domingo, 11 de julio de 2021

Tela de sevoya.- Myriam Moscona (1955)


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 «La única forma de traducción que la memoria tiene a su alcance es el lenguaje. Sólo el materno nos da la entrada a ese valle nativo y único en el que decimos mejor aquello que pensamos. Aun cuando hablemos con soltura otros idiomas, aquel en que nos brotan los insultos, las operaciones aritméticas y las expresiones intempestivas suele ser el de nuestra lengua primera. En ella conservamos los fotogramas de toda la cinta vital que nuestro cerebro nos traduce en forma de recuerdos. Aun nuestra memoria visual así como la de temperaturas y olores, texturas y matices, que no requiere de palabras (porque sus palabras son las sensaciones), la captamos a través de un proceso de lenguaje. De modo que no es del todo extraordinario que un grupo de exiliados conserve su lengua y la transmita a los suyos durante un tiempo, pero sí resulta notable que, durante alrededor de treinta generaciones, el ladino se haya mantenido en efervescencia pese a que sus hablantes estaban ya integrados en distintos países europeos y africanos. Lo extraño es lo que ocurrió en algunos destinos de la diáspora.
 La señora S. D., doctora en Bulgaria, estudió y se desarr
olló como pediatra en Sofía. El constante contacto con la realidad de su país, su vida profesional, día y noche, durante cincuenta años, estuvo siempre anclada al búlgaro. Al llegar a su casa, se retiraba la bata de trabajo y cambiaba del búlgaro al ladino. Todas sus relaciones íntimas y familiares, su lengua de hija, hermana, novia y esposa se dieron en ese español arcaico que conoció de niña y que ya no transmitió a sus hijos de la misma forma. Sus hijos nacieron en la segunda mitad del siglo XX, momento en que la práctica del ladino comenzaba a debilitarse. La creación del estado de Israel en 1948 y la aniquilación de cientos de miles de judíos sefardíes, hablantes naturales de la lengua, en los campos de exterminio nazi, son dos de los factores que explican este fenómeno. “Si Israel hubiese decretado además del hebreo, el yiddish y el judeoespañol como lenguas oficiales, la historia hubiese sido otra”, dice con una expresión dulce.
 El señor J. R., de Salónica, pasó toda su juventud en Grecia y jamás aprendió la lengua local. La comunidad sefardí de Salónica era tan numerosa antes de la Segunda Guerra Mundial que bastaba hablar judeoespañol para comprar un litro de leche en el mercado, para tratar con sastres, estibadores del muelle  amigos del barrio. Los hablantes de ladino llegaron a representar sesenta y cinco por ciento de la población total, convirtiéndola en lengua franca entre los pobladores judíos, cristianos y musulmanes. El padre del señor J. R. pertenecía a una familia de clase media alta que decidió mandar a su hijo al Liceo Francés. Su lengua materna era el ladino y su lengua de estudios el francés, tal como ocurría con muchos hijos de familias acomodadas. El joven J. R. podía prescindir del griego. Finalmente, su mundo inmediato se desarrollaba sin dificultades con estas dos lenguas. Después de la trágica historia de persecución (el noventa y cinco por ciento de la población que fue a dar a los campos de concentración no volvió), el señor J. R. llegó a México en los años cuarenta. Aprendió el español local, y aunque siguió empleando algunas expresiones insustituibles en ladino, les dijo a sus tres hijos mexicanos: “Después del exterminio no le veo ningún sentido a insistir en esta transmisión. Para mí, el djudezmo murió en los campos de exterminio y me parece absurdo revivirlo”. No fue el único.
Resultado de imagen de tela de sevoya Caso aparte son las comunidades que se establecieron en Siria (familias que se distinguen, por ejemplo, por los apellidos Galante, Picciotto, Laniado). Su integración a las comunidades locales fue tal que no conservaron el djudezmo como lengua familiar. Razón que explica sólo en parte el hecho de no haber continuado con la práctica del ladino pues no es el único grupo que se fundió con la sociedad local. Las razones profundas de por qué no adoptaron esa lengua que llevaban consigo al salir de España son un enigma aunque hay una posible explicación. Las comunidades judías en Siria son tan antiguas que incluso se mencionan en la Biblia. Damasco, por ejemplo, es considerada la ciudad más antigua del mundo con una población continua. Cuando en el siglo XV y XVI algunos expulsados de España que llegaron a Alepo y a Damasco se integraron a una comunidad que ya estaba allí, se fundieron lingüísticamente al árabe de tal forma que la práctica del castellano del siglo XV se debilitó poco después hasta perderse por completo.

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 La mayoría de los judíos que vivían en Bulgaria eran simples y modestos trabajadores de los barrios pobres del país. Muy pocas familias gozaban de lujos. Y muy pocas también, si es que de verdad las hubo, eran prestamistas, banqueros o dueñas de negocios que produjeran envidia entre la gente. La imagen de los judíos búlgaros difería totalmente de la propaganda nazi que presentaba a “la raza” con la típica imagen de los usureros. “Nuestros judíos son españoles” le dijo el rey Boris al militar Joachim von Ribbentrop, el temible ministro de Relaciones Exteriores de la Alemania nazi. En este “nuestros judíos son españoles” se encerraba una defensa, sin duda, pero también se hacía hincapié en la lengua que serpenteaba en el país, tan distinta a la búlgara, y que lejos de complicar, enriquecía las condiciones culturales de la nación. Los judíos no eran calificados de extranjeros peligrosos que vestían y vivían diferente, hablaban una lengua extraña y llevaban a cabo ritos incomprensibles. Muchos polacos y ucranianos odiaban a los judíos instintivamente porque parecían distintos, extranjeros. Los judíos búlgaros, en cambio, vivían prácticamente igual que sus vecinos. Entre ellos no había hasídicos, ni usaban sombreros o talits (mantos para el rezo); los únicos judíos barbados eran los rabinos que difícilmente se topaban en las calles. Algunos judíos se cuidaban de comer todo kosher, pero la mayoría más bien apreciaba el sabor de los mariscos y de la carne común y corriente. Algunos rezaban durante los sábados y las fiestas sagradas, pero la mayoría no. Muchos trabajaban o se divertían los sábados como un día cualquiera. A los poetas, escritores, compositores de la comunidad judía, se les consideraba artistas nacionales búlgaros. Unos cuantos hablaban de la lengua mejor que los búlgaros de viejas raigambres y cantaban sus canciones y sentían un profundo amor por su país. Los judíos de Bulgaria eran, en suma, una comunidad heterodoxa que no parecía preocupada por su religión. Existía una historia para describir de qué modo, hasta la creencia en Dios era, entre los judíos búlgaros, poco popular. No así su sentido cultural, presente en sus dichos, proverbios, humor, gastronomía y ciertas expresiones verbales. Se contaba, pues, que cuando Jehová bajó a la Tierra a visitar a sus comunidades pudo entrar en todos los países del mundo donde encontraba población judía. Sólo unas puertas encontró selladas: las de Bulgaria. Los judíos no mostraban interés en visitas celestiales.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, 2014, pp. 81-85. ISBN: 978-84-16011-02-5.]

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