domingo, 31 de diciembre de 2023

El mapa de los afectos.- Ana Merino (1971)

La poesía está viva: Ana Merino
            22.- Amor verdadero

  «El amor había sido la respuesta. Esa pulsión del organismo que nos atrapa con su química invisible. Así de simple, una catarata de amor desbordado había cambiado el rumbo de la vida de Valeria. Algo parecido a un chaparrón torrencial que arrastró todo lo anterior. Valeria vio en ese nuevo enamoramiento la oportunidad de escapar de su realidad e inventarse otra. Cuando cambias de país y de idioma, todo tiene otro sentido. En su viaje de novios descubrió que se había casado con el hombre equivocado y que, por lo tanto, quería abandonarlo, borrar el rastro de su boda y los planes de futuro que habían labrado durante meses.
 Cuando recordaba los días de la ruptura todavía sentía la angustia pegajosa de su desamor asustado. ¿Cómo escapas de una relación en medio de un país del que apenas conoces el idioma? Valeria no sabía si quería a su marido y, después de una serie de acaloradas peleas dentro del coche de alquiler, no se le ocurrió nada mejor que subirse a un autocar y desaparecer en un momento en el que su esposo se ausentó para ir al baño. Su impulsiva fuga fue el germen de un enamoramiento definitivo que le dio coraje para decirle adiós a Paul. Valeria solía enredarse con el amor; antes de su fallida boda había vivido un apasionado idilio con Tom, un hombre bastante mayor que ella, y eso ya la llevó a dudar mucho a la hora de casarse. Pero Paul y ella tenían la misma edad y enseñaban juntos en la escuela. La juventud los hizo ilusionarse con la idea del matrimonio como la prueba definitiva que daba sentido al futuro que soñaban. Sin embargo, la convivencia de unos días en la luna de miel por España mostró aspectos de la personalidad de Paul que a Valeria le resultaron insoportables, y la imagen idealizada del matrimonio que acababan de inaugurar se desmoronó de inmediato. Por eso se subió a un autocar rumbo a lo desconocido en una estación de servicio cuando Paul la dejó sola unos minutos. No tuvo el impulso de largarse con el coche de alquiler y dejarlo tirado, que hubiera sido otra opción, sino que quiso desprenderse de cualquier rastro de aquella convivencia marital, abandonarlo con todo y desaparecer. Montarse en el autocar fue su gran heroicidad, dejarse llevar por algunas horas en el balanceo absorto de la carretera que la condujo al puerto de Algeciras.
 Aunque en realidad no supo dónde estaba hasta que no se lo explicaron los guardias civiles que la vieron deambular llorosa por el aparcamiento. A Manuel, un joven guardia civil gaditano, las clases de inglés que recibía en una academia por las tardes le vinieron estupendamente para echarle una mano a aquella estadounidense desorientada. Con sus radiantes treinta y tres años y el título del First Certificate se encargó de ayudar y coordinar el reencuentro de Valeria con su marido, que ya había puesto una denuncia pensando que la habían secuestrado. Para cuando Paul llegó al puerto de Algeciras, el guardia civil y Valeria ya se habían fijado el uno en el otro y notaban una atracción increíble. ¿En qué consistió este sorprendente enamoramiento? Ninguno de los dos sabría explicarlo con precisión, pero ambos sintieron que no podían estar el uno sin el otro. Que el mundo dejaría de tener sentido si ella se marchaba de vuelta con su esposo. Nada de esto se dijeron, pero la química invisible que respiraron el tiempo que pasaron juntos en el puesto fronterizo generó su propia magia. A ambos se les aceleraron los latidos del corazón, se miraban y sonreían con gesto ridículo, les sudaban las manos y se sentían atraídos de una forma vertiginosa. Manuel se dio cuenta de que estaba enternecido y fascinado con Valeria cuando por radio le confirmaron que un estadounidense que no hablaba español buscaba agobiado a su mujer por la carretera. Valeria ya estaba tranquila sentada en una silla, absorta en sus cosas mientras miraba por la ventana del aparcamiento. Pensaba en lo guapo que era el guardia vestido de verde que la miraba de reojo y le sonreía, en lo azul que era el mar y en lo bien que se sentía en la oficinita de chapa prefabricada con el chico de labios carnosos que se esforzaba por hablarle en inglés británico. Manuel sintió la tentación de decirles a sus compañeros que por allí no había pasado ninguna americana, que buscaran en otro lado, que ese día el tránsito había sido el de siempre, sin demasiados sobresaltos.
 Paul sintió una profunda e inquietante culpa en el transcurso de aquellas nefastas horas que pasó buscando a su mujer, en ese día absurdo y calurosísimo. Se dio cuenta de que no la amaba y de que no quería envejecer a su lado. Pero desear aquello con Valeria desaparecida le parecía siniestro. Había querido perderla de vista para siempre mientras terminaba de orinar y se miraba al espejo. Había maldecido su precipitada boda, anunciada ya como una catástrofe por su madre, que le aconsejó que no se casara con aquella chica, que todavía eran muy jóvenes y que además presentía que era una inconsciente.
