«Me ordenáis, señora, que escriba
la historia de mi vida; ni pensarlo, pues no veríais en mi relato ni ciudades
tomadas al asalto ni batallas victoriosas. La política no brillaría más que la
guerra. Bagatelas, pequeños placeres, niñerías: no esperéis otra cosa. Un
natural feliz, tiernas inclinaciones, nada negro en el espíritu, alegría por
doquier, necesidad de gustar, pasiones vivas: virtudes en el bello sexo,
defectos en un hombre. Si vos os sentirías avergonzada de leer, ¿cómo debería
sentirme yo al escribir? Podría excusarme en una mala educación, pero no se me
disculparía. Mas, sin duda se trata de argumentos inútiles. Vos ordenáis, yo
obedezco. Pero aceptar que os obedezca por partes; escribiré algún acto de mi
comedia sin ninguna relación con el resto; por ejemplo, me apetece contaros las
grandes y memorables aventuras del barrio de Saint-Marceau.
Es extraño que sea imposible deshacerse de una
costumbre de la infancia: mi madre me acostumbró a llevar vestidos femeninos desde
mi nacimiento y continué llevándolos en mi juventud; hice teatro durante cinco
meses como muchacha en una gran ciudad sin que nadie se diera cuenta del
engaño; tenía pretendientes a los que concedía pequeños favores, pero era muy
reservado con ellos en cuanto a los grandes; todos se hacían lenguas de mi
recato.
Disfrutaba del mayor placer que se puede
gustar en este vida; el juego, que siempre me ha perseguido, me curó de esas
bagatelas durante algunos años, pero cada vez que me arruiné y quise dejar el
juego, recaí en mi antigua debilidad y volví a convertirme en mujer. Con este
propósito compré una casa en el barrio de Saint-Marceau, en medio de la
burguesía y el pueblo, para poder vestirme a mi antojo entre personas que no
criticarían lo que yo hiciera. Empecé por volverme a agujerear las orejas, pues
los antiguos orificios se habían cerrado, me puse corsés bordados y batas
dorada sy negras con adornos de raso blanco, un cinturón convexo y un gran moño
de cintas detrás para marcar el talle, una larga cola que me arrastraba, una
peluca muy empolvada, pendientes, lunares postizos, una cofia y una fontange. Al principio sólo llevaba una
bata negra cerrada por delante con una abotonadura que llegaba hasta abajo y
una cola de medio metro que me llevaba un lacayo, una peluca pequeña y poco
empolvada, pendientes muy sencillos y dos grandes emplastos de terciopelo en
las sienes. Vestido así fui a visitar al cura de Saint-Médard, que elogió mucho
mi atuendo y me dijo que tenía más encanto que muchos curas, con sus casacas y
sus capitas que no inspiraban ningún respeto; pues ése era poco más o menos el
hábito de muchos curas de París. Fui también a ver a los sacristanes de la
parroquia, que me habían alquilado un banco frente al púlpito del predicador, y
después hice todas las visitas de mi barrio, a la marquesa de Usson, a la de
Ménieres y a todas mis demás vecinas. No me puse otro vestido durante un mes y
no falté ningún domingo a misa mayor ni al sermón del señor cura, lo que lo
complació mucho. Iba también una vez por semana, con el señor vicario y el
señor Garnier, a quien había escogido como confesor, a visitar a los pobres
vergonzantes y a hacerles alguna caridad; pero, al cabo de un mes, me
desabroché tres o cuatro botones del escote para dejar entrever un corpiño de
moaré plateado que llevaba debajo. Me puse unos pendientes de diamantes que le
había comprado cinco o seis años antes al joyero Lambert, mi peluca se hizo más
larga y empolvada y cortada de manera que dejaba ver por completo los
pendientes, y me puse tres o cuatro lunares pequeños alrededor de la boca y en
la frente. Estuve aún un mes sin arreglarme más a fin de que todo el mundo se
fuese acostumbrando insensiblemente y creyese verme siempre igual, lo que así
ocurrió. Cuando vi que mi plan tenía éxito, me desabroché cinco o seis botones
del bajo del vestido para dejar que se viese una falda de raso negro con
lunares, cuya cola tenía la misma longitud que la del vestido; llevaba además
debajo una enagua de damasco blanco, que sólo se veía cuando me llevaban la
cola. Ya no me ponía calzones, pues me parecía que hacía más mujer y no tenía
frío porque era verano. Llevaba una corbata de muselina cuyas borlas caían
sobre un gran lazo de cinta negra sujeto a la parte superior del vestido, lo
que no impedía que se me vieran los hombros, que conservaba muy blancos gracias
al gran cuidado que tuve toda la vida. Todas las noches me lavaba el cuello y
el escote con agua de ternera y pomada de pies de carnero, que conservaban la
piel blanca: así acostumbré poco a poco a la gente a verme arreglado. Estaba
dando una cena a la señora de Usson y otras cinco o seis vecinas, cuando vino
el señor cura a visitarme a las siete de la tarde; le rogamos que cenase con
nosotras; era un buen hombre y se quedó.
Me hizo girar y girar ante el señor cura,
diciéndole:
-¿No tenemos aquí a una hermosa dama?
-Es verdad –contestó él-: pero, ¿no se trata
de un disfraz?
-No señor –le dije yo-, no, de hoy en adelante
voy a vestir siempre así. Sólo llevo vestidos negros forrados de blanco o
blancos forrados de negro, por lo que no puede reprochárseme nada. Estas
señoras me aconsejan, como veis, esta forma de vestir y me aseguran que no me
sienta mal. Además, os diré que, cenando hace dos días en casa de la marquesa
de Noailles, llegó su señor cuñado de visita y elogió mucho mi vestimenta, y
delante de todo el mundo me llamaba “señora”.
-¡Ah! –exclamó el señor cura-. Me rindo ante
semejante autoridad y reconozco, señora, que estáis muy bien.
Anunciaron que la cena estaba servida;
permanecimos a la mesa hasta las once y mis criados acompañaron luego a su casa
al señor cura. Desde entonces lo visitaba y no tuve reparos en ir a todas
partes en bata y todo el mundo se acostumbró.
He buscado saber de dónde me
viene un placer tan extravagante. Helo aquí: lo propio de Dios es ser amado,
adorado; el hombre ambiciona lo mismo tanto como su debilidad se lo permite;
pero, como la belleza es lo que hace nacer el amor y ella es ordinariamente
privilegio de las mujeres, cuando sucede que los hombres tienen o creen tener
algunos rasgos de belleza capaces de provocar amor, intentan aumentarlos con
adornos femeninos, que son muy favorecedores. Sienten ellos entonces el
inexpresable placer de ser amados. Yo he sentido más de una vez lo que digo por
dulce experiencia, y cuando, hallándome en bailes o teatros ataviado con
hermosos vestidos, diamantes y lunares, he escuchado decir en voz baja a mi
alrededor “¡Mira qué persona más hermosa!” he gustado de un placer que no se
puede comparar con nada, tan intenso es. Ni la ambición, ni la riqueza y ni
siquiera el amor, lo igualan, porque nos amamos más a nosotros mismos de lo que
amamos a los demás.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones
Laertes, 1999, en traducción de Marina Pino, pp. 23-27. ISBN: 84-7584-396-4.]
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