II
«Un día de 1893, en París, Pierre Bonnard se
puso a espiar a una muchacha que se apeaba de un tranvía, atraído por su
fragilidad y su pálida hermosura, y la siguió hasta su lugar de trabajo, unas
pompas fúnebres, donde se pasaba el día cosiendo perlas a las coronas
funerarias. De este modo la muerte, al principio, colocó su crespón negro a las
vidas de ambos. Rápidamente trabó amistad con ella –supongo que, en la Belle
Époque, estas cosas se conseguían con desenvoltura y aplomo- y poco después
ella abandonó su trabajo, y todo lo demás, y se fue a vivir con él. Le dijo que
se llamaba Marthe de Méligny y que tenía dieciséis años. De hecho, aunque él no
descubriría hasta más de treinta años después, cuando por fin se decidió a casarse
con ella, su verdadero nombre era Maria Boursin y cuando se conocieron no tenía
dieciséis años, sino que, al igual que Bonnard, era ya una veinteañera.
Permanecieron juntos, en la riqueza y en la pobreza, o, mejor dicho, en la
pobreza y en la miseria, hasta que ella murió, casi cincuenta años más tarde.
Thadée Natanson, uno de los primeros mecenas de Bonnard, en una semblanza del
pintor recordaba con pinceladas rápidas e impresionistas a la élfica Marthe y
hablaba de su absurda cara de pájaro,
sus movimientos de puntillas. Era una
mujer reservada, celosa, brutalmente posesiva, que padecía de manera
persecutoria, y era una apasionada hipocondríaca. En 1927, Bonnard compró una
casa, le Bosquet, en la vulgar población de Le Cannet, en la Côte d’Azur, donde
vivió con Marthe, unido a ella en un aislamiento intermitentemente tormentoso,
hasta la muerte de ella quince años después. En Le Bosquet, Marthe adquirió el
hábito de pasar largas horas en el baño, y fue en el baño donde Bonnard la
pintó, una y otra vez, continuando la serie incluso después de la muerte de
ella. Las Baignoires son la exitosa culminación de su obra. […]
Ella también, mi Anna, cuando se puso enferma
cogió la costumbre de darse largos baños por la tarde. La calmaban, decía. A lo
largo del otoño y el invierno de su lenta agonía, de doce meses nos encerramos
en nuestra casa junto al mar, igual que Bonnard y su Marthe en Le Bosquet. […]
Estaba pensando en Anna. Me obligué a pensar
en ella, lo hago como ejercicio. Ella se aloja en mi interior como un cuchillo,
y sin embargo empiezo a olvidarla. La imagen que tengo de ella en mi mente es
ya deshilachada, se les están cayendo trozos del pigmento, del pan de oro.
¿Algún día estará el lienzo vacío? He llegado a comprender lo poco que la
conocía, es decir, qué superficialmente la conocía, qué mal. No es que me culpe
por ello. Aunque quizá debería. ¿Fui demasiado perezoso, demasiado desatento,
estuve demasiado pendiente de mí? Sí, todas estas cosas, y no obstante no me
parece que sea una cuestión de culpa, este olvido, este no haber conocido. Me
imagino más bien que esperaba demasiado de ese conocer. Me conozco tan poco,
¿cómo iba a conocer a otro?
Pero, esperad, no, no es eso. Estoy siendo
falso… para variar, eso dices tú, sí, sí. La verdad es que no deseábamos
conocernos el uno al otro. Más aún, lo que deseábamos era exactamente eso, no
conocernos. Ya he dicho en otra parte –ahora no tengo tiempo para ir a mirar
dónde, atrapado como estoy de repente en las redes de este pensamiento- que lo
que encontré en Anna desde el principio fue una manera de realizar la fantasía
de mí mismo. No sabía qué quería decir exactamente cuando lo dije, pero ahora
que pienso un poco en ello de repente lo comprendo. O lo sé. Dejadme que
intente desentrañarlo, tengo mucho tiempo, estas tardes de domingo son
interminables.
