sábado, 3 de julio de 2021

Memorias.- François Timoléon, abate de Choisy (1644-1724)


Resultado de imagen de abate de choisy «Me ordenáis, señora, que escriba la historia de mi vida; ni pensarlo, pues no veríais en mi relato ni ciudades tomadas al asalto ni batallas victoriosas. La política no brillaría más que la guerra. Bagatelas, pequeños placeres, niñerías: no esperéis otra cosa. Un natural feliz, tiernas inclinaciones, nada negro en el espíritu, alegría por doquier, necesidad de gustar, pasiones vivas: virtudes en el bello sexo, defectos en un hombre. Si vos os sentirías avergonzada de leer, ¿cómo debería sentirme yo al escribir? Podría excusarme en una mala educación, pero no se me disculparía. Mas, sin duda se trata de argumentos inútiles. Vos ordenáis, yo obedezco. Pero aceptar que os obedezca por partes; escribiré algún acto de mi comedia sin ninguna relación con el resto; por ejemplo, me apetece contaros las grandes y memorables aventuras del barrio de Saint-Marceau.
 Es extraño que sea imposible deshacerse de una costumbre de la infancia: mi madre me acostumbró a llevar vestidos femeninos desde mi nacimiento y continué llevándolos en mi juventud; hice teatro durante cinco meses como muchacha en una gran ciudad sin que nadie se diera cuenta del engaño; tenía pretendientes a los que concedía pequeños favores, pero era muy reservado con ellos en cuanto a los grandes; todos se hacían lenguas de mi recato.
 Disfrutaba del mayor placer que se puede gustar en este vida; el juego, que siempre me ha perseguido, me curó de esas bagatelas durante algunos años, pero cada vez que me arruiné y quise dejar el juego, recaí en mi antigua debilidad y volví a convertirme en mujer. Con este propósito compré una casa en el barrio de Saint-Marceau, en medio de la burguesía y el pueblo, para poder vestirme a mi antojo entre personas que no criticarían lo que yo hiciera. Empecé por volverme a agujerear las orejas, pues los antiguos orificios se habían cerrado, me puse corsés bordados y batas dorada sy negras con adornos de raso blanco, un cinturón convexo y un gran moño de cintas detrás para marcar el talle, una larga cola que me arrastraba, una peluca muy empolvada, pendientes, lunares postizos, una cofia y una fontange. Al principio sólo llevaba una bata negra cerrada por delante con una abotonadura que llegaba hasta abajo y una cola de medio metro que me llevaba un lacayo, una peluca pequeña y poco empolvada, pendientes muy sencillos y dos grandes emplastos de terciopelo en las sienes. Vestido así fui a visitar al cura de Saint-Médard, que elogió mucho mi atuendo y me dijo que tenía más encanto que muchos curas, con sus casacas y sus capitas que no inspiraban ningún respeto; pues ése era poco más o menos el hábito de muchos curas de París. Fui también a ver a los sacristanes de la parroquia, que me habían alquilado un banco frente al púlpito del predicador, y después hice todas las visitas de mi barrio, a la marquesa de Usson, a la de Ménieres y a todas mis demás vecinas. No me puse otro vestido durante un mes y no falté ningún domingo a misa mayor ni al sermón del señor cura, lo que lo complació mucho. Iba también una vez por semana, con el señor vicario y el señor Garnier, a quien había escogido como confesor, a visitar a los pobres vergonzantes y a hacerles alguna caridad; pero, al cabo de un mes, me desabroché tres o cuatro botones del escote para dejar entrever un corpiño de moaré plateado que llevaba debajo. Me puse unos pendientes de diamantes que le había comprado cinco o seis años antes al joyero Lambert, mi peluca se hizo más larga y empolvada y cortada de manera que dejaba ver por completo los pendientes, y me puse tres o cuatro lunares pequeños alrededor de la boca y en la frente. Estuve aún un mes sin arreglarme más a fin de que todo el mundo se fuese acostumbrando insensiblemente y creyese verme siempre igual, lo que así ocurrió. Cuando vi que mi plan tenía éxito, me desabroché cinco o seis botones del bajo del vestido para dejar que se viese una falda de raso negro con lunares, cuya cola tenía la misma longitud que la del vestido; llevaba además debajo una enagua de damasco blanco, que sólo se veía cuando me llevaban la cola. Ya no me ponía calzones, pues me parecía que hacía más mujer y no tenía frío porque era verano. Llevaba una corbata de muselina cuyas borlas caían sobre un gran lazo de cinta negra sujeto a la parte superior del vestido, lo que no impedía que se me vieran los hombros, que conservaba muy blancos gracias al gran cuidado que tuve toda la vida. Todas las noches me lavaba el cuello y el escote con agua de ternera y pomada de pies de carnero, que conservaban la piel blanca: así acostumbré poco a poco a la gente a verme arreglado. Estaba dando una cena a la señora de Usson y otras cinco o seis vecinas, cuando vino el señor cura a visitarme a las siete de la tarde; le rogamos que cenase con nosotras; era un buen hombre y se quedó.
Resultado de imagen de abate de choisy -Desde ahora –me dijo la señora de Usson- os llamaré señora.
 Me hizo girar y girar ante el señor cura, diciéndole:
 -¿No tenemos aquí a una hermosa dama?
 -Es verdad –contestó él-: pero, ¿no se trata de un disfraz?
 -No señor –le dije yo-, no, de hoy en adelante voy a vestir siempre así. Sólo llevo vestidos negros forrados de blanco o blancos forrados de negro, por lo que no puede reprochárseme nada. Estas señoras me aconsejan, como veis, esta forma de vestir y me aseguran que no me sienta mal. Además, os diré que, cenando hace dos días en casa de la marquesa de Noailles, llegó su señor cuñado de visita y elogió mucho mi vestimenta, y delante de todo el mundo me llamaba “señora”.
 -¡Ah! –exclamó el señor cura-. Me rindo ante semejante autoridad y reconozco, señora, que estáis muy bien.
 Anunciaron que la cena estaba servida; permanecimos a la mesa hasta las once y mis criados acompañaron luego a su casa al señor cura. Desde entonces lo visitaba y no tuve reparos en ir a todas partes en bata y todo el mundo se acostumbró.

 He buscado saber de dónde me viene un placer tan extravagante. Helo aquí: lo propio de Dios es ser amado, adorado; el hombre ambiciona lo mismo tanto como su debilidad se lo permite; pero, como la belleza es lo que hace nacer el amor y ella es ordinariamente privilegio de las mujeres, cuando sucede que los hombres tienen o creen tener algunos rasgos de belleza capaces de provocar amor, intentan aumentarlos con adornos femeninos, que son muy favorecedores. Sienten ellos entonces el inexpresable placer de ser amados. Yo he sentido más de una vez lo que digo por dulce experiencia, y cuando, hallándome en bailes o teatros ataviado con hermosos vestidos, diamantes y lunares, he escuchado decir en voz baja a mi alrededor “¡Mira qué persona más hermosa!” he gustado de un placer que no se puede comparar con nada, tan intenso es. Ni la ambición, ni la riqueza y ni siquiera el amor, lo igualan, porque nos amamos más a nosotros mismos de lo que amamos a los demás.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Laertes, 1999, en traducción de Marina Pino, pp. 23-27. ISBN: 84-7584-396-4.]    
      

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