La reunión de Navidad
«Nunca había matado una
cabra. Pero era Navidad. Y padre, que era el que siempre lo hacía, estaba
muerto. Había muerto hacía siete años. No se podía esperar que mi hermana,
Ruth, la matara. Se suponía que era cosa de hombres. Y madre también estaba
muerta. Quedábamos dos en la casa, Ruth y yo. Me había tomado un período
sabático de la universidad y esperaba que las Navidades me sirvieran para
descansar del libro que estaba escribiendo. Pero tenía que venir la cabra a
estropearlo todo. Era Nochebuena, cuando se mataba y se desollaba la cabra.
Todas las familias del distrito segregado estaban matando su cabra en este
mismo momento. Mientras tanto yo, que buscaba excusas que me eximieran de matar
la cabra, le recordé a Ruth que una cabra era una criatura embravecida adorada
por Pan y que me era imposible matar una bestia que también habitaba en mí. Yo
mismo era, le decía, un cuadrúpedo rumiante con barba y cuernos, vigoroso, vivo
y atrevido. No físicamente, pero sí en espíritu. Siempre había sido malo. Allí
estaba yo, en el cielo junto a Capricornio, le contaba. Si todo esto no era lo
bastante convincente, le recordaba aquel famoso trópico de Capricornio, que
convertía a los que vivían cerca de él en unos bóers de mierda: despiadados,
canallas y corruptos. Resumiendo, que matar la cabra sería una falta de respeto
a una parte considerable de la humanidad, tanto a sus extremidades como a su
espíritu. Además, añadía, ya sabes que no puedo comerme algo que haya matado.
Yo no era más que lana de cabra en el inmenso tejido de esta gran ficción que
llamamos vida; por lo que, obviamente, no sería capaz de una monstruosidad tal
como matar a una pobre cabra. Imagina una gran reunión de alemanes sanguinarios
gritando “Geist” a un niño pequeño
judío aterrorizado. La exterminación masiva de criaturas de Dios que son tan
inofensivas como estas cabras me parecía una deformación de lo que representaba
de verdad la Navidad. ¿Qué representaba? ¿Qué representaba? Al fin y al cabo,
nosotros somos africanos y toda esta tontería de la Navidad se reducía a una
distracción sórdida. Después de todo, le decía, los blancos y los negros se
desuellan los unos a los otros para echarse a la olla de Navidad, arrastrándose
mutuamente por los talones hasta la cocina universal, donde se aliñan con
guindilla y con mostaza y con pimienta negra y con patatas fritas. A
continuación, todos se dan una palmadita en el estómago, sueltan un pequeño
eructo y se rascan la barriga con la sensación de estar digiriendo lentamente
la Libertad y la Navidad. Todo este asunto de expresar la alegría cristiana
cortando el gaznate de cabras vilipendiadas me resultaba repugnante, por no
mencionar la presunta domesticación de cabras en unos corrales que parecían campos
de concentración , cuando no hay nada más majestuoso, valiente y fuerte que las
verdaderas cabras montesas. Nada me parece más inhumano que comprar una cabra
por unos cuantos chelines, amarrarla a una alambrada y luego dejar que los
niños pequeños vean cómo la abren en canal. A esto había que sumar que yo no
tenía nada de asesino. Quizás alguna vez había pisado sin darme cuenta un
escarabajo que caminaba sin rumbo y por supuesto, asesiné a todos los malditos
mosquitos que infestaban mi cuarto en la universidad, y también a aquella mosca
gorda y asquerosa que me estaba volviendo tan loco que le di con una edición en
tapa dura de las Obras completas de
Shakespeare. Creía que sólo le había rozado sus ojos compuestos y la tiré a la
papelera, donde el astuto insecto fingió tan bien estar muerto que acabó por
morirse. Admito que la serpiente que se enroscaba en el manzano cuando mirabas
con deseo la manzana más lustrosa seguramente no se merecía que mi escopeta la
aterrorizara. Y cualquier niño lleno de granos que se respetara a sí mismo
poseía un tirachinas para matar pájaros. Luchar es lo mismo: levantas el puño
contra alguien y ya eres un asesino en potencia. No se es más hombre por eso.