Desde el principio quise ser otra persona. El
mandato nosce te ipsum* poseyó un
regusto a ceniza en mi lengua desde la primera vez que un profesor me obligó a
repetirlo después de él. Yo me conocía, demasiado bien, y no me gustaba lo que
conocía. De nuevo, debo puntualizar. No es que lo que yo era me desagradara, me
refiero al yo singular y esencial –aunque admito que incluso la idea de un ser
esencial y singular es problemática-, sino ese amasijo de afectos,
inclinaciones, ideas recibidas, tics de clase, que mi nacimiento y mi educación
me habían otorgado como remedo de personalidad. Remedo, sí. Yo nunca tuve
personalidad, no tal como la suelen tener los demás, o como creen que la
tienen. Siempre fui un nadie inconfundible cuya mayor ansia fue ser un alguien
vulgar. Sé lo que quiero decir. Anna, lo comprendí enseguida, sería el medio
para transmutarme. Era el espejo de parque de atracciones en el que todas mis
deformidades se tornarían normalidad. “¿Por qué no eres tú mismo?”, me decía en
nuestros primeros días juntos –eres,
fijaos, no te conoces-,
compadeciéndose de mis torpes intentos de comprender el gran mundo. ¡Sé tú mismo! Con lo que quería decir,
claro Sé alguien que te guste. Ése
fue el pacto que hicimos, que nos aliviaríamos mutuamente la carga de ser quien
todo el mundo nos decía que éramos. O al menos ella me alivió de esa carga, y
yo, ¿qué hice por ella? Quizá no debería incluirla en esa pulsión de no querer
saber, quizá era sólo yo el que deseaba la ignorancia.
De todos modos, la cuestión con que me he
quedado es precisamente la cuestión de conocer. ¿Quiénes éramos, sino nosotros?
Muy bien, dejemos a Anna fuera de esto. ¿Quién era yo, sino yo? Los filósofos
nos dicen que los demás nos definen y nos hacen ser lo que somos. Una rosa, ¿es
roja en la oscuridad? En un bosque de un lejano planeta donde no hay oídos que
oigan, ¿hace ruido un árbol al caer? Pregunto: ¿quién iba a conocerme, sino
Anna? ¿Quién iba a conocer a Anna, sino yo? Preguntas absurdas. Fuimos felices
juntos, o no fuimos infelices, que es más de lo que la mayoría de la gente
consigue; ¿es que eso no es suficiente? Hubo tensiones, hubo momentos
difíciles, cómo no iba a haberlos en una unión como la nuestra, si es que
existe alguna que se le parezca. Los gritos, los chillidos, los platos que
volaban, algún sopapo, algún puñetazo, todo eso lo vivimos. Estuvo Serge y los
de su calaña, por no hablar de mis Sergias, por no hablar de ellas. Pero
incluso en mitad de nuestras riñas más feroces, sólo éramos violentos en broma,
como Chloe y Myles en sus combates de lucha. Nuestras peleas acababan a
carcajadas, amargas carcajadas, pero carcajadas de todos modos, frustrados e
incluso un poco avergonzados, avergonzados no de nuestra ferocidad, sino por carecer
de ella. Nos peleábamos para sentir, para sentirnos reales, siendo unas
criaturas que se habían hecho a sí mismas. O al menos siéndolo yo.
¿Podíamos, podía yo, haber actuado de otro
modo? ¿Podía haber vivido de otro modo? Infructuosos interrogantes.
Naturalmente que podía, pero no lo hice y ahí reside el absurdo de incluso
preguntarlo. De todos modos, ¿dónde están los parangones de la autenticidad con
que se pueda comparar mi yo inventado? En esos últimos cuadros que Bonnard
pintó en el cuarto de baño, en los que retrató a la septuagenaria Marthe, nos
la muestra como la adolescente que él creía que era cuando la conoció. ¿Por qué
me exijo a mí más veracidad en mi visión que a un gran y trágico artista?
Hicimos lo que pudimos, Anna y yo. Nos perdonamos el uno al otro por todo lo
que no éramos. ¿Qué más podía esperarse, en este valle de lágrimas y tormentos?
No pongas esa cara de preocupación,
dijo Anna, yo también te odié, un poco,
éramos seres humanos, después de todo. No obstante, a pesar de todo eso, no
puedo desembarazarme de la convicción de que me perdí algo, de que nos perdimos
algo, sólo que no sé qué pudo ser.
He perdido el hilo. Todo se me confunde. ¿Por
qué me torturo con estos equívocos insolubles, no he tenido ya bastante
casuística? Déjate en paz, Max, déjate en paz.»
*Conócete a ti mismo. [N. del T.]
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2006, en
traducción de Damián Alou, pp. 130-131 y 180-183. ISBN: 84-339-7107-7.]
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