«El amor había sido la respuesta. Esa pulsión
del organismo que nos atrapa con su química invisible. Así de simple, una
catarata de amor desbordado había cambiado el rumbo de la vida de Valeria. Algo
parecido a un chaparrón torrencial que arrastró todo lo anterior. Valeria vio
en ese nuevo enamoramiento la oportunidad de escapar de su realidad e
inventarse otra. Cuando cambias de país y de idioma, todo tiene otro sentido.
En su viaje de novios descubrió que se había casado con el hombre equivocado y
que, por lo tanto, quería abandonarlo, borrar el rastro de su boda y los planes
de futuro que habían labrado durante meses.
Cuando recordaba los días de la ruptura
todavía sentía la angustia pegajosa de su desamor asustado. ¿Cómo escapas de
una relación en medio de un país del que apenas conoces el idioma? Valeria no
sabía si quería a su marido y, después de una serie de acaloradas peleas dentro
del coche de alquiler, no se le ocurrió nada mejor que subirse a un autocar y
desaparecer en un momento en el que su esposo se ausentó para ir al baño. Su
impulsiva fuga fue el germen de un enamoramiento definitivo que le dio coraje
para decirle adiós a Paul. Valeria solía enredarse con el amor; antes de su fallida
boda había vivido un apasionado idilio con Tom, un hombre bastante mayor que
ella, y eso ya la llevó a dudar mucho a la hora de casarse. Pero Paul y ella
tenían la misma edad y enseñaban juntos en la escuela. La juventud los hizo
ilusionarse con la idea del matrimonio como la prueba definitiva que daba
sentido al futuro que soñaban. Sin embargo, la convivencia de unos días en la
luna de miel por España mostró aspectos de la personalidad de Paul que a
Valeria le resultaron insoportables, y la imagen idealizada del matrimonio que
acababan de inaugurar se desmoronó de inmediato. Por eso se subió a un autocar
rumbo a lo desconocido en una estación de servicio cuando Paul la dejó sola
unos minutos. No tuvo el impulso de largarse con el coche de alquiler y dejarlo
tirado, que hubiera sido otra opción, sino que quiso desprenderse de cualquier
rastro de aquella convivencia marital, abandonarlo con todo y desaparecer.
Montarse en el autocar fue su gran heroicidad, dejarse llevar por algunas horas
en el balanceo absorto de la carretera que la condujo al puerto de Algeciras.
Aunque en realidad no supo dónde estaba hasta
que no se lo explicaron los guardias civiles que la vieron deambular llorosa
por el aparcamiento. A Manuel, un joven guardia civil gaditano, las clases de
inglés que recibía en una academia por las tardes le vinieron estupendamente
para echarle una mano a aquella estadounidense desorientada. Con sus radiantes
treinta y tres años y el título del First Certificate se encargó de ayudar y
coordinar el reencuentro de Valeria con su marido, que ya había puesto una
denuncia pensando que la habían secuestrado. Para cuando Paul llegó al puerto
de Algeciras, el guardia civil y Valeria ya se habían fijado el uno en el otro
y notaban una atracción increíble. ¿En qué consistió este sorprendente
enamoramiento? Ninguno de los dos sabría explicarlo con precisión, pero ambos
sintieron que no podían estar el uno sin el otro. Que el mundo dejaría de tener
sentido si ella se marchaba de vuelta con su esposo. Nada de esto se dijeron,
pero la química invisible que respiraron el tiempo que pasaron juntos en el
puesto fronterizo generó su propia magia. A ambos se les aceleraron los latidos
del corazón, se miraban y sonreían con gesto ridículo, les sudaban las manos y
se sentían atraídos de una forma vertiginosa. Manuel se dio cuenta de que
estaba enternecido y fascinado con Valeria cuando por radio le confirmaron que
un estadounidense que no hablaba español buscaba agobiado a su mujer por la
carretera. Valeria ya estaba tranquila sentada en una silla, absorta en sus
cosas mientras miraba por la ventana del aparcamiento. Pensaba en lo guapo que
era el guardia vestido de verde que la miraba de reojo y le sonreía, en lo azul
que era el mar y en lo bien que se sentía en la oficinita de chapa prefabricada
con el chico de labios carnosos que se esforzaba por hablarle en inglés
británico. Manuel sintió la tentación de decirles a sus compañeros que por allí
no había pasado ninguna americana, que buscaran en otro lado, que ese día el
tránsito había sido el de siempre, sin demasiados sobresaltos.
Paul sintió una profunda e inquietante culpa
en el transcurso de aquellas nefastas horas que pasó buscando a su mujer, en
ese día absurdo y calurosísimo. Se dio cuenta de que no la amaba y de que no
quería envejecer a su lado. Pero desear aquello con Valeria desaparecida le
parecía siniestro. Había querido perderla de vista para siempre mientras
terminaba de orinar y se miraba al espejo. Había maldecido su precipitada boda,
anunciada ya como una catástrofe por su madre, que le aconsejó que no se casara
con aquella chica, que todavía eran muy jóvenes y que además presentía que era
una inconsciente.
