«A la celda. Cuántas cartas y notas
clandestinas han tratado, sólo en el recién terminado siglo, de explicar “a los
de fuera” qué significa tener que vivir en una celda. Como un objeto que está
en manos de la voluntad ajena. Cuántos libros se han escrito ya al respecto,
cuántas películas se han rodado. Y, sin embargo, hasta la fecha ningún médico
ha sido capaz de registrar con sus aparatos las contracciones de un corazón
humano que lo que anhela es la libertad. No hay matemático que conozca el
número de sueños de un ser humano cautivo. Y nadie ha logrado todavía
comprender cabalmente el dolor que causan la injusticia y la difamación.
Incluso muchos años después, he pasado más de
una noche en vela en la seguridad familiar de mi habitación, en la oscuridad
serena y relajante que pendía del techo. Todo a mi alrededor era apacible y
bueno. Tras las ventanas, la noche susurraba en la copa de un árbol viejo; por
las calles soplaba el cálido aliento de la cercanía humana y yo no podía dormir
porque una y otra vez me angustiaba la misma pregunta. Unos me la hacían con
indiferencia, otros con esperanza y algunos incluso con maldad: “Después de
todo lo ocurrido, ¿puedes continuar por el mismo camino que hasta ahora?” Y a
mí me cuesta horrores exponer en términos claros con cuánta intensidad pensé en
ello cuando estaba en la maldita celda: ¿escoger otro camino? ¿Uno que parezca
más transitable y que me conduzca a una meta distinta y por la que, hasta la
fecha, nunca me pareció que mereciera la pena luchar? ¿Puedo perseverar, pese a
todos los abismos que entretanto se han abierto, en el camino que he seguido
hasta el día de hoy? ¿Dónde se me presentará un nuevo camino en cuyas metas e
ideales pueda creer? En algún lugar tiene que existir.
Estas cavilaciones en la celda individual y
espartana eran una ocupación agotadora, tal vez fueran demasiado para alguien
completamente dejado de la mano de Dios. La mayor de las veces culminaban en
una desesperación amarga, y sólo muy de tarde en tarde en el inesperado
destello de un alivio, como ocurre cuando aprendemos una lección crucial: ahora
lo sé. Y soy capaz. Finalmente he comprendido los errores y puedo tratar de
volver a caminar con grandes pasos. Tengo que hacerlo.
Tras horas como éstas se me cerraban los ojos
de puro agotamiento. Y entonces veía los colores del sol. En la desconsoladora
celda y también más adelante, ya una vez en casa.
Cada vez que me llevaban de vuelta de los
interrogatorios, pasaba horas, días y noches sola entre las cuatro paredes sin
pintar que me habían asignado. Totalmente a solas, sin una persona a mi lado,
sin siquiera un objeto. Era una perversidad, no me cabía en la cabeza. Como no
tenía arreglo, decidí al menos defenderme. ¿Cómo? Eso estaba por resolver, pero
había que defenderse a toda costa, porque allí todo estaba concebido para
desmoralizar a los reclusos. Por eso había que estar alerta cuando se abría la
puerta de la celda, por eso había que solicitar cada vez los utensilios de
higiene más básicos, por eso la obligaban a una a dejar por la mañana sobre las
mantas en las que dormía de noche el trapo con el que se fregaban el suelo y el
retrete, por eso cada vez que inspeccionaban las celdas los hombres pisoteaban
las mantas con las botas.
Probablemente hubiera sido más razonable
evitar los encontronazos absurdos, pero por desgracia no fui capaz. No dejaba
el trapo sucio entre las mantas sin ventilar y a los insultos y groserías
contestaba sin pensar con lengua afilada. Así me defendía, a la desesperada,
aunque fuera completamente inútil. Cuando no quisieron cambiarme le jergón,
cuyo relleno hacía tiempo que se había convertido en polvo, exigí hablar con el
director de la cárcel. Y acudió. Era un tipo grueso, rechoncho, de manos
fuertes y rostro inexpresivo. Entró en la celda sin mediar palabra, tocó con
sus fuertes manos una esquina del jergón, como si no supiera que en cualquier
otro sitio estaba deshecho, y murmuró:
-La reclamación de la número 2.814 no procede.
