domingo, 17 de diciembre de 2023

Continente salvaje.- Keith Lowe (1970)


Keith Lowe
Parte I: El legado de la guerra

3.-Desplazamiento

 «Si la Segunda Guerra Mundial mató más europeos que cualquier otra guerra de la historia, fue también la causa de algunos de los mayores movimientos de población que el mundo ha visto nunca. En la primavera de 1945, Alemania estaba atestada de trabajadores extranjeros. Al final de la guerra el país tenía casi ocho millones de obreros forzados traídos de todos los rincones de Europa para trabajar en las fábricas y granjas alemanas. Sólo en el oeste de Alemania, la UNRRA, la Administración de las Naciones Unidas para el Socorro y la Reconstrucción, atendió y repatrió a más de 6,5 millones de desplazados. La mayoría de ellos procedía de la Unión Soviética, Polonia y Francia, aunque también había un número importante de italianos, belgas, holandeses, yugoslavos y checos. Una gran proporción de estos desplazados eran mujeres y niños. Uno de los muchos aspectos que hacen que la Segunda Guerra Mundial sea única entre las guerras modernas es el hecho de que se hizo prisionera a una gran cantidad de civiles además de los prisioneros militares tradicionales. En efecto, las mujeres y los niños, así como los hombres, fueron tratados como botín de guerra. Fueron esclavizados de un modo que no se había visto en Europa desde la época del Imperio romano.
 Para hacer la situación en Alemania aún más complicada, millones de alemanes fueron desplazados dentro de su propio país. A principios de 1945 se calculaba que había 4,8 millones de refugiados internos, sobre todo en el sur y el este, que habían sido evacuados de las ciudades bombardeadas y cuatro millones más de alemanes desplazados que habían huido de las zonas de influencia orientales del Reich por miedo al Ejército Rojo. Cuando añadimos los casi 275.000 prisioneros de guerra británicos y americanos, esto hace un total de al menos 17 millones de desplazados sólo en Alemania. Esta es una estimación bastante conservadora, y otros historiadores han dado cifras mucho más elevadas. Según un estudio, en el conjunto de Europa más de 40 millones de personas fueron desplazadas a la fuerza durante periodos de mayor o menor duración en el transcurso de la guerra.
 A medida que se acercaba el fin de las hostilidades, enormes cantidades de gente salieron a las carreteras para empezar el largo viaje a casa. A mediados de abril de 1945, Derek Henry, zapador británico con los Ingenieros Reales, empezó a encontrar grupos de desplazados cerca de Minden.
  Nos dijeron que estuviéramos al acecho de grupos aislados de soldados alemanes que seguían presentando batalla, pero afortunadamente todo lo que encontramos fueron miles de desplazados y refugiados de todas las nacionalidades dirigiéndose hacia nosotros y al oeste: búlgaros, rumanos, rusos, griegos, yugoslavos y polacos —de todo, estaban ahí, algunos en grupos pequeños de dos o tres, cada uno con su fardo lastimoso de pertenencias amontonadas en una bici o una carreta, otros en grupos grandes hacinados en autobuses repletos o en la parte posterior de los camiones, era interminable. Siempre que nos deteníamos se abalanzaban sobre nosotros con la esperanza de que les diésemos comida.
  Tiempo después, según el agente de inteligencia estadounidense Saúl Padover, “miles, decenas de miles, en definitiva millones de esclavos liberados salieron de las haciendas, las fábricas y las minas y se echaban en tropel a las carreteras”. Las reacciones ante este enorme torrente de desplazados fueron muy distintas dependiendo de las personas que lo presenciaron. En opinión de Padover, que tenía poco tiempo para los alemanes, fue “tal vez la emigración más trágica de la historia” y sencillamente una prueba más de la culpabilidad alemana. Era comprensible que la población local viera con nerviosismo esos grandes grupos de extranjeros descontentos para la que representaban una amenaza. “Parecían criaturas salvajes”, escribió una alemana después de la guerra, “podrían dar miedo.” Para las autoridades agobiadas del gobierno militar cuya tarea era lograr algún tipo de control sobre ellos, eran simplemente una “multitud”. Llenaban las carreteras, que ya estaban demasiado deterioradas para darles cabida, y sólo podían alimentarse saqueando y robando tiendas, almacenes y granjas a lo largo del camino. En un país en el que los sistemas administrativos se habían venido abajo, la policía local había sido asesinada o encarcelada, en el que no existía alojamiento, y donde los alimentos ya no se distribuían, representaban una carga intolerable y una amenaza insoportable para el estado de derecho.
 Pero así es como veían a esta gente desde fuera. Para los propios desplazados, eran simplemente personas que trataban de encontrar el modo de ponerse a salvo. Soldados franceses, británicos o americanos recogían a los afortunados y los llevaban a centros para desplazados en el oeste. Pero en muchísimos casos no había suficientes soldados aliados para ocuparse de ellos. Cientos de miles fueron de hecho abandonados a su suerte. “No había nadie”, recuerda Andrzej C, que sólo tenía nueve años cuando finalizó la guerra. El, su madre y su hermana habían sido trabajadores forzados en una granja de Bohemia. En las últimas semanas de la guerra les reunieron y les llevaron a la ciudad de los Sudetes de Karlsbad (la moderna Karlovy Vary, en la República Checa), donde los últimos guardias alemanes les abandonaron. “Nos encontramos en un vacío. No había rusos, ni americanos, ni británicos. Un vacío absoluto.” Su madre decidió dirigirse al oeste, hacia las líneas americanas, porque pensaba que sería más seguro que ponerse en manos de los soldados rusos. Pasaron varias semanas andando por Alemania, cruzando una y otra vez las líneas americanas a medida que las tropas estadounidenses se replegaban hacia la zona de ocupación que tenían asignada. Andrzej recuerda esto como una época de inquietud, mucho más estresante incluso que ser prisionero de los alemanes.
 Realmente fue una época de hambre porque no había nada. Mendigábamos, robábamos, hacíamos lo que podíamos. Sacábamos patatas de los campos... Solía soñar con comida. Puré de patata con beicon por encima —eso era el summum. No se me ocurría nada mejor. ¡Un montón de excelente puré de patata humeante!
 Viajaba con una multitud de refugiados compuesta de grupos separados que parecían no mezclarse unos con otros. Su grupo lo formaban unas 20 personas, muchas de ellas polacas. La gente del lugar que pasaba por el camino distaba mucho de simpatizar con su difícil situación. Cuando a Andrzej le adjudicaron la tarea de apacentar un caballo que había comprado un hombre de su grupo, un campesino alemán le gritó: “¡Largo de aquí!”. En otros momentos les negaron el agua, los perros les atacaban y, como eran polacos, hasta les echaban la culpa de empezar la guerra y hacer caer esta completa desgracia sobre Alemania—una acusación que debieron haber considerado doblemente irónica dada la enorme desigualdad de sus dificultades relativas.
 Lo que vio Andrzej durante su mes largo de caminata hacia la seguridad quedó marcado en su memoria. Recuerda pasar por un hospital de campaña alemán en un bosque, donde vio a hombres con los brazos rotos en jaulas metálicas, algunos estaban vendados de pies a cabeza, otros “apestando a demonios, descomponiéndose en vida”. No había nadie allí para ayudarles porque todo el personal médico había huido. Recuerda llegar a un campo de prisioneros de guerra polaco donde los internos se negaban a salir, a pesar de que las puertas estaban abiertas de par en par, porque nadie les había dado la orden de hacerlo. “Eran soldados y pensaban que alguien iba a darles la orden de marchar a alguna parte. Quién —dónde— no tenían ni idea. Estaban completamente perdidos.” Vio grupos de prisioneros con sus pijamas a rayas, que aún trabajaban los campos bajo la supervisión de civiles alemanes. Posteriormente, se adentró en un valle en el que miles y miles de soldados alemanes estaban sentados tranquilamente, algunas hogueras esparcidas entre ellos, y custodiados sólo por un puñado de policías militares americanos.