—Nunca
me escuchas, Paul, y las madres lo presentimos todo —le había dicho en varias
ocasiones su progenitora con tono melodramático—, es como si fuéramos videntes,
como si pudiéramos anticipar el futuro de nuestros hijos.
La madre ponía los ojos en blanco y resoplaba
quebrando la voz y fingiendo estar al borde del llanto:
—¿Cuándo entenderás que yo ya he vivido muchas
vidas enamoradas, y me he equivocado? Pero he aprendido, por eso debes hacerme
caso. Siento en el alma tener que decirte todo esto. No duraréis mucho, no te
imaginas lo que me duele esta certeza.
—Mamá, por favor, no quiero oírte. No empieces
otra vez.
—Qué pena, qué pena más grande —murmuraba la
mujer como si estuvieran hablando de una desgracia.
—Verás como todo sale bien —decía Paul
intentando consolarla.
—Ojalá tengas tú razón y yo esté equivocada
—añadía ella, aunque a los pocos minutos volvía a sus teorías visionarias sobre
el matrimonio, comentando los enlaces fallidos de los hijos de sus amigas—:
Russell, el hijo de Judy, no duró ni cinco años con esa chica tan dispuesta.
Mira que llevaban más tiempo de noviazgo que tú con tu amiga, pero una vez
casados no fueron capaces de aguantarse, porque, cariño, el tema del amor no es
tan fácil.
El enamoramiento del chico pasó por encima de
las advertencias de su compungida progenitora. Por mucha experiencia que
tuviera su madre, él había tenido que vivir en primera persona la magnitud de
su absoluto desencuentro con Valeria. En diez días infernales, el calor andaluz
había licuado toda la consistencia amorosa que daba sentido a la pareja.
Obviamente, ni su madre había sido capaz de intuir eso. Ella les concedía cinco
años de vida matrimonial, o tal vez siete, que es el número que suelen dar los
sociólogos que evalúan el desamor y los divorcios en las revistas femeninas de
salud y belleza. Siete años equivalía a un ciclo de vivencias y eso la madre de
Paul lo sabía mejor que nadie.
Paul pensó primero que Valeria había ido
también al baño. Fue al cabo de más de media hora esperando a que saliera
cuando presintió que algo raro pasaba. Se puso a buscarla y empezó a asustarse.
Nadie había visto nada, y los dueños de la cafetería decidieron avisar a la
policía para que ayudara a ese joven americano desconcertado que daba vueltas
por las instalaciones pidiendo ayuda.
Cuando la localizaron en el puerto de
Algeciras fue sencillo seguir el recorrido que le habían marcado los agentes en
el mapa. Durante las horas que Paul pasó solo conduciendo en dirección al
puerto, trató de imaginar los pasos de lo que sería la ruptura definitiva.
Imaginarse otra vez en el coche con ella le parecía asfixiante, pero estaba
claro que tendrían que hablar. Ahora que entendía que su rabia era desamor,
quizá podrían ahorrarse nuevas y absurdas peleas. Se habían dicho cosas
espantosas y sentía un enorme rechazo hacia su mujer. ¿Cómo podía un viaje
tener un efecto tan pernicioso? Tantas horas junto a Valeria por las carreteras
lo habían trastornado. La piedra de las torres y las murallas, los campanarios,
los ábsides, los altares, la imaginería ensangrentada de los cristos, las
plazuelas, los platillos de aceitunas, el salmorejo, las horas de la siesta, el
murmullo de la gente en las calles, el calor noche y día, ese calor denso e
irrespirable..., la suma de todas las sensaciones y las imágenes como una
melodía seca macerada en la respiración sudorosa de su cansancio.
Al llegar al muelle y verla junto al guardia
civil tuvo una iluminación. La silueta de sus cuerpos tensos junto a la puerta
de la oficina prefabricada, mezclada con la calima de ese aire seco que venía
del Sáhara, dibujaba una realidad paralela a su propia relación que a Paul le
resultó liberadora. Vio en ellos la posibilidad del amor y en él mismo la
salida digna que ofrecen los gestos más sencillos. Así que decidió abandonarla,
que en el fondo era lo mejor para ambos. Despedirse de ella de manera rápida y
elegante y que se quedara junto a ese hombre de uniforme que lo miraba con
curiosidad y tristeza.
Valeria no quería regresar con Paul, la
aterraba volver a subirse al coche de alquiler con su marido, y cuando vio que
ni siquiera la miraba y que sacaba sus cosas del maletero y le devolvía la
alianza, suspiró aliviada. Su huida había sido el mensaje silencioso que Paul
necesitaba entender. Todo había terminado entre ellos y no era ese el momento
de las explicaciones y los análisis. La verdad es que nunca hubo necesidad de
verbalizar los sentimientos del final.
El divorcio, unos meses después, fue un
trámite sencillo porque no tenían propiedades ni hijos en común. Valeria ni se
presentó en el juzgado, no hizo falta, y Paul regresó a su rutina de docente
aliviado de haberse separado tan rápido. Rehízo su vida sin dar demasiadas
explicaciones a nadie, ni siquiera a su madre, y una década después se casó con
una mujer llamada Megan que conoció en un bar. Se fueron de viaje de novios por
Alaska, evitando así el calor, y no hubo absurdas ni iracundas discusiones.
Fueron padres de tres hijos que les darían muchas alegrías y media docena de
nietos. A Paul siempre le quedó claro que Valeria no era la mujer de su vida y
que haberse separado había sido la mejor decisión. Tampoco tuvo nunca
curiosidad por saber qué había sido de ella. Cuando despegaba del aeropuerto de
Madrid de regreso a Estados Unidos se despidió para siempre de ese país y de
Valeria. Ella se quedaba en ese territorio abrasador y él regresaba a su mundo.
Valeria se asentó en el paisaje de aquella
frontera marina y luminosa. El horizonte de luz densa, de espuma y agua salada
se convirtió en el hogar definitivo de su alma inquieta. Había hallado cobijo
en la costa de un mar cálido y de aspecto dócil donde en los días transparentes
podía ver el contorno de África. Su nueva vida se dibujaba entre Algeciras y
Tarifa, y fue feliz. Durante muchos años encontró serenidad en aquel rincón del
mundo, el paraíso de los surfistas, de los Peter Pan que buscan el sendero de
las olas y las montan como equilibristas de un gran circo de espuma y algas;
los que viven la dicha sobre las olas de varios metros y abrazo alargado y
juguetón. Valeria no pudo imaginarse otro lugar donde estar que no fuera esas
costas. Se quedó con Manuel y desde la primera noche durmieron abrazados,
aliviados de haberse encontrado en un mundo donde el amor verdadero es azaroso
y casi imposible. Sus cuerpos desnudos sintieron el cosquilleo del placer como
la inmensidad del universo. En ellos estaba el impulso primitivo de los seres
vivos, pero también el deleite humano del amor con su respiración sostenida en
el instante mismo del gozo compartido.
Los primeros años, Valeria fue profesora de
inglés en la academia en la que Manuel había estudiado. Luego aparecieron las
oleadas de inmigrantes y se integró en el equipo de la Cruz Roja que ayudaba a
los que llegaban. Desde entonces ha conocido a miles de personas desesperadas,
ha anotado sus nombres y su lugar de origen en fichas, ha coordinado los grupos
y las urgencias. Ha escuchado los lamentos y las historias aterradoras de sus
viajes infernales. Ella, que tuvo la suerte de encontrar a Manuel, se pregunta
muchas veces si todas esas almas desesperadas hallarán su lugar en la Tierra.
—¿Qué hay que hacer para que los de aquí
entiendan lo que esta gente está pasando y no les tengan miedo? —le pregunta
Valeria a Manuel.
—Ojalá lo supiera —responde el guardia civil.
Manuel es consciente de que en el fondo son
muy pocas las personas capaces de meterse en la piel de los que llegan a las
playas; hasta que no lo vives, no los tienes cerca y los observas respirar
exhaustos, no comprendes la magnitud de lo que sucede. En ellos, en su
sufrimiento, está contenida la historia de todas las migraciones, el relato de
las civilizaciones y sus desequilibrios, la lucha por existir, por esa
subsistencia que ha dibujado el mapa de los siglos.
Valeria sueña a veces con los ahogados que las
olas depositan en la orilla, y a los números que le asignan les otorga nombres
secretos y se imagina sus vidas hermosas en lugares exóticos donde fueron
concebidos con amor. Los días más tristes, cuando están desbordados por la
rabia y la pena, Valeria traza con la mirada un gran puente de quince
kilómetros que une los dos continentes. Cada día reza para que nadie se ahogue
en ese mar tan hermoso y se lamenta con Manuel de la falta de recursos, del
dolor que recorre la costa, del vacío que habita en la desesperación de todos
los náufragos de la pobreza y la guerra.
—Esta mañana hemos rescatado a dieciocho con
vida, pero hemos perdido a veinte. —El rostro de Valeria hace una mueca de
dolor contenido y sigue hablando—: Ya han recuperado los cuerpos. Había dos
mujeres embarazadas, tres niños, y los demás eran hombres jóvenes, no creo que
ninguno tuviera más de treinta y cinco años.
A Manuel le preocupa cómo Valeria digiere el
abismo de esos cadáveres, piensa que carga sobre sus hombros toda la congoja
fantasmal de los cuerpos inertes. Sabe que no los olvidará y que irá a trabajar
fingiendo estar entera porque es más útil en el mundo de los supervivientes que
la miran esperanzados, a los que entrega, con verdadero amor, una botella de
agua y una manta.»
[El
texto pertenece a la edición en español de Ediciones destino, 2020, pp.
149-154. ISBN: 978-84-2335-693-5.]