  —Nunca me escuchas, Paul, y las madres lo presentimos todo —le había dicho en varias ocasiones su progenitora con tono melodramático—, es como si fuéramos videntes, como si pudiéramos anticipar el futuro de nuestros hijos.
 La madre ponía los ojos en blanco y resoplaba quebrando la voz y fingiendo estar al borde del llanto:
 —¿Cuándo entenderás que yo ya he vivido muchas vidas enamoradas, y me he equivocado? Pero he aprendido, por eso debes hacerme caso. Siento en el alma tener que decirte todo esto. No duraréis mucho, no te imaginas lo que me duele esta certeza.
 —Mamá, por favor, no quiero oírte. No empieces otra vez.
 —Qué pena, qué pena más grande —murmuraba la mujer como si estuvieran hablando de una desgracia.
 —Verás como todo sale bien —decía Paul intentando consolarla.
 —Ojalá tengas tú razón y yo esté equivocada —añadía ella, aunque a los pocos minutos volvía a sus teorías visionarias sobre el matrimonio, comentando los enlaces fallidos de los hijos de sus amigas—: Russell, el hijo de Judy, no duró ni cinco años con esa chica tan dispuesta. Mira que llevaban más tiempo de noviazgo que tú con tu amiga, pero una vez casados no fueron capaces de aguantarse, porque, cariño, el tema del amor no es tan fácil.
 El enamoramiento del chico pasó por encima de las advertencias de su compungida progenitora. Por mucha experiencia que tuviera su madre, él había tenido que vivir en primera persona la magnitud de su absoluto desencuentro con Valeria. En diez días infernales, el calor andaluz había licuado toda la consistencia amorosa que daba sentido a la pareja. Obviamente, ni su madre había sido capaz de intuir eso. Ella les concedía cinco años de vida matrimonial, o tal vez siete, que es el número que suelen dar los sociólogos que evalúan el desamor y los divorcios en las revistas femeninas de salud y belleza. Siete años equivalía a un ciclo de vivencias y eso la madre de Paul lo sabía mejor que nadie.
 Paul pensó primero que Valeria había ido también al baño. Fue al cabo de más de media hora esperando a que saliera cuando presintió que algo raro pasaba. Se puso a buscarla y empezó a asustarse. Nadie había visto nada, y los dueños de la cafetería decidieron avisar a la policía para que ayudara a ese joven americano desconcertado que daba vueltas por las instalaciones pidiendo ayuda.
 Cuando la localizaron en el puerto de Algeciras fue sencillo seguir el recorrido que le habían marcado los agentes en el mapa. Durante las horas que Paul pasó solo conduciendo en dirección al puerto, trató de imaginar los pasos de lo que sería la ruptura definitiva. Imaginarse otra vez en el coche con ella le parecía asfixiante, pero estaba claro que tendrían que hablar. Ahora que entendía que su rabia era desamor, quizá podrían ahorrarse nuevas y absurdas peleas. Se habían dicho cosas espantosas y sentía un enorme rechazo hacia su mujer. ¿Cómo podía un viaje tener un efecto tan pernicioso? Tantas horas junto a Valeria por las carreteras lo habían trastornado. La piedra de las torres y las murallas, los campanarios, los ábsides, los altares, la imaginería ensangrentada de los cristos, las plazuelas, los platillos de aceitunas, el salmorejo, las horas de la siesta, el murmullo de la gente en las calles, el calor noche y día, ese calor denso e irrespirable..., la suma de todas las sensaciones y las imágenes como una melodía seca macerada en la respiración sudorosa de su cansancio.
 Al llegar al muelle y verla junto al guardia civil tuvo una iluminación. La silueta de sus cuerpos tensos junto a la puerta de la oficina prefabricada, mezclada con la calima de ese aire seco que venía del Sáhara, dibujaba una realidad paralela a su propia relación que a Paul le resultó liberadora. Vio en ellos la posibilidad del amor y en él mismo la salida digna que ofrecen los gestos más sencillos. Así que decidió abandonarla, que en el fondo era lo mejor para ambos. Despedirse de ella de manera rápida y elegante y que se quedara junto a ese hombre de uniforme que lo miraba con curiosidad y tristeza.
 Valeria no quería regresar con Paul, la aterraba volver a subirse al coche de alquiler con su marido, y cuando vio que ni siquiera la miraba y que sacaba sus cosas del maletero y le devolvía la alianza, suspiró aliviada. Su huida había sido el mensaje silencioso que Paul necesitaba entender. Todo había terminado entre ellos y no era ese el momento de las explicaciones y los análisis. La verdad es que nunca hubo necesidad de verbalizar los sentimientos del final.
