domingo, 4 de julio de 2021

Todos los colores del sol y de la noche.- Lenka Reinerová (1916-2008)


Resultado de imagen de lenka reinerova «A la celda. Cuántas cartas y notas clandestinas han tratado, sólo en el recién terminado siglo, de explicar “a los de fuera” qué significa tener que vivir en una celda. Como un objeto que está en manos de la voluntad ajena. Cuántos libros se han escrito ya al respecto, cuántas películas se han rodado. Y, sin embargo, hasta la fecha ningún médico ha sido capaz de registrar con sus aparatos las contracciones de un corazón humano que lo que anhela es la libertad. No hay matemático que conozca el número de sueños de un ser humano cautivo. Y nadie ha logrado todavía comprender cabalmente el dolor que causan la injusticia y la difamación.
 Incluso muchos años después, he pasado más de una noche en vela en la seguridad familiar de mi habitación, en la oscuridad serena y relajante que pendía del techo. Todo a mi alrededor era apacible y bueno. Tras las ventanas, la noche susurraba en la copa de un árbol viejo; por las calles soplaba el cálido aliento de la cercanía humana y yo no podía dormir porque una y otra vez me angustiaba la misma pregunta. Unos me la hacían con indiferencia, otros con esperanza y algunos incluso con maldad: “Después de todo lo ocurrido, ¿puedes continuar por el mismo camino que hasta ahora?” Y a mí me cuesta horrores exponer en términos claros con cuánta intensidad pensé en ello cuando estaba en la maldita celda: ¿escoger otro camino? ¿Uno que parezca más transitable y que me conduzca a una meta distinta y por la que, hasta la fecha, nunca me pareció que mereciera la pena luchar? ¿Puedo perseverar, pese a todos los abismos que entretanto se han abierto, en el camino que he seguido hasta el día de hoy? ¿Dónde se me presentará un nuevo camino en cuyas metas e ideales pueda creer? En algún lugar tiene que existir.
 Estas cavilaciones en la celda individual y espartana eran una ocupación agotadora, tal vez fueran demasiado para alguien completamente dejado de la mano de Dios. La mayor de las veces culminaban en una desesperación amarga, y sólo muy de tarde en tarde en el inesperado destello de un alivio, como ocurre cuando aprendemos una lección crucial: ahora lo sé. Y soy capaz. Finalmente he comprendido los errores y puedo tratar de volver a caminar con grandes pasos. Tengo que hacerlo.
 Tras horas como éstas se me cerraban los ojos de puro agotamiento. Y entonces veía los colores del sol. En la desconsoladora celda y también más adelante, ya una vez en casa.