Y se fue por donde había venido.
Aparté la cabeza para que no pudiera ver mi
cara de contrariedad.
Todo aquello formaba parte de un sistema
perfectamente definido que, sin embargo, cometía errores muchísimo más graves.
Cada día que pasaba lo tenía más difícil con mi señor instructor. Sin duda él
también conmigo. Era incapaz de comprender muchas de las cosas que quería que
“aclaráramos”, lo cual lo ponía furioso. Lo peor sucedía cuando, tras haber
acabado el interrogatorio, no podía notificar que había “descubierto” esto o
“probado” lo otro y, sobre todo, que había “constatado” la culpabilidad de la
acusada en otro delito. Por ejemplo, el de haber sobrevivido a un mal hasta
entonces nunca visto.
-Eso sí es interesante. Afirma que los nazis
mataron a toda su familia. Y que a usted, precisamente a usted, no le pasó
nada. Que tuvo una suerte tremenda. Convendrá conmigo en que la cosa es, cuando
menos, extraña.
-Sí, yo estoy viva –respondí enseguida, ya que
quería impedir a toda costa que se explayara sobre ese punto, que era mi herida
abierta-. ¿Acaso debería odiar mi vida?
Quisiera olvidar lo que vino después. En
ocasiones el señor instructor se ponía hecho una furia y perdía completamente
la cabeza. En esos casos, yo no tenía más remedio que quedarme completamente
inmóvil y tratar de no escuchar. A veces me abandonaban las fuerzas. Entonces
daba rienda suelta a mis lágrimas y toda su rabia resultaba en vano, no me
afectaba. No lo oía, no entendía nada de lo que gritaba; mi rostro, bañado en
llanto, era como una especie de escudo. Detrás, él no existía.
Y, sin embargo, en una ocasión logró burlar la
barrera invisible.
Aquel día, junto al gordo, estaba sentado al
escritorio un hombre joven y guapo, con el semblante pálido de quien no ha
dormido lo suficiente. Me observaba detenidamente y con descaro, aunque no era
la mirada de un hombre a una mujer. Tal vez fuera ésa la manera como,
antiguamente, la gente miraba a una bruja joven antes de prender fuego a la
hoguera.
-He venido a preguntarle –dijo el joven,
lentamente y con voz anodina- por qué declara por principio una nacionalidad
falsa. Porque usted es judía, ¿no?
Sí, lo soy. Pero ¿por qué lo formuló como si
fuera una acusación más? Mi madre mencionó en una ocasión que la última vez que
había estado en una sinagoga había sido el día de su boda. No fue precisamente
el día más feliz de su vida y, quizá por eso, maldijera un poco de Dios, que
por lo demás no le concedió ningún favor especial. A sus hijas les dio entera
libertad, incluso trató de ahondar en las ideas en las que ellas parecían
creer. Jamás hizo el menor intento de convencernos de lo que formaba parte del
pasado. En casa se hablaba muy poco de nuestras raíces judías. Se daban por
sentado, como que vivíamos en los arrabales de Praga.
Cuando Hitler subió al poder en Alemania, mi
abuela estaba desconsolada:
-Ninguno de nosotros sobrevivirá.
Pero Praga era demasiado inteligente,
demasiado progresista, las semillas del fascismo no encontraron aquí el terreno
de cultivo adecuado. Cierto que en las calles y plazas podía verse a algunos
vocingleros y que no faltaron las ratas que salieron a rastras de su ratonera.
Pero, en un primer momento, nadie pensó que constituyeran una amenaza seria.
