jueves, 1 de julio de 2021

El alma del mundo.- Frédéric Lenoir (1962)


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Primer día: El puerto y el manantial

Del sentido de la vida

  «Uno de los sabios tomó la palabra: “Hijos de los hombres, escuchad la primera noble enseñanza sobre el sentido de la vida humana.
 La mayoría de las desgracias de la humanidad ocurren porque muchos hombres, principalmente los que ejercen el poder y poseen riquezas, nunca se han preguntado por el sentido de su existencia. Se dejan llevar por la inclinación de sus pulsiones y sus necesidades materiales. Descienden, inconscientes, por el río de la existencia, como leños arrastrados por las aguas, sin dominar jamás el curso de sus vidas. Incluso los cadáveres arrojados al río se deslizan más rápidos que ellos, que están vivos. Pero ¿acaso se puede considerar vivo a un ser que sólo siente las necesidades inmediatas de su cuerpo y reprime las de su alma?
 ¿Por qué estamos en la Tierra? ¿Se nos ha asignado una misión? ¿Los acontecimientos que nos suceden son fruto del azar o poseen un sentido? ¿Tenemos un destino que cumplir? ¿Somos el juguete de nuestros instintos y de nuestra educación o podemos disfrutar de una auténtica libertad? Y si así fuera, ¿cómo hacer buen uso de ella? ¿Sobre qué rocas cimentar nuestra vida? ¿Cómo conseguir una felicidad auténtica y duradera? ¿Cómo alimentar nuestra alma y nuestro cuerpo, y facilitar el entendimiento entre ambos? ¿Desaparece nuestro espíritu al desaparecer el cuerpo físico? ¿Sigue existiendo en otra dimensión o está llamado a renacer en otro cuerpo?
 Éstas son las preguntas que todo ser humano debería plantearse cuando comprende que no es sólo un animal sometido a las leyes universales del placer y del dolor, la atracción y la repulsión. Cuando descubre que posee un espíritu o un alma espiritual –da igual las palabras que se utilicen- que le permiten dominar su cuerpo, sus emociones, sus pulsiones. La grandeza del ser humano reside en que es la única criatura viviente que puede preguntarse sobre el significado de su existencia y darle un sentido, una finalidad.
 ¡Pobre del hombre que no haya descubierto el santuario del espíritu! ¡Pobre del que no tenga más preocupación que la de sobrevivir! Pobre del que no se hace nunca esta pregunta: ¿cómo vivir de una manera propiamente humana? ¿Cómo llevar una vida buena? ¿Qué es lo realmente importante y qué no lo es? ¿Cómo ser plenamente yo mismo y seguir siendo útil a los demás? ¿Qué hacer para lograr una vida plena y en el instante de mi muerte irme en paz y mirar hacia atrás con el corazón sereno?
 Pobre del hombre que no sabe que posee dos grandes tesoros en su interior: la claridad de la mente, para ser libre; y la bondad del corazón, para ser feliz. Pobre del hombre que lleva una existencia similar a la de las bestias, encadenado a sus instintos y pendiente de satisfacer las necesidades materiales de la vida.
 Pobre del hombre que no sabe que es un hombre”.
[…]
Uno de los sabios tomó la palabra: “¡Cuántos seres humanos pasan la mayor parte de su vida preocupados por cosas materiales o frívolas y se olvidan de dedicar tiempo a vivir las experiencias esenciales: el amor, la amistad, la actividad creadora, la contemplación, la belleza del mundo! No son tontos ni malos, sino ignorantes. Ignoran lo mejor que la vida puede darles… y que no cuesta nada. Lo superfluo es oneroso, pero lo esencial nos lo regalan. Sólo hay que saberlo. ¡Y cuántos prefieren seguir a la masa de los que obedecen las órdenes de sus cuerpos y las modas de la época! Aprended, hijos de los hombres, a caminar por vuestro camino, el que es bueno para vosotros, el que os ha sido destinado y os hará lo más felices posible”.
[…]
 Uno de los sabios tomó la palabra: “Conviértete en lo que eres. Haz lo que sólo tú puedes hacer. Sigue la voz de tu corazón”.
[…]
 Uno de los sabios tomó la palabra: “La dificultad reside en que a menudo confundimos esa hambre y esa sed de nuestra alma con las de nuestros deseos sensibles. La sed de los sentidos procura muchos placeres, pero también es una temible trampa, pues tiende a extraviarnos por un mar sin puerto o una montaña sin manantial. Si nos somos conscientes de ello, vagaremos toda nuestra vida de deseo en deseo, de satisfacción de los sentidos en satisfacción de los sentidos, sin quedar jamás saciados. Por ello, un maestro de la sabiduría de la Antigüedad dijo que había que “apagar la sed” para alcanzar una auténtica felicidad. No se refería a la sed de la mente en busca de la sabiduría, sino a esa sed, sin fin, de los sentidos y del apego al dolor que nos mantiene adheridos a la ley del deseo y de las frustraciones”.
 Uno de los sabios tomó la palabra. “El mundo actual está atrapado en el frenesí del “cada vez más”, de la eficacia productiva y la acumulación de riquezas, mientras que el hombre necesita muy poco para ser feliz. Lo esencial de su felicidad no reside en sus posesiones sino en la paz del alma. Escuchad la historia de un sencillo pescador que descansa a la sombra de una palmera. Saborea la felicidad del ser. Un hombre rico pasa por allí y lo alienta a que trabaje más.
-¿Para qué? –responde el pescador.
 -Para ganar dinero.
 -¿Para qué?
 -Para vivir en una bonita casa.
 -¿Y para qué?
 -Para tener una gran familia.
 -¿Y después?
 -Ampliar tu negocio con tus hijos.
 -¿Y después?
 -Después estarás tranquilo y feliz para poder descansar.
 -Es precisamente lo que ya hago…”

