domingo, 9 de noviembre de 2025

Filosofía.- Stephen Law (1960)

 

El problema de la inducción

  «Todos confiamos mucho en el razonamiento inductivo. Suponemos que como el sol ha salido cada día, tenemos una buena base para creer que mañana volverá a salir. Pero si el filósofo David Hume tiene razón, el pasado no proporciona ninguna pista sobre lo que pasará mañana.

 Grandes esperanzas
    La forma más fiable de argumento es la deducción. En un argumento deductivo válido, las premisas suponen por lógica la conclusión. Veamos un sencillo ejemplo:
 Sócrates es un hombre
 Todos los hombres son mortales
 Por tanto, Sócrates es mortal.
 Si afirmáramos que las premisas son ciertas y la conclusión falsa, tendríamos una contradicción lógica. 
 En un argumento inductivo, en cambio, las premisas no tienen por qué proporcionar una garantía lógica de que la conclusión sea cierta. La premisas sólo proporcionan pruebas de que la conclusión es cierta. Por ejemplo:
 El cisne 1 es blanco.
 El cisne 2 es blanco.
 El cisne 3 es blanco.
 El cisne 1.000 es blanco.
 Por tanto, todos los cisnes son blancos.
 Si observamos mil cisnes y todos son blancos, concluimos que todos los cisnes son blancos. Suponemos que las premisas de nuestro argumento son lo bastante razonables para llegar a esa conclusión, pero, por supuesto, no existe ninguna contradicción lógica en suponer que, aunque los primeros mil cisnes que hemos observado sean blancos, el siguiente no lo sea. Confiamos en el razonamiento inductivo muchísimas veces. Siempre que realizamos una predicción sobre lo que sucederá en el futuro, lo que está  a punto de suceder o lo que ha pasado en las partes del universo que no hemos observado, confiamos en el razonamiento inductivo para justificar nuestras afirmaciones.
 Por ejemplo, supongo que la silla en la que estoy a punto de sentarme soportará mi peso. ¿En qué me baso para creerlo? Pues en que la silla siempre ha soportado mi peso, por eso concluyo que en esta ocasión también lo hará. Por supuesto, el hecho de que la silla siempre haya soportado mi peso no me proporciona ninguna garantía lógica de que lo haga ahora. Es posible que la silla se rompa. Aun así, supongo que el hecho de que siempre haya soportado mi peso me proporciona una base para creer que seguirá haciéndolo. Los científicos también confían mucho en el razonamiento inductivo. Construyen teorías que se supone deben mantenerse en todos los momentos y lugares, incluido el futuro. Justifican estas teorías basándose en lo que han observado. Pero las afirmaciones sobre lo que se ha observado hasta ahora no suponen lógicamente afirmaciones sobre el futuro. Por tanto, para justificar estas teorías, los científicos no pueden emplear el argumento deductivo, deben confiar en el razonamiento inductivo.
 
¿La naturaleza es uniforme?
 El filósofo David Hume se cuestiona si tenemos justificación para llegar a esas conclusiones sobre lo que no se ha observado. Hume afirma que cuando razonamos de forma inductiva, realizamos una suposición. Suponemos que la naturaleza es uniforme, suponemos que existen los mismos patrones en toda la naturaleza. ¿Y si no lo supusiéramos? No llegaríamos a las conclusiones a las que llegamos. No concluiría que, como la silla en la que estoy a punto de sentarme siempre ha soportado mi peso, lo soportará ahora. Sólo lo supongo porque creo que las mismas regularidades se extienden a la naturaleza. Pero es aquí donde Hume detecta un problema. Cuando razonamos de forma inductiva, suponemos que la naturaleza es uniforme, pero si queremos justificar nuestra creencia de que la inducción es un método fiable para llegar a creencias ciertas, debemos justificar esta suposición.
 
Justificar nuestras creencias 
 Hume señala que existen dos posibilidades: podemos intentar justificar la afirmación de que la naturaleza es uniforme mediante la experiencia, o podemos intentar justificarla independientemente de la experiencia, quizá demostrando que la afirmación es una especie de verdad lógica. El problema de esta segunda sugerencia es evidente; obviamente, la afirmación de que la naturaleza es uniforme no es una verdad lógica. No existe ninguna contradicción lógica al suponer que, aunque la naturaleza siempre ha sido uniforme, de repente se convertirá en un embrollo caótico y que todo se comportará al azar, de una forma impredecible.
 Sólo queda una posibilidad de justificar la suposición de que la naturaleza es uniforme: tenemos que justificarla apelando a la experiencia. Una forma de hacerlo sería observar directamente toda la naturaleza, así podríamos observar que es uniforme, pero, por supuesto, no podemos observar sino sólo una pequeña parte del universo. Desde luego, no podemos observar el futuro. Por tanto, nuestra justificación deberá basarse en lo que podamos observar directamente. ¿Por qué no podemos observar que la naturaleza es uniforme aquí y ahora y concluir que es probable que lo sea siempre? El problema, por supuesto, es que este pequeño razonamiento es inductivo. Nos estaríamos basando en un razonamiento inductivo para intentar demostrar que éste es fiable. Pero eso es una forma inaceptable e interminable de justificar algo. Sería como justificar lo que dice un médium diciendo que él afirma que es de fiar. Eso no es ninguna justificación.
 Hume concluye que, aunque razonemos de forma inductiva, no tenemos ninguna justificación para suponer que el razonamiento inductivo nos puede llevar a conclusiones ciertas. No tenemos ninguna base para suponer que todo seguirá comportándose de la misma forma que siempre. Sí, creo que esta silla soportará mi peso cuando me vuelva a sentar en ella, que este bolígrafo se caerá si lo suelto y que el sol saldrá mañana, como siempre; pero la increíble verdad es que tengo las mismas razones para pensar que la silla se romperá, que el bolígrafo flotará en el aire y que mañana por la mañana un panda hinchable luminoso de un millón de kilómetros surgirá del horizonte.
 Por supuesto, las conclusiones de Hume parecen una locura. Normalmente opinaríamos que alguien que cree que un panda de un millón de kilómetros sustituirá al sol está loco; pero si tiene razón, esta creencia loca no es menos razonable que la nuestra sobre que el sol saldrá. Las predicciones de un loco no son menos ni más razonables que las de los grandes científicos.     
 
"Por tanto, la guía de la vida no es la razón, sino el hábito, que determina a la mente, en todos los casos, para que suponga que el futuro se ajustará al pasado" (David Hume, "Tratado sobre la naturaleza humana").»


 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Espasa Calpe, 2008, en traducción de Lexware SCP, pp. 180-183. ISBN: 978-84-670-2606-1.]

domingo, 2 de noviembre de 2025

El alcalde de Zalamea.- Pedro Calderón de la Barca (1600-1681)

Jornada primera
Escena XVII
(Don Lope, con hábito muy galán y bengala; Soldados, un Tambor; Dichos)

 «Don Lope: ¿Qué es aquesto? La primera / cosa que he de encontrar hoy,
acabado de llegar, / ¿ha de ser una cuestión?
 Capitán: (aparte) ¡A qué mal tiempo Don Lope / de Figueroa llegó!
 Crespo: (aparte) Por Dios que se las tenía / con todos el rapagón.
 Don Lope: ¿Qué ha habido? ¿Qué ha sucedido? / Hablad porque ¡vive Dios
que a hombres, mujeres, y casa / eche por un corredor!
¿No me basta haber subido / hasta aquí con el dolor
desta pierna, que los diablos / llevaran, amén, sino
no decirme: "Aquesto ha sido"?
 Crespo: Todo esto es nada , señor.
 Don Lope: Hablad, decid la verdad.
 Capitán: Pues es que alojado estoy / en esta casa: un soldado...
 Don Lope: Decid.
 Capitán: Ocasión me dio / a que sacase con él
la espada: hasta aquí se entró / huyendo; entréme tras él
donde estaban esas dos / labradoras; y su padre
y su hermano, o lo que son, / se han disgustado de que
entrase hasta aquí.
 Don Lope: Pues yo / a tan buen tiempo he llegado
satisfaré a todos hoy. / ¿Quién fue el soldado, decid,
que a su capitán le dio / ocasión de que sacase
la espada?
 Rebolledo: (aparte) ¿A que pago yo / por todos?
 Isabel: Aqueste fue / el que huyendo hasta aquí entró.
 Don Lope: Denle dos tratos de cuerda.
 Rebolledo: ¿Tra... qué han de darme, señor?
 Don Lope: Tratos de cuerda.
 Rebolledo: Yo hombre / de aquesos tratos no soy.
 Chispa: (aparte) Desta vez me le estropean.
 Capitán: (aparte, a él) ¡Ah, Rebolledo! Por Dios, / que nada digas: yo haré
que te libren.
 Rebolledo: (aparte, al Capitán: ¿Cómo no / lo he de decir, pues si callo,
los brazos me podrán hoy / atrás como mal soldado?)
El Capitán me mandó / que fingiese la pendencia,
para tener ocasión / de entrar aquí.
 Crespo: Ved ahora / si hemos tenido razón.
 Don Lope:  No tuvisteis para haber / así puesto en ocasión
de perderse este