Todo eso de ser un hombre de verdad
es lo que nos está volviendo majaras. Yo no me lo trago. Lo único diferente
entre tú y yo es lo que tenemos entre las piernas. Así que si quieres carne de
cabra, mátala tú. Si se supone que por cortarles las gargantas humanas a estas
cabras humanas me convierto de golpe en un hombre
de verdad, no veo por qué no puedes convertirte tú de repente en una mujer de verdad por cometer la misma
atrocidad deplorable. ¿Cómo podrías volver a mirar a otra criatura viva a los
ojos después de haberte hecho adulto gracias a cortarle la garganta a otro ser
vivo? Mi mente es tan caótica porque cada escalón devora al que lo precede y
¿adónde nos conduce esta grandiosa escalera donde todo devora todo lo demás?
¿Quién quiere ser escalón y quién el último que todo lo devora? ¿Dios? Ya
imagino que esa cabra habrá exterminado una gran cantidad de hierba encogida de
miedo, que esa misma hierba se tragó la sal y el agua de la tierra, que la sal
y el agua seguramente procedían de cadáveres hediondos enterrados y que los
cadáveres se habrían alimentado de otra cosa… Pero bueno, ¡qué cojones! Por lo
menos tenemos algo que nos hace no matar, mientras el resto del mundo se cubre
de sangre. Mira, eres mi hermana, así que no me presiones y dame una
oportunidad. No estamos en una banda de guerrilleros de la que no puedes desertar
con vida. Ni en el ejército de Smith. Soy yo. Yo. Yo que no soy más que la lana
de cabra que nadie puede ver. Me pone nervioso cómo me mira la cabra. Aunque es
natural, ¿cómo mirarías a los que, en tu presencia, están debatiendo sin
miramientos cómo acabar contigo, desollarte y condimentarte de tal modo que no
serías ni un cadáver, sino un manjar que una hora después echarían por el culo
y se perdería por el inodoro en unas cloacas laberínticas? Ya sé que no nos
alimentamos de aire, ni de piedras, ni de fuego, aunque al menos podemos beber
agua. El que nos creó tenía una mente retorcida. ¿Cómo te sentirías si alguien
te arrancara la piel a tiras para luego ponerla a secar y hacerse un par de
zapatos con ella? Lo que digo es que hay gente que herviría tus huesos para
hacer fertilizante; y si tus huesos no tienen la calidad suficiente, vuelven a
hervirlos para producir el pegamento que le dan a los críos para que peguen
monigotes a una cronología que explica cómo ha evolucionado la humanidad desde
el hombre de Neandertal hasta nuestros días, en que se supone que el hombre
debe ver las cosas como una lente te mira a ti antes de que se cierre el
objetivo. ¡Me niego a ver las cosas así! Te miran a ti como quieres que yo mire
a esa cabra. Te miran a ti como si fueras una comida en potencia, digieren tus
tripas, te peen y a eso lo llaman progreso. Me aterra pensar en cómo somos
capaces de encerrar a tantos cerdos, vacas, gallinas, cabras y ovejas, cebarlos
y apiñarlos en cámaras de gas para, una vez muertos, despojarlos de su carne y
sus huesos y su cerebro y sus dientes de oro y sus anillos de boda y sus gafas.
Despojarlos de todo y llamarlo ganadería intensiva, progreso moderno. Le
ponemos cualquier nombre menos el que debía tener. No se creó el mundo para que
nos sirviera de alimento. O, si así fue, que Dios ayude a la gente como yo.
¿Dios? Se celebra su Navidad y en 1915 y 1916, en el Frente Occidental, dejaron
de dispararse los unos a los otros para echar un partido de fútbol, pero en
cuanto se acabó su santo cumpleaños retomaron la carnicería. Uno de esos
alemanes de mierda era un payaso que tenía un pez. Yo no quiero ser un pez en
la farsa cósmica de nadie. La cabra tampoco quiere serlo. Y ese pobre arzobispo
de Uganda tampoco querría ser un pez nadando en la cabeza de Amin. Y
probablemente el pez preferiría que ni lo mencionara en todo esto.
