Libro segundo
XIV.- De nuevo
en Varykino
6
«Levantados ya muy temprano, Yuri Andriéevich
comenzó a dirigir miradas codiciosas a la mesa escritorio que había junto a la
ventana. Sentía en las manos el afán de encontrarse ante unas blancas
cuartillas. Pero se reservó este placer para la noche, cuando Lara y Kátienka
se hubiesen ido a dormir. Hasta que llegase ese momento estaría agobiado de
trabajo para poner en orden, por lo menos, dos habitaciones.
Soñando en el trabajo de la noche, no se
proponía grandes cosas: era simple amor a la tinta, atracción por la pluma.
Tenía deseos de escribir, de escribir palabras
sobre el papel. Al principio se contentaría con escribir de memoria algo ya
viejo, que todavía no llegó a escribir, sólo por poner en juego sus propias
facultades acartonadas por la inactividad, emperezadas por el largo intervalo
sin escribir. Esperaba que allí se detendrían más tiempo y que entonces podría
dedicarse holgada y libremente a emprender cualquier trabajo nuevo e
importante.
—¿Estás ocupado? ¿Qué haces?
—Me ocupo del fuego. ¿Por qué?
—Necesito un cubo.
—A este paso no tendremos leña más que para
tres días. Habrá que ir a ver qué hay en la leñera de nuestra antigua casa. ¡A
saber lo que encontraremos allí! Si ha quedado suficiente, haré unos viajes y
me la traeré. Mañana me ocuparé de eso. Me has pedido el cubo. Sí, creo haberlo
visto en alguna parte, pero no sé dónde, no consigo recordarlo.
--A mí me sucede lo mismo. Lo he visto no sé
dónde y ya no me acuerdo. Evidentemente no debía de estar en su sitio y por eso
lo he olvidado. Paciencia. Quiero calentar mucha agua para lavarnos. Con la que
quede lavaré algo para mí y para Katia. Hagamos una colada general de toda
nuestra ropa sucia. Esta noche, antes de acostarnos, después de haberlo
instalado todo y tomado nuestras decisiones, nos lavaremos los tres.
—Enseguida prepararé mi muda. Gracias. He
arrinconado los armarios y los muebles pesados, como me habías dicho.
—Está bien. En lugar de lavar en el cubo,
lavaré en el barreño. Pero está muy sucio. Habrá que quitarle la grasa.
—Apenas funcione la estufa, ajustaré el tiro y
me dedicaré a arreglar otros cajones. Constantemente descubro nuevas cosas en
la mesa y en la cómoda: jabón, fósforos, lápices, papel, objetos de escritorio.
Y cosas no menos inesperadas, que tenemos ante los ojos: por ejemplo, la
lámpara sobre la mesa, llena de petróleo. Nada de esto pertenece a los
Mikulitsyn, lo sé. Procede de otra parte.
—¡Qué suerte tan grande! Siempre el inquilino
misterioso. Como en Julio Verne. ¡Ah! ¡Qué atolondrados somos! Charla que te
charla y el agua está hirviendo.
Azacanábanse corriendo de un lado a otro por
las habitaciones, con los brazos llenos de cosas, chocando uno contra otro, o
tropezando con Kátienka que se quedaba plantada en medio de su camino, o se les
metía por entre las piernas, entorpeciendo su trabajo al ir de un lado a otro.
Cuando la regañaban, se enfurruñaba. Estaba cansada y se quejaba de frío.
“¡Pobres chiquillos de hoy en día, víctimas de
nuestra vida errante, compañeros resignados de nuestras peregrinaciones!”,
pensaba el doctor, y dijo:
—Perdona, pequeña, pero no tienes motivos para
ponerte así. Todo eso son invenciones y caprichos. La estufa está al rojo.
—La estufa estará caliente, pero yo tengo
frío.
—Entonces ten paciencia, Katiusha. Esta noche
haré que caliente mucho y además mamá te dará un baño, ¿oyes? Mientras tanto,
toma.
Y amontonó en el suelo los antiguos juguetes
de Liveri, recogidos en el almacén, algunos de los cuales estaban todavía
intactos, otros rotos, piezas para construcciones, vagones y locomotoras, hojas
de cartón divididas en cuadraditos numerados para jugar con fichas o a la
lotería.