 El divorcio, unos meses después, fue un trámite sencillo porque no tenían propiedades ni hijos en común. Valeria ni se presentó en el juzgado, no hizo falta, y Paul regresó a su rutina de docente aliviado de haberse separado tan rápido. Rehízo su vida sin dar demasiadas explicaciones a nadie, ni siquiera a su madre, y una década después se casó con una mujer llamada Megan que conoció en un bar. Se fueron de viaje de novios por Alaska, evitando así el calor, y no hubo absurdas ni iracundas discusiones. Fueron padres de tres hijos que les darían muchas alegrías y media docena de nietos. A Paul siempre le quedó claro que Valeria no era la mujer de su vida y que haberse separado había sido la mejor decisión. Tampoco tuvo nunca curiosidad por saber qué había sido de ella. Cuando despegaba del aeropuerto de Madrid de regreso a Estados Unidos se despidió para siempre de ese país y de Valeria. Ella se quedaba en ese territorio abrasador y él regresaba a su mundo.
 Valeria se asentó en el paisaje de aquella frontera marina y luminosa. El horizonte de luz densa, de espuma y agua salada se convirtió en el hogar definitivo de su alma inquieta. Había hallado cobijo en la costa de un mar cálido y de aspecto dócil donde en los días transparentes podía ver el contorno de África. Su nueva vida se dibujaba entre Algeciras y Tarifa, y fue feliz. Durante muchos años encontró serenidad en aquel rincón del mundo, el paraíso de los surfistas, de los Peter Pan que buscan el sendero de las olas y las montan como equilibristas de un gran circo de espuma y algas; los que viven la dicha sobre las olas de varios metros y abrazo alargado y juguetón. Valeria no pudo imaginarse otro lugar donde estar que no fuera esas costas. Se quedó con Manuel y desde la primera noche durmieron abrazados, aliviados de haberse encontrado en un mundo donde el amor verdadero es azaroso y casi imposible. Sus cuerpos desnudos sintieron el cosquilleo del placer como la inmensidad del universo. En ellos estaba el impulso primitivo de los seres vivos, pero también el deleite humano del amor con su respiración sostenida en el instante mismo del gozo compartido.
 Los primeros años, Valeria fue profesora de inglés en la academia en la que Manuel había estudiado. Luego aparecieron las oleadas de inmigrantes y se integró en el equipo de la Cruz Roja que ayudaba a los que llegaban. Desde entonces ha conocido a miles de personas desesperadas, ha anotado sus nombres y su lugar de origen en fichas, ha coordinado los grupos y las urgencias. Ha escuchado los lamentos y las historias aterradoras de sus viajes infernales. Ella, que tuvo la suerte de encontrar a Manuel, se pregunta muchas veces si todas esas almas desesperadas hallarán su lugar en la Tierra.
 —¿Qué hay que hacer para que los de aquí entiendan lo que esta gente está pasando y no les tengan miedo? —le pregunta Valeria a Manuel.
 —Ojalá lo supiera —responde el guardia civil.
 Manuel es consciente de que en el fondo son muy pocas las personas capaces de meterse en la piel de los que llegan a las playas; hasta que no lo vives, no los tienes cerca y los observas respirar exhaustos, no comprendes la magnitud de lo que sucede. En ellos, en su sufrimiento, está contenida la historia de todas las migraciones, el relato de las civilizaciones y sus desequilibrios, la lucha por existir, por esa subsistencia que ha dibujado el mapa de los siglos.
 Valeria sueña a veces con los ahogados que las olas depositan en la orilla, y a los números que le asignan les otorga nombres secretos y se imagina sus vidas hermosas en lugares exóticos donde fueron concebidos con amor. Los días más tristes, cuando están desbordados por la rabia y la pena, Valeria traza con la mirada un gran puente de quince kilómetros que une los dos continentes. Cada día reza para que nadie se ahogue en ese mar tan hermoso y se lamenta con Manuel de la falta de recursos, del dolor que recorre la costa, del vacío que habita en la desesperación de todos los náufragos de la pobreza y la guerra.
 —Esta mañana hemos rescatado a dieciocho con vida, pero hemos perdido a veinte. —El rostro de Valeria hace una mueca de dolor contenido y sigue hablando—: Ya han recuperado los cuerpos. Había dos mujeres embarazadas, tres niños, y los demás eran hombres jóvenes, no creo que ninguno tuviera más de treinta y cinco años.
 A Manuel le preocupa cómo Valeria digiere el abismo de esos cadáveres, piensa que carga sobre sus hombros toda la congoja fantasmal de los cuerpos inertes. Sabe que no los olvidará y que irá a trabajar fingiendo estar entera porque es más útil en el mundo de los supervivientes que la miran esperanzados, a los que entrega, con verdadero amor, una botella de agua y una manta.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones destino, 2020, pp. 149-154. ISBN: 978-84-2335-693-5.]


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: