viernes, 2 de julio de 2021

La casa del hambre.- Dambudzo Marechera (1952-1987)


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La reunión de Navidad


 «Nunca había matado una cabra. Pero era Navidad. Y padre, que era el que siempre lo hacía, estaba muerto. Había muerto hacía siete años. No se podía esperar que mi hermana, Ruth, la matara. Se suponía que era cosa de hombres. Y madre también estaba muerta. Quedábamos dos en la casa, Ruth y yo. Me había tomado un período sabático de la universidad y esperaba que las Navidades me sirvieran para descansar del libro que estaba escribiendo. Pero tenía que venir la cabra a estropearlo todo. Era Nochebuena, cuando se mataba y se desollaba la cabra. Todas las familias del distrito segregado estaban matando su cabra en este mismo momento. Mientras tanto yo, que buscaba excusas que me eximieran de matar la cabra, le recordé a Ruth que una cabra era una criatura embravecida adorada por Pan y que me era imposible matar una bestia que también habitaba en mí. Yo mismo era, le decía, un cuadrúpedo rumiante con barba y cuernos, vigoroso, vivo y atrevido. No físicamente, pero sí en espíritu. Siempre había sido malo. Allí estaba yo, en el cielo junto a Capricornio, le contaba. Si todo esto no era lo bastante convincente, le recordaba aquel famoso trópico de Capricornio, que convertía a los que vivían cerca de él en unos bóers de mierda: despiadados, canallas y corruptos. Resumiendo, que matar la cabra sería una falta de respeto a una parte considerable de la humanidad, tanto a sus extremidades como a su espíritu. Además, añadía, ya sabes que no puedo comerme algo que haya matado. Yo no era más que lana de cabra en el inmenso tejido de esta gran ficción que llamamos vida; por lo que, obviamente, no sería capaz de una monstruosidad tal como matar a una pobre cabra. Imagina una gran reunión de alemanes sanguinarios gritando “Geist” a un niño pequeño judío aterrorizado. La exterminación masiva de criaturas de Dios que son tan inofensivas como estas cabras me parecía una deformación de lo que representaba de verdad la Navidad. ¿Qué representaba? ¿Qué representaba? Al fin y al cabo, nosotros somos africanos y toda esta tontería de la Navidad se reducía a una distracción sórdida. Después de todo, le decía, los blancos y los negros se desuellan los unos a los otros para echarse a la olla de Navidad, arrastrándose mutuamente por los talones hasta la cocina universal, donde se aliñan con guindilla y con mostaza y con pimienta negra y con patatas fritas. A continuación, todos se dan una palmadita en el estómago, sueltan un pequeño eructo y se rascan la barriga con la sensación de estar digiriendo lentamente la Libertad y la Navidad. Todo este asunto de expresar la alegría cristiana cortando el gaznate de cabras vilipendiadas me resultaba repugnante, por no mencionar la presunta domesticación de cabras en unos corrales que parecían campos de concentración , cuando no hay nada más majestuoso, valiente y fuerte que las verdaderas cabras montesas. Nada me parece más inhumano que comprar una cabra por unos cuantos chelines, amarrarla a una alambrada y luego dejar que los niños pequeños vean cómo la abren en canal. A esto había que sumar que yo no tenía nada de asesino. Quizás alguna vez había pisado sin darme cuenta un escarabajo que caminaba sin rumbo y por supuesto, asesiné a todos los malditos mosquitos que infestaban mi cuarto en la universidad, y también a aquella mosca gorda y asquerosa que me estaba volviendo tan loco que le di con una edición en tapa dura de las Obras completas de Shakespeare. Creía que sólo le había rozado sus ojos compuestos y la tiré a la papelera, donde el astuto insecto fingió tan bien estar muerto que acabó por morirse. Admito que la serpiente que se enroscaba en el manzano cuando mirabas con deseo la manzana más lustrosa seguramente no se merecía que mi escopeta la aterrorizara. Y cualquier niño lleno de granos que se respetara a sí mismo poseía un tirachinas para matar pájaros. Luchar es lo mismo: levantas el puño contra alguien y ya eres un asesino en potencia. No se es más hombre por eso. Todo eso de ser un hombre de verdad es lo que nos está volviendo majaras. Yo no me lo trago. Lo único diferente entre tú y yo es lo que tenemos entre las piernas. Así que si quieres carne de cabra, mátala tú. Si se supone que por cortarles las gargantas humanas a estas cabras humanas me convierto de golpe en un hombre de verdad, no veo por qué no puedes convertirte tú de repente en una mujer de verdad por cometer la misma atrocidad deplorable. ¿Cómo podrías volver a mirar a otra criatura viva a los ojos después de haberte hecho adulto gracias a cortarle la garganta a otro ser vivo? Mi mente es tan caótica porque cada escalón devora al que lo precede y ¿adónde nos conduce esta grandiosa escalera donde todo devora todo lo demás? ¿Quién quiere ser escalón y quién el último que todo lo devora? ¿Dios? Ya imagino que esa cabra habrá exterminado una gran cantidad de hierba encogida de miedo, que esa misma hierba se tragó la sal y el agua de la tierra, que la sal y el agua seguramente procedían de cadáveres hediondos enterrados y que los cadáveres se habrían alimentado de otra cosa… Pero bueno, ¡qué cojones! Por lo menos tenemos algo que nos hace no matar, mientras el resto del mundo se cubre de sangre. Mira, eres mi hermana, así que no me presiones y dame una oportunidad. No estamos en una banda de guerrilleros de la que no puedes desertar con vida. Ni en el ejército de Smith. Soy yo. Yo. Yo que no soy más que la lana de cabra que nadie puede ver. Me pone nervioso cómo me mira la cabra. Aunque es natural, ¿cómo mirarías a los que, en tu presencia, están debatiendo sin miramientos cómo acabar contigo, desollarte y condimentarte de tal modo que no serías ni un cadáver, sino un manjar que una hora después echarían por el culo y se perdería por el inodoro en unas cloacas laberínticas? Ya sé que no nos alimentamos de aire, ni de piedras, ni de fuego, aunque al menos podemos beber agua. El que nos creó tenía una mente retorcida. ¿Cómo te sentirías si alguien te arrancara la piel a tiras para luego ponerla a secar y hacerse un par de zapatos con ella? Lo que digo es que hay gente que herviría tus huesos para hacer fertilizante; y si tus huesos no tienen la calidad suficiente, vuelven a hervirlos para producir el pegamento que le dan a los críos para que peguen monigotes a una cronología que explica cómo ha evolucionado la humanidad desde el hombre de Neandertal hasta nuestros días, en que se supone que el hombre debe ver las cosas como una lente te mira a ti antes de que se cierre el objetivo. ¡Me niego a ver las cosas así! Te miran a ti como quieres que yo mire a esa cabra. Te miran a ti como si fueras una comida en potencia, digieren tus tripas, te peen y a eso lo llaman progreso. Me aterra pensar en cómo somos capaces de encerrar a tantos cerdos, vacas, gallinas, cabras y ovejas, cebarlos y apiñarlos en cámaras de gas para, una vez muertos, despojarlos de su carne y sus huesos y su cerebro y sus dientes de oro y sus anillos de boda y sus gafas. Despojarlos de todo y llamarlo ganadería intensiva, progreso moderno. Le ponemos cualquier nombre menos el que debía tener. No se creó el mundo para que nos sirviera de alimento. O, si así fue, que Dios ayude a la gente como yo. ¿Dios? Se celebra su Navidad y en 1915 y 1916, en el Frente Occidental, dejaron de dispararse los unos a los otros para echar un partido de fútbol, pero en cuanto se acabó su santo cumpleaños retomaron la carnicería. Uno de esos alemanes de mierda era un payaso que tenía un pez. Yo no quiero ser un pez en la farsa cósmica de nadie. La cabra tampoco quiere serlo. Y ese pobre arzobispo de Uganda tampoco querría ser un pez nadando en la cabeza de Amin. Y probablemente el pez preferiría que ni lo mencionara en todo esto.
 ¡Dios mío! Qué tarde es. ¿A qué hora es la cena? ¿Cómo que si quiero cenar tengo que matar la cabra? Claro que quiero cenar. Es la primera vez que he podido venir a casa después de siete años y ¿vas a negarme un modesto ágape? ¿La cabra? ¿Ella? Ella es mi modesto ágape, ¿verdad? Bueno, que Dios se apiade de mí… Yo… Vamos a dársela a los Makonis, que se mueren de hambre. Seguro que hoy todavía no se han llevado nada al estómago. ¡Eh! ¡Mira! Ha arrancado la soga. Mira cómo corre, como el mismo Pan, como un chivo expiatorio, como yo cuando era más pequeño. ¡Se ha abierto paso entre la gente! ¡Está en el bosque! ¡Que tengas suerte, Pan! No te enfades, Ruth, nos vamos a comer fuera. Ya he reservado mesa. En ese sitio tan elegante, Brett’s. Hemos quedado allí con mi mujer en… a ver qué hora es… cinco minutos. Tenéis mucho de lo que hablar después de siete años. Espero que no me multen por exceso de velocidad.
[…]

La piel negra qué enmascara

 Mi piel se ve a la legua entre toda esta gente. Cada vez que salgo, siento cómo se tensa, endureciéndose, torturándose a sí misma. Únicamente se relaja cuando estoy a la sombra, cuando estoy solo, cuando me despierto temprano por la mañana, cuando estoy haciendo algo mecánico y, por raro que parezca, cuando estoy enfadado. Pero es tímida y reservada cuando me siento a escribir.
 Es como un amigo silencioso: temperamental, enérgico, posesivo y, a veces, cruel.
 Una vez tuve un amigo así. Terminó cortándose las venas. Ahora está en un manicomio. Me he preguntado muchas veces por qué hizo lo que hizo, pero nunca he dado con una respuesta concluyente.
 Siempre se estaba aseando. Por lo menos se bañaba tres veces al día. Recurría a todo tipo de lociones y desodorantes para calmar lo que se había apoderado de él. De hecho, más que lavarse, se frotaba hasta hacerse sangre.
 Intentó también purgarse la lengua, mejorando su inglés y deshaciéndose de su acento. Resultaba tan doloroso escucharlo hablar como verlo intentar quitarse la negrura de la piel.
 Se hacía cosas en el pelo, cosas que Dios jamás se había planteado cuando le dio al hombre cabellos.
 Se compraba mucha ropa, tiendas enteras. En este caso, parecía que el hábito sí hacía al monje. Sus zapatos habrían otorgado ligereza y elegancia hasta a la pata de un elefante. Los animales que habían asesinado para hacer aquellos zapatos tenían que estar revolviéndose en su tumba diciendo “Genial, tío”.
 Pero no estaba satisfecho. Quería que cualquier otro africano en diez kilómetros a la redonda siguiera su ejemplo. Después de todo, un chimpancé puede aprender no sólo a beber té, sino a anunciarlo en televisión; pero ¿de qué sirve si todos los demás chimpancés creados por Dios siguen despiojándose y girando sobre sus colas mientras cotillean sobre plátanos y Cecil Rhodes?
 No obstante, un día tuvo el detalle de explicármelo de un modo más comedido. Íbamos a ir a la fiesta de Nochevieja del Ayuntamiento de Oxford.
Resultado de imagen de dambudzo marechera la casa del hambre -¿Nunca te cambias de vaqueros? –me preguntó.
 -Sólo tengo estos.
 -¿En qué te gastas el dinero, tío? ¿En beber?
 -Sí –dije rebuscándome en los bolsillos-. Alcohol, papel y tinta. Mis herramientas de trabajo.
 -Deberías cuidar más tu aspecto, ¿sabes? No somos monos.
 -Voy bien así.
 Tosí y precisamente porque sabía muy bien lo que significaba mi tos, se puso tenso esperando el golpe.
 -Si tienes dinero –dije sin titubeos- préstame un billete de cinco.
 Él tampoco dudó un segundo aquel día:
 -No pidas ni des prestado a nadie –sermoneó.
 Y, pensándolo mejor, añadió:
 -Tenemos la misma talla. Ponte este traje. Quédatelo si quieres. Y las cinco libras.
 Así se portaba conmigo. Se portó así hasta el día que se cortó las venas.
 Pero las apariencias engañan.
 La apariencia por sí sola, no importa lo cara que haya salido, son botas de montaña poco fiables cuando uno se aventura por las cuestas resbaladizas de la escalada social. Cada vez que abría la boca se ponía en ridículo. La lógica era su palabra fetiche, pero por desgracia ese tipo de cosas aburría rápidamente hasta a los más curtidos antropólogos que andaban a la caza de comportamientos típicos africanos. A mí me interesaba más la bebida que la compañía. Él, en cambio, que Dios lo ampare, dependía de la política para entablar amistad con alguien. Pero ¿a quién en su sano juicio le importa una mierda lo que pase en Rodesia? Era algo que no le entraba en la cabeza.
 Y, por el amor de Dios, cuando se ponía a bailar parecía un mono. Siempre asumía que si una chica aceptaba bailar con él implicaba que quería que la manoseara, pellizcara, besara y echara un polvo en la pista. Por eso, las chicas no tenían piedad con él. Dejaron de invitarlo a fiestas y le hicieron el vacío.
 No me interesaba el mismo tipo de chica que a él. Le gustaban estiradas, inteligentes y recatadas, y con la misma conversación desesperante:
 -¿En qué facultad estás?
 -… ¿Y tú?
 -…
 Pausa.
 -¿Cuál es tu especialidad?
 -…¿Y la tuya?
 -…
Pausa. Tos.
 -Soy de Zimbabue.
 -¿Eso qué es?
 -Rodesia.
 -Ah. Yo soy de Londres. Eh (con una visible falta de interés), Smith es un cabrón, ¿no?
 Y entonces arrancaba con entusiasmo:
 -De hecho, acabo de pronunciar un discurso ante la Sociedad de Estudios Africanos defendiendo la tesis de que Ian Smith bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla…
 -(Bostezando) Interesante. Muy interesante.
 -Smith bla, bla, bla, bla, bla, bla… (De pronto) ¿Te gustaría bailar?
 Sorprendida:
 -Bueno… yo… Sí, ¿por qué no?
Y así sucedía siempre. Sí, así sucedía siempre hasta que se cortó las venas.
Pero las apariencias engañan.
 Un vagabundo negro lo abordó una noche cuando nos dirigíamos a la fiesta de la Sociedad Literaria Universitaria. Fue como si lo hubiese tocado un leproso. Se apartó literalmente de un salto del hombre que, casualmente, yo había conocido una Nochebuena que nos sentamos en un banco del barrio de Carfax, en el centro de Oxford, y nos bebimos una botella de whisky.
 La repugnancia que sintió rozaba la apoplejía y no habló de otra cosa durante toda la fiesta:
 -¿Cómo puede un negro que ha venido a Inglaterra convertirse en vagabundo? Hay tanto que hacer. Sobre todo en el África meridional. Lo que me gustaría ver bla, bla, bla…
 -Tómate algo –sugerí.
 Aceptó mi sugerencia del mismo modo que Dios aceptaría algo de Satán.
 -Bebes demasiado, ¿sabes? –comentó suspirando.
 -A ti te vendría bien beber más –dije.
 El incidente del vagabundo debía de haberle impactado más de lo que yo suponía porque cuando volvimos a la residencia no podía dormir. Vino a mi cuarto con una botella de Burdeos que estuve encantado de compartir con él hasta la hora del desayuno, cuando dejó de hablar de los capullos negros insoportables. Dejó de hablar porque se quedó dormido en el sillón.
 Y así eran las cosas hasta que se cortó las venas.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Sajalín Editores, 2014, en traducción de María Remedios Fernández Ruiz , pp. 127-131 y 151-155. ISBN: 978-84-940627-7-3.]

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