Segunda parte
Capítulo III: El
cómico en la escuela
«Pero ya entrábamos a clase y cada uno se puso
en su sitio. El alumno nuevo se sentó cerca de la columna, a la izquierda del
largo banco en el cual Meaulnes ocupaba, a la derecha, el primer sitio.
Giraudat, Delouche y los otros tres del primer banco se habían apretado unos
contra otros para hacerle sitio, como si todo lo hubieran convenido de
antemano.
A menudo, en invierno, teníamos así entre
nosotros alumnos de paso, marineros atrapados por los hielos del canal,
aprendices, viajeros inmovilizados por la nieve. Venían a clase dos días, un
mes, raramente más… Objetos de curiosidad durante la primera hora, se les
olvidaba enseguida y pronto desaparecían entre el montón de los alumnos
corrientes.
Pero este no se iba a hacer olvidar tan
pronto. Todavía recuerdo a este tipo singular y todos los tesoros extraños que
llevaba en su cartera que se colgaba a la espalda. Primero fue la pluma “con
vistas”, que sacó para hacer el dictado. En un agujerito del mango, cerrando un
ojo, se veía aparecer, turbia y exagerada, la basílica de Lourdes o algún
monumento desconocido. Escogió uno y los otros lo pasaron de mano en mano.
Después fue un plumier chino, lleno de compases y de instrumentos divertidos,
que fueron deslizándose por el banco de la izquierda, silenciosamente, con
disimulo, de mano en mano, bajo los cuadernos, para que el señor Seurel no
pudiera ver nada.
Pasaron también libros nuevos que yo miraba
con envidia, ya que había leído los títulos en las cubiertas de los raros
volúmenes de nuestra biblioteca: La loma de los mirlos, La roca de las
gaviotas, Mi amigo Benois… Unos, sobre las rodillas, hojeaban con una mano los
volúmenes venidos de no se sabía dónde, quizá robados, y con la otra mano
escribían el dictado. Otros hacían girar los compases dentro de los cajones.
Otros, rápidamente, mientras el señor Seurel volviendo la espalda continuaba el
dictado yendo del pupitre a la ventana, cerraban un ojo y apagaban el otro a la
vista glauca y agujereada de Nuestra Señora de París. Y el alumno forastero, la
pluma en la mano, su perfil fino contra la columna gris, guiñaba los ojos
satisfecho de todo aquel juego furtivo que se organizaba a su alrededor.
Poco a poco, con todo eso, la clase se
inquietó: los objetos que se “hacían pasar”, a medida que llegaban, uno después
de otro, a manos del gran Meaulnes, éste, negligentemente, sin mirarlos, los
dejaba a su lado. Pronto formaron un montón, matemático y de diversos colores,
como el que hay a los pies de la mujer que representa la Ciencia en las
composiciones alegóricas. El señor Seurel iba fatalmente a descubrir aquella
exposición insólita y se daría cuenta del manejo. Además, debía estar pensando
en hacer una investigación sobre los acontecimientos de la noche. La presencia
del cómico vino a facilitar su tarea…
No tardó, en efecto, en pararse sorprendido
delante del gran Meaulnes.
-¿De quién es todo esto? –preguntó señalando
“todo eso” con el lomo de su libro cerrado sobre su índice.
-Yo no sé nada –respondió Meaulnes, con un
tono malhumorado, sin levantar la cabeza.
Pero el colegial desconocido intervino.
-Es mío –dijo.
Y añadió enseguida, con un amplio gesto
elegante de joven señor, al que no pudo resistir el viejo preceptor:
-Pero si quiere mirarlos, los pongo a vuestra
disposición.
Entonces, en unos segundos, sin ruido, como
para no turbar el nuevo estado de cosas que se había creado, toda la clase se
deslizó, curiosa, alrededor del maestro, que inclinaba sobre ese tesoro la cabeza,
medio calva, medio rizada, y del joven personaje pálido que daba las
explicaciones necesarias con aire de triunfo tranquilo. Entretanto, silencioso
en su banco, abandonado del todo, el gran Meaulnes había abierto su cuaderno de
borrador y, frunciendo el entrecejo, se absorbía en un problema difícil.
La hora del recreo nos sorprendió en esta
ocupación. No habíamos acabado el dictado y reinaba el desorden en la clase. A
decir verdad, el recreo duraba desde por la mañana.
A las diez y media, cuando los alumnos
invadieron el patio sombrío y embarrado, se pudo ver enseguida que había un amo
nuevo que mandaba en los juegos.
De todas las diversiones nuevas que el cómico
introdujo entre nosotros a partir de aquella mañana, sólo me acuerdo de la más
cruel: era una especie de torneo en el que los caballos eran los alumnos
mayores, que llevaban a la espalda a los más pequeños.
Divididos en dos grupos que arrancaban de los
dos extremos del patio, caían los unos sobre los otros tratando de tirar al
suelo al adversario con la violencia del golpe, y los jinetes, usando las
bufandas como lazos o los brazos extendidos como lanzas, se esforzaban en
desmontar a sus rivales. Había quien, perdiendo el equilibrio al esquivar un
golpe, caía al barro, el jinete rodando bajo su montura. Había jinetes medio
desmontados a los que el caballo les agarraba por las piernas y que,
enardecidos en la lucha, volvían a subírsele a la espalda. Montado sobre el
grandote de Delage, que tenía unos miembros desmesurados, el pelo rojo y las
orejas como soplillos, el menudo jinete de la cabeza vendada excitaba a las tropas rivales y dirigía
malignamente su montura riéndose a carcajadas.
Augustin, de pie a la puerta de la clase,
miraba de mal humor cómo se organizaba el juego. Yo estaba junto a él,
indeciso.
-Es un vivo –dijo entre dientes, las manos en
los bolsillos-. Venir aquí esta mañana era la única manera de que no se
sospechara de él. Y el señor Seurel ha caído en la trampa.
Se quedó así un momento, su cabeza rapada al
viento, maldiciendo contra ese comiquillo por quien iban a darse de porrazos
todos aquellos chicos de los que, hasta hacía poco, él había sido capitán. Y
yo, que era un chico pacífico, no dejaba de darle la razón.
Entonces el gran Meaulnes no pudo contenerse.
Agachó la cabeza, se puso en jarras y me gritó:
-¡Vamos allá, François!
Sorprendido por esta decisión repentina, salté
sobre sus hombros sin dudarlo y en un momento estuvimos en medio de la pelea,
mientras que la mayoría de los combatientes, aterrados, huían gritando:
-¡Que viene Meaulnes! ¡Que viene el gran
Meaulnes!
En medio de los que quedaban se puso a dar
vueltas sobre sí mismo, diciéndome:
-¡Extiende los brazos! Agárrales como yo hice
anoche.
Y yo, embriagado por la batalla, seguro del
triunfo, agarraba al pasar a los chicos, que se debatían, oscilaban un instante
sobre los hombros de los mayores y caían al barro. En un abrir y cerrar de ojos
no quedó en pie más que el recién llegado montado sobre Delage; pero este, poco
deseoso de tener que habérselas con Augustin, dando un violento golpe hacia
atrás, se incorporó e hizo desmontar al jinete blanco.
Con la mano sobre el hombro de su cabalgadura,
como un capitán sostiene las riendas de su caballo, el muchacho, de pie en el
suelo, miró al gran Meaulnes con un poco de emoción y una admiración inmensa.
-¡Hay que ver! –dijo.
Pero sonó enseguida la campana dispersando a
los alumnos que se habían reunido a nuestro alrededor esperando una escena
interesante. Y Meaulnes, decepcionado de no haber podido tirar por tierra a su
enemigo, volvió la espalda diciendo con mal humor:
-¡Otra vez será!
Hasta mediodía la clase continuó como en
vísperas de vacaciones, mezclada de intermedios divertidos y de conversaciones
en las que el colegial-cómico era el centro. […] Después contó sus viajes por
los pueblos de los alrededores, cuando descarga el temporal sobre el pobre
techo de cinc del carro y hay que bajarse en las cuestas para empujar las
ruedas. Los alumnos de detrás dejaban sus mesas para venir a escuchar más de
cerca. Los menos noveleros aprovechaban la ocasión para calentarse alrededor de
la estufa. […]
-¿Y de qué vivís? –preguntó el señor Seurel,
que seguía todo aquello con la curiosidad un poco pueril de maestro de escuela
y que preguntaba mucho.
El chico dudó un instante, como si nunca le
hubiese inquietado ese detalle.
-Pues, yo creo que de lo que ganamos el otoño anterior
–respondió-. Es Ganache el que lleva las cuentas.
Nadie le preguntó quién era Ganache.»
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