viernes, 16 de julio de 2021

La nave de los muertos.- Bruno Traven [Otto Feige] (1882-1969)


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Libro segundo

38

 «Una vez más, Stanislav  tuvo que servirse de sus habilidades como pícaro para no pasar hambre. No había otro remedio. Tampoco era culpa suya. No había ni pizca de trabajo. Todo el mundo chupaba del subsidio de desempleo, pero él ni siquiera lo intentó. Prefería ser un golfo, pero un golfo que no engaña a nadie.
 -Es deprimente verse rodeado de parados y pasar la mitad del día haciendo cola para que te den unos cuantos peniques, te citen para el día siguiente y tengas que acudir corriendo. Para eso prefiero pasar la noche en la calle y estar atento por si a alguien le pica la cartera –dijo Stanislav-. No sería culpa mía. Si me hubieran dado una cartilla la primera vez que la pedí, ya habría encontrado un barco y me habría largado hace mucho.
 En la Jefatura Superior de Policía me preguntaron:
 -¿Nació usted en Posen?
 -Sí.
 -¿Partida de nacimiento?
 -Aquí está el recibo de la carta certificada que mandé para reclamarla. Aún no me la han enviado.
 -Bueno, con el certificado del inspector de su distrito será suficiente. Es una simple cuestión de ciudadanía. ¿Ha optado usted por la nacionalidad alemana?
 -¿Qué si he hecho qué?
 -Que si ha optado usted por la nacionalidad alemana. Mire, cuando tuvimos que renunciar a nuestra soberanía sobre las provincias polacas, se le requirió para que compareciera ante las autoridades alemanas competentes y manifestase si quería conservar su nacionalidad. ¿Lo recuerda? ¿Lo hizo?
 -Pues no –dijo Stanislav-. No lo hice. Ni siquiera sabía que hubiera que hacerlo. Creí que si era alemán y no decidía variar mi situación, seguiría siéndolo. De hecho estuve en la Armada y luché en Skagerrak.
 -En aquel momento era usted alemán, porque la provincia de Posen aún pertenecía a Alemania. ¿Dónde estaba usted cuando tuvo que confirmar la nacionalidad?
 -De viaje. En alta mar.
 -Entonces tendría que haber acudido a un consulado alemán para notificarles que deseaba conservar la nacionalidad alemana.
 -Pues ya ve usted que no me enteré –dijo Stanislav-. Cuando uno está en alta mar trabajando duro, no le queda tiempo para pensar en tonterías.
 -¿Y su capitán no le dijo nada?
 -Viajaba a bordo de un barco danés.
 El funcionario reflexionó un momento y luego dijo:
 -Entonces nos quedan pocas opciones. ¿Tiene usted fortuna? ¿Tierras o una casa en propiedad?
 -No, soy un simple marinero.
 -Pues, si es así, como ya le he dicho, nos quedan muy pocas opciones. Se le han pasado todos los plazos, incluso el plazo extraordinario para subsanar errores y omisiones. Además, en su caso no puede alegar que se encontrara en una situación excepcional y que, por causa de fuerza mayor, le fuera imposible cumplir con el trámite administrativo para el que se le había requerido. No había naufragado ni se hallaba en un país alejado de las rutas marítimas regulares. Podía haberse dirigido a cualquier consulado alemán o al de otro país que nos representara. El proceso del que le hablo se dio a conocer en todo el mundo; lo anunciamos en repetidas ocasiones.
 -Nosotros no teníamos tiempo de leer los periódicos y, además, los que nos llegaban no eran alemanes. Por otra parte, si hubiéramos conseguido hacernos con alguno, nadie nos garantiza que nos hubiéramos enterado, porque estoy seguro de que los anuncios no aparecían publicados en todos los números.
 -No puedo hacer nada por usted, Kolovski. Y créame que lo lamento. La verdad es que me gustaría ayudarle. Pero no tengo la autoridad necesaria. Podría dirigirse al Ministerio, aunque le llevaría tiempo y dudo que tuviera éxito. Los polacos se han cerrado en banda y no colaboran con nosotros. ¿Por qué habríamos de hacerles a ellos algún favor? Tal vez lleguen al extremo de deportar a todos aquellos ciudadanos que viven en Polonia y optaron por la nacionalidad alemana. Si eso ocurre, nosotros haríamos lo mismo. ¡Faltaría más!
 El pobre Stanislav estaba harto. Allá donde fuera, en lugar de ayudarle, se ponían a hablar de política. Cuando un funcionario no tiene intención de ayudarte, te dice cuánto le gustaría hacerlo y cuánto lamenta no tener la autoridad necesaria. Eso sí, como se te ocurra levantarle la voz o ponerle mala cara, acabarás en prisión por desacato y ofensas a la autoridad. De repente, el funcionario se ha convertido en el propio Estado y dispone de plenos poderes para ejercer su autoridad; su hermano dicta sentencia y su otro hermano te encierra en una celda o te sacude con una porra en la cabeza. ¿De qué sirve el Estado si no puede ayudarte cuando estás en un apuro?
 -Sólo puedo darte un  consejo, Koslovski –dijo el funcionario, mientras arrimaba su silla-. Vaya al consulado polaco. No podemos negar la realidad, ahora Posen pertenece a Polonia. El cónsul tendrá que expedirle un pasaporte. Cuando lo tenga, pásese de nuevo por aquí. Haremos una excepción y le facilitaremos una cartilla de marinero alemana, considerando que está empadronado en nuestra ciudad y que ya vivió antes durante una temporada.
 Al día siguiente, Stanislav fue a ver al cónsul polaco.
Resultado de imagen de b traven la nave de los muertos -¿Nació usted en Polonia?
 -Sí. Mis padres aún viven allí.
 -Cuando se produjo la cesión de la soberanía a las nuevas provincias polacas, ¿vivía usted en Posen o en alguno de los territorios que tuvieron que ser cedidos por Alemania, Rusia o Austria?
 -No. Me encontraba en un buque que navegaba por alta mar.
 -Todavía no le he preguntado lo que hacía ni adónde iba.
 Yo había ido siguiendo con mucha atención el relato de Stanislav, pero en ese momento le interrumpí para decirle lo que pensaba de todo aquello:
 -Stanislav, tenías que haberle mandado a paseo.
 -Lo sé, Pippip, pero primero tenía que conseguir el pasaporte; luego, una hora antes de que mi barco zarpara, habría vuelto a verle y le habría sacudido un buen puñetazo en la nariz.
 Stanislav siguió con el relato del interrogatorio:
 -¿Se dirigió usted a las autoridades polacas competentes y les manifestó su deseo de adoptar la nacionalidad polaca dentro del plazo prescrito?
 -Ya le he dicho que en los últimos años no he estado ni en Posen ni en Prusia occidental.
 -Le he hecho una pregunta muy clara y usted no la ha respondido. ¿Sí o no?
 -No.
 -¿Se dirigió usted a cualquiera de los consulados polacos en el extranjero facultados expresamente para tramitar expedientes de ciudadanía y manifestó su deseo de adoptar la nacionalidad polaca?
 -No.
 -Entonces, ¿a qué viene usted aquí? Usted es alemán. Entiéndase usted con las autoridades alemanas y deje de molestar de una vez.
 Mientras Stanislav me contaba esto, no se le veía enfadado, sino muy triste, supongo que por no haber podido expresarle su opinión al cónsul, como lo hubiera hecho un marinero, aunque, como me había dicho, tenía sus motivos. Intenté consolarlo:
 -¡Hay que ver cómo se las gastan en los nuevos Estados! ¡Qué descaro! Y espera, porque aún llegarán más lejos. Ahí tienes a Estados Unidos. Cuenta con un aparato burocrático extraordinario, pero aún no está contento y eso que puede dar sopas con hondas al funcionario prusiano más estricto. ¡Qué estrechez de miras, qué mentalidad más enmohecida y trasnochada, qué inmovilismo! Vete a Alemania, a Polonia, a Inglaterra o a Estados Unidos, invita a tu novia a tomar un vino tinto y una compota de manzana con canela y clavo y deja la cuenta sin pagar, ya verás lo que te ocurre. Se te caerá el pelo. El Estado no se puede permitir el lujo de perder a un solo hombre. Sin embargo, una vez que te has convertido en adulto, nadie da ni un centavo por ti. Si no tienes fortuna, ni tierras, ni una casa en propiedad no les sirves. Los Estados se gastan millones de dólares en dar conferencias, en hacer películas y en publicar libros para que los jóvenes vayan por el sendero recto y no acaben en la legión extranjera. Eso sí, cuando llega un joven que no tiene pasaporte le dan una patada en el trasero. Ése no importa que se aliste en la legión extranjera o, algo mucho peor, que se enrole en la nave de los muertos. El pueblo que dé un paso al frente, suprima los pasaportes y recupere el modelo de Estado que existía antes de la Gran Guerra, la de 1914, la que se libró para garantizar la libertad, el primero que se dé cuenta de que aquel sistema no hacía daño a nadie y facilitaba la vida a todos, el pueblo que se decida a actuar, devolverá la vida a los infelices que no han encontrado más refugio que la nave de los muertos y les estropeará la fiesta a los dueños del buque.
 -Es posible –dijo Stanislav-. Pero, tal y como están hoy las cosas, del Yorikke no sale nadie. La única posibilidad de escapar es que se hunda y no te hundas con él. Aunque, en ese caso, nadie te garantiza que no aterrices en otro barco igual. No sería tan difícil.
 Después de su entrevista con el cónsul, Stanislav se dirigió una vez más a la Jefatura Superior de Policía, en concreto, al departamento de ciudadanía.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, 2009, en traducción de Roberto Bravo de la Varga, pp. 253-258. ISBN: 978-84-92649-22-8.]

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