domingo, 21 de diciembre de 2025

Los monederos falsos.- André Gide (1869-1951)

 

Segunda parte: Saas-Fée
IV.- Bernardo y Laura

  «-Quería preguntarle a usted, Laura -dijo Bernardo-, ¿cree que haya algo en la tierra que no pueda ser puesto en duda?... Hasta el extremo de que sospecho que podría tomarse la duda misma como punto de apoyo; porque, en fin, yo creo que al menos ella no nos faltará nunca. Puedo dudar de la realidad de todo, pero no de la realidad de mi duda. Quisiera... Perdóneme si me expreso de una manera pedante; no soy pedante por naturaleza pero acabo de dejar la filosofía y no puede usted figurarse el hábito que la disertación frecuente impone bien pronto al espíritu; me corregiré de esto, se lo juro.
 -¿Por qué este paréntesis? ¿Usted quisiera...?
 -Quisiera escribir la historia de alguien que escuchase primero a cada cual, que fuese consultando a cada uno, a la manera de Panurgo, antes de decidir cualquier cosa; y que después de haber comprobado que las posiciones de unos y de otros sobre cada punto se contradicen, tomase el partido de no escuchar ya a nadie más que a él, y que se volviese poderoso de golpe.
 -Es un proyecto de viejo -dijo Laura.
 -Soy más maduro de lo que usted cree. Desde hace unos días llevo un diario, como Eduardo; en la página de la derecha escribo una opinión, en cuanto puedo inscribir en la página de la izquierda, bien enfrente, la opinión contraria. Mire usted: la otra tarde, por ejemplo, Sophroniska nos contó que hacía que durmiesen Boris y Bronja con la ventana abierta de par en par. Todo lo que nos dijo en apoyo de ese sistema nos parecía, ¿verdad?, perfectamente razonable y probado. Mas he aquí que ayer, en el salón de fumar del hotel, oí a ese profesor alemán, que acaba de llegar, sostener una teoría opuesta, que me ha parecido, lo confieso, más razonable aún y mejor justificada. Lo importante, decía, es ahorrar, durante el sueño, lo más posible los gastos y ese comercio de cambio que es la vida; lo que él llamaba la carburación; sólo entonces llega a ser el sueño verdaderamente reparador. Citaba como ejemplo a las aves, que colocan su cabeza bajo el ala; a los animales, que se acurrucan para dormir, de manera de no respirar ya apenas; de igual modo, las razas más cercanas a la naturaleza, decía, los campesinos menos cultos se encierran en alcobas; los árabes, con el capuchón de sus albornoces sobre su cara. Pero, volviendo a Sophroniska y a los dos niños a quienes educa, he acabado por pensar que no está del todo equivocada, y que lo que es bueno para otros sería perjudicial para esos muchachos, porque, si he comprendido bien, tienen en ellos gérmenes de tuberculosis. En resumen, yo me digo..., pero la estoy aburriendo.
 -No se preocupe por eso. ¿Decía usted...?
 -Ya no sé.
 -¡Vaya! ¡Ahora se va a enfadar! No se avergüence de sus pensamientos.
 -Me decía que no hay nada bueno para todos, sino únicamente con respecto a algunos; que nada es cierto para todos, sino únicamente con respecto a quien lo cree así; que no hay método ni teoría que sea aplicable indistintamente a cada cual; que si, para obrar, no es necesario elegir, tenemos al menos libre elección; que si no tenemos libre elección, la cosa es más sencilla aún; pero que me parece cierto (no de un modo absoluto, sin duda, sino con respecto a mí) lo que me permite el mejor empleo de mis fuerzas, la puesta en acción de mis virtudes. Porque no puedo contener mi duda y tengo, al mismo tiempo, horror a la indecisión. La "blanda y dulce almohada" de Montaigne no está hecha para mi cabeza, porque no tengo sueño aún ni quiero descansar. Es largo el camino que lleva de lo que yo creía ser a lo que yo soy quizá. A veces tengo miedo de haberme levantado demasiado temprano.
 -¿Tiene miedo?
 -No, yo no tengo miedo de nada. Pero sepa usted que he cambiado ya mucho; o, al menos, mi paisaje interior no es ya en absoluto el mismo que el día en que hui de casa; después, la he encontrado a usted. Inmediatamente he dejado de buscar, por encima de todo, mi libertad. Quizá no ha comprendido usted bien que estoy a su servicio.
 -¿Qué debe entenderse con eso?
 -¡Oh! Ya lo sabe usted bien. ¿Por qué quiere hacérmelo decir? ¿Espera de mí una confesión? No, no, se lo ruego, no vele su sonrisa o sentiré frío.
 -Vamos, mi pequeño Bernardo, no pretenderá que empieza a amarme.
 -¡Oh! No empiezo -dijo Bernardo-. Es usted la que empieza a notarlo, quizá; pero no puede impedírmelo.
 -Me era tan grato no tener que desconfiar de usted. Si desde ahora no voy a poder acercarme a usted más que con preocupación, como a una materia inflamable... Pero piense en la mujer deforme e hinchada que voy a ser muy pronto. Mi solo aspecto sabrá curarlo.
 -Sí, si yo no amase de usted más que el aspecto. Lo primero, además, es que no estoy enfermo; o si es estar enfermo amarla, prefiero no curarme.
 Decía él todo esto gravemente, tristemente casi; la miraba con más ternura que la habían mirado nunca Eduardo o Douviers, pero tan respetuosamente que ella no podía enfadarse.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1987, en traducción de Julio Gómez de la Serna, pp. 201-203. ISBN: 84-85471-54-7.]

domingo, 14 de diciembre de 2025

Lo que Sócrates diría a Woody Allen.- Juan Antonio Rivera (1958 - 2024)

5.- El aburrimiento como fuente de maldad. Calle Mayor.

 «Es algo que también les pasaba a Álex y sus "drugos" en La naranja mecánica: la infraestimulación mental puede convertirse en una terrible, y poco conocida, forma de sufrimiento, capaz de empujar a quien la padece a la comisión de atrocidades aparentemente inexplicables y gratuitas. Y aquí da lo mismo que nos movamos en el entorno psicodélico y futurista de La naranja mecánica o en la atmósfera de viscosas usanzas tradicionales que nos muestra Calle Mayor. Es un fenómeno ubicuo, universal; y para entenderlo mejor, le propongo repasar las nociones de placer y comodidad que están en el núcleo cordial de la película de Bardem.
 La distinción entre placer y comodidad se la debemos al economista de origen húngaro Tibor Scitovsky (1), aunque recuerda fuertemente la separación que ya hiciera en el siglo III a.C. el filósofo griego Epicuro entre placeres estáticos y placeres cinéticos. El placer y la comodidad, aunque son cambios que normalmente experimentan las terminaciones de nuestro sistema nervioso periférico avecindadas en los ojos, la nariz, la piel o las mucosas, se registran como tales en el cerebro. Podemos, como muestra la figura 1, trazar un segmento imaginario en que queden indicados los distintos niveles de activación general del cerebro. En algún punto intermedio de ese segmento se encuentra el óptimo de estimulación cerebral: a la izquierda de ese punto está la zona de infraestimulación y a la derecha, la de sobreestimulación.




 La comodidad (el placer estático, que diría Epicuro) se alcanza cuando estamos instalados en el óptimo y, por ello, libres tanto del dolor de la sobreestimulación (sed, hambre, frío, excitación sexual) como del de la infraestimulación (tedio); cuando estamos fuera de ese óptimo experimentamos displacer, incomodidad. Y el placer es un fenómeno cinético que consiste en el viaje desde la incomodidad hasta la comodidad. Como decía San Agustín: "No hay placer en comer y beber a menos que preceda el malestar del hambre y de la sed". Este viaje placentero lo conseguimos cuando aliviamos la sed bebiendo o la tensión sexual copulando; pero también cuando escapamos del frío calmo del aburrimiento y caldeamos nuestro desnutrido cerebro con alguna novedad que lo alimente. Esto último ha sido menos notado en general. Freud, por ejemplo, concebía el placer de una manera un tanto unilateral: como descarga de la sobreexcitación; descuidando con ello que también hay dolor (y, por lo tanto, posibilidad de escapar de él y, por ello, posibilidad de placer) en la infraestimulación, cuando estamos atrapados en una cierta atonía mental y conseguimos desplazarnos, gracias a alguna novedad benefactora, desde la infraestimulación al óptimo de activación o despertamiento cerebral.
 Como digo, esta última causa de sufrimiento basada en la infraestimulación ha sido menos advertida, y es probable que su primer reconocimiento científico ocurriera durante la Guerra de Corea, cuando los prisioneros de guerra estadounidenses sufrieron eficaces "vaciados de cerebro" sin más presión que la privación prolongada de estímulos mediante un confinamiento en solitario. (Recientemente, funcionarios estadounidenses han puesto en práctica este sofisticado método de tortura con prisioneros de Al Qaeda recluidos en la base de Guantánamo tras el atentado del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York). Desde entonces, varios experimentos de laboratorio han confirmado plenamente el hecho de que la privación sensorial puede llegar a ser en extremo dolorosa. En una prueba llevada a cabo en 1957 se emplearon como sujetos experimentales a estudiantes universitarios bien pagados, bien alimentados y bien atendidos a lo largo de todas las sesiones de prueba; de hecho, sólo tenían que hacer algo tan anodino como reposar en un cuarto protegido de ruidos, usar lentes impenetrables y tener las manos enfundadas en guantes para evitar así toda percepción. Los voluntarios de este experimento pasaron por un período inicial de sueño o relajamiento, pero luego empezaron a padecer los efectos de la privación sensorial prolongada, muy difíciles de soportar: en el lapso de una a ocho horas acabaron teniendo jaqueca, náuseas, confusión, fatiga, alucinaciones y una afectación temporal de diversas facultades mentales. Los universitarios sintieron un deseo agudo de estímulos externos y, tras la experiencia, encontraron alivio y disfrute en cosas tan insípidas como un viejo informe del mercado de valores o una plática sobre los peligros del alcohol dirigida a niños de seis años.
 El sencillo esquema de la figura 1 nos permite sacar algunas interesantes y no muy intuitivas conclusiones. En primer lugar, para poder sentir el placer hay que estar fuera de la situación de comodidad; hay que volver a incurrir en el dolor, en la incomodidad, para poder revivir el placer. Lo malo del dolor no es tanto el dolor mismo cuanto que nos sintamos indefensos para escapar de él hacia la comodidad.» 

 (1) T. Scitovsky, The Joyless Economy, Oxford University Press, Nueva York, 1992.

[El texto pertenece a la edición en español de Espasa Calpe, 2003, pp. 84-86. ISBN: 84-670-1261-7.]

domingo, 7 de diciembre de 2025

Lais.- María de Francia (siglo XII)

El desdichado (Chaitivel) 

 «Me ha venido el deseo de recordar un lai del que he oído hablar a menudo. Os contaré la aventura, os diré el nombre de la ciudad de donde procede. Lo llaman El desdichado, aunque muchos lo nombran Los cuatro duelos

 En Nantes de Bretaña vivía una dama muy bella y bien criada, de maneras muy distinguidas. No hubo en la tierra caballero que no la suplicase, amase y requiriese, con sólo haberla visto una vez. No podía amarlos a todos, pero tampoco quería matarlos de dolor. A todas las damas del mundo mejor les vendría aceptar el amor que no desesperar a unos locos, impulsándoles a cometer actos irresponsables.

 La dama debe agradecer la corte que se le hace con buenos sentimientos. Por cuanto si ella no quiere prestar oídos a sus pretendientes, tampoco debe herirlos con sus palabras, sino honrarlos, guardarles cariño y saber agradecer su amor.

 La dama de la que os quiero hablar, que fue tan requerida de amores por su belleza y gran valía, era cortejada día y noche. Había en Bretaña cuatro barones, cuyos nombres no sabría deciros. Eran muy jóvenes mas de gran hermosura, y caballeros esforzados, valientes, liberales, corteses y generosos. Gozaban de gran estima pública como gentilhombres de la región.

 Los cuatro amaban a la dama y se esforzaban por acometer hazañas de valor. Para obtener su amor, todos hacían cuanto podían. Cada uno la requería para sí y ponía en ello todo su empeño. No hubo ninguno de los cuatro que no cuidase ser el único en conseguirla.

 La dama poseía muy buen sentido. No se precipitó. Reflexionaba a menudo: quería saber cuál sería más digno de su amor, pues parejo valor tenían todos. La elección iba haciéndose imposible. No quería perder a tres a cambio de uno. A todos les ponía buena cara, les daba prendas de su amor, les enviaba sus mensajes. Cada uno sabía no ser el único pero ninguno de los cuatro era capaz de alejarse de la dama, pues todos mantenían la esperanza de ser los elegidos por sus servicios y ruegos.

 De los cuatro conservó el amor, hasta que un año, después de la Pascua, se proclamó un torneo en Nantes. Para reunirse con los cuatro enamorados no sólo vinieron caballeros de la región sino también de otros países: de Francia, de Normandía, de Flandes, de Brabante, del Bolonés, del Anjou. Todos se han congregado allí muy de su gusto y permanecen juntos muchos días. Piensan herirse, la tarde del torneo, con mucha dureza.

 Los cuatro enamorados se armaron y salieron fuera de la ciudad. Detrás venían sus caballeros, pero sobre ellos cuatro recaía principalmente el peso de la hazaña. Los de fuera los han reconocido por sus enseñas y sus escudos y han enviado contra ellos a cuatro de sus caballeros, dos de Flandes y dos del Hainaut, preparados para el ataque. Ninguno de ellos piensa rehuir la batalla. Los enamorados ven que se acercan, no sienten deseos de huir. Lanza baja, picando espuelas, escoge cada uno a su contrincante. Con tal furia se acometieron que los cuatro de fuera cayeron por tierra; los vencedores no recogieron sus caballos, los dejaron vagar sin dueño.

 Se mantenían sobre los vencidos cuando éstos recibieron socorro de sus caballeros. Se trabó gran combate para rescatarlos, no descansaban las espadas.

 La dama, desde una torre, bien podía ver a los suyos. Contemplaba las hazañas de sus enamorados, sin saber a cuál de ellos debía apreciar más.  

 Así dio comienzo el torneo. Las filas, cada vez más nutridas, se cerraron. Más de una vez, ante las puertas, se renovó el combate aquel día. Tan bien se comportaban los cuatro amantes que todos los apreciaban mucho. Hasta que, cuando oscurecía e iban ya a tener que separarse, temerariamente se expusieron lejos de sus mesnadas.

 Y lo pagaron caro, que tres de ellos fueron muertos y el cuarto malherido: una lanza le atravesó el cuerpo por el muslo. A consecuencia de un ataque por el flanco, cayeron los cuatro por tierra. Quienes los han herido así de muerte, arrojan sus propios escudos al suelo. Sentían gran dolor por los caídos; no lo habían hecho a propósito. Gritos y llantos se oyeron por doquier, nunca se había presenciado un duelo semejante. Los de la ciudad se dirigieron al lugar del suceso, deponiendo los otros su hostilidad. Llenos de dolor, dos mil caballeros se despojaron de sus yelmos, mesándose cabello y barbas. Todos eran partícipes de un mismo duelo. Colocaron a cada uno encima de su escudo y los llevaron a la ciudad, a casa de la dama que los había amado.

 En cuanto supo ella esta aventura, cayó desmayada sobre el pavimento. Cuando volvió en sí, recordó a cada uno por su nombre.

 "¡Pobre de mí! -dijo-, ¿qué haré? Ya nunca recuperaré mi alegría. Yo amaba a estos cuatro caballeros y quería a cada uno por sí mismo. ¡Muy gran bien tenía con ellos! Me amaban sobre toda cosa. Yo, por mi parte, les di a entender mi amor, pues se lo merecían por su belleza, por sus hazañas, por su valor, por su generosidad. No quería perderlos a todos para quedarme con uno. Ahora no sé a cuál debo llorar más, pero no he de engañarme: el uno herido, los otros tres muertos, ¡nada queda en el mundo que pueda consolarme! Haré enterrar a los muertos y, si el herido puede curarse, con mucho gusto le cuidaré y le proporcionaré buenos médicos".

 Le hace llevar entonces a las habitaciones y, después, ordena vestir a los otros, ataviándolos rica y noblemente con todo su amor. Gran ofrenda y donación hizo a la riquísima abadía en que recibieron sepultura. ¡Dios les conceda la salvación!»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editora Nacional, 1975, en edición de Luis Alberto de Cuenca, pp. 253-263. ISBN: 84-276-1276-1.] 

domingo, 30 de noviembre de 2025

Antología lírica.- Salvador Espriu (1913-1985)

 Autopresentación

 «No me gusta mucho hablar de mí ni de mis obras, sobre todo de mis poemas. Por otra parte, no sé qué es la Poesía, a no ser un poco de ayuda para vivir rectamente y, tal vez, para bien morir.
 Casi en la raya de los cuarenta años, no puedo llenar ninguna ficha biográfica que tenga el menor interés. Fui amigo de Bartomeu Rosselló, siento una fiel admiración por Ruyra y me place conversar de vez en cuando con uno o dos conocidos. Fui a la Universidad, trabajo para mantenerme y aspiro, sin esperanza, al ocio. Todavía no he tenido tiempo de casarme ni el optimista coraje o la abnegada desesperación para hacerlo. Creo que con la lectura del Predicador, las Cartas a Lucilio, la Divina Comedia, el Príncipe, el Discurso del Método, el Quijote, el Discreto y alguna novela policíaca, se tiene bastante para pasar, sin gritos existencialistas ni otras inadecuadas expresiones, esta triste vida. Detesto los premios literarios, la avaricia y la suciedad, las felicitaciones de Navidad y de onomástica (las cuales agradezco, desde aquí, de una vez para siempre, a la vez que pido a mis amigos que hagan el favor de no recordarme nunca más en esos días), los homenajes, el viento, el desorden y el ruido, salir de noche, comer fuera de casa, eso que llaman "vida de relación", los conciertos, las confidencias, aconsejar, las obscenas expansiones de la vanidad. Mientras me dejen tranquilo, estoy dispuesto en todo momento a creer, de muy buena fe, que tú e incluso usted, no importa quién, son los mejores escritores del mundo. Sedentario, me gustaría viajar de tarde en tarde, con una comodidad incompatible con la modestia de mi pecunio, por lo que determino no moverme casi nunca. Quisiera vivir en el campo, con cuatro árboles y un pedazo de jardín, o por lo menos en una ciudad más limpia que Barcelona, donde la gente no se rebañara tan generosamente el pecho y otras peores y más repugnantes interioridades. Quisiera también ver los cuadros de Vermeer de Delft, poner unas cuantas figurillas de nacimiento de Ramón Amadeu y no tener que escribir ni una línea más.
 Pienso finalmente que la Humanidad está abocada a un próximo y definitivo cataclismo, pero visto que el pequeño acontecimiento es tan indefectible como estúpido, pediría, si me atreviese, que los papeles no nos lo recordasen a cada momento con tantos aspavientos.
                                                                                                                        Barcelona, 14-II-1952.     


Una cerrada felicidad es justamente de mi mundo [de El caminante y el muro]

Tras esta puerta vivo, / mas no sé
si puedo llamarlo vida.

Cuando al anochecer vuelvo / de mi diario odio contra el pan
(¿no sabes que tengo la inmensa / suerte de venderme
a pedazos por una pulcra moneda / que llega a valer ya
muchos menos que nada?), / dejo fuera un viejo abrigo, la esperanza,
y me hundo por el camino de los ojos, / por el vacío espanto donde siento,
más allá, a mi Dios, / siempre más allá, más allá de falsos
profetas y de extrañas culpas / y del viejo necio enfermado por versos
disciplinados como éstos de ahora, con manchas / de oscuras marcas que el aliento de los críticos
un día aclarará para mi vergüenza.

Sí, puedes encontrarme, si eres capaz, / tras la nada glacial de esta
puerta, aquí, donde vivo y siento / la añoranza y el grito de Dios y soy,
con los pájaros nocturnos de mi soledad, / un hombre sin sueños en mi soledad.


XXX [de La piel de toro]

Diversos son los hombres y diversas las hablas / y han convenido muchos nombres a un solo amor.

La vieja y frágil plata se convierte en tarde / detenida en la claridad sobre los campos.
La tierra, con trampas de mil finos oídos, / ha cautivado a los pájaros de las canciones del aire.

Sí, comprende y haz tuya, también, / desde los olivos,
la alta y sencilla verdad de la prisionera voz del viento: / "Diversas son las   
                                                                      hablas y diversos los hombres,
y convendrán muchos nombres a un solo amor".