—¿Qué haces, Yuri Andriéevich?—exclamó
Kátienka, ofendida como una persona mayor—. Esto no es mío. Y además es cosa de
niños. Yo ya soy mayor.
Pero un instante después estaba cómodamente
sentada sobre la alfombra y en sus manos aquellos juguetes de toda clase se
convertían en material de construcción con el que fabricaba para Ninka, la
muñeca que se había traído de la ciudad, una vivienda bastante más racional y
estable que los refugios ajenos y siempre distintos a los que la arrastraban
los mayores.
—¡Qué instinto casero, qué natural atracción
por un hogar y un orden! —dijo Larisa Fiódorovna, observando desde la cocina
los juegos de su hija—. Los niños son sinceros, no tienen prejuicios y no se
avergüenzan de la verdad, mientras nosotros, por miedo de parecer atrasados,
estamos siempre dispuestos a traicionar lo que nos es más querido, a elogiar
cosas que nos repugnan y aceptar otras que no comprendemos.
—Encontré el cubo —la interrumpió el doctor,
saliendo del oscuro trastero con el cubo en la mano—. Realmente no estaba en su
sitio. Por lo visto en el otoño pasado lo utilizaron para recoger el agua de
alguna gotera.
7
Para el almuerzo, preparado ya para tres días
con provisiones frescas, Larisa Fiódorovna sirvió cosas inauditas: una sopa de
patatas y carnero asado también con patatas. Kátienka no conseguía tragar
bocado, reía y bromeaba, pero luego comió hasta hartarse y, entontecida por el
calor, se cubrió con la manta de viaje de su madre y se durmió profundamente en
el diván.
Larisa Fiódorovna, que estaba muy cansada y
sofocada por la cocina, medio amodorrada como su hija y satisfecha por el éxito
de su comida, no se dio prisa en quitar la mesa y se sentó para descansar.
Luego de haberse asegurado de que su hija dormía, apoyándose sobre la mesa y
sosteniéndose la cabeza sobre un brazo, comenzó a decir:
—Trabajaré más y en eso encontraré la
felicidad, con tal de que sepa que no lo hago en vano, que sirve para algo.
Tienes que recordarme constantemente que estamos aquí para estar juntos. Dame
ánimos y no me dejes pensar en nuestra situación. Porque, a decir verdad, si
analizamos las cosas que estamos haciendo, ¿qué significado tiene que estemos
aquí? Hemos invadido una casa forzando la puerta, disponemos de todo para
nuestra comodidad y nos aturdimos con una prisa constante para no darnos cuenta
de que esto no es vida, sino una representación teatral, no una cosa seria,
sino “de mentirijillas”, como dicen los niños, una comedia para hacer reír a la
chiquillería.
—Pero, ángel mío, fuiste tú quien insistió en
venir aquí. Recuerda cuánto me opuse, que no estaba de acuerdo.
—Es cierto. No lo discuto. He faltado yo
precisamente. Tú puedes vacilar, tener dudas. Yo debo hacerlo todo de modo
lógico y coherente. Apenas entraste en casa viste la camita de tu hijo y te
sentiste mal. Faltó poco para que te desmayaras de sufrimiento. Tú tienes
derecho a esto, pero a mí no me está permitido. Mi temor por Kátienka y mi idea
del porvenir tienen que quedarse en un segundo plano ante mi amor por ti.
—Larusha, querida, no digas eso. Nunca es
tarde para volver a pensar las cosas, para cambiar la decisión. Yo te aconsejé
que considerases más seriamente las palabras de Komarovski. Tenemos un caballo.
Si quieres, mañana volvemos a Yuriatin, Komarovski no se habrá ido aún. Le
vimos por la calle desde el trineo, aunque creo que él no nos vio.
Probablemente lo encontraremos.
—Apenas he hablado y ya se advierte el
descontento en tu voz. Pero dime: ¿acaso no tengo razón? Ocultarnos de una
manera tan poco segura, por las buenas, es cosa que pudimos hacer también en
Yuriatin. Si hemos de buscar la salvación, hay que hacerlo en serio, con un
plan seguro, como, a fin de cuentas, nos proponía él, que aunque sea odioso,
hay que reconocer que es hombre práctico y experto. No sé, pero me parece que
aquí estamos más cerca del peligro que en cualquier otro sitio. Nos encontramos
en medio de una llanura sin fin, expuesta a los cuatro vientos, solos, como en
una casa en pleno desierto. En una noche la nieve puede sepultarnos y por la
mañana ya no podríamos liberarnos. O que nuestro misterioso bienhechor, si por
casualidad vive, irrumpa aquí, se descubra que es un bandido y nos degüelle a
todos. ¿Tenemos, por lo menos, un arma? No, ya lo ves. Me da miedo tu
despreocupación, que tanto se me contagia y me confunde las ideas.
—¿Qué quieres hacer entonces? ¿Qué me ordenas
que haga?
—No sé qué responderte. Me tienes
constantemente sometida. Recuérdame en todo momento que soy tu esclava, que te
amo ciegamente y que no razono. ¡Oh, tengo que decírtelo! Nuestras familias, la
tuya y la mía, son mil veces mejores que nosotros. Pero ¿acaso se trata de eso?
El don del amor es como cualquier otro don. Puede ser tan grande como quieras,
pero nunca se revelará sin iluminación. Es como si nos hubieran enseñado a
amarnos en el cielo y luego, todavía niños, nos hubiesen enviado a vivir en la
tierra durante algún tiempo para que pusiéramos a prueba, uno para con otro,
esta capacidad. Es una identidad total, sin nada superfluo, sin ninguna
gradación, ni altibajos, una equivalencia de toda la esencia, todo proporciona
alegría, todo se ha hecho alma. Pero en esta ternura salvaje, que está siempre
al acecho, hay algo infantilmente indómito, no permitido. Es una fuerza
arbitraria, destructiva, contraria a la paz de la casa. Es mi deber tener miedo
y desconfiar.
Le rodeó el cuello con sus brazos y, luchando
contra sus lágrimas, concluyó:
—Compréndelo: nuestra situación es distinta.
Tú tienes alas para volar por encima de las nubes, mientras yo, mujer, las
tengo para posarme en la tierra y proteger del peligro a mi pajarillo.
Las palabras de ella lo turbaban
profundamente, pero no lo demostró para no enternecerse, y con un esfuerzo
dijo:
—Nuestra vida de vagabundos es realmente
artificiosa y equívoca, tienes razón. Pero nosotros no la hemos inventado. Esta
insensata zozobra es la suerte de todos, se halla en el espíritu de nuestro
tiempo. También ya, desde esta mañana, he pensado casi las mismas cosas.
Quisiera hacer cualquier esfuerzo para permanecer aquí más tiempo. No podría
explicarte la gran nostalgia que tengo del trabajo, no del trabajo agrícola.
Una vez, aquí, todos nos dedicamos a él y todo salió bien. Pero no me considero
con fuerzas para volver a empezar. No aludía a eso. Poco a poco la vida reanuda
su curso. Acaso un día empiece a publicar libros. Eso es lo que había pensado.
¿No podríamos llegar a un acuerdo con Samdeviátov para que, en condiciones
ventajosas para él, nos mantuviera durante seis meses? Como garantía, le
ofrecería la obra que podría escribir mientras tanto, un manual de medicina,
por ejemplo, o una obra literaria, un volumen de versos... Incluso podría
traducir de un idioma extranjero alguna obra famosa, de carácter universal.
Conozco bien las lenguas y no hace mucho tiempo leí un anuncio de una casa
editora de Petersburgo, que sólo publica traducciones. Son trabajos que
probablemente tendrán un valor en el intercambio, traducible en moneda. Yo me
consideraría feliz con una ocupación semejante.
—Gracias por habérmelo recordado. También yo
tengo pensado algo parecido. Pero no creo que podamos detenernos aquí. Es más:
tengo el presentimiento de que pronto el azar nos llevará más lejos. Pero
mientras tengamos a nuestra disposición este refugio, sólo te pido una cosa.
Dedícame alguna hora de las próximas noches, y te ruego que escribas todo lo
que tantas veces me has recitado de memoria. Una parte de esas cosas está
dispersa y la otra no la has escrito. Temo que la olvides y así se perderá todo,
como, según me has dicho, te ha sucedido con frecuencia.»
[El
texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 1991, en
traducción de Fernando Gutiérrez y revisión del texto de José María Bravo,
pp.417-420. ISBN: 84-339-1157-0.]
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