«Un día que estaba de viaje para
traerles, como de costumbre, pan, colores y dinero, todos aquellos profesores
se sublevaron e incitaron a mis alumnos a la rebelión.
¡Que Dios les perdone!
Y, con el apoyo de todos aquellos a los que yo
había acogido, y asegurado pan y trabajo, elaboraron un decreto por el que se
decidía mi expulsión de la escuela en un plazo de veinticuatro horas.
En cuanto me fui, se tranquilizaron
enseguida.
No había nadie más contra quien luchar. Tras
apropiarse de todos los bienes de la academia, y hasta de los cuadros que yo
había comprado y pagado a cuenta del Estado, con la intención de fundar un
museo en Vitebsk, se dispersaron, dejando la escuela y los alumnos a su suerte.
Me entran ganas de reír. ¿Para qué remover
todas estas viejas historias?
No diré nada más de lo amigos ni de los
enemigos.
Sus máscaras están grabadas en mi corazón,
como troncos de madera.
Obligadme a partir en veinticuatro horas con
toda mi familia.
Haced retirar todas mis pancartas, mis
rótulos, tartamudead a gusto.
No temáis, no me acordaré de vosotros.
Soy yo quien tampoco quiere perdurar en
vuestra memoria.
Si durante varios años, me he apartado de mi
trabajo y me he entregado por entero a las necesidades de mi tierra natal, no
era por amor hacia vosotros, sino hacia mi ciudad, hacia mi padre y mi madre,
que descansan allí.
Y vosotros, dejadme en paz.
No me sorprendería que, después de una larga
ausencia, mi ciudad borrara las huellas que he dejado y se olvidara de quien,
dejando los pinceles, se atormentaba, sufría, se esforzaba en inculcar el Arte,
y soñaba en convertir las casas ordinarias en museos y a los habitantes rasos
en pintores.
Y entonces comprendí que nadie es profeta en
su tierra.
Me marché a Moscú.
Pienso en los amigos. ¿Lo eran realmente?
Mi primer amigo de infancia a quien tanto
apreciaba, se olvidó de mí, se me quitó de encima como la venda que arrancamos
de la herida.
¿Y por qué?
Cuando era todavía alumno de la escuela de
Bellas Artes se quedaba con mis bocetos de clase, borraba mi nombre y los hacía
pasar por suyos.
No se lo reprochaba. Pero la dirección, de
todas maneras, le echó.
Más tarde, durante mi estancia en París, se
propuso quitarme a mi prometida, intentado seducirla con una falsa afectación.
Y al final, al ver mis cuadros de madurez, y
ya sin entenderme, se puso celoso, como todos los demás.
Así que nuestra amistad de niños se esfumó
cuando entramos en la vida adulta y malvada.
Aquello no fue una amistad, ni un amigo.
¿Con quién relacionarme, entonces? ¿A quién
querer?
Así que mis puertas ahora están
abiertas.
El alma también, hasta la sonrisa, a veces.
Ya no me sorprende cuando me abandonan, cuando
me traicionan y ya no me ilusiono con nuevas amistades. Desconfío.
Ningún amigo. Otro también me dejó. Y éste no
es pobre, hasta es famoso.
Pero el mundo está repleto de amigos.
Cuando cae la nieve, abro la boca para
tragármela.
¿No es así?
Así son los amigos.
¡Que sólo Dios me ayude a verter lágrimas
auténticas ante mis telas!
En ellas permanecerán mis arrugas, mi tez
pálida, en ellas quedará marcada para siempre mi alma fluida.
Mi ciudad ha muerto. ¡El camino de Vitebsk ya
ha sido recorrido!
Todos los parientes están muertos.
Escribiré algunas palabras sólo para mí.
Podéis no leerlas. Volveos.
¡Mis hermanas! Es horroroso que todavía no
hayamos dado sepultura a papá, ni a Rosina ni a David. Escribidme
inmediatamente, nos pondremos de acuerdo. Acabaremos por olvidar dónde descansa
cada uno.
Mi memoria está en llamas.
Hice un boceto de ti, David, con la mandolina
en la mano. Te reías. Tu boca rosada, con todos los dientes. En mi cuadro eres
azul.
Descansas en Crimea, en el extranjero, en
aquel lugar que dibujaste con tanto dolor desde la ventana del hospital. Mi
corazón está contigo.
Mi pequeño padre…
El malestar de estos últimos años me retuerce
las tripas y mis telas se agitan de suspiros.
Mi padre cargaba coches, apenas podía ganarse
la vida.
Un coche le atropelló, le aplastó y murió en
el acto. Así de sencillo.
Me escondieron la carta que anunciaba su
muerte.
¿Por qué? Pero si ya casi no lloro. No he
vuelto a Vitebsk.
Así, no he visto la muerte de mamá, ni la de
papá.
No habría podido.
Ya así siento demasiado la vida. Ver además
esta “verdad” con mis propios ojos… perder la última ilusión… no puedo.
Pero, tal vez esto me fuera útil.
Habría tenido que ver, ver con mis propios
ojos el aspecto de mis padres muertos, la cara de mi madre, su rostro muerto,
todo blanco.
Me quiso tanto. ¿Dónde estaba yo? ¿Por qué no
vine? Esto no está bien.
Y la cara de mi padre, aplastada por el
destino y por las ruedas de un coche. No está bien que no estuviera allí. Si me
hubiera presentado, se habría alegrado tanto. Pero no resucitará.
Veré su tumba más tarde. Está a dos pasos de
la de mamá.
Me echaré a lo largo y ancho de tu tumba.
Pero tampoco resucitarás.
Y cuando sea viejo (o a lo mejor antes) me
pondré cerca de ti.
Ya basta de Vitebsk. Su camino se terminó.
Un punto final sobre su arte.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Acantilado, 2004, en
traducción de M. Bassets, pp. 177-181. ISBN: 84-96136-91-4.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: