Escribir de pie
«El visitador penitenciario
del centro de Cléricourt me había advertido: “Todos han cometido barbaridades:
terrorismo, toma de rehenes, hold-up. Pero fuera de sus horas en el taller, han
leído algunos de sus libros y querrían hablar con usted”. Así que reuní todo el
coraje que pude y tomé el camino que lleva a aquel infierno. No era la primera
vez que acudía a la cárcel. Como escritor, se entiende, y para charlas con esos
lectores especialmente atentos, los jóvenes detenidos. Conservaba de aquellas
visitas un gustillo de insoportable aspereza. Recordaba sobre todo un
espléndido día de junio. Después de dos horas de charla con seres humanos
semejantes a mí me volví en mi coche diciéndome: “Y ahora les llevarán a sus
celdas, y tú te vas a cenar a tu jardín con una amiga. ¿Por qué?”
Me confiscaron los papeles y a cambio tuve
derecho a una gruesa ficha numerada. Pasearon por mis ropas un detector de
metales. A continuación se abrieron unas puertas dirigidas electrónicamente, y
se cerraron detrás de mí. Franqueé compartimentos. Me aventuré por pasillos que
olían a encausto. Subí escaleras cuyos huecos estaban tapados con redes “a fin
de prevenir las tentativas de suicidio”, me explicó el carcelero.
Estaban reunidos en la capilla y, algunos, en
efecto, eran muy jóvenes. Sí, habían leído alguno de mis libros. Me habían oído
por la radio. “Trabajamos la madera –me dijo uno de ellos- y nos gustaría saber
cómo se hace un libro”. Conté mis investigaciones previas, mis viajes, después
los largos meses de artesanía solitaria en mi mesa (manuscrito= escrito a
mano). Un libro es algo que se hace como un mueble, por paciente ajuste de
piezas y trozos. Para ello hace falta tiempo y cuidado.
-Sí, pero una mesa y una silla sabemos para lo
que sirve. ¿Es útil un escritor?
Era necesario que se planteara la pregunta.
Les dije que la sociedad estaba amenazada de muerte por las fuerzas de orden y
de organización que pesan sobre ella. Todo poder –político, policíaco o
administrativo- es conservador. Si nada lo equilibra, engendrará una sociedad
bloqueada, semejante a una colmena, a un hormiguero, a un termitero. Ya no
habrá nada humano, es decir, imprevisto, creativo, entre los hombres. El
escritor tiene como función natural la de iluminar con sus libros ámbitos de
reflexión, de contestación, de puesta en cuestión del orden establecido.
Incansablemente lanza llamadas a la revuelta, al desorden, porque no hay nada
humano sin creación, aunque toda creación molesta. Por eso es tan a menudo
perseguido. Cité a François Villon, más a menudo en la cárcel que libre;
Germaine de Staël, que desafió al poder napoleónico negándose a escribir la
única frase de sumisión que le habría valido el favor del tirano; Víctor Hugo,
exiliado veinte años en su islote. Y Jules Vallès, y Solzhenitsin y muchos
otros.
-Hay que escribir de pie, nunca de rodillas.
La vida es una tarea que siempre hay que hacer de pie –concluí yo.
-¿Y eso? ¿No es sumisión eso?
¿La Legión de Honor? En mi opinión, es la
recompensa de un ciudadano tranquilo, que paga sus impuestos y no incomoda a
sus vecinos. Pero mis libros escapan a cualquier recompensa, lo mismo que a
toda ley. Y les cité las palabras de Erik Satie. Aquel músico oscuro y pobre
detestaba al glorioso Maurice Ravel, al que acusaba de haberle robado su lugar
al sol. Un día Satie se entera con estupor de que le han ofrecido a Ravel la
Legión de Honor y que la ha rechazado. “Él rechaza la Legión de Honor –dijo-,
pero toda su obra la acepta”. Lo cual era bastante injusto. De todas formas,
creo que un artista puede por su parte aceptar todos los honores, a condición
de que su obra los rechace.
Nos separamos. Me prometieron escribirme. Yo
no lo creí. Me equivocaba. Hicieron algo más que eso. Tres meses más tarde una
camioneta de la penitenciaría de Cléricourt se detenía delante de mi casa. Se
abrieron las portezuelas traseras y sacaron de allí un pesado pupitre de roble
macizo, uno de esos grandes muebles sobre los que escribían los oficiales de
notarías, pero también Balzac, Víctor Hugo o Alejandro Dumas. Acababa de salir
del taller y aún olían las virutas y el barniz. Iba acompañado de un breve
mensaje: “Para escribir de pie. De parte de los presos de Cléricourt”.
[…]
La leyenda de la pintura
Pierre y yo nacimos el mismo año en el mismo
pueblo. Aprendimos a leer y a escribir en el mismo colegio. Pero a partir de
ahí nuestros destinos empezaron a divergir. Mientras que Pierre destacaba en
matemáticas, se apasionaba con la química y se llevaba todos los premios en
física, para mí sólo contaban la literatura, la poesía y más tarde la
filosofía. A los veinte años, Pierre se expatriaba. Yo me quedaba en el pueblo,
en la casa secular de mis antepasados. Ya no veía a mi amigo de la infancia,
pero tenía noticias suyas a través de sus padres, que seguían siendo vecinos
míos. Estaba él en los Estados Unidos. Había estudiado electricidad,
electrónica e informática. Según decían, tenía un puesto importante en una
firma de ordenadores.