A principios de 1939 acompañé a un periodista
norteamericano a la pequeña ciudad de Chust, en el extremo oriental de
Checoslovaquia, en Cárpato-Ucrania. Allí se había establecido una especie de
gobierno, encabezado por un tal monseñor Volosín, con un proyecto descabellado:
anexionarse la gran República Socialista Soviética de Ucrania. Este plan
inverosímil llamó la atención de la prensa internacional. Reporteros de los
países más diversos acudieron rápidamente a la minúscula metrópoli. En
septiembre de 1938, tras la firma del Tratado de Munich, me había quedado sin
trabajo, así que aproveché gustosa la oportunidad de acompañar como traductora
al corresponsal del periódico americano The
Baltimore Sun. No dejaba de ser una empresa arriesgada, porque mis
conocimientos de inglés eran entonces bastante pobres. Sin embargo, conseguí
desempeñar la tarea y el periodista quedó plenamente satisfecho del trabajo. Y
con ello asistí por primera vez a la coexistencia de una Edad Media antigua y
una Edad Media moderna.
En aquella región oriental vivían muchos
judíos. Estuvimos allí un viernes y vimos cómo, al atardecer, los hombres
regresaban del culto en la sinagoga. Arrastrando los pies y en silencio,
envueltos en caftanes oscuros y largos, cruzaban la plaza del mercado,
ligeramente nevada. En la cabeza llevaban unos gorros redondos, adornados con
colas de zorro o, por lo menos, de ardilla. Entre ellos había también algunos
niños. Todo estaba tranquilo, no había ni un alma a su alrededor. Sólo se oía
el crujido de sus abrigos y, a lo lejos, el aullido de un perro.
En la cera, delante del único hotel del lugar,
había un grupo de hombres jóvenes armando ruido. Iban embutidos en uniformes de
un gris azulado y llevaban en la cadera izquierda un puñal decorado con la cruz
gamada. Se trataba, como le hicieron saber orgullosos a mi americano, de un
regalo de las Juventudes Hitlerianas a los grupos de combate recién iniciados
de las SS cárpato-ucranianas, que habían adoptado el nombre de Sic, por la
pequeña isla de la grande y deseable Ucrania.
Los judíos caminaban lentamente por entre la
danza muda de los copos de nieve, cuando de pronto algo hendió el aire con un
silbido. Uno de los chicos cayó al suelo. Dos hombres lo levantaron rápidamente
y se lo llevaron de allí. Nadie más se detuvo, nadie dijo ni pío. Se oyó una
carcajada procedente del grupo de los Sic. Uno de ellos exclamó:
-¡Perros cobardes!
Los judíos ya no podían oírlo. Sobre la plaza
nevada quedaba solamente una piedra de tamaño considerable y algunas gotas de
sangre.
Aquel día, durante el
interrogatorio, no pude evitar pensar en eso. Al hombre con cara de haber
dormido poco no le conté nada de todo aquello.
El miedo de mi abuela resultó estar
justificado. Su rastro se perdió en un camión de transporte; el de mi madre, en
un vagón de tren precintado que abandonó la rampa de Theresienstadt en dirección
al este. Una de mis hermanas murió en una cámara de gas de Lodz; la otra, la
más pequeña, estuvo primero en Ravensbrück, pero le tocó morir en Birkenau.
Como a tantas y tantas personas…
-No tiene usted ningún derecho a preguntarme
eso –dije cuando hube cogido aliento para recuperar la voz-. No tiene ningún
derecho a decidir cuál es mi nacionalidad.
Y aquí me atraganté. ¿Por qué hablaba de
derechos y lo hacía además en un contexto como aquel?
-Nosotros no decidimos su nacionalidad –dijo
el tipo de voz anodina y rostro pálido-. Sólo la precisamos. Usted es judía,
por más que trate de ocultarlo.
-Nunca lo he ocultado –dije sin alzar la voz,
aunque con más firmeza-. Ni siquiera ante los nazis.»
[El texto pertenece a la edición en español de Libros del Asteroide, 2009,
en traducción de Juan de Sola Llovet, pp. 70-76. ISBN: 978-84-92663-05-7.]
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