 Cada vez que me llevaban de vuelta de los interrogatorios, pasaba horas, días y noches sola entre las cuatro paredes sin pintar que me habían asignado. Totalmente a solas, sin una persona a mi lado, sin siquiera un objeto. Era una perversidad, no me cabía en la cabeza. Como no tenía arreglo, decidí al menos defenderme. ¿Cómo? Eso estaba por resolver, pero había que defenderse a toda costa, porque allí todo estaba concebido para desmoralizar a los reclusos. Por eso había que estar alerta cuando se abría la puerta de la celda, por eso había que solicitar cada vez los utensilios de higiene más básicos, por eso la obligaban a una a dejar por la mañana sobre las mantas en las que dormía de noche el trapo con el que se fregaban el suelo y el retrete, por eso cada vez que inspeccionaban las celdas los hombres pisoteaban las mantas con las botas.
 Probablemente hubiera sido más razonable evitar los encontronazos absurdos, pero por desgracia no fui capaz. No dejaba el trapo sucio entre las mantas sin ventilar y a los insultos y groserías contestaba sin pensar con lengua afilada. Así me defendía, a la desesperada, aunque fuera completamente inútil. Cuando no quisieron cambiarme le jergón, cuyo relleno hacía tiempo que se había convertido en polvo, exigí hablar con el director de la cárcel. Y acudió. Era un tipo grueso, rechoncho, de manos fuertes y rostro inexpresivo. Entró en la celda sin mediar palabra, tocó con sus fuertes manos una esquina del jergón, como si no supiera que en cualquier otro sitio estaba deshecho, y murmuró:
 -La reclamación de la número 2.814 no procede.
Y se fue por donde había venido.
 Aparté la cabeza para que no pudiera ver mi cara de contrariedad.
 Todo aquello formaba parte de un sistema perfectamente definido que, sin embargo, cometía errores muchísimo más graves. Cada día que pasaba lo tenía más difícil con mi señor instructor. Sin duda él también conmigo. Era incapaz de comprender muchas de las cosas que quería que “aclaráramos”, lo cual lo ponía furioso. Lo peor sucedía cuando, tras haber acabado el interrogatorio, no podía notificar que había “descubierto” esto o “probado” lo otro y, sobre todo, que había “constatado” la culpabilidad de la acusada en otro delito. Por ejemplo, el de haber sobrevivido a un mal hasta entonces nunca visto.
 -Eso sí es interesante. Afirma que los nazis mataron a toda su familia. Y que a usted, precisamente a usted, no le pasó nada. Que tuvo una suerte tremenda. Convendrá conmigo en que la cosa es, cuando menos, extraña.
 -Sí, yo estoy viva –respondí enseguida, ya que quería impedir a toda costa que se explayara sobre ese punto, que era mi herida abierta-. ¿Acaso debería odiar mi vida?
 Quisiera olvidar lo que vino después. En ocasiones el señor instructor se ponía hecho una furia y perdía completamente la cabeza. En esos casos, yo no tenía más remedio que quedarme completamente inmóvil y tratar de no escuchar. A veces me abandonaban las fuerzas. Entonces daba rienda suelta a mis lágrimas y toda su rabia resultaba en vano, no me afectaba. No lo oía, no entendía nada de lo que gritaba; mi rostro, bañado en llanto, era como una especie de escudo. Detrás, él no existía.
 Y, sin embargo, en una ocasión logró burlar la barrera invisible.
 Aquel día, junto al gordo, estaba sentado al escritorio un hombre joven y guapo, con el semblante pálido de quien no ha dormido lo suficiente. Me observaba detenidamente y con descaro, aunque no era la mirada de un hombre a una mujer. Tal vez fuera ésa la manera como, antiguamente, la gente miraba a una bruja joven antes de prender fuego a la hoguera.
 -He venido a preguntarle –dijo el joven, lentamente y con voz anodina- por qué declara por principio una nacionalidad falsa. Porque usted es judía, ¿no?
 Sí, lo soy. Pero ¿por qué lo formuló como si fuera una acusación más? Mi madre mencionó en una ocasión que la última vez que había estado en una sinagoga había sido el día de su boda. No fue precisamente el día más feliz de su vida y, quizá por eso, maldijera un poco de Dios, que por lo demás no le concedió ningún favor especial. A sus hijas les dio entera libertad, incluso trató de ahondar en las ideas en las que ellas parecían creer. Jamás hizo el menor intento de convencernos de lo que formaba parte del pasado. En casa se hablaba muy poco de nuestras raíces judías. Se daban por sentado, como que vivíamos en los arrabales de Praga.
 Cuando Hitler subió al poder en Alemania, mi abuela estaba desconsolada:
 -Ninguno de nosotros sobrevivirá.
Resultado de imagen de lenka reinerova todos los colores del sol y de la noche Pero Praga era demasiado inteligente, demasiado progresista, las semillas del fascismo no encontraron aquí el terreno de cultivo adecuado. Cierto que en las calles y plazas podía verse a algunos vocingleros y que no faltaron las ratas que salieron a rastras de su ratonera. Pero, en un primer momento, nadie pensó que constituyeran una amenaza seria.
 A principios de 1939 acompañé a un periodista norteamericano a la pequeña ciudad de Chust, en el extremo oriental de Checoslovaquia, en Cárpato-Ucrania. Allí se había establecido una especie de gobierno, encabezado por un tal monseñor Volosín, con un proyecto descabellado: anexionarse la gran República Socialista Soviética de Ucrania. Este plan inverosímil llamó la atención de la prensa internacional. Reporteros de los países más diversos acudieron rápidamente a la minúscula metrópoli. En septiembre de 1938, tras la firma del Tratado de Munich, me había quedado sin trabajo, así que aproveché gustosa la oportunidad de acompañar como traductora al corresponsal del periódico americano The Baltimore Sun. No dejaba de ser una empresa arriesgada, porque mis conocimientos de inglés eran entonces bastante pobres. Sin embargo, conseguí desempeñar la tarea y el periodista quedó plenamente satisfecho del trabajo. Y con ello asistí por primera vez a la coexistencia de una Edad Media antigua y una Edad Media moderna.
 En aquella región oriental vivían muchos judíos. Estuvimos allí un viernes y vimos cómo, al atardecer, los hombres regresaban del culto en la sinagoga. Arrastrando los pies y en silencio, envueltos en caftanes oscuros y largos, cruzaban la plaza del mercado, ligeramente nevada. En la cabeza llevaban unos gorros redondos, adornados con colas de zorro o, por lo menos, de ardilla. Entre ellos había también algunos niños. Todo estaba tranquilo, no había ni un alma a su alrededor. Sólo se oía el crujido de sus abrigos y, a lo lejos, el aullido de un perro.
 En la cera, delante del único hotel del lugar, había un grupo de hombres jóvenes armando ruido. Iban embutidos en uniformes de un gris azulado y llevaban en la cadera izquierda un puñal decorado con la cruz gamada. Se trataba, como le hicieron saber orgullosos a mi americano, de un regalo de las Juventudes Hitlerianas a los grupos de combate recién iniciados de las SS cárpato-ucranianas, que habían adoptado el nombre de Sic, por la pequeña isla de la grande y deseable Ucrania.
 Los judíos caminaban lentamente por entre la danza muda de los copos de nieve, cuando de pronto algo hendió el aire con un silbido. Uno de los chicos cayó al suelo. Dos hombres lo levantaron rápidamente y se lo llevaron de allí. Nadie más se detuvo, nadie dijo ni pío. Se oyó una carcajada procedente del grupo de los Sic. Uno de ellos exclamó:
 -¡Perros cobardes!
 Los judíos ya no podían oírlo. Sobre la plaza nevada quedaba solamente una piedra de tamaño considerable y algunas gotas de sangre.     
      
Aquel día, durante el interrogatorio, no pude evitar pensar en eso. Al hombre con cara de haber dormido poco no le conté nada de todo aquello.
 El miedo de mi abuela resultó estar justificado. Su rastro se perdió en un camión de transporte; el de mi madre, en un vagón de tren precintado que abandonó la rampa de Theresienstadt en dirección al este. Una de mis hermanas murió en una cámara de gas de Lodz; la otra, la más pequeña, estuvo primero en Ravensbrück, pero le tocó morir en Birkenau. Como a tantas y tantas personas…
 -No tiene usted ningún derecho a preguntarme eso –dije cuando hube cogido aliento para recuperar la voz-. No tiene ningún derecho a decidir cuál es mi nacionalidad.
 Y aquí me atraganté. ¿Por qué hablaba de derechos y lo hacía además en un contexto como aquel?
 -Nosotros no decidimos su nacionalidad –dijo el tipo de voz anodina y rostro pálido-. Sólo la precisamos. Usted es judía, por más que trate de ocultarlo.
 -Nunca lo he ocultado –dije sin alzar la voz, aunque con más firmeza-. Ni siquiera ante los nazis.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Libros del Asteroide, 2009, en traducción de Juan de Sola Llovet, pp. 70-76. ISBN: 978-84-92663-05-7.]

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