XLIX [de La piel de toro]

Deja que la grasa de los eunucos se agite con estériles risas
y detenlas cuando te cansen, con el puño cerrado.
Pues tú eres hombre, vieja medida de todas las cosas,
y buscarás en vano una más alta dignidad
en el mundo que miran y comprenden los ojos.
¿Qué puede desesperarte, qué mal no soportarás,
si aceptas el tiempo y la muerte y el honor de servir
los nobles mandamientos de la eterna ley?
Desdeñoso de halagos, de premios y ganancias,
trabaja con esfuerzo para que Sepharad sea 
siempre altivo señor, nunca esclavo que tiembla.
Y cuando llegues ante la puerta de tu noche,
al terminar el camino sin posible retorno,
sepas decir tan sólo: "Gracias por haber vivido"»


 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1978, en edición de José Batlló, pp. 57-58, 197, 253-254 y 259. ISBN: 84-376-0090-1.]

domingo, 23 de noviembre de 2025

La felicidad Zen. Los más bellos cuentos Zen.- Henri Brunel (1928-2020)

La palabra justa

"En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba vuelto hacia Dios y el Verbo era Dios".
Evangelio según San Juan, prólogo, I.


 «Buddha enseñaba que la práctica del "noble sendero óctuple":

    1.- La opinión justa
    2.- El pensamiento justo
    3.- La palabra justa
    4.- El acto justo
    5.- La subsistencia justa
    6.- El esfuerzo justo
    7.- La atención justa
    8.- La concentración justa

conduce a la liberación espiritual, a la sabiduría, a la felicidad. Si no hubiese que coger más que una flor en el sendero, pediría el privilegio de escoger "la palabra justa". Soy un escritor, o digamos un escribidor, un escritorzuelo, en suma, un comerciante de palabras y frases. Pero por insuficiente que yo sea, desde hace catorce obras conozco la pena de escribir. La "palabra" no puede echarse a voleo, a la ligera, sin tener que tragársela algún día y arrepentirse de ella. ¡Hay que cortar, esquejar, injertar, acodar, coger con pinzas, podar, trasladar, sacar del tiesto y trasplantar...!
 "Pon tu obra en el telar, recomienza veinte veces. Púlela sin cesar, repule y vuelve a pulir", escribe Boileau en L'Art poétique. ¿Quieres un ejemplo, lector? Una vez tenía que presentar mi pueblo natal en un diario nacional. Me habían concedido una sola frase. ¡En una sola frase, tenía que "alzarse" un pueblo con su personalidad única, su "resplandor" singular, que lo hiciese "ver", conocer, tal vez amar...! Lo intenté. 
 [...] Entonces me peleé con las palabras, con el papel. Inventé cien giros extraños. Libré aquel "combate con el ángel" del que habla el poeta Rainer Maria Rilke. Era preciso que en unas cuantas palabras hiciese existir mi pueblo, con su rugosidad, su paz, sus campos sembrados de piedras y el circo de los bosques. [...] Todo ello en una sola frase. Escribí:
 "Broc, mi pueblo entre Loira y Loir, es un guijarro atravesado en la garganta de los bosques".
 No sé si lo logré. Uno nunca lo sabe. Pero al azar en una firma de libros, una señora quiso confiarme que yo había conseguido transmitirle el sabor de mi pueblecito, y el redactor en jefe del periódico masculló que, por una vez, no me había excedido en el número de líneas que se me habían asignado. ¡Qué difícil es la palabra justa!
 Estas consideraciones sobre el arte de escribir, que me tocan muy de cerca, no nos alejan del pensamiento zen tanto como parece. La "palabra justa", según los maestros espirituales, es una palabra honrada, apropiada, equitativa. Mantenida al borde del silencio, consciente y breve, reviste a veces una importancia extrema y puede cambiar un destino. He aquí, a este respecto, un bonito cuento indio.


El hombre importante que se hizo anacoreta

 Había una vez un hombre importante casado y padre de familia, fiel devoto de Buddha. Había salido de viaje para presentar sus respetos al Bienaventurado con ocasión de la fiesta de aniversario de su muerte y adornar sus altares con guirnaldas de flores. Su esposa, que se había quedado en casa, recibió la visita de su madre:
 -Entonces, hija, ¿sigues siendo feliz con tu marido? ¿Qué tal se porta contigo?
 -¡No tengo queja, mi querido esposo es un hombre bueno, sabio y virtuoso como un anacoreta!
 La buena señora, que era algo dura de oído, no oyó más que la última palabra, "anacoreta". Enseguida se deshizo en gritos y lamentos:
 -¡Cómo -exclamó-, vaya marido, que abandona a su joven esposa recién casada, con un niño y otro en camino! ¡Eso es abominable! ¡Hacerse anacoreta cuando tiene mujer e hijos pequeños!
 Y, casi llorando, se arañó el rostro, se arrancó los pelos y se cubrió la cabeza de cenizas, todo ello delante de los vecinos: "¡Anacoreta! ¡Qué desgracia más terrible!"
 -¡Que no, mamá -exclamaba alarmada la joven esposa-, que mi marido no se ha hecho anacoreta
 -¡Anacoreta! ¡Ay! - se desgañitaba la vieja sorda-. ¡Qué catástrofe! ¡Qué va a ser de mi hija y de mis pobres nietos! ¡Qué desgracia, qué pena!
 Y corría por el pueblo anunciando a todo el mundo la noticia.
 Cuando Kalyana regresó a casa, sus conciudadanos lo acogieron convencidos de que ahora era anacoreta. Asombrado, consideró que aquello debía de ser un signo del cielo. Arregló sus asuntos, se despidió de su esposa y sus hijos y regresó al monasterio zen del que había sido huésped durante sus devociones. Se hizo realmente anacoreta, pronto se hizo famoso por su santidad y, cuando murió, entró en el cielo de Brahma.

*

 Una palabra puede cambiar el destino.
 Ninguna palabra es totalmente inocente. La "palabra justa" es parca. No hay que añadir sufrimiento al mundo; hay que curar, si se puede, la relación entre los hombres. Ni mentir, ni calumniar, evitar los comadreos. Hablar de un tercero nunca es sabio. Decir mal de él es perjudicarlo, hablar demasiado bien de él es despreciar por comparación al interlocutor. Alentar, reconfortar, valorar, equilibrar, sonreír. Despertar el gusto por las cosas espirituales. La "palabra justa", según los maestros zen, aporta un poco de paz, de sabiduría y de felicidad a este mundo.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones El Barquero, 2004, en traducción de Jerónimo Sahagún, pp. 48-52. ISBN: 84-9716-227-7.]

domingo, 16 de noviembre de 2025

El sentido común y otros escritos.- Thomas Paine (1737-1809)

Justicia agraria (1797)
Argumento para mejorar la condición de los pobres

  «Preservar los beneficios de lo que se considera vida civilizada y remediar, al mismo tiempo, los males que ella ha originado, debería ser considerado uno de los principales objetivos de una legislación moderna.
 Si aquel estado, al que con orgullo o tal vez erróneamente, se le llama civilización, ha promovido más o ha perjudicado más la felicidad general del hombre, es una cuestión que puede ser fuertemente debatida. Por un lado, el espectador se queda maravillado ante la espléndida apariencia; por otro, queda impresionado por la extremada miseria, ambas creadas por él. Lo más rico y lo más miserable de la raza humana se pueden encontrar en los países que se llaman civilizados.
 Para entender lo que el estado de sociedad ha de ser, es necesario tener alguna idea del estado natural y primitivo del hombre; como es hoy en día entre los indios de América del Norte. No hay, en ese estado, ninguno de aquellos espectáculos de miseria humana que la pobreza y la necesidad presentan a nuestros ojos en todas las ciudades y calles de Europa. La pobreza, por consiguiente, es algo creado por lo que se llama vida civilizada. No existe en el estado natural. Por otra parte, el estado natural carece de las comodidades que afluyen de la agricultura, artes, ciencia e industria.
 La vida de un indio es una continua vacación, comparada con la del pobre de Europa. La civilización, por consiguiente, o lo que así se llama, ha operado de dos maneras para hacer a una parte de la sociedad más rica y a la otra parte más miserable de lo que habría sido el futuro de las dos en el estado natural.
 Es siempre posible pasar del estado natural al civilizado; sin embargo, nunca es posible ir del civilizado al natural. La razón es que el hombre en el estado natural, que caza para subsistir, requiere una cantidad diez veces mayor de tierra para batir a fin de procurarse el sustento, que la que necesitaría en un estado civilizado, donde se cultiva la tierra. En consecuencia, cuando un país comienza a poblarse con los recursos adicionales del cultivo, las artes y las ciencias, hay una necesidad de preservar las cosas en ese estado, sin el cual no puede haber sustento para tal vez más de una décima parte de sus habitantes. Lo que, por consiguiente, ahora se debería hacer es remediar los males y preservar los beneficios que han surgido en la sociedad al pasar del estado natural a lo que se llama estado civilizado.
 Considerando, pues, el asunto sobre esta base, el primer principio de la civilización debería haber sido y aún debería ser que la condición de toda persona nacida en el mundo, después de que el estado de civilización comience, no debe ser peor que si hubiera nacido antes de ese período. Pero el hecho es que la condición de millones de personas en Europa es mucho peor que si hubieran nacido antes de que la civilización empezara o entre los indios de América del Norte de hoy en día. Demostraré cómo ha ocurrido este hecho.
 Es una proposición, que no se ha de discutir, que la tierra, en estado natural sin cultivar, fue y debió haber continuado siendo LA PROPIEDAD COMÚN DE LA RAZA HUMANA. En ese estado cada hombre habría nacido con propiedad y habría sido copropietario vitalicio con los demás de la propiedad del suelo con todos sus productos naturales, vegetales y animales.
 Sin embargo, la tierra en su estado natural, como antes se dijo, es sólo capaz de sustentar a un pequeño número de sus habitantes en comparación con lo que es capaz de hacer en su estado de cultivo. Y como es imposible separar las mejoras introducidas por el cultivo de la tierra misma en que éstas se hacen, la idea de la propiedad de la tierra surgió de esta inseparable conexión; a pesar de todo es cierto que únicamente el valor de las mejoras del cultivo, y no la tierra misma, es de propiedad individual. Todo propietario de tierra cultivada, por tanto, debe a la comunidad una renta del suelo, no sé de otro término mejor para expresar la idea del terreno que él posee; y es de esta renta del suelo de la que ha de surgir el fondo propuesto en este plan.