 Cuando por fin pasaron los puestos de control americanos de Hof, en Baviera, les enviaron a un edificio con una bandera roja ondeando sobre él. Esto produjo unos momentos de pánico porque su madre pensó que les iban a mandar a un campo ruso, hasta que se dio cuenta de que ésa era la bandera de la UNRRA —una bandera roja con una inscripción blanca. Al fin estaban a salvo.
 Los peligros y los apuros que tuvieron que superar los refugiados como Andrzej no deberían menospreciarse. Puede que no se hicieran evidentes de inmediato para un niño de nueve años, pero para las generaciones mayores eran demasiado obvios. El señor y la señora Druhm eran berlineses y tenían cerca de setenta años cuando terminó la guerra. Después de pasar un corto periodo de tiempo rodeados del desorden del Ejército Rojo, decidieron arriesgarse a viajar a casa de su hija al otro lado del Elba, a 144 kilómetros de distancia. No fue una decisión tomada a la ligera, pero desde el primer momento su viaje estuvo lleno de dificultades, sobre todo una vez que llegaron al campo a las afueras de Berlín.
 En algunos lugares seguían produciéndose escaramuzas. Oíamos disparos y a menudo teníamos que parar hasta que se calmara. En estas zonas remotas los soldados no sabían que la guerra había terminado. Muchas veces los puentes habían desaparecido y las carreteras estaban tan dañadas que teníamos que volver y encontrar otra ruta... Tuvimos muchos incidentes lastimosos, como recorrer kilómetros penosamente y luego no poder seguir y tener que regresar. Una vez íbamos por una carretera principal ancha y absolutamente desierta. Vimos un gran panel escrito en ruso y seguimos, pero no nos sentíamos muy seguros. De repente nos gritaron. No vimos a nadie pero entonces una bala pasó zumbando al lado de mi oreja y me hizo un rasguño en el cuello. Nos dimos cuenta de que no deberíamos estar ahí, así que volvimos sobre nuestros pasos y dimos muchas vueltas para llegar donde queríamos.
 La devastación que encontraron por el camino dejaba entrever la violencia reciente, tanto de la guerra propiamente dicha como de las tropas rusas de ocupación.
CONTINENTE SALVAJE: EUROPA DESPUES DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL ...
  En los bosques había sofás y camas de plumas, colchones y almohadas, muchas veces reventados o rajados y las plumas estaban por todas partes, incluso en los árboles. Había cochecitos de niño, tarros de fruta en conserva, hasta motocicletas, máquinas de escribir, coches, carros, pastillas de jabón, montones de plumas estilográficas que ocultan una navaja en su interior y zapatos nuevos recién comprados... También vimos caballos muertos, algunos con un aspecto horrible y oliendo fatal...
 Y finalmente estaban los demás desplazados en la carretera, que representaban la misma amenaza potencial para una pareja de ancianos alemanes que los soldados rusos.
 Había mucha gente de todas las nacionalidades que iban en dirección contraria a la nuestra, la mayoría trabajadores forzados que iban a su casa. Muchos de ellos tenían bebés y robaban lo que querían, caballos y carros de los granjeros, a veces una vaca atada a la parte posterior, y utensilios de cocina. Parecían criaturas salvajes...
 Al menos, los Druhm tuvieron la ventaja de poder llamar a la puerta de los granjeros y pedir ayuda a sus compatriotas. La mayoría de estas “criaturas salvajes” no tenía otra opción que robar a la población local. No eran bien recibidos y, en todo caso, después de haber sido tratados brutalmente por los guardias alemanes, no estaban dispuestos a confiar en ningún alemán en absoluto.
 Una de estas personas era Marilka Ossowska, una chica polaca de veintiún años. Para abril de 1945 ya había pasado dos años en Auschwitz, Ravensbrück y Buchenwald antes de escapar finalmente de una marcha de la muerte hacia Checoslovaquia. Después de presenciar la brutalidad de los libertadores soviéticos, ella y un grupo de exprisioneros decidieron que estarían más seguros si se encaminaban hacia las líneas americanas. También la sorprendió la gran cantidad de gente en las carreteras.
