lunes, 5 de julio de 2021

Kappa.- Ryunosuke Akutagawa (1892-1927)


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 «Antes de proseguir, creo que debería describir brevemente a los kappa. Hasta ahora se dudaba de su existencia pero, puesto que yo he vivido entre ellos, doy fe de que son reales sin ningún género de duda. Así que dicho esto, pasemos a los detalles concretos. Debo decir que su aspecto se ajusta plenamente a la descripción que se encuentra en el libro Breve historia del tigre de agua: tienen una coronilla de pelo corto, y pies y manos palmeadas, como los patos. La altura media de un kappa no llega a un metro y, según el doctor Chak, su peso suele oscilar entre nueve y trece kilos, aunque también advirtió que hay kappas más corpulentos que pueden llegar a pesar hasta veinticinco kilos. Justo en el centro de su cabeza tienen un platillo ovalado que se endurece a medida que el kappa se hace mayor. De hecho, el platillo de Bag, un kappa viejo, es bastante distinto al tacto del de uno joven, como el de Chak. Sin embargo, el atributo más extraño del kappa es el color de su piel. Los kappa no son de un color determinado, como los humanos; cambian en función de lo que les rodea, de forma parecida a los camaleones. Cuando están cerca de la hierba, se vuelven verdes, y cuando se posan sobre una roca, su piel se vuelve grisácea como la piedra. Ignoro si los kappa comparten algo más con los camaleones. Cuando descubrí la cualidad cambiante del color de su piel, me acordé de que, según las leyendas tradicionales, los kappa del oeste eran verdes y los del norte eran rojos. Además, recordé que cuando estaba persiguiendo a Bag, no entendía cómo podía escabullirse tan fácilmente y durante tanto tiempo: está claro que era gracias a este ardid óptico, se ocultaba en el paisaje y lo convertía en su aliado.
 Los kappa poseen una capa de grasa de un dedo de espesor bajo la piel y, aunque la temperatura de este país subterráneo es relativamente baja –pues suele rondar los diez grados-, no precisan de ropa. Eso sí, llevan gafas, e incluso algunos tienen carteras y petacas de tabaco. Por suerte, los kappa, igual que los canguros, tienen una bolsita en el abdomen, y en ella transportan los accesorios que en ese momento no utilizan. A mí me resultaba un poco raro verlos corretear por ahí sin ni siquiera un pedazo de tela que cubriera sus partes y, una vez, le pregunté a Bag de dónde venía la costumbre de ir desnudos por el mundo. Él se echó a reír, a carcajadas, doblando la cintura, y por fin, cuando recuperó el aliento, logró replicar:
 -Pues, a nosotros lo que nos parece curiosísimo es la obsesión que tenéis los humanos por taparos todo el rato.

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 Gradualmente, aprendí el idioma kappanés y pude comprender más sobre sus costumbres y prácticas sociales. Lo más asombroso y confuso era la forma en que los kappa lo entendían todo al revés: cuando los seres humanos nos tomamos algo en serio, a ellos les divierte sobremanera. Igualmente, todo lo que nos parece gracioso a nosotros, los kappa lo consideran extremadamente serio.
 Por ejemplo, los humanos creen que la compasión y la decencia son cualidades importantísimas y muy, pero que muy serias; sin embargo, cada vez que los kappa oyen estas palabras estallan en risotadas interminables. Está claro que su sentido del humor difiere mucho del nuestro.
 Una vez charlaba con el doctor Chak acerca de los métodos anticonceptivos. De repente, abrió la boca y exhaló una carcajada, y otra y otra, hasta que sus quevedos temblaron sobre su nariz. Como era de esperar, eso me puso de mal humor (a uno no le gusta que se rían de lo que dice sin saber por qué), y le pregunté secamente de qué se reía. Aunque en aquel entonces aún no dominaba el kappanés, así que puede que me confundiera un poco, su respuesta fue la siguiente:
 -¡Pero bueno! Es ridículo que los padres tengan en cuenta sus circunstancias personales y su conveniencia. ¿No le parece el colmo del egoísmo?
Resultado de imagen de akutagawa kappa atico de los libros No le dije lo que realmente pensaba: que a mí me parecía ridículo el modo en que las hembras kappa dan a luz. Poco antes de esa conversación con el doctor Chak, hbaía ido con Bag a su casa para observar a su mujer mientras ésta paría. Igual que nosotros, los kappa llaman al médico o a una comadrona para que les ayude durante el nacimiento del bebé. Pero justo antes de que nazca el crío, el padre, casi como si estuviera manteniendo una conversación telefónica, acerca la boca a la vagina de la madre y pregunta en voz muy alta:
 -¿Quieres nacer, o no? Piensa muy seriamente antes de contestar.
 Así procedió Bag, se arrodilló en el suelo de modo que su cabeza quedara frente al sexo de su mujer y formuló varias veces esa pregunta, acercándose más en cada ocasión. Después, se levantó y, siguiendo las instrucciones del médico, hizo gárgaras con un líquido desinfectante. No tardó en llegar, desde el útero de la madre, la vocecilla del niño, que replicó vacilante:
 -Muchas gracias por preguntar, pero no quiero nacer. Me aterroriza la posibilidad de heredar las costumbres, los complejos y hasta pudiera ser que la locura de mi padre. –Y añadió-: Aparte de eso, creo que la existencia de un kappa no sirve para nada. Es más, creo que su propósito es más bien maligno.
 La respuesta puso en situación muy embarazosa a Bag, que empezó a rascarse la cabeza nerviosamente. Mientras, la comadrona que estaba ayudando en el parto introdujo un grueso tubo de cristal en el útero de la esposa del pescador y lo utilizó para inyectar un fluido en la placenta. Claramente, era una sustancia calmante, pues, aliviada, la madre soltó un profundo suspiro. Al mismo tiempo, su hinchada barriga empezó a disminuir, igual que un balón se desinfla al perder aire.
 Como habréis deducido por la respuesta del feto de Bag, los bebés kappa pueden andar y hablar desde el mismo instante en que nacen. Una vez, Chak me contó la historia de un crío que pronunció un discurso sobre la existencia de Dios cuando apenas contaba con veintiséis días de vida. Lamentablemente, dicen que el pobre se murió antes de cumplir los dos meses.»

     [El texto pertenece a la edición en español de la Editorial Ático de los Libros, 2010, en traducción de David Favard, pp. 19-24. ISBN: 978-84-938295-0-6.]

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