 Se puede deducir, tanto de la naturaleza de las cosas como de todas las historias que nos han transmitido, que la idea de la propiedad de la tierra comenzó con el cultivo, y que jamás hubo una cosa así antes de ese tiempo. No pudo existir en el primitivo estado del hombre, el de la caza; tampoco existió en el segundo, el del pastoreo; ni Abraham, Isaac, Jacob o Job, en la medida en que la historia de la Biblia se pueda acreditar en las cosas probables, fueron poseedores de tierra. Su propiedad consistió, como siempre se ha dicho, en unas cuantas ovejas y alguna que otra piara de cerdos, y viajaban con ellos de un lugar a otro. Las frecuentes disputas de aquel tiempo sobre el uso de pozos en los países secos de Arabia, donde vivió aquella gente, demuestra por su parte que la tierra no se tenía en propiedad. No fue admitido que la tierra pudiera ser localizada como propiedad.
 Originariamente nunca hubo algo parecido a la propiedad de la tierra. El hombre no creó la tierra y, aunque tuviera el derecho natural a ocuparla, no tendría derecho alguno a ubicar su propiedad a perpetuidad en parte alguna; ni al Creador de la tierra se le antojó abrir una oficina de venta de tierras, desde la que se expidieran las primeras escrituras. ¿De dónde, pues, surgió la idea de la propiedad de la tierra? Respondo, como antes, que cuando comenzó el cultivo; la idea de posesión de la tierra comenzó con él; de la imposibilidad de separar las mejoras introducidas por el cultivo de la tierra misma sobre la cual se habían efectuado tales mejoras. El valor de las mejoras excedió de tal manera al de la tierra natural, que en aquel tiempo lo absorbió; hasta que, al final, el derecho común de todos llegó a confundirse con el derecho al cultivo del individuo. No obstante, son dos clases distintas de derechos, y así seguirán mientras el mundo perdure.
 Es únicamente al reconducir las cosas a sus orígenes cuando podemos captar las ideas justas sobre ellas; y es precisamente el adquirir esas ideas lo  que nos posibilita descubrir los límites de lo justo y de lo injusto, y lo que enseña a cada hombre a conocer su derecho. He titulado este tratado Justicia agraria para distinguirlo de Ley agraria. Nada podría haber más injusto en un país adelantado por el cultivo que una Ley agraria; pues, si bien todo hombre, en cuanto habitante de la Tierra, tiene derecho a poseer lo que le corresponde en su estado natural, no se sigue de ello que tenga que convertirse en propietario de la tierra cultivada. El valor adicional introducido por el cultivo, una vez aceptado el sistema, se convirtió en la propiedad de aquéllos que la cultivaron, o de los que la heredaron de otros, o de los que la compraron. Tuvo originariamente un propietario. Mientras, por consiguiente, defiendo el derecho y me hago cargo de quienes fueron despojados de su herencia natural con la introducción de la propiedad de la tierra, defiendo igualmente el derecho del que posee la parte que es suya.
 El cultivo es, cuando menos, uno de los más grandes adelantos naturales realizados por la invención humana. Ha permitido producir una tierra con un valor diez veces mayor. Sin embargo, el monopolio de la tierra, que con él empezó, ha originado los mayores males. Ha desposeído a más de la mitad de los habitantes de todas las naciones de su herencia natural, sin proporcionarles, como debería haberse hecho, una indemnización por tal pérdida; como consecuencia ha creado una clase de pobreza y miseria que antes no existía.
 Al defender el caso de las personas que han sido desposeídas, estoy exigiendo un derecho, no caridad. Pero es una clase de derecho que, habiendo sido descuidado desde el principio, no habrá de satisfacerse hasta que el cielo haya abierto el camino con una revolución en el sistema de gobierno. Honremos, pues, a las revoluciones por su justicia, y pongamos en práctica sus principios con alabanza.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Tecnos, 2014, en estudio preliminar, selección y traducción de Ramón Soriano y Enrique Bocardo, pp. 101-105. ISBN: 978-84-309-6364-5.]
 
 

domingo, 9 de noviembre de 2025

Filosofía.- Stephen Law (1960)

 

El problema de la inducción

  «Todos confiamos mucho en el razonamiento inductivo. Suponemos que como el sol ha salido cada día, tenemos una buena base para creer que mañana volverá a salir. Pero si el filósofo David Hume tiene razón, el pasado no proporciona ninguna pista sobre lo que pasará mañana.

 Grandes esperanzas
    La forma más fiable de argumento es la deducción. En un argumento deductivo válido, las premisas suponen por lógica la conclusión. Veamos un sencillo ejemplo:
 Sócrates es un hombre
 Todos los hombres son mortales
 Por tanto, Sócrates es mortal.
 Si afirmáramos que las premisas son ciertas y la conclusión falsa, tendríamos una contradicción lógica. 
 En un argumento inductivo, en cambio, las premisas no tienen por qué proporcionar una garantía lógica de que la conclusión sea cierta. La premisas sólo proporcionan pruebas de que la conclusión es cierta. Por ejemplo:
 El cisne 1 es blanco.
 El cisne 2 es blanco.
 El cisne 3 es blanco.
 El cisne 1.000 es blanco.
 Por tanto, todos los cisnes son blancos.
 Si observamos mil cisnes y todos son blancos, concluimos que todos los cisnes son blancos. Suponemos que las premisas de nuestro argumento son lo bastante razonables para llegar a esa conclusión, pero, por supuesto, no existe ninguna contradicción lógica en suponer que, aunque los primeros mil cisnes que hemos observado sean blancos, el siguiente no lo sea. Confiamos en el razonamiento inductivo muchísimas veces. Siempre que realizamos una predicción sobre lo que sucederá en el futuro, lo que está  a punto de suceder o lo que ha pasado en las partes del universo que no hemos observado, confiamos en el razonamiento inductivo para justificar nuestras afirmaciones.
 Por ejemplo, supongo que la silla en la que estoy a punto de sentarme soportará mi peso. ¿En qué me baso para creerlo? Pues en que la silla siempre ha soportado mi peso, por eso concluyo que en esta ocasión también lo hará. Por supuesto, el hecho de que la silla siempre haya soportado mi peso no me proporciona ninguna garantía lógica de que lo haga ahora. Es posible que la silla se rompa. Aun así, supongo que el hecho de que siempre haya soportado mi peso me proporciona una base para creer que seguirá haciéndolo. Los científicos también confían mucho en el razonamiento inductivo. Construyen teorías que se supone deben mantenerse en todos los momentos y lugares, incluido el futuro. Justifican estas teorías basándose en lo que han observado. Pero las afirmaciones sobre lo que se ha observado hasta ahora no suponen lógicamente afirmaciones sobre el futuro. Por tanto, para justificar estas teorías, los científicos no pueden emplear el argumento deductivo, deben confiar en el razonamiento inductivo.
 
¿La naturaleza es uniforme?
 El filósofo David Hume se cuestiona si tenemos justificación para llegar a esas conclusiones sobre lo que no se ha observado. Hume afirma que cuando razonamos de forma inductiva, realizamos una suposición. Suponemos que la naturaleza es uniforme, suponemos que existen los mismos patrones en toda la naturaleza. ¿Y si no lo supusiéramos? No llegaríamos a las conclusiones a las que llegamos. No concluiría que, como la silla en la que estoy a punto de sentarme siempre ha soportado mi peso, lo soportará ahora. Sólo lo supongo porque creo que las mismas regularidades se extienden a la naturaleza. Pero es aquí donde Hume detecta un problema. Cuando razonamos de forma inductiva, suponemos que la naturaleza es uniforme, pero si queremos justificar nuestra creencia de que la inducción es un método fiable para llegar a creencias ciertas, debemos justificar esta suposición.
 
Justificar nuestras creencias 
 Hume señala que existen dos posibilidades: podemos intentar justificar la afirmación de que la naturaleza es uniforme mediante la experiencia, o podemos intentar justificarla independientemente de la experiencia, quizá demostrando que la afirmación es una especie de verdad lógica. El problema de esta segunda sugerencia es evidente; obviamente, la afirmación de que la naturaleza es uniforme no es una verdad lógica. No existe ninguna contradicción lógica al suponer que, aunque la naturaleza siempre ha sido uniforme, de repente se convertirá en un embrollo caótico y que todo se comportará al azar, de una forma impredecible.
 Sólo queda una posibilidad de justificar la suposición de que la naturaleza es uniforme: tenemos que justificarla apelando a la experiencia. Una forma de hacerlo sería observar directamente toda la naturaleza, así podríamos observar que es uniforme, pero, por supuesto, no podemos observar sino sólo una pequeña parte del universo. Desde luego, no podemos observar el futuro. Por tanto, nuestra justificación deberá basarse en lo que podamos observar directamente. ¿Por qué no podemos observar que la naturaleza es uniforme aquí y ahora y concluir que es probable que lo sea siempre? El problema, por supuesto, es que este pequeño razonamiento es inductivo. Nos estaríamos basando en un razonamiento inductivo para intentar demostrar que éste es fiable. Pero eso es una forma inaceptable e interminable de justificar algo. Sería como justificar lo que dice un médium diciendo que él afirma que es de fiar. Eso no es ninguna justificación.
 Hume concluye que, aunque razonemos de forma inductiva, no tenemos ninguna justificación para suponer que el razonamiento inductivo nos puede llevar a conclusiones ciertas. No tenemos ninguna base para suponer que todo seguirá comportándose de la misma forma que siempre. Sí, creo que esta silla soportará mi peso cuando me vuelva a sentar en ella, que este bolígrafo se caerá si lo suelto y que el sol saldrá mañana, como siempre; pero la increíble verdad es que tengo las mismas razones para pensar que la silla se romperá, que el bolígrafo flotará en el aire y que mañana por la mañana un panda hinchable luminoso de un millón de kilómetros surgirá del horizonte.
 Por supuesto, las conclusiones de Hume parecen una locura. Normalmente opinaríamos que alguien que cree que un panda de un millón de kilómetros sustituirá al sol está loco; pero si tiene razón, esta creencia loca no es menos razonable que la nuestra sobre que el sol saldrá. Las predicciones de un loco no son menos ni más razonables que las de los grandes científicos.     
 
"Por tanto, la guía de la vida no es la razón, sino el hábito, que determina a la mente, en todos los casos, para que suponga que el futuro se ajustará al pasado" (David Hume, "Tratado sobre la naturaleza humana").»


 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Espasa Calpe, 2008, en traducción de Lexware SCP, pp. 180-183. ISBN: 978-84-670-2606-1.]