  En 1945, Alemania era un hormiguero gigantesco. Todo el mundo se desplazaba. Ése era el aspecto que presentaban los territorios del este de Alemania. Había alemanes escapando de los rusos. Estaban todos los prisioneros de guerra. Estábamos algunos de nosotros —no tantos, pero aun así... Era verdaderamente increíble, bullía de gente y movimiento.
 Ella y dos amigas polacas se unieron a tres trabajadores franceses, dos prisioneros de guerra británicos y un soldado americano negro. Juntos se encaminaron hacia el río Mulde que en aquella época marcaba el límite entre los ejércitos ruso y americano. Mientras viajaban rogaban a los granjeros locales, o les intimidaban, para que les entregaran algo de comida. La presencia de un hombre negro sin duda ayudaba en este sentido: normalmente, el americano era bastante reservado en presencia de Marilka, pero en estos casos ponía de relieve los prejuicios raciales de los alemanes desnudándose, poniéndose un cuchillo entre los dientes y bailando ante ellos como un salvaje. Al verlo, las amas de casa aterrorizadas estaban más que dispuestas a entregarle cestas de comida y librarse de él. Luego volvía a vestirse y continuaba el viaje como si nada.
 En la ciudad sajona de Riesa, más o menos a medio camino entre Dresde y Leipzig, Marilka y sus dos amigas engañaron a unos soldados rusos para que les proporcionaran algún tipo de transporte. Encontraron a dos soldados con cara de aburridos que custodiaban un almacén con cientos de bicicletas robadas y de inmediato pusieron en marcha su encanto. “¡Vaya, debéis sentiros muy solos!”, dijeron. “Podemos venir y haceros compañía. ¡Y sabemos donde hay algo de aguardiente!” Los guardias, encantados, les dieron tres bicicletas para que fueran a buscar ese aguardiente ficticio y nunca volvieron a verlas.
 Después de seis días pedaleando, el grupo llegó finalmente a Leipzig en la zona americana, donde las mujeres fueron cargadas en camiones y llevadas a un campo en Nordheim cerca de Hanover. Desde allí Marilka hizo autoestop hasta Italia, y por fin fue transportada a Gran Bretaña a finales de 1946. No regresó a Polonia hasta pasados 15 años.
 Estas pocas historias han de multiplicarse cientos de miles de veces para ofrecer una idea del caos que existía en las carreteras de Europa en la primavera de 1945. Enjambres de refugiados que hablaban 20 idiomas distintos se vieron obligados a gestionar una red de transporte que había sido bombardeada, sembrada de minas y abandonada debido a seis años de guerra. Se reunían en ciudades que los bombardeos aliados habían destruido por completo y en las que no había alojamiento ni siquiera para la población local, y mucho menos para la enorme afluencia de recién llegados. El que los diversos gobiernos militares y los organismos de socorro fueran capaces de reunir a la mayoría de estas personas, alimentarlas, vestirlas, localizar a familiares desaparecidos y luego repatriar a la mayor parte de ellas en los seis meses siguientes, es poco menos que un milagro.
 Sin embargo, este proceso rápido de repatriación no pudo borrar el daño que se había producido. Los desplazamientos de la población con motivo de la guerra tuvieron un efecto profundo en la psicología de Europa. A nivel individual no sólo fue traumático para los desplazados, sino también para los que se quedaron, los cuales pasaron años preguntándose qué había sido de sus seres queridos arrebatados de su medio. A nivel comunitario también fue desolador: el reclutamiento obligatorio de todos los jóvenes privó a las comunidades de su principal sostén y las dejó indefensas ante la hambruna. Pero es en el plano colectivo donde los desplazamientos en tiempo de guerra fueron quizá más significativos. Al normalizar la idea de desarraigar sectores enteros de la población, proporcionaron un patrón para movimientos poblacionales de posguerra más amplios. El programa paneuropeo de expulsiones étnicas que tendría lugar después de la guerra sólo fue posible porque el concepto de comunidades estables, inalterado durante generaciones, fue erradicado de una vez por todas. La población de Europa ya no era una constante fija. Ahora era inestable, volátil —pasajera.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Galaxia Gutenberg, 2012, en traducción de Irene Cifuentes, pp. 38-43. ISBN: 978-84-1547-212-4.]

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