Libro segundo: De la
utilidad y del deleite de la poesía
Capítulo I: De la
razón y origen de la utilidad poética
«Habiendo ya examinado en el precedente libro la esencia y definición de
la poesía y asentado por su fin el útil y el deleite, procuraré, en este libro,
discurrir difusamente de uno y otro, explicando con la mayor claridad que me
sea posible, en qué consistan, de qué procedan y en qué modo el poeta pueda
conseguir uno y otro fin de deleitar e instruir en sus versos. Materia vasta y
enmarañada, pero importantísima, como la de quien pende el ser de poeta y la
perfección de la poesía en general y particularmente de la lírica, cuyas reglas
se fundan en lo que en todo este libro diremos.
El bien y el mal son los dos ejes o polos
alrededor de los cuales se mueven todas nuestras operaciones, o internas o
externas, que reciben impulso y movimiento de la natural inclinación con que, o
vamos en busca del bien, o huimos del mal. Manifiéstase claramente esto aun en
los niños, que sin razón ni discurso alguno, y sólo por natural sentimiento
huyen de todo lo que les causa dolor y lo aborrecen y aman y anhelan todo lo
que les da placer, manifestando su aversión o su amor con toda la elocuencia
que entonces saben, que es su llanto o su risa. Y no sólo en la infancia y
puericia, sino en toda la vida del hombre se experimenta que todas sus acciones
son movidas y ocasionadas de esta natural inclinación al bien o a la utilidad
(que es una cosa misma) y aversión al mal. Si el placer tiene tanta parte en
las acciones humanas, es porque se considera como un bien, por un tácito
silogismo (aunque a veces falaz) con que se arguye que lo que deleita es bueno.
Si nuestra naturaleza se hubiera conservado en aquel feliz estado de inocencia
y con aquellas prendas con que la adornó el Sumo Criador, no habíamos menester
otras artes ni otras ciencias para conseguir nuestra eterna y temporal
felicidad, sino esta sola inclinación al bien y aversión al mal. Esta sola,
(guiada de la razón, entonces señora e iluminada con el conocimiento de los
verdaderos bienes y males) bastaba para dirigir y encaminar a buen fin todas
las acciones humanas; pero como por la transgresión de nuestros primeros
padres, la naturaleza humana fue despojada de los dones sobrenaturales, que
tanto la ennoblecían y condenada, entre otros castigos, al más deplorable y
lastimoso de una ciega ignorancia. Perdido desde entonces el tino y
conocimiento de los verdaderos bienes y males, hecha sierva la razón, tirano el
apetito, se vio el hombre, a fuer de ciego, andar como a tientas en busca de
bienes y tropezar con males, no sabiendo discernir éstos de aquéllos por la
obscuridad en que caminaba. Fue preciso entonces que el hombre mismo, volviendo
en sí, y no sin favor divino, se valiese de la escasa luz de hachas y fanales,
quiero decir de las artes y ciencias, para vencer, con este medio, el horror de
tan obscura noche y distinguir la verdad de las cosas. La teología le alumbró
para las sobrenaturales, la física para las sensibles, la moral para las
humanas y así las demás artes y ciencias le hicieron luz para descubrir algo de
la verdad. Pero, entre todas, la que con luz más proporcionada a nuestros ojos
y más útil, al paso que más brillante, resplandece es la poesía; porque, como
los que salen de un paraje obscuro no pueden sufrir luego los rayos del sol, si
primero no acostumbran poco a poco la vista a ellos, así, según el pensamiento
de Plutarco, los que de las tinieblas de la ignorancia común salen a la luz de
las ciencias más luminosas, quedan deslumbrados al golpe repentino de su
excesivo resplandor. Mas como la luz de la poesía, en quien está mezclado lo
verdadero a lo aparente e imaginario, es más templada y ofende menos la vista
que la de la moral, en quien todo es luz sin sombra alguna, puede el hombre
acercarse a ella sin cegar y fijar los ojos en sus rayos sin molestia ni
cansancio.
Ésta es la razón y éste el origen de la
utilidad poética, que consiste en que siendo nuestra vista débil y corta, y no
pudiendo por eso sufrir, sin cegar, todos de golpe los rayos de la moral, se
acomoda con gusto y provecho a la moderada luz de la poesía, que con sus
fábulas y velos interpuestos rompe el primer ímpetu y templa la actividad de la
luz de las demás ciencias. Tras esto, como los hombres apetecen más lo
deleitable que lo provechoso, encuentran desabrido todo lo que no los
engolosina con el sainete de algún deleite, y esto es lo que se halla
abundantemente en la poesía y la hace utilísima; pues las otras ciencias nos
enseñan la verdad simple y desnuda, y el camino de la virtud y de la gloria,
arduo, áspero y lleno de abrojos; mas, por el contrario, la poesía nos enseña
la verdad, pero adornada de ricas galas, y, como dice Tasso, “sazonada en
dulces versos” y nos guía a la virtud y a la gloria por un camino amenísimo,
cuya hermosura engaña y embelesa de tal suerte nuestro cansancio, que nos
hallamos en la cumbre sin sentir que hemos subido una cuesta muy áspera. Nos
dice, por ejemplo, la filosofía, que la pobreza puede ser feliz si quiere serlo;
que vencer una pasión propia es mayor hazaña que triunfar de un enemigo; que la
riqueza ni el poder no hacen feliz al hombre, etc. Éstas y otras mil máximas y
verdades semejantes que nos enseña la filosofía son simples, desnudas, como se
suele decir, son cuesta arriba para el vulgo que, despreciándolas por su
desnudez y desechándolas por su novedad, o no les da oídos o las juzga
extravagantes e impracticables. Pero la poesía, siguiendo otro rumbo, propone
estas mismas máximas con tal artificio, con tales adornos, y con colores y
luces tan proporcionadas a la corta vista del vulgo, que no hallando éste razón
para negarse a ellas, es preciso que se dé a partido y se deje vencer de su
persuasión. Las severas máximas de la filosofía no sólo no adornan la verdad ni
persuaden la virtud que enseñan, sino que antes parece que ahuyentan a los
hombres de ellas por la austeridad y entereza que ostentan; pero la poesía
persuade con increíble fuerza aquello mismo que enseña. La filosofía, en fin,
habla al entendimiento; la poesía al corazón, en cuyo interior alcázar,
introduciendo disfrazadas las máximas filosóficas, se enseñorea de él como por
interpresa, y logra con estratagema lo que otras ciencias no pueden lograr con
guerra abierta.
Ésta es la utilidad principal de la poesía, a
la cual se puede añadir la que resulta de la misma considerada como recreo y
entretenimiento honesto, en cuya consideración hace grandes ventajas a todas
las demás diversiones, pues la poesía, finalmente, aunque carezca de toda otra
utilidad, tiene, por lo menos, la de enseñar discreción, elocuencia y
elegancia.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2008, en
edición de Russell P. Sebold, pp. 221-224. ISBN: 978-84-376-2480-8.]
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