miércoles, 14 de julio de 2021

Un hilo de humo.- Andrea Camilleri (1925-2019)


Resultado de imagen de andrea camilleri «Al entrar, pues, en el Círculo de los Nobles para hablar con el marqués Simone Curtò di Baucina de un asunto de la mina, había sentido en la piel como una ventolera, un soplo fresco. He aquí, era exactamente ésta la sensación que lo había impulsado a preguntar:
 -¡Díganme en seguida qué ha sucedido!
 -¡Romeres está jodido! –respondió el padre Imbornone, sobre cuya cara de tarta, como un anónimo había escrito en una octavilla distribuida en la plaza algún tiempo antes, se reflejaba el libertinaje, porque nunca hubo un hombre tan brutal en los placeres sensuales en los cuales derrocha su dinero pero que hoy por hoy sólo reflejaba alegría maligna en el brillo de los ojitos porcinos.
 -Perdonen, pero, ¿quién es este Romeres? –preguntó. Conocía a uno, picador, siempre al fondo de la mina, padre de siete hijos, que ya había esputado la mitad de los pulmones y por eso le pareció extraño que tantos gentilhombres se divirtieran porque un pobre diablo estaba definitivamente jodido.
 -Ah, es verdad, usted lo conoce como Salvatore Barbabianca –explicó don Agostino Fiandaca.
 -¿Por qué, Barbabianca no se llama así?
 -Usted no es de aquí –antepuso el padre Imbornone-. Debe saber, pues, que “barbabianca” era un sobrenombre , un mote que se le había puesto a Romeres hace cincuenta años, cuando se trasladó a Vigàta sólo él sabe de dónde. Hacía de alfarero, fabricaba vasijas de terracota –que estaban todas crudas y mantenían el agua, con todo respeto, caliente como la meada- y, en consecuencia, siempre tenía la barba sucia de greda y yeso blanco. Éste es el origen del mote.
 -¿Y de pobre alfarero ha conseguido convertirse en un hombre tan poderoso? –preguntó, asombrado.
 -Sí, señor.
 -Un verdadero self-made-man.
 -Un verdadero jode-made-man –corrigió el padre Imbornone, hablando claro como tenía por costumbre y siguió:
 “Es un hombre que aquí ha hecho más daño que una fiera, y era justo. Porque Barbabianca es la espuma de esta nueva sociedad que enseña a no respetar a nadie.
 -¡Otra vez con la misma música! –intervino el marqués Curtò di Baucina, que hasta aquel momento había asistido mudo a la escena.
 -Deje que se lo ruegue, querido marqués, uno que tiene más mundología que usted, con el debido respeto. Barbabianca es un mierda que flotado sobre toda la cloaca de ideas que nos ha regalado la unidad: primero liberal antiborbónico, luego espía de los garibaldinos, luego inscrito en la sociedad masónica…
 -Ha sido siempre coherente –interrumpió, testarudo, el marqués.
 -Entonces, ¿sabe adónde lo llevará su coherencia, como la llama usted? –espetó el padre Imbornone encendiéndose como una cerilla-. Si hoy se libra de esta desgracia que le está ocurriendo, mañana estará dispuesto a aliarse con esos cabezas calientes de los De Felice-Giuffrida, de los Bosco, de los Verro, con esos que han echado mano de la historia de los fascios sicilianos y se llenan la boca con gilipolleces como igualdad social, emancipación, colectivización…
 -No entiendo adónde quiere ir a parar.
 -No quiero ir a parar a ninguna parte, egregio amigo, ¡es usted quién debe ir parando el culo!
 -¡Tratemos de no mear fuera del tiesto, padre Imbornone!
 -Le pido excusas. En seguida pierdo la cabeza, ante estas cosas lo veo todo rojo. Quiero decir que me juego todo lo jugable a que en cuanto estos locos comiencen a hacer huelgas, además de en los campos, también en las minas, el cabecilla será nuestro Barbabianca que, con una hermosa bandera roja en la mano, se pondrá a dar voces de que lo nuestro es suyo y de que lo suyo debe seguir siendo suyo. ¡Y usted despídase de sus minas!
 -¡Cuando llegue ese momento me despediré de ellas con placer!
 -¡Por Dios, cuando lo oigo razonar así, me pregunto si por sus venas corre de verdad sangre de noble!
 -¿Qué coño quiere decir, eh? ¡Explíquese mejor, si tiene el valor!
 Comprendiendo que había ido demasiado lejos, el padre Imbornone murmuró algo que acaso podía ser parecer una solicitud de excusas, mientras que don Agostino Fiandaca se afanaba por calmar al marqués.
 -Aún no entiendo –espetó Lemonnier, que no se había impresionado por la escena, que ya estaba encallecido ante aquellas disputas que se alzaban súbitas como fuegos artificiales y caían a plomo con la misma rapidez-. Está bien la política y todo lo demás, pero, ¿cómo hizo Barbabianca para reunir toda esa pasta?
 -Robando.
 Y esta vez fue un coro, una concordia absoluta.
[…]

