«Al entrar, pues, en el Círculo
de los Nobles para hablar con el marqués Simone Curtò di Baucina de un asunto
de la mina, había sentido en la piel como una ventolera, un soplo fresco. He
aquí, era exactamente ésta la sensación que lo había impulsado a preguntar:
-¡Díganme en seguida qué ha sucedido!
-¡Romeres está jodido! –respondió el padre
Imbornone, sobre cuya cara de tarta, como un anónimo había escrito en una
octavilla distribuida en la plaza algún tiempo antes, se reflejaba el libertinaje, porque nunca hubo un hombre tan brutal en
los placeres sensuales en los cuales derrocha su dinero pero que hoy por
hoy sólo reflejaba alegría maligna en el brillo de los ojitos porcinos.
-Perdonen, pero, ¿quién es este Romeres?
–preguntó. Conocía a uno, picador, siempre al fondo de la mina, padre de siete
hijos, que ya había esputado la mitad de los pulmones y por eso le pareció
extraño que tantos gentilhombres se divirtieran porque un pobre diablo estaba
definitivamente jodido.
-Ah, es verdad, usted lo conoce como Salvatore
Barbabianca –explicó don Agostino Fiandaca.
-¿Por qué, Barbabianca no se llama así?
-Usted no es de aquí –antepuso el padre
Imbornone-. Debe saber, pues, que “barbabianca” era un sobrenombre , un mote
que se le había puesto a Romeres hace cincuenta años, cuando se trasladó a
Vigàta sólo él sabe de dónde. Hacía de alfarero, fabricaba vasijas de terracota
–que estaban todas crudas y mantenían el agua, con todo respeto, caliente como
la meada- y, en consecuencia, siempre tenía la barba sucia de greda y yeso
blanco. Éste es el origen del mote.
-¿Y de pobre alfarero ha conseguido
convertirse en un hombre tan poderoso? –preguntó, asombrado.
-Sí, señor.
-Un verdadero self-made-man.
-Un verdadero jode-made-man –corrigió el padre
Imbornone, hablando claro como tenía por costumbre y siguió:
“Es un hombre que aquí ha hecho más daño que
una fiera, y era justo. Porque Barbabianca es la espuma de esta nueva sociedad
que enseña a no respetar a nadie.
-¡Otra vez con la misma música! –intervino el
marqués Curtò di Baucina, que hasta aquel momento había asistido mudo a la
escena.
-Deje que se lo ruegue, querido marqués, uno
que tiene más mundología que usted, con el debido respeto. Barbabianca es un
mierda que flotado sobre toda la cloaca de ideas que nos ha regalado la unidad:
primero liberal antiborbónico, luego espía de los garibaldinos, luego inscrito
en la sociedad masónica…
-Ha sido siempre coherente –interrumpió,
testarudo, el marqués.
-Entonces, ¿sabe adónde lo llevará su
coherencia, como la llama usted? –espetó el padre Imbornone encendiéndose como
una cerilla-. Si hoy se libra de esta desgracia que le está ocurriendo, mañana
estará dispuesto a aliarse con esos cabezas calientes de los De
Felice-Giuffrida, de los Bosco, de los Verro, con esos que han echado mano de
la historia de los fascios sicilianos y se llenan la boca con gilipolleces como
igualdad social, emancipación, colectivización…
-No entiendo adónde quiere ir a parar.
-No quiero ir a parar a ninguna parte, egregio
amigo, ¡es usted quién debe ir parando el culo!
-¡Tratemos de no mear fuera del tiesto, padre
Imbornone!
-Le pido excusas. En seguida pierdo la cabeza,
ante estas cosas lo veo todo rojo. Quiero decir que me juego todo lo jugable a
que en cuanto estos locos comiencen a hacer huelgas, además de en los campos,
también en las minas, el cabecilla será nuestro Barbabianca que, con una
hermosa bandera roja en la mano, se pondrá a dar voces de que lo nuestro es
suyo y de que lo suyo debe seguir siendo suyo. ¡Y usted despídase de sus minas!
-¡Cuando llegue ese momento me despediré de
ellas con placer!
-¡Por Dios, cuando lo oigo razonar así, me
pregunto si por sus venas corre de verdad sangre de noble!
-¿Qué coño quiere decir, eh? ¡Explíquese mejor,
si tiene el valor!
Comprendiendo que había ido demasiado lejos,
el padre Imbornone murmuró algo que acaso podía ser parecer una solicitud de
excusas, mientras que don Agostino Fiandaca se afanaba por calmar al marqués.
-Aún no entiendo –espetó Lemonnier, que no se
había impresionado por la escena, que ya estaba encallecido ante aquellas
disputas que se alzaban súbitas como fuegos artificiales y caían a plomo con la
misma rapidez-. Está bien la política y todo lo demás, pero, ¿cómo hizo
Barbabianca para reunir toda esa pasta?
-Robando.
Y esta vez fue un coro, una concordia
absoluta.
[…]
-Hace unos quince años, hacia el setenta y
cinco –estaba diciendo el marqués Curtò-, desembarcaron en Sicilia dos
comisiones de investigación, digo dos, y vinieron también por nuestros parajes,
haciéndonos tal cantidad de preguntas que parecía que hubiéramos vuelto a la
escuela.
-Dice bien, el marqués –se entrometió el padre
Imbornone-. Ésos, cada vez que caen por aquí, vienen con aires de tener algo
que enseñarnos.