 Uno de los sabios tomó la palabra: “Mientras la busquéis fuera de vosotros, en el disfrute de los objetos o de las personas, vuestra felicidad será frágil e inestable. Y ello se debe a tres motivos:
 El primer motivo es que es difícil conseguir todo lo que deseamos. Podemos soñar con tener siempre un cuerpo sano, comprar una bonita casa, lograr una vida amorosa plena y una vida familiar armoniosa, dedicarnos a una actividad profesional apasionante, cosechar un éxito creciente en nuestras actividades… pero qué difícil es conquistar todo eso. Invertimos nuestra energía en obtener lo que deseamos, pero con frecuencia no lo logramos. Entonces nos sentimos frustrados, decepcionados, tristes o enfadados con la vida.
 El segundo motivo es que las cosas exteriores a las que aspiramos están sometidas a una ley fundamental universal: la de la impermanencia. Todo en el mundo está sujeto a cambio. Nada es estable, permanente o definitivo. Las cosas cambian, las personas cambian, todo es devenir. Cultivamos nuestro cuerpo y gozamos de buena salud, pero podemos enfermar o tener un accidente. Vivimos con una persona cuya presencia nos es indispensable, pero puede abandonarnos o morir. Contamos con un trabajo o una actividad que nos apasiona, pero es posible que cesen por causas externas que no dominamos. Poseemos un magnífico automóvil o un cuadro de un famoso pintor: nos los pueden robar. Hemos construido un imperio: ningún imperio perdura. Hemos acumulado un inmenso tesoro: mañana moriremos y no nos lo llevaremos a la tumba.
 El tercer motivo es que, orientando nuestro deseo hacia las cosas exteriores y los objetos materiales, no hallaremos nunca descanso. Por naturaleza, el hombre quiere siempre algo más. Observad a un niño: parece satisfecho con su juguete y, de pronto, ve otro en manos de otro niño. Se desinteresa por el suyo y desea espontáneamente el del otro. El deseo del hombre es mimético: siempre desea lo que posee el otro. ¿Sabéis cuál es la diferencia entre el niño y el adulto? El tamaño de su juguete.
 A la hora de poseer, el deseo es ilimitado. Para ser feliz, el hombre debe renunciar a la lógica del poseer y aceptar la del ser. Su felicidad ya no consistirá en poseer objetos exteriores, sino una calidad de ser. El sentido de la vida es precisamente aprender a “estar bien”, más allá de lo que poseemos, de los objetos o las personas que nos procuran placer, de los acontecimientos que surgen. Es descubrir que la felicidad y la infelicidad están en nuestro interior, y no en las cosas o en los hechos externos”.
[…]

Séptimo día: La felicidad y la infelicidad están en ti
De la aceptación de lo que es

Resultado de imagen de frederic lenoir el sentido de la vida Uno de los sabios tomó la palabra: “Escuchad, hijos de los hombres, la séptima noble enseñanza sobre la aceptación de lo que es. La actitud más importante, la vía real, la que corona la sabiduría es plegarse a la vida, aceptar la realidad. No negar lo que se nos presenta. Algunas cosas pueden y deben cambiar. Pero empecemos por decir “sí” a la vida. Sobreviene una enfermedad: aceptémosla y hagamos lo que se deba hacer para curarnos. Podemos legítimamente sentir rabia y tristeza, pero superémoslas. ¿No nos gusta un rasgo determinado de nuestro físico o un defecto de nuestro carácter? Empecemos por aceptarnos y querernos tal como somos, tal como la vida nos ha dotado. Pongamos luego en práctica lo que hay que hacer para modificar ese rasgo poco agraciado o mejorar ese defecto. A veces, nos sentimos impotentes, pues algunas cosas no dependen de nosotros. Ello nos empuja a aprender a ‘dejar ir’, a no querer controlar todo, a crecer en un ambiente de confianza, desapego, humildad, serenidad, amor”.
 […]
Uno de los sabios tomó la palabra: “No debemos intentar cambiar los elementos exteriores sino nuestros pensamientos y creencias, que son los que condicionan en gran medida lo que nos sucede. ‘Somos lo que pensamos’ decía un maestro de la Antigüedad. Nuestras creencias y nuestros pensamientos influyen de manera decisiva en nuestra existencia. A menudo, lo que creemos o lo que pensamos se vuelve realidad. Y filtramos también la realidad, percibiendo de ella lo que viene a confirmar nuestras creencias. Un pesimista verá en el mundo señales negativas que confirman su pesimismo. Un optimista verá señales de esperanza que confirman su optimismo. Y la fuerza de nuestras creencias llegará incluso a producir unos acontecimientos que las confirmen. Un hombre miedoso tendrá más posibilidades de que lo agredan que un hombre valiente. Un acomplejado, más posibilidades de que lo rechacen que un hombre seguro. La visión que tenemos de nosotros mismos y del mundo condiciona una buena parte de los acontecimientos que nos suceden.
 Ésta es la historia de un hombre engreído que cubre de espejos las paredes y el techo de su habitación. Le gusta encerrarse en ella para contemplar su imagen y sale lleno de seguridad, dispuesto a enfrentarse al mundo. Una mañana, sale de su habitación y se olvida de cerrar la puerta. Entra en ella su perro. Al ver otros perros, se pone a olisquear, gruñir, amenazar; como los reflejos lo amenazan a él también, se abalanza sobre ellos ladrando con  furia. Combate violento: las batallas contra uno mismo son las más terribles… El perro muere de agotamiento. Un sabio pasa por allí mientras el dueño del perro, entristecido, ordena que cierren para siempre la puerta de la habitación.
 -Deja abierta esta habitación –le dice-. Tiene mucho que enseñarte.
 -¿Qué quieres decir?
 -El mundo es tan neutro como los espejos. Según seamos admirativos o miedosos, nos reenvían lo que le damos. Sé feliz, el mundo lo es. Sé infeliz, él también lo es. Luchamos continuamente en él contra nuestros reflejos y morimos combatiendo contra nosotros mismos. Escucha bien esto: en cada ser y a cada instante, feliz o doloroso, fácil o difícil, sólo vemos nuestra imagen”.
 Uno de los sabios tomó la palabra: “Acepta las grandes leyes de la vida y nada te inquietará. La primera de ellas es que todo acto produce un efecto: uno recoge lo que siembra. Consciente o inconscientemente, por tus actos o por tus pensamientos, en esta vida o quizá en otra. No eches la culpa a la vida o a los demás. La segunda ley es que todo es impermanente, efímero. Todo está en perpetuo cambio. No te encierres en una ilusión de estabilidad y de seguridad. Acepta el cambio, la incertidumbre, la muerte. Entonces, tu cuerpo estará siempre en paz”.
 Uno de los sabios tomó la palabra: “No progresamos a pesar de las pruebas difíciles y los obstáculos cotidianos, sino gracias a ellos. Del mismo modo que subimos de un piso a otro no por culpa de los peldaños sino gracias a ellos. Los obstáculos son peldaños que debemos subir. No seamos víctimas de los acontecimientos externos. Seamos sus discípulos”.
 Uno de los sabios tomó la palabra: “Aprended a no rechazar nada de la vida. El rechazo aporta más dolor que la aceptación. Toleraréis mejor un sufrimiento físico aceptando vivirlo que rechazándolo. […] Sorprendentemente, el dolor disminuirá. Considerad también el dolor como si formara parte de algo más grande que ese dolor. Acogedlo, diluidlo en el vasto vaso de la conciencia y será más soportable”.»      
    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 2013, en traducción de Malika Embarek López, pp. 49-51, 53-59 y 127-131. ISBN: 978-84-344-0627-8.]

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