martes, 13 de julio de 2021

El gran Meaulnes.- Alain Fournier (1886-1914)


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Segunda parte

Capítulo III: El cómico en la escuela

 «Pero ya entrábamos a clase y cada uno se puso en su sitio. El alumno nuevo se sentó cerca de la columna, a la izquierda del largo banco en el cual Meaulnes ocupaba, a la derecha, el primer sitio. Giraudat, Delouche y los otros tres del primer banco se habían apretado unos contra otros para hacerle sitio, como si todo lo hubieran convenido de antemano.
 A menudo, en invierno, teníamos así entre nosotros alumnos de paso, marineros atrapados por los hielos del canal, aprendices, viajeros inmovilizados por la nieve. Venían a clase dos días, un mes, raramente más… Objetos de curiosidad durante la primera hora, se les olvidaba enseguida y pronto desaparecían entre el montón de los alumnos corrientes.
 Pero este no se iba a hacer olvidar tan pronto. Todavía recuerdo a este tipo singular y todos los tesoros extraños que llevaba en su cartera que se colgaba a la espalda. Primero fue la pluma “con vistas”, que sacó para hacer el dictado. En un agujerito del mango, cerrando un ojo, se veía aparecer, turbia y exagerada, la basílica de Lourdes o algún monumento desconocido. Escogió uno y los otros lo pasaron de mano en mano. Después fue un plumier chino, lleno de compases y de instrumentos divertidos, que fueron deslizándose por el banco de la izquierda, silenciosamente, con disimulo, de mano en mano, bajo los cuadernos, para que el señor Seurel no pudiera ver nada.
 Pasaron también libros nuevos que yo miraba con envidia, ya que había leído los títulos en las cubiertas de los raros volúmenes de nuestra biblioteca: La loma de los mirlos, La roca de las gaviotas, Mi amigo Benois… Unos, sobre las rodillas, hojeaban con una mano los volúmenes venidos de no se sabía dónde, quizá robados, y con la otra mano escribían el dictado. Otros hacían girar los compases dentro de los cajones. Otros, rápidamente, mientras el señor Seurel volviendo la espalda continuaba el dictado yendo del pupitre a la ventana, cerraban un ojo y apagaban el otro a la vista glauca y agujereada de Nuestra Señora de París. Y el alumno forastero, la pluma en la mano, su perfil fino contra la columna gris, guiñaba los ojos satisfecho de todo aquel juego furtivo que se organizaba a su alrededor.
 Poco a poco, con todo eso, la clase se inquietó: los objetos que se “hacían pasar”, a medida que llegaban, uno después de otro, a manos del gran Meaulnes, éste, negligentemente, sin mirarlos, los dejaba a su lado. Pronto formaron un montón, matemático y de diversos colores, como el que hay a los pies de la mujer que representa la Ciencia en las composiciones alegóricas. El señor Seurel iba fatalmente a descubrir aquella exposición insólita y se daría cuenta del manejo. Además, debía estar pensando en hacer una investigación sobre los acontecimientos de la noche. La presencia del cómico vino a facilitar su tarea…
 No tardó, en efecto, en pararse sorprendido delante del gran Meaulnes.
 -¿De quién es todo esto? –preguntó señalando “todo eso” con el lomo de su libro cerrado sobre su índice.
 -Yo no sé nada –respondió Meaulnes, con un tono malhumorado, sin levantar la cabeza.
 Pero el colegial desconocido intervino.
 -Es mío –dijo.
 Y añadió enseguida, con un amplio gesto elegante de joven señor, al que no pudo resistir el viejo preceptor:
 -Pero si quiere mirarlos, los pongo a vuestra disposición.
 Entonces, en unos segundos, sin ruido, como para no turbar el nuevo estado de cosas que se había creado, toda la clase se deslizó, curiosa, alrededor del maestro, que inclinaba sobre ese tesoro la cabeza, medio calva, medio rizada, y del joven personaje pálido que daba las explicaciones necesarias con aire de triunfo tranquilo. Entretanto, silencioso en su banco, abandonado del todo, el gran Meaulnes había abierto su cuaderno de borrador y, frunciendo el entrecejo, se absorbía en un problema difícil.
 La hora del recreo nos sorprendió en esta ocupación. No habíamos acabado el dictado y reinaba el desorden en la clase. A decir verdad, el recreo duraba desde por la mañana.
 A las diez y media, cuando los alumnos invadieron el patio sombrío y embarrado, se pudo ver enseguida que había un amo nuevo que mandaba en los juegos.
 De todas las diversiones nuevas que el cómico introdujo entre nosotros a partir de aquella mañana, sólo me acuerdo de la más cruel: era una especie de torneo en el que los caballos eran los alumnos mayores, que llevaban a la espalda a los más pequeños.
 Divididos en dos grupos que arrancaban de los dos extremos del patio, caían los unos sobre los otros tratando de tirar al suelo al adversario con la violencia del golpe, y los jinetes, usando las bufandas como lazos o los brazos extendidos como lanzas, se esforzaban en desmontar a sus rivales. Había quien, perdiendo el equilibrio al esquivar un golpe, caía al barro, el jinete rodando bajo su montura. Había jinetes medio desmontados a los que el caballo les agarraba por las piernas y que, enardecidos en la lucha, volvían a subírsele a la espalda. Montado sobre el grandote de Delage, que tenía unos miembros desmesurados, el pelo rojo y las orejas como soplillos, el menudo jinete de la cabeza vendada  excitaba a las tropas rivales y dirigía malignamente su montura riéndose a carcajadas.
 Augustin, de pie a la puerta de la clase, miraba de mal humor cómo se organizaba el juego. Yo estaba junto a él, indeciso.
 -Es un vivo –dijo entre dientes, las manos en los bolsillos-. Venir aquí esta mañana era la única manera de que no se sospechara de él. Y el señor Seurel ha caído en la trampa.
 Se quedó así un momento, su cabeza rapada al viento, maldiciendo contra ese comiquillo por quien iban a darse de porrazos todos aquellos chicos de los que, hasta hacía poco, él había sido capitán. Y yo, que era un chico pacífico, no dejaba de darle la razón.
Resultado de imagen de alain fournier el gran meaulnes Por todas partes, por todos los rincones, aprovechando la ausencia del maestro, seguía la lucha: los más pequeños habían acabado por subirse los unos encima de los otros, corrían, se revolcaban por el suelo antes de recibir el golpe del adversario… Pronto no quedó nadie de pie en el patio: sólo había un grupo encarnizado y arremolinado del cual surgía, de vez en cuando, la venda blanca del nuevo jefe.
 Entonces el gran Meaulnes no pudo contenerse. Agachó la cabeza, se puso en jarras y me gritó:
 -¡Vamos allá, François!
 Sorprendido por esta decisión repentina, salté sobre sus hombros sin dudarlo y en un momento estuvimos en medio de la pelea, mientras que la mayoría de los combatientes, aterrados, huían gritando:
 -¡Que viene Meaulnes! ¡Que viene el gran Meaulnes!
 En medio de los que quedaban se puso a dar vueltas sobre sí mismo, diciéndome:
 -¡Extiende los brazos! Agárrales como yo hice anoche.
 Y yo, embriagado por la batalla, seguro del triunfo, agarraba al pasar a los chicos, que se debatían, oscilaban un instante sobre los hombros de los mayores y caían al barro. En un abrir y cerrar de ojos no quedó en pie más que el recién llegado montado sobre Delage; pero este, poco deseoso de tener que habérselas con Augustin, dando un violento golpe hacia atrás, se incorporó e hizo desmontar al jinete blanco.
 Con la mano sobre el hombro de su cabalgadura, como un capitán sostiene las riendas de su caballo, el muchacho, de pie en el suelo, miró al gran Meaulnes con un poco de emoción y una admiración inmensa.
 -¡Hay que ver! –dijo.
 Pero sonó enseguida la campana dispersando a los alumnos que se habían reunido a nuestro alrededor esperando una escena interesante. Y Meaulnes, decepcionado de no haber podido tirar por tierra a su enemigo, volvió la espalda diciendo con mal humor:
 -¡Otra vez será!
 Hasta mediodía la clase continuó como en vísperas de vacaciones, mezclada de intermedios divertidos y de conversaciones en las que el colegial-cómico era el centro. […] Después contó sus viajes por los pueblos de los alrededores, cuando descarga el temporal sobre el pobre techo de cinc del carro y hay que bajarse en las cuestas para empujar las ruedas. Los alumnos de detrás dejaban sus mesas para venir a escuchar más de cerca. Los menos noveleros aprovechaban la ocasión para calentarse alrededor de la estufa. […]
 -¿Y de qué vivís? –preguntó el señor Seurel, que seguía todo aquello con la curiosidad un poco pueril de maestro de escuela y que preguntaba mucho.
 El chico dudó un instante, como si nunca le hubiese inquietado ese detalle.
 -Pues, yo creo que de lo que ganamos el otoño anterior –respondió-. Es Ganache el que lleva las cuentas.
 Nadie le preguntó quién era Ganache.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Mondadori, 2004, en traducción de Pilar Gefaell, pp. 127-133. ISBN: 84-397-1059-3.]

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