-Pero –continuó el marqués-, a mí me dio
enseguida que pensar el hecho de que, siguiendo con el azufre, mientras
llamaban para interrogarlos, yo qué sé, a Genuardi, Contarini o Giambertoni,
honestísimas personas…
-¡Honestísimas! ¡Honestísimas! –proclamó el
padre Imbornone poniéndose una mano en el pecho como para indicar que estaba
dispuesto a sostener su convicción incluso en el juicio final y al mismo tiempo
haciendo un guiño, socarrón, hacia el ingeniero Lemonnier.
-… honestísimas personas –prosiguió pacientemente
el marqués-, que se habían ocupado de minas y de almacenes con las manos
siempre limpias, nuestro queridísimo Romeres era dejado en su casa fresco como
una lechuga.
-No es exacto –espetó don Agostino Fiandaca-,
tuvo un contacto con la primera comisión: el senador Cusa fue a comer a su
casa.
-Sea como fuere –dijo el marqués-, al
principio estas comisiones parecían una cosa seria y, en cambio, ¿cuál ha sido
el resultado? Todos los señores comisarios se han dejado embaucar con esta
historia de la mafia y se han puesto a escribir cosas fantásticas.
-¿Por tanto la mafia es algo fantástico?
–preguntó ansioso don Agostino Fiandaca, a quien semejante hipótesis daba
estremecimientos de alegría, dado que como vigilantes y arrendatarios solía
coger sólo a personas previamente convenidas, de respeto.
-Usted tiene una gran capacidad para no
entender lo que quiero decir.
-No soy yo quien no entiende, es usted que
tiene el bendito vicio de partir un cabello en cuatro ¡y uno acaba perdiéndose!
-Entonces me explico con un ejemplo. Pongamos
que Sicilia es un árbol, ¿está bien? Un árbol enfermo. Estos señores han
empezado afirmando: “Este árbol tiene en el tronco manchas así y asá, tiene las
ramas medio podridas, tiene las hojas mitad de este color y mitad amarillentas”
y luego se han vuelto a casa contentos y felices.
-No es exactamente así –intervino el barón
Raccuglia-, Franchetti y Sonnino también han escrito, como para dar un ejemplo,
que el gobierno no había hecho más que mandar a Sicilia a los peores empleados
y al peor personal policial.
-¿Sabe qué, dice el proverbio? Al ahogado, una
piedra al cuello.
-¿Es decir…? –preguntó Lemonnier.
-Es decir, si un árbol está enfermo y todos
los días le meo encima, el árbol se muere antes. Pero esto no significa que
haya sido mi meada la que haya enfermado el árbol. Puede ser que las razones
sean más lejanas, incluso entre las raíces bajo tierra, y entonces es preciso
tener ganas de cavar y cavar sin saber qué encontrarás, un nido de víboras o
una piedra ferruginosa que te mella la azada. Para ser un buen médico no basta
con descubrir una enfermedad, también hay que saber curarla.
-Y según usted, ¿cuáles serían las curas?...
–preguntó otra vez el ingeniero Lemonnier.
-Serían que son demasiado largas de decir y es
hora de irse a casa a comer. Pero como pasar cinco minutos más, le hago una
pregunta: cuando Garibaldi desembarcó en Marsala…
-Con los vapores de Rubattino –se entremetió
el padre Imbornone, y rió haciendo girar varias veces el brazo derecho en un
gesto que quería significar oscuros e indecibles sobrentendidos.
-… cuando Garibaldi desembarcó en Marsala,
¿sabe cuántos telares funcionaban aquí en Sicilia?
-No.
-Se lo digo yo: unos tres mil. ¿Y sabe cuántos
siguen funcionando después de la unidad?
-No.
-Menos de doscientos, egregio amigo.
-Rubattino, Rubattino –canturreó el padre
Imbornone.
-Y las telas que han comenzado a llegar de
Biella hemos tenido que pagarlas al doble de precio. Y la gente que se ganaba
el pan con los telares se ha ido, con todo respeto, a hacer puñetas.
-Dado que le están dando una clase de historia
–intervino el padre Imbornone-, ¿conoce el asunto del “patriota” Rubattino, un
nombre que es todo un programa?
-Creo que ya no sé nada.
-Rubattino tenía el agua al cuello, estaba a punto
de quebrar, y aprovechó la ocasión al vuelo. Le dio a Garibaldi dos
destartalados vapores que sólo Dios sabe cómo hacían para mantenerse a flote
–eran más agujeros que vapores- y nuestro general, recién llegado a Palermo,
puso las manos, y también los codos en nuestras arcas y se los pagó, en oro, al
triple de su valor. Y así los sicilianos pudieron comprender enseguida cómo se
administraban los asuntos de Estado.
-¿Por qué, según usted, con los Borbones?...
–intervino, provocador, el marqués Curtò.
-No me toque a los Borbones, por favor, no me
los toque –saltó el padre Imbornone-. ¡Desde este punto de vista me saco el
sombrero! Quizá podían ser reaccionarios, que no lo creo, a lo sumo defendían
lo suyo, ¿o tampoco debían hacer eso? Pero honestos eran, todos de una pieza,
¡y no miro a nadie!»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 2001, en traducción de Juan Carlos Gentile Vitale, pp.
23-26 y 38-42. ISBN: 84-233-3352-3.]
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