Pisapapeles
«La única forma de traducción que la memoria
tiene a su alcance es el lenguaje. Sólo el materno nos da la entrada a ese
valle nativo y único en el que decimos mejor aquello que pensamos. Aun cuando
hablemos con soltura otros idiomas, aquel en que nos brotan los insultos, las
operaciones aritméticas y las expresiones intempestivas suele ser el de nuestra
lengua primera. En ella conservamos los fotogramas de toda la cinta vital que
nuestro cerebro nos traduce en forma de recuerdos. Aun nuestra memoria visual
así como la de temperaturas y olores, texturas y matices, que no requiere de
palabras (porque sus palabras son las sensaciones), la captamos a través de un
proceso de lenguaje. De modo que no es del todo extraordinario que un grupo de
exiliados conserve su lengua y la transmita a los suyos durante un tiempo, pero
sí resulta notable que, durante alrededor de treinta generaciones, el ladino se
haya mantenido en efervescencia pese a que sus hablantes estaban ya integrados
en distintos países europeos y africanos. Lo extraño es lo que ocurrió en
algunos destinos de la diáspora.
La señora S. D., doctora en Bulgaria, estudió
y se desarr
olló como pediatra en Sofía. El constante contacto con la realidad
de su país, su vida profesional, día y noche, durante cincuenta años, estuvo
siempre anclada al búlgaro. Al llegar a su casa, se retiraba la bata de trabajo
y cambiaba del búlgaro al ladino. Todas sus relaciones íntimas y familiares, su
lengua de hija, hermana, novia y esposa se dieron en ese español arcaico que
conoció de niña y que ya no transmitió a sus hijos de la misma forma. Sus hijos
nacieron en la segunda mitad del siglo XX, momento en que la práctica del
ladino comenzaba a debilitarse. La creación del estado de Israel en 1948 y la
aniquilación de cientos de miles de judíos sefardíes, hablantes naturales de la
lengua, en los campos de exterminio nazi, son dos de los factores que explican
este fenómeno. “Si Israel hubiese decretado además del hebreo, el yiddish y el
judeoespañol como lenguas oficiales, la historia hubiese sido otra”, dice con
una expresión dulce.
El señor J. R., de Salónica, pasó toda su
juventud en Grecia y jamás aprendió la lengua local. La comunidad sefardí de
Salónica era tan numerosa antes de la Segunda Guerra Mundial que bastaba hablar
judeoespañol para comprar un litro de leche en el mercado, para tratar con
sastres, estibadores del muelle amigos
del barrio. Los hablantes de ladino llegaron a representar sesenta y cinco por
ciento de la población total, convirtiéndola en lengua franca entre los
pobladores judíos, cristianos y musulmanes. El padre del señor J. R. pertenecía
a una familia de clase media alta que decidió mandar a su hijo al Liceo
Francés. Su lengua materna era el ladino y su lengua de estudios el francés,
tal como ocurría con muchos hijos de familias acomodadas. El joven J. R. podía
prescindir del griego. Finalmente, su mundo inmediato se desarrollaba sin
dificultades con estas dos lenguas. Después de la trágica historia de persecución
(el noventa y cinco por ciento de la población que fue a dar a los campos de
concentración no volvió), el señor J. R. llegó a México en los años cuarenta.
Aprendió el español local, y aunque siguió empleando algunas expresiones
insustituibles en ladino, les dijo a sus tres hijos mexicanos: “Después del
exterminio no le veo ningún sentido a insistir en esta transmisión. Para mí, el
djudezmo murió en los campos de exterminio y me parece absurdo revivirlo”. No
fue el único.
Caso aparte son las comunidades que se
establecieron en Siria (familias que se distinguen, por ejemplo, por los
apellidos Galante, Picciotto, Laniado). Su integración a las comunidades
locales fue tal que no conservaron el djudezmo como lengua familiar. Razón que
explica sólo en parte el hecho de no haber continuado con la práctica del
ladino pues no es el único grupo que se fundió con la sociedad local. Las
razones profundas de por qué no adoptaron esa lengua que llevaban consigo al
salir de España son un enigma aunque hay una posible explicación. Las
comunidades judías en Siria son tan antiguas que incluso se mencionan en la
Biblia. Damasco, por ejemplo, es considerada la ciudad más antigua del mundo
con una población continua. Cuando en el siglo XV y XVI algunos expulsados de
España que llegaron a Alepo y a Damasco se integraron a una comunidad que ya
estaba allí, se fundieron lingüísticamente al árabe de tal forma que la
práctica del castellano del siglo XV se debilitó poco después hasta perderse
por completo.
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La mayoría de los judíos que vivían en
Bulgaria eran simples y modestos trabajadores de los barrios pobres del país.
Muy pocas familias gozaban de lujos. Y muy pocas también, si es que de verdad
las hubo, eran prestamistas, banqueros o dueñas de negocios que produjeran
envidia entre la gente. La imagen de los judíos búlgaros difería totalmente de
la propaganda nazi que presentaba a “la raza” con la típica imagen de los
usureros. “Nuestros judíos son españoles” le dijo el rey Boris al militar
Joachim von Ribbentrop, el temible ministro de Relaciones Exteriores de la
Alemania nazi. En este “nuestros judíos son españoles” se encerraba una
defensa, sin duda, pero también se hacía hincapié en la lengua que serpenteaba
en el país, tan distinta a la búlgara, y que lejos de complicar, enriquecía las
condiciones culturales de la nación. Los judíos no eran calificados de
extranjeros peligrosos que vestían y vivían diferente, hablaban una lengua
extraña y llevaban a cabo ritos incomprensibles. Muchos polacos y ucranianos
odiaban a los judíos instintivamente porque parecían distintos, extranjeros.
Los judíos búlgaros, en cambio, vivían prácticamente igual que sus vecinos.
Entre ellos no había hasídicos, ni usaban sombreros o talits (mantos para el rezo); los únicos judíos barbados eran los
rabinos que difícilmente se topaban en las calles. Algunos judíos se cuidaban
de comer todo kosher, pero la mayoría
más bien apreciaba el sabor de los mariscos y de la carne común y corriente.
Algunos rezaban durante los sábados y las fiestas sagradas, pero la mayoría no.
Muchos trabajaban o se divertían los sábados como un día cualquiera. A los
poetas, escritores, compositores de la comunidad judía, se les consideraba
artistas nacionales búlgaros. Unos cuantos hablaban de la lengua mejor que los búlgaros
de viejas raigambres y cantaban sus canciones y sentían un profundo amor por su
país. Los judíos de Bulgaria eran, en suma, una comunidad heterodoxa que no
parecía preocupada por su religión. Existía una historia para describir de qué
modo, hasta la creencia en Dios era, entre los judíos búlgaros, poco popular.
No así su sentido cultural, presente en sus dichos, proverbios, humor,
gastronomía y ciertas expresiones verbales. Se contaba, pues, que cuando Jehová
bajó a la Tierra a visitar a sus comunidades pudo entrar en todos los países
del mundo donde encontraba población judía. Sólo unas puertas encontró
selladas: las de Bulgaria. Los judíos no mostraban interés en visitas
celestiales.»
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