Yo le veía alejarse de mí a medida que hacía
progresos de acuerdo con su vocación. Yo escribía relatos y leyendas que bebían
en las fuentes de la tradición popular. Me parecía que tan sólo la proximidad
de los bosques y las labores de mi infancia podrían alimentar mi inspiración de
narrador. Cuanto más se enriquecía mi arte, más me enraizaba yo en mi tierra
natal.
Un día, bruscamente, reapareció Pierre. Llamó
a mi puerta y se arrojó en mis brazos. Apenas había cambiado. A pesar de la
distancia, había seguido mis trabajos. No había uno de mis libros que no
hubiera leído y releído. Y me traía una proposición fantástica. Su firma
acababa de poner a punto un sistema de codificación internacional. Cualquier
programa podía ser registrado en un volumen ínfimo y se hacía accesible a una multitud de decodificaciones en lenguas
diversas. Me proponía convertirme en el primer escritor del mundo que
aprovechara aquel sistema. Si yo estaba de acuerdo, pondrían toda mi obra en el
ordenador y sería descifrada a continuación en los ciento treinta países
provistos actualmente de una terminal apropiada. Mis libros conocerían así una
prodigiosa difusión, comparable a la de la Biblia o el Corán. El proyecto de
Pierre me entusiasmó.
-Yo soy un hombre de comunicación –me dijo-.
Tú eres un hombre de creación. La comunicación sólo se justifica por el mensaje
que vehicula. Sin ti, yo no sería nada.
-No seas tan modesto –le dije a mi vez-. La
creación no puede prescindir de la difusión. Yo no aspiro ni a la gloria ni a
la fortuna. Pero necesito que me lean. ¿Qué es un músico si no tocan su música,
qué es un autor dramático sin teatro? La comunicación añade a la creación una
vida innumerable e imprevisible sin la cual no es más que un objeto inerte.
Y como yo no me expreso bien más que como
narrador, le conté una parábola del sabio derviche Algazel, más concretamente
llamado Rhazali o Ghazali, arreglada un poco a mi manera, como es lícito
hacerlo en la tradición oral.
Érase una vez un califa de Bagdad que quería
hacer decorar las paredes del salón de honor de su palacio. Hizo venir a dos
artistas, uno de Oriente y otro de Occidente. El primero era un célebre pintor
chino que nunca había dejado su provincia. El segundo, griego, había visitado
todas las naciones y aparentemente hablaba todos los idiomas. No era tan sólo
un pintor. Estaba igualmente versado en astronomía, física, química y
arquitectura. El califa les explicó su intención y confió a cada uno una de las
paredes del salón de honor.
-Cuando hayáis terminado –dijo- se reunirá la
corte en gran pompa. Examinará y comparará vuestras obras y la que sea
considerada la más bella le valdrá a su autor una enorme recompensa.
Después, volviéndose hacia el griego, le
preguntó cuánto tiempo necesitaría para terminar el fresco. Y misteriosamente,
el griego respondió: “Cuando mi cofrade chino haya terminado, yo habré
terminado”. Entonces el califa interrogó al chino, que pidió un plazo de tres
meses.
-Bien –dijo el califa-. Haré dividir la
habitación en dos con una cortina a fin de que no os molestéis mutuamente, y
volveremos a vernos dentro de tres meses.
Pasaron los tres meses y el califa convocó a
ambos pintores. Se volvió hacia el griego y le preguntó: “¿Has terminado?” Y,
misteriosamente, el griego respondió: “Si mi cofrade chino ha terminado, yo he
terminado”. Entonces el califa interrogó a su vez al chino, que respondió: “He
terminado”.
La corte se reunió dos días después y se
dirigió en pleno hacia el salón de honor con el fin de juzgar y comparar ambas
obras. Era un magnífico cortejo en que se veían vestidos bordados, penachos de
plumas, joyas de oro, armas cinceladas. Todo el mundo se reunió primero del
lado de la pared pintada por el chino. Qué grito de admiración. El fresco
presentaba un jardín de sueño plantado con árboles en flor, con pequeños lagos
en forma de alubia cruzados por graciosas pasarelas. Una visión paradisíaca de
la que los ojos no se cansaban nunca. Era tan grande el encantamiento que
algunos querían que se declarase al chino vencedor del concurso, sin siquiera
echarle un vistazo a la obra del griego.
Pero enseguida el califa ordenó correr la
cortina que separaba la habitación en dos y la multitud se volvió. La multitud
se volvió y dejó escapar una exclamación de maravilloso estupor.
¿Qué había hecho el griego, pues? No había
pintado nada en absoluto. Se había contentado con colocar un amplio espejo que
empezaba en el suelo y subía hasta el techo. Y por supuesto aquel espejo
reflejaba el jardín del chino en sus mínimos detalles. Pero entonces os
preguntaréis, ¿en qué era más bella y emotiva que su modelo aquella imagen?
Pues en que el jardín del chino estaba desierto y vacío de habitantes, mientras
que en el jardín del griego se veía una magnífica multitud con vestidos
bordados, penachos de plumas, joyas de oro y armas cinceladas. Y toda aquella
gente se movía, gesticulaba y se reconocía con regocijo.
Por unanimidad, el griego fue declarado
vencedor del concurso.»
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