El camino hacia la composición dodecafónica
I
«Sobre todo tenemos que saber lo que significa
composición dodecafónica o composición con doce sonidos. ¿Han observado ustedes
alguna vez una obra de esa índole? Creo que desde que se escribe música, todos
los grandes maestros de la composición han tenido instintivamente este tipo de
composición como una meta. Pero yo no quisiera revelarles ahora a ustedes, de
inmediato, esos secretos -¡y se trata en verdad de secretos!-, esas claves
secretas. Probablemente esas claves existieron en todas las épocas y la gente
las entendía de un modo más o menos inconsciente.
Hoy quisiera ocuparme de estos temas en
términos generales. ¿Qué es lo que se ha alcanzado realmente con este método de
composición? ¿Qué territorios o qué puertas se han abierto con esas claves
secretas? Se trata, en términos generales, de la creación de un medio para
expresar la mayor unidad posible en la música. Con ello hemos pronunciado una
palabra sobre la que podríamos estar hablando durante días. Tal vez sea
importante hablar de tales cosas: me refiero a algunos temas de carácter
general, temas que todos comprendan y que también puedan seguir aquellos
oyentes que acuden aquí por el mero placer de escuchar. Porque yo no sé las
cosas que nos deparará el futuro.
La unidad es tal vez aquello que no puede
faltar nunca cuando algo ha de tener sentido. La unidad, dicho de manera muy
general, consiste en crear la mayor relación posible entre todas las partes. De
lo que se trata –lo mismo en la música que en cualquier otra forma de expresión
del ser humano- es de crear la claridad suficiente en las relaciones entre las
distintas partes en la unidad. Es decir, en una palabra: mostrar cómo una cosa
nos conduce a la otra.
Y ahora, para hablar de música tendríamos que
hacerlo, en alguna medida, desde una perspectiva histórica. ¿Qué es, pues, esa
“composición dodecafónica”? ¿Qué fue lo que la antecedió? A esta música se la
denomina con un nombre horrible, el de “música atonal”. Schönberg se burla
muchísimo de esto, ya que “atonal” significa “sin sonidos” y eso no tiene
ningún sentido. A lo que se refiere es a una música que no está compuesta en
una determinada tonalidad. ¿A qué se ha renunciado entonces? ¡La tonalidad ha
desaparecido!
¡Intentemos, pues, encontrar la unidad! Hasta
ahora, la tonalidad era uno de los medios más importantes para crear unidad. Es
el único de los antiguos logros que ha desaparecido, todos los demás han
perdurado. Ahora intentaremos seguir ahondando en esta historia.
¿Qué es, pues, la música? La música es
lenguaje. Un hombre desea expresar ideas en ese lenguaje, pero no son ideas que
puedan traducirse a través de conceptos, sino ideas musicales. Schönberg consultó todas las enciclopedias buscando la
definición de lo que era una idea, pero no la encontró. ¿Qué es una idea
musical?
(Silbando: “Kommt ein Vogerl geflogen…”).
¡Eso es una idea musical! El hombre sólo puede
existir en la medida en que se expresa. Y la música lo hace a través de ideas
musicales. Yo quiero decir algo y, obviamente, me esforzaré por expresarlo de
tal modo que los demás lo entiendan: Schönberg emplea la maravillosa palabra de
la “comprensibilidad” (¡que también podemos encontrar en toda la obra de
Goethe!). La comprensibilidad es, en general, la ley suprema. Y también tiene
que existir una unidad. Para ello se necesitan algunos medios. Todas las cosas
que nos son familiares de la vida primitiva deben aplicarse también a la obra
de arte. En algún momento se buscaron medios para expresar una idea musical de
tal modo que fuera lo más comprensible posible. Uno de esos medios fue, a lo
largo de varios siglos, la tonalidad: exactamente desde el siglo XVII. Desde
Bach sabemos diferenciar entre los modos mayor y menor. Antecedieron a éstos
los modos eclesiásticos, que eran, en cierto modo, siete tonalidades, de las
cuales, al final, sólo quedaron dos, los dos géneros antes mencionados. De todo
ello surgió algo que está más allá de esos dos modos: nuestro sistema tonal de
doce sonidos.
Y, para volver a la tonalidad, digamos que
ésta fue un medio creador de forma sin precedentes, un medio cuyo propósito era
generar la unidad. ¿En qué consistía la unidad? En el hecho de que una pieza
musical estuviera escrita en una tonalidad. Se trataba de la tonalidad
principal escogida, y también, por supuesto, de la intención del artista por
mostrar explícitamente esa tonalidad. Una pieza tenía un sonido básico que se
mantenía, del cual uno se apartaba pero se regresaba siempre. Este sonido básico
reaparecía una y otra vez, lo que lo convertía en predominante. Se tenía una
tonalidad principal en la exposición, en el desarrollo y en la reexposición,
etc. Para que ese tono principal cristalizara de una manera más definida
existían movimientos finales o codas en los que la tonalidad principal
reaparecía siempre. Me veo obligado a retomar siempre estos temas, pues estoy
abordando algo que ha desaparecido. Tenía que aparecer algo que restituyera el
orden en estas cosas.
Hay dos caminos que condujeron inevitablemente
a la composición con doce tonos: no fue únicamente la circunstancia de que la
tonalidad hubiese desaparecido y se necesitara algún nuevo sostén. ¡No! ¡Existe
también otra circunstancia paralela y no menos importante! Pero no estoy en
condiciones de decir en una sola palabra de lo que se trataba. Las formas
canónicas y contrapuntísticas, el desarrollo temático, pueden crear muchas
relaciones entre las distintas partes, y es ahí donde hay que buscar –si
queremos echar una mirada retrospectiva a los antecedentes- lo que encierra la
composición dodecafónica.
El ejemplo más espléndido en este sentido es
Johann Sebastian Bach, quien, hacia el final de su vida, escribió El arte de la fuga, una obra que
contiene una gran abundancia de relaciones de naturaleza completamente
abstracta; es la música abstracta que conocemos. (Quizá todos estemos en el
camino de una abstracción semejante). Aunque entonces la tonalidad estaba
todavía presente, podemos encontrar ya algunas cosas que apuntan hacia lo que
es más importante en la composición dodecafónica: la sustitución de la
tonalidad.
Lo que aquí les cuento es, en realidad, mi
propia vida. Una transformación radical comenzó en el momento en el que yo
comenzaba a componer. Y el tema cobró una candente actualidad en la época en la
que fui discípulo de Schönberg. Desde entonces ha transcurrido ya un cuarto de
siglo.
Si pretendemos determinar desde un punto de
vista histórico cómo desapareció de repente la tonalidad y cómo aparecieron los
primeros indicios –hasta que, finalmente, Schönberg vio un buen día, por mera
intuición, cómo se podía restituir el orden en estos temas-, tendríamos que
hablar del año 1908, cuando aparecieron las Piezas
para piano op. II de Schönberg. Ésas fueron las primeras piezas “atonales”;
la primera obra dodecafónica de Schönberg apareció en 1922. Entre 1908 y 1922
se produjo un interregno: catorce años, casi una década y media, duró ese
estado de cosas. Pero ya en la primavera de 1917 –por entonces Schönberg vivía
en la Gloriettegasse, y yo vivía muy
cerca de allí- subí hasta su casa una hermosa mañana para informarle de que
había leído en algún periódico dónde se podían conseguir algunos víveres. No
cabe duda de que con ello le causé una molestia, y él me explicó entonces que
“estaba en vías de hacer algo totalmente nuevo”. No me dijo nada más y yo me
pasé todo el tiempo devanándome los sesos y preguntándome: “Por el amor de
Dios, ¿qué cosa podría ser?” (En la música de la Jakobsleiter podemos encontrar los inicios de esta música).
Creo que sería muy útil para nuestro propósito
hablar del último estadio de la música tonal. La primera brecha la
encontraremos en los movimientos de sonata, en los que la tonalidad principal
se veía penetrada en ocasiones, como por una quilla, por una tonalidad
distinta. Con ello, la tonalidad principal era desplazada de vez en cuando
hacia un lado. Y luego en la cadencia. ¿Qué es una cadencia? Es el intento de
aislar una tonalidad para protegerla de todo lo que pueda perjudicarla. Sin
embargo, los compositores querían escribir cadencias cada vez más singulares,
lo que condujo finalmente a la ruptura de la tonalidad principal. En un inicio,
al final, siempre se volvía a desembocar en el tono principal. Pero en
ocasiones se fue tan lejos que, finalmente, ya no se veía la necesidad de tener
que regresar al tono principal. Al principio, quizá se pensaría del siguiente
modo: “Ahora estoy en casa; ahora salgo, echo un vistazo por aquí, por allá, un
tiempo durante el cual son posibles las más alejadas excursiones, hasta que,
finalmente. ¡vuelvo a estar en casa!” Pero el hecho de que las cadencias fueran
cada vez más complejas, que en lugar de emplear los acordes de subdominante,
dominante y tónica se escogieran cada vez más sus sustitutos y que éstos, a su
vez, también sufrieran variaciones, condujo a la ruptura de la tonalidad. Los
sustitutos fueron cobrando cada vez una mayor autonomía. Cabía la posibilidad
de entrar de vez en cuando en alguna tonalidad distinta. (Cuando se pasó de las
teclas blancas a las negras, alguien se formuló la pregunta: “Bueno, ¿y ahora
tengo que bajar de nuevo?”) Los sustitutos se hicieron tan predominantes que
desapareció la necesidad de regresar a la tonalidad principal. A ese estadio de
la tonalidad pertenecen todas las obras que Schönberg, Berg y yo compusimos
antes del año 1908.
¿Hacia dónde caminar? ¿O es que acaso se debe
regresar hacia aquellas relaciones implícitas en la armonía tradicional? Estos
cuestionamientos nos daban la sensación de que “¡no necesitábamos ya esas
relaciones, de que nuestro oído se sentía satisfecho también sin la tonalidad!”
La época, sencillamente, estaba madura para la desaparición de la tonalidad. Lo
cual conllevó una ardua lucha y fue preciso superar obstáculos de toda índole,
incluso algunos terribles, el miedo: “¿Aquello era posible?” Y así sucedió que
poco a poco, de un modo firme y consciente, se dejaron de escribir obras en una
determinada tonalidad.
Les habla alguien que fue testigo de primera
mano y que participó en la lucha. Todos estos acontecimientos se fueron
superponiendo unos a otros, pero para nosotros las cosas sucedieron de un modo
inconsciente e intuitivo. Sin embargo, jamás en la historia de la música se
opuso una resistencia tan tenaz como la que se opuso ante estas cuestiones.
Es absurdo, por supuesto, referirnos aquí a
las objeciones de tipo “social”. ¿Por qué la gente no entiende esta música?»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Nortesur, 2009, en
traducción de José Aníbal Campos González, pp. 85-91. ISBN: 978-84-936369-9-9.]
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