¡Dios mío! Qué tarde es. ¿A qué hora es la
cena? ¿Cómo que si quiero cenar tengo que matar la cabra? Claro que quiero
cenar. Es la primera vez que he podido venir a casa después de siete años y
¿vas a negarme un modesto ágape? ¿La cabra? ¿Ella? Ella es mi modesto ágape,
¿verdad? Bueno, que Dios se apiade de mí… Yo… Vamos a dársela a los Makonis,
que se mueren de hambre. Seguro que hoy todavía no se han llevado nada al estómago.
¡Eh! ¡Mira! Ha arrancado la soga. Mira cómo corre, como el mismo Pan, como un
chivo expiatorio, como yo cuando era más pequeño. ¡Se ha abierto paso entre la
gente! ¡Está en el bosque! ¡Que tengas suerte, Pan! No te enfades, Ruth, nos
vamos a comer fuera. Ya he reservado mesa. En ese sitio tan elegante, Brett’s.
Hemos quedado allí con mi mujer en… a ver qué hora es… cinco minutos. Tenéis
mucho de lo que hablar después de siete años. Espero que no me multen por
exceso de velocidad.
[…]
La piel negra qué enmascara
Mi piel se ve a la legua entre toda esta
gente. Cada vez que salgo, siento cómo se tensa, endureciéndose, torturándose a
sí misma. Únicamente se relaja cuando estoy a la sombra, cuando estoy solo, cuando
me despierto temprano por la mañana, cuando estoy haciendo algo mecánico y, por
raro que parezca, cuando estoy enfadado. Pero es tímida y reservada cuando me
siento a escribir.
Es como un amigo silencioso: temperamental,
enérgico, posesivo y, a veces, cruel.
Una vez tuve un amigo así. Terminó cortándose
las venas. Ahora está en un manicomio. Me he preguntado muchas veces por qué
hizo lo que hizo, pero nunca he dado con una respuesta concluyente.
Siempre se estaba aseando. Por lo menos se
bañaba tres veces al día. Recurría a todo tipo de lociones y desodorantes para
calmar lo que se había apoderado de él. De hecho, más que lavarse, se frotaba
hasta hacerse sangre.
Intentó también purgarse la lengua, mejorando
su inglés y deshaciéndose de su acento. Resultaba tan doloroso escucharlo
hablar como verlo intentar quitarse la negrura de la piel.
Se hacía cosas en el pelo, cosas que Dios
jamás se había planteado cuando le dio al hombre cabellos.
Se compraba mucha ropa, tiendas enteras. En
este caso, parecía que el hábito sí hacía al monje. Sus zapatos habrían
otorgado ligereza y elegancia hasta a la pata de un elefante. Los animales que
habían asesinado para hacer aquellos zapatos tenían que estar revolviéndose en
su tumba diciendo “Genial, tío”.
Pero no estaba satisfecho. Quería que
cualquier otro africano en diez kilómetros a la redonda siguiera su ejemplo.
Después de todo, un chimpancé puede aprender no sólo a beber té, sino a
anunciarlo en televisión; pero ¿de qué sirve si todos los demás chimpancés creados
por Dios siguen despiojándose y girando sobre sus colas mientras cotillean
sobre plátanos y Cecil Rhodes?
No obstante, un día tuvo el detalle de
explicármelo de un modo más comedido. Íbamos a ir a la fiesta de Nochevieja del
Ayuntamiento de Oxford.
-Sólo tengo estos.
-¿En qué te gastas el dinero, tío? ¿En beber?
-Sí –dije rebuscándome en los bolsillos-.
Alcohol, papel y tinta. Mis herramientas de trabajo.
-Deberías cuidar más tu aspecto, ¿sabes? No somos
monos.
-Voy bien así.
Tosí y precisamente porque sabía muy bien lo
que significaba mi tos, se puso tenso esperando el golpe.
-Si tienes dinero –dije sin titubeos- préstame
un billete de cinco.
Él tampoco dudó un segundo aquel día:
-No pidas ni des prestado a nadie –sermoneó.
Y, pensándolo mejor, añadió:
-Tenemos la misma talla. Ponte este traje.
Quédatelo si quieres. Y las cinco libras.
Así se portaba conmigo. Se portó así hasta el
día que se cortó las venas.
Pero las apariencias engañan.
La apariencia por sí sola, no importa lo cara
que haya salido, son botas de montaña poco fiables cuando uno se aventura por
las cuestas resbaladizas de la escalada social. Cada vez que abría la boca se
ponía en ridículo. La lógica era su
palabra fetiche, pero por desgracia ese tipo de cosas aburría rápidamente hasta
a los más curtidos antropólogos que andaban a la caza de comportamientos típicos
africanos. A mí me interesaba más la bebida que la compañía. Él, en cambio, que
Dios lo ampare, dependía de la política para entablar amistad con alguien. Pero
¿a quién en su sano juicio le importa una mierda lo que pase en Rodesia? Era
algo que no le entraba en la cabeza.
Y, por el amor de Dios, cuando se ponía a
bailar parecía un mono. Siempre asumía que si una chica aceptaba bailar con él
implicaba que quería que la manoseara, pellizcara, besara y echara un polvo en
la pista. Por eso, las chicas no tenían piedad con él. Dejaron de invitarlo a
fiestas y le hicieron el vacío.
No me interesaba el mismo tipo de chica que a
él. Le gustaban estiradas, inteligentes y recatadas, y con la misma
conversación desesperante:
-¿En qué facultad estás?
-… ¿Y tú?
-…
Pausa.
-¿Cuál es tu especialidad?
-…¿Y la tuya?
-…
Pausa. Tos.
-Soy de Zimbabue.
-¿Eso qué es?
-Rodesia.
-Ah. Yo soy de Londres. Eh (con una visible
falta de interés), Smith es un cabrón, ¿no?
Y entonces arrancaba con entusiasmo:
-De hecho, acabo de pronunciar un discurso
ante la Sociedad de Estudios Africanos defendiendo la tesis de que Ian Smith
bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla…
-(Bostezando) Interesante. Muy interesante.
-Smith bla, bla, bla, bla, bla, bla… (De
pronto) ¿Te gustaría bailar?
Sorprendida:
-Bueno… yo… Sí, ¿por qué no?
Y así sucedía siempre. Sí, así
sucedía siempre hasta que se cortó las venas.
Pero las apariencias engañan.
Un vagabundo negro lo abordó una noche cuando
nos dirigíamos a la fiesta de la Sociedad Literaria Universitaria. Fue como si
lo hubiese tocado un leproso. Se apartó literalmente de un salto del hombre
que, casualmente, yo había conocido una Nochebuena que nos sentamos en un banco
del barrio de Carfax, en el centro de Oxford, y nos bebimos una botella de
whisky.
La repugnancia que sintió rozaba la apoplejía
y no habló de otra cosa durante toda la fiesta:
-¿Cómo puede un negro que ha venido a
Inglaterra convertirse en vagabundo? Hay tanto que hacer. Sobre todo en el
África meridional. Lo que me gustaría ver bla, bla, bla…
-Tómate algo –sugerí.
Aceptó mi sugerencia del mismo modo que Dios
aceptaría algo de Satán.
-Bebes demasiado, ¿sabes? –comentó suspirando.
-A ti te vendría bien beber más –dije.
El incidente del vagabundo debía de haberle
impactado más de lo que yo suponía porque cuando volvimos a la residencia no
podía dormir. Vino a mi cuarto con una botella de Burdeos que estuve encantado
de compartir con él hasta la hora del desayuno, cuando dejó de hablar de los
capullos negros insoportables. Dejó de hablar porque se quedó dormido en el
sillón.
Y así eran las cosas hasta que se cortó las
venas.»
[El texto pertenece a la edición en español de Sajalín Editores, 2014, en
traducción de María Remedios Fernández Ruiz , pp. 127-131 y 151-155. ISBN: 978-84-940627-7-3.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: