Libro segundo
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«Una vez más, Stanislav tuvo que servirse de sus habilidades como
pícaro para no pasar hambre. No había otro remedio. Tampoco era culpa suya. No
había ni pizca de trabajo. Todo el mundo chupaba del subsidio de desempleo,
pero él ni siquiera lo intentó. Prefería ser un golfo, pero un golfo que no
engaña a nadie.
-Es deprimente verse rodeado de parados y
pasar la mitad del día haciendo cola para que te den unos cuantos peniques, te
citen para el día siguiente y tengas que acudir corriendo. Para eso prefiero
pasar la noche en la calle y estar atento por si a alguien le pica la cartera
–dijo Stanislav-. No sería culpa mía. Si me hubieran dado una cartilla la
primera vez que la pedí, ya habría encontrado un barco y me habría largado hace
mucho.
En la Jefatura Superior de Policía me
preguntaron:
-¿Nació usted en Posen?
-Sí.
-¿Partida de nacimiento?
-Aquí está el recibo de la carta certificada
que mandé para reclamarla. Aún no me la han enviado.
-Bueno, con el certificado del inspector de su
distrito será suficiente. Es una simple cuestión de ciudadanía. ¿Ha optado
usted por la nacionalidad alemana?
-¿Qué si he hecho qué?
-Que si ha optado usted por la nacionalidad
alemana. Mire, cuando tuvimos que renunciar a nuestra soberanía sobre las
provincias polacas, se le requirió para que compareciera ante las autoridades
alemanas competentes y manifestase si quería conservar su nacionalidad. ¿Lo
recuerda? ¿Lo hizo?
-Pues no –dijo Stanislav-. No lo hice. Ni siquiera
sabía que hubiera que hacerlo. Creí que si era alemán y no decidía variar mi
situación, seguiría siéndolo. De hecho estuve en la Armada y luché en
Skagerrak.
-En aquel momento era usted alemán, porque la
provincia de Posen aún pertenecía a Alemania. ¿Dónde estaba usted cuando tuvo
que confirmar la nacionalidad?
-De viaje. En alta mar.
-Entonces tendría que haber acudido a un
consulado alemán para notificarles que deseaba conservar la nacionalidad
alemana.
-Pues ya ve usted que no me enteré –dijo Stanislav-.
Cuando uno está en alta mar trabajando duro, no le queda tiempo para pensar en
tonterías.
-¿Y su capitán no le dijo nada?
-Viajaba a bordo de un barco danés.
El funcionario reflexionó un momento y luego
dijo:
-Entonces nos quedan pocas opciones. ¿Tiene
usted fortuna? ¿Tierras o una casa en propiedad?
-No, soy un simple marinero.
-Pues, si es así, como ya le he dicho, nos
quedan muy pocas opciones. Se le han pasado todos los plazos, incluso el plazo
extraordinario para subsanar errores y omisiones. Además, en su caso no puede
alegar que se encontrara en una situación excepcional y que, por causa de
fuerza mayor, le fuera imposible cumplir con el trámite administrativo para el
que se le había requerido. No había naufragado ni se hallaba en un país alejado
de las rutas marítimas regulares. Podía haberse dirigido a cualquier consulado
alemán o al de otro país que nos representara. El proceso del que le hablo se
dio a conocer en todo el mundo; lo anunciamos en repetidas ocasiones.
-Nosotros no teníamos tiempo de leer los
periódicos y, además, los que nos llegaban no eran alemanes. Por otra parte, si
hubiéramos conseguido hacernos con alguno, nadie nos garantiza que nos
hubiéramos enterado, porque estoy seguro de que los anuncios no aparecían publicados
en todos los números.
-No puedo hacer nada por usted, Kolovski. Y
créame que lo lamento. La verdad es que me gustaría ayudarle. Pero no tengo la
autoridad necesaria. Podría dirigirse al Ministerio, aunque le llevaría tiempo
y dudo que tuviera éxito. Los polacos se han cerrado en banda y no colaboran
con nosotros. ¿Por qué habríamos de hacerles a ellos algún favor? Tal vez
lleguen al extremo de deportar a todos aquellos ciudadanos que viven en Polonia
y optaron por la nacionalidad alemana. Si eso ocurre, nosotros haríamos lo
mismo. ¡Faltaría más!
El pobre Stanislav estaba harto. Allá donde
fuera, en lugar de ayudarle, se ponían a hablar de política. Cuando un
funcionario no tiene intención de ayudarte, te dice cuánto le gustaría hacerlo
y cuánto lamenta no tener la autoridad necesaria. Eso sí, como se te ocurra
levantarle la voz o ponerle mala cara, acabarás en prisión por desacato y
ofensas a la autoridad. De repente, el funcionario se ha convertido en el
propio Estado y dispone de plenos poderes para ejercer su autoridad; su hermano
dicta sentencia y su otro hermano te encierra en una celda o te sacude con una
porra en la cabeza. ¿De qué sirve el Estado si no puede ayudarte cuando estás
en un apuro?
-Sólo puedo darte un consejo, Koslovski –dijo el funcionario,
mientras arrimaba su silla-. Vaya al consulado polaco. No podemos negar la
realidad, ahora Posen pertenece a Polonia. El cónsul tendrá que expedirle un
pasaporte. Cuando lo tenga, pásese de nuevo por aquí. Haremos una excepción y
le facilitaremos una cartilla de marinero alemana, considerando que está
empadronado en nuestra ciudad y que ya vivió antes durante una temporada.
Al día siguiente, Stanislav fue a ver al
cónsul polaco.
-Sí. Mis padres aún viven allí.
-Cuando se produjo la cesión de la soberanía a
las nuevas provincias polacas, ¿vivía usted en Posen o en alguno de los
territorios que tuvieron que ser cedidos por Alemania, Rusia o Austria?
-No. Me encontraba en un buque que navegaba
por alta mar.
-Todavía no le he preguntado lo que hacía ni
adónde iba.
Yo había ido siguiendo con mucha atención el
relato de Stanislav, pero en ese momento le interrumpí para decirle lo que
pensaba de todo aquello:
-Stanislav, tenías que haberle mandado a
paseo.
-Lo sé, Pippip, pero primero tenía que
conseguir el pasaporte; luego, una hora antes de que mi barco zarpara, habría
vuelto a verle y le habría sacudido un buen puñetazo en la nariz.
Stanislav siguió con el relato del
interrogatorio:
-¿Se dirigió usted a las autoridades polacas
competentes y les manifestó su deseo de adoptar la nacionalidad polaca dentro
del plazo prescrito?
-Ya le he dicho que en los últimos años no he
estado ni en Posen ni en Prusia occidental.
-Le he hecho una pregunta muy clara y usted no
la ha respondido. ¿Sí o no?
-No.
-¿Se dirigió usted a cualquiera de los
consulados polacos en el extranjero facultados expresamente para tramitar
expedientes de ciudadanía y manifestó su deseo de adoptar la nacionalidad
polaca?
-No.
-Entonces, ¿a qué viene usted aquí? Usted es
alemán. Entiéndase usted con las autoridades alemanas y deje de molestar de una
vez.
Mientras Stanislav me contaba esto, no se le
veía enfadado, sino muy triste, supongo que por no haber podido expresarle su
opinión al cónsul, como lo hubiera hecho un marinero, aunque, como me había
dicho, tenía sus motivos. Intenté consolarlo:
-¡Hay que ver cómo se las gastan en los nuevos
Estados! ¡Qué descaro! Y espera, porque aún llegarán más lejos. Ahí tienes a
Estados Unidos. Cuenta con un aparato burocrático extraordinario, pero aún no
está contento y eso que puede dar sopas con hondas al funcionario prusiano más
estricto. ¡Qué estrechez de miras, qué mentalidad más enmohecida y trasnochada,
qué inmovilismo! Vete a Alemania, a Polonia, a Inglaterra o a Estados Unidos,
invita a tu novia a tomar un vino tinto y una compota de manzana con canela y
clavo y deja la cuenta sin pagar, ya verás lo que te ocurre. Se te caerá el
pelo. El Estado no se puede permitir el lujo de perder a un solo hombre. Sin embargo,
una vez que te has convertido en adulto, nadie da ni un centavo por ti. Si no
tienes fortuna, ni tierras, ni una casa en propiedad no les sirves. Los Estados
se gastan millones de dólares en dar conferencias, en hacer películas y en
publicar libros para que los jóvenes vayan por el sendero recto y no acaben en
la legión extranjera. Eso sí, cuando llega un joven que no tiene pasaporte le
dan una patada en el trasero. Ése no importa que se aliste en la legión
extranjera o, algo mucho peor, que se enrole en la nave de los muertos. El
pueblo que dé un paso al frente, suprima los pasaportes y recupere el modelo de
Estado que existía antes de la Gran Guerra, la de 1914, la que se libró para
garantizar la libertad, el primero que se dé cuenta de que aquel sistema no
hacía daño a nadie y facilitaba la vida a todos, el pueblo que se decida a
actuar, devolverá la vida a los infelices que no han encontrado más refugio que
la nave de los muertos y les estropeará la fiesta a los dueños del buque.
-Es posible –dijo Stanislav-. Pero, tal y como
están hoy las cosas, del Yorikke no
sale nadie. La única posibilidad de escapar es que se hunda y no te hundas con
él. Aunque, en ese caso, nadie te garantiza que no aterrices en otro barco
igual. No sería tan difícil.
Después de su entrevista con el cónsul,
Stanislav se dirigió una vez más a la Jefatura Superior de Policía, en
concreto, al departamento de ciudadanía.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Acantilado, 2009, en traducción de Roberto Bravo de la Varga, pp. 253-258.
ISBN: 978-84-92649-22-8.]