 -Hace unos quince años, hacia el setenta y cinco –estaba diciendo el marqués Curtò-, desembarcaron en Sicilia dos comisiones de investigación, digo dos, y vinieron también por nuestros parajes, haciéndonos tal cantidad de preguntas que parecía que hubiéramos vuelto a la escuela.
 -Dice bien, el marqués –se entrometió el padre Imbornone-. Ésos, cada vez que caen por aquí, vienen con aires de tener algo que enseñarnos.
 -Pero –continuó el marqués-, a mí me dio enseguida que pensar el hecho de que, siguiendo con el azufre, mientras llamaban para interrogarlos, yo qué sé, a Genuardi, Contarini o Giambertoni, honestísimas personas…
 -¡Honestísimas! ¡Honestísimas! –proclamó el padre Imbornone poniéndose una mano en el pecho como para indicar que estaba dispuesto a sostener su convicción incluso en el juicio final y al mismo tiempo haciendo un guiño, socarrón, hacia el ingeniero Lemonnier.
 -… honestísimas personas –prosiguió pacientemente el marqués-, que se habían ocupado de minas y de almacenes con las manos siempre limpias, nuestro queridísimo Romeres era dejado en su casa fresco como una lechuga.
Resultado de imagen de andrea camilleri un hilo de humo -No es exacto –espetó don Agostino Fiandaca-, tuvo un contacto con la primera comisión: el senador Cusa fue a comer a su casa.
 -Sea como fuere –dijo el marqués-, al principio estas comisiones parecían una cosa seria y, en cambio, ¿cuál ha sido el resultado? Todos los señores comisarios se han dejado embaucar con esta historia de la mafia y se han puesto a escribir cosas fantásticas.
 -¿Por tanto la mafia es algo fantástico? –preguntó ansioso don Agostino Fiandaca, a quien semejante hipótesis daba estremecimientos de alegría, dado que como vigilantes y arrendatarios solía coger sólo a personas previamente convenidas, de respeto.
 -Usted tiene una gran capacidad para no entender lo que quiero decir.
 -No soy yo quien no entiende, es usted que tiene el bendito vicio de partir un cabello en cuatro ¡y uno acaba perdiéndose!
 -Entonces me explico con un ejemplo. Pongamos que Sicilia es un árbol, ¿está bien? Un árbol enfermo. Estos señores han empezado afirmando: “Este árbol tiene en el tronco manchas así y asá, tiene las ramas medio podridas, tiene las hojas mitad de este color y mitad amarillentas” y luego se han vuelto a casa contentos y felices.
 -No es exactamente así –intervino el barón Raccuglia-, Franchetti y Sonnino también han escrito, como para dar un ejemplo, que el gobierno no había hecho más que mandar a Sicilia a los peores empleados y al peor personal policial.
 -¿Sabe qué, dice el proverbio? Al ahogado, una piedra al cuello.
 -¿Es decir…? –preguntó Lemonnier.
 -Es decir, si un árbol está enfermo y todos los días le meo encima, el árbol se muere antes. Pero esto no significa que haya sido mi meada la que haya enfermado el árbol. Puede ser que las razones sean más lejanas, incluso entre las raíces bajo tierra, y entonces es preciso tener ganas de cavar y cavar sin saber qué encontrarás, un nido de víboras o una piedra ferruginosa que te mella la azada. Para ser un buen médico no basta con descubrir una enfermedad, también hay que saber curarla.
 -Y según usted, ¿cuáles serían las curas?... –preguntó otra vez el ingeniero Lemonnier.
 -Serían que son demasiado largas de decir y es hora de irse a casa a comer. Pero como pasar cinco minutos más, le hago una pregunta: cuando Garibaldi desembarcó en Marsala…
 -Con los vapores de Rubattino –se entremetió el padre Imbornone, y rió haciendo girar varias veces el brazo derecho en un gesto que quería significar oscuros e indecibles sobrentendidos.
 -… cuando Garibaldi desembarcó en Marsala, ¿sabe cuántos telares funcionaban aquí en Sicilia?
 -No.
 -Se lo digo yo: unos tres mil. ¿Y sabe cuántos siguen funcionando después de la unidad?
 -No.
 -Menos de doscientos, egregio amigo.
 -Rubattino, Rubattino –canturreó el padre Imbornone.
 -Y las telas que han comenzado a llegar de Biella hemos tenido que pagarlas al doble de precio. Y la gente que se ganaba el pan con los telares se ha ido, con todo respeto, a hacer puñetas.
 -Dado que le están dando una clase de historia –intervino el padre Imbornone-, ¿conoce el asunto del “patriota” Rubattino, un nombre que es todo un programa?
 -Creo que ya no sé nada.
 -Rubattino tenía el agua al cuello, estaba a punto de quebrar, y aprovechó la ocasión al vuelo. Le dio a Garibaldi dos destartalados vapores que sólo Dios sabe cómo hacían para mantenerse a flote –eran más agujeros que vapores- y nuestro general, recién llegado a Palermo, puso las manos, y también los codos en nuestras arcas y se los pagó, en oro, al triple de su valor. Y así los sicilianos pudieron comprender enseguida cómo se administraban los asuntos de Estado.
 -¿Por qué, según usted, con los Borbones?... –intervino, provocador, el marqués Curtò.
 -No me toque a los Borbones, por favor, no me los toque –saltó el padre Imbornone-. ¡Desde este punto de vista me saco el sombrero! Quizá podían ser reaccionarios, que no lo creo, a lo sumo defendían lo suyo, ¿o tampoco debían hacer eso? Pero honestos eran, todos de una pieza, ¡y no miro a nadie!»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 2001, en traducción de Juan Carlos Gentile Vitale, pp. 23-26 y 38-42. ISBN: 84-233-3352-3.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: