los extranjeros, sí. La k, quiero decir. Pero ¿no conoce usted al gran futbolista húngaro? ¡Kociss!
 ¿Si soy futbolista? No, pero qué importa, número uno, porque yo al balón sé jugar de verdad, y aunque tengo casi veinte años, si tuviera más suerte hasta podría triunfar, pero da igual, porque el nombre me lo gané por algo que no tiene nada que ver con el balón, bueno, sí, tiene que ver, pero esto es otra historia. En fin, ¿tiene presente a ese gran equipo que es Hungría, que este año ganará a todos en la Copa del Mundo que se juega en Suiza? Pues en ese equipo hay varios jugadores y hay uno que mete cada gol de cabeza que, cómo le diría, los clava. Fulminantes. Él y Puskas meten goles a paladas, lo nunca visto, vamos. Y este que le digo los mete casi todos de cabeza, el no va más. Kociss.
 Pero, bueno, a lo que iba, que algunos amigos y otros también, ya sabe cómo son los amigos, siempre de coña, en fin, que me llaman así porque según dicen cuando me pongo a discutir con algún tipejo que tiene mal perder, cosa que no suele ocurrir, quede claro, pues eso, que pocas veces eso pasa y que si tú de qué vas, a mí no me vaciles, salen a relucir las madres y hasta ahí hemos llegado, ya me entiende, pues eso, que según ellos les suelto un cabezazo, aunque eso pasaría una vez, dos como mucho, ya sabe cómo son los amigos, y dicen que les dejo grogui, y por eso me pusieron ese nombre. Pero no era esto lo importante, perdone, lo que quería decirle es que en el asunto ese del televisor yo no tengo nada que ver.
[…]

Capítulo 11

  Declaración hecha el 25/01/1954 al comisario de la policía nacional Pasquale Cinquegrana por Pagano Salvatore, de padre desconocido, sospechoso del robo de un caro aparato de televisión de marca americana de la base militar de las Fuerzas Aliadas de Agnano, Nápoles.

 De acuerdo, entendido. Dice usted que hubo una persona que me vio por la base. Agnano, quiero decir. La base de los Aliados de Agnano. Pero ¿qué significa eso? Puede haberse equivocado, ya sabe lo que pasa cuando está oscuro, que cree uno reconocer a un amigo y en cambio es alguien que no tiene nada que ver. Eso es, así debe de haber sido. ¿Qué cree? Hay más de una persona que le puede decir que estaba en la fiesta. Ya le hablé la vez pasada de la fiesta, esa de Reyes. En el orfelinato de Santa Teresa. Por supuesto, para repartir los regalos a los críos, ¿cómo no? Puede preguntarle a sor Juliana, si usted quiere, allí no estaba oscuro, ella me vio perfectamente la cara, incluso hablamos. Y estaba además sor Magdalena, puede preguntarle también a ella. No pensará que dos monjas vayan a mentirle, son esposas de Cristo, ya conoce a las monjas, oración y buenas obras, no saben siquiera lo que es la mentira, es decir, entiéndame, lo saben, pero piensan que cuando se miente la Virgen llora, de veras, eso nos decían, ¿ya sabes lo que pasa si dices mentiras?
 A mí fueron ellas las que me educaron. Las monjas, quiero decir. Sor Juliana y sor Magdalena juntas. Usted mismo puede comprobarlo, hasta los trece años viví en el orfelinato de Santa Teresa, porque, en fin, mi madre apenas tenía dinero para ir tirando, la pobre, y con el oficio al que se dedicaba, no sé si me explico, una criatura era una buena carga. De mi padre, en cambio, no añado más. Hermanos, hermanas, tal vez tengo muchos, pero nunca nadie me ha dicho nada.
 Y ya que va, cuando vea a las monjas, pregúnteles a ellas si soy yo un delincuente, como dice. Ya sabe, ellas no dicen nunca mentiras. ¿Salvatore Pagano? Es un buen chaval, sí, siempre con los caballos, con las apuestas, pero ¿qué quiere usted?, de alguna manera se tiene que vivir. Porque a ellas, las monjas, tampoco las apuestas les hacen mucha gracia. Pues si uno apuesta demasiado, hace llorar a santa Teresa. Eso nos decían. Cada pecado tiene a su santo que llora, y cuanto más grave es el pecado más importante es el santo. Pero, perdone, le estaba hablando de las monjas. ¿Salvatore Pagano? No ha robado nunca nada, le dirían, aparte de algún que otro caramelo, y sí, claro, también algún que otro cigarrillo, y una vez, pero una sola vez, una botella de vino de la bodega, pero un televisor, eso es demasiado, ¿y dónde habría puesto él un televisor? No, no, Salva es un buen chaval, le dirían.
 Porque, mire, para demostrarle que quiero ser sincero con usted hasta el fondo, como en un confesionario, aparte de los caramelos, los cigarrillos y la botella de vino, una vez, pero una sola, ¿eh?, hubo también otra cosa. Y no creo que esto las hermanas se lo vayan a contar, porque, en fin, también ellas, en este caso, ¿entendido, no? Y esto es lo más gordo que he hecho nunca, con la mejor de las intenciones, por supuesto, algo justo, sí señor, pues de lo contrario las hermanas no me lo hubieran dejado hacer nunca, pues vivía aún medio con ellas, en aquel entonces. Sí, medio, en fin, a medias, a ratos, por el día me iba por mi cuenta y por la noche volvía con ellas a dormir. Tenía trece años, entonces.
54 wu ming - Vendido en Venta Directa - 145141054 ¿Le he dicho, no, que hay ciertos amigos, pero pocos, y otros también que me conocen como Salva el de la Virgen? No, no, tranquilo, no estoy cambiando de tema otra vez. Esto tiene que ver con esa cosa gorda, pero justa, que hice hace mucho tiempo, la de las monjas. En fin, le decía que me llaman así, Salva el de la Virgen, por el hecho de que yo, no solo precisamente, mejor dicho, junto con otras personas, hice llorar a la Virgen. ¿Para qué mentir, disculpe? Eso es una forma de hablar. No, a estas Vírgenes no las he hecho llorar con mentiras. Esas lloraban de verdad. Es decir, de verdad no, no era un verdadero milagro, era una mentira, pero lloraban, eso sí. ¿Que no entiende? Se lo explicaré mejor: esas otras personas con las que estaba echaban una mano a otras personas, gente importante, peces gordos. Estos peces gordos iban a muchísimos pueblos de los alrededores de Nápoles, Acerra, Marano, Afragola, hablaban de sus cosas, hacían propaganda, contaban sus proyectos. Y cuando se iban, y la gente seguía aún toda allí, al pie del escenario, pues estos peces gordos hablaban desde un escenario, nos presentábamos nosotros. O sea, esas otras personas y yo. Y no es que yo tuviera que hacer gran cosa, me mandaban a la iglesia del pueblo, junto con el párroco, que estaba también con nosotros, y en un momento dado tenía que salir yo corriendo afuera, como loco, diciendo que había visto llorar a la Virgen, que era un milagro, ¡corred!, que una viejecita que estaba a mi lado se había desmayado del susto. Y había veces en que esas otras personas que estaban conmigo habían colocado una botellita de agua dentro de la estatuilla de la Virgen, y ella lloraba de veras, es decir, de veras no exactamente, no es que fuera un milagro, pero, en fin, parecía que llorase. Pero en otras ocasiones no era necesario, bastaba con que los del pueblo vieran al chaval y a la viejecita que decían sí, que la Virgen había llorado, que ellos la habían visto, mientras aquel pez gordo decía que había que votar por él, cruz sobre cruz, pues si no ni Virgen ni Italia ni nada, iban a llegar esos ogros que se comían a los niños y… ¿No quiere que le cuente esta historia? ¿Que ya la conoce? Está bien, está bien, no diré nada más, ya le dije que era algo gordo, que a usted se lo quería contar todo, como en un confesionario, en fin, pero a mí esa gente me la hicieron conocer las monjas, y me dijeron que, bueno, había mentiras y mentiras, y que ésa era con buenas intenciones, también usted hubiera dicho mentiras buenas, y esta era una de ellas, y era tan buena que a fuerza de decirla parece que salvamos a Italia en el cuarenta y ocho, yo y esas otras personas… Está bien, no le interesa, ya lo he entendido, acabo enseguida, en cualquier caso fue por eso por lo que algunos amigos, pero pocos, y también otros me llamaban Salva el de la Virgen. A mí, Kociss me gusta mucho más.
 Pero si no quiere oír esta historia, vuelvo a decirle que yo con este problema del televisor americano no tengo nada que ver. Y esto de la Virgen es lo más gordo que he hecho nunca.
 ¿Las cinco mil liras, dice? ¿Qué cinco mil liras? ¿Que las tenía en el bolsillo? Bueno, sí, es cierto, cinco mil liras, pero esas son mías. ¿Y cree que si hubiera vendido a alguien un televisor americano le habría pedido nada más que cinco mil liras? Vale veinte veces más, por lo menos. Pero le parece extraño que uno como yo vaya por ahí con cinco mil liras en el bolsillo. Y bueno, ya le he dicho que tampoco a las monjas les gusta, pero que yo apuesto a los caballos, que santa Teresa me perdone, y las veces que gano, me saco alguna cosa. Además, ya sabe lo que pasa, siempre ando por el hipódromo, y limpia aquí, lleva esto allá, vete rápido a hacer una apuesta para el señor que no quiere molestarse, y también así se saca uno algo. Pero poquita cosa, cuatrocientas, quinientas liras como mucho. Las cinco mil liras, esas las gané a los caballos. En el Gran Premio del domingo éramos tres, me parece, yo aposté por Monte Allegro, todos decían que ganaría Ninfa y en cambio ganó Monte Allegro. Ya sabe, Agnano es mi segunda casa, o mejor dicho, incluso la primera, y yo los caballos los conozco bien de verdad, y Ninfa el día antes había tenido un cólico de miedo, mientras que Monte Allegro estaba en buena forma. El totalizador lo daba a cien liras, puede comprobarlo usted mismo, y yo aposté por él todos mis ahorros, quinientas liras, exactamente.
 ¡Una gran apuesta, comisario, nunca he visto tanto dinero en mi vida!»

      [Wu Ming es el pseudónimo de un grupo de escritores italianos que trabajan de forma colectiva].
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Mondadori, 2003, en traducción de José Ramón Monreal, pp. 50 y 75-76. ISBN: 978-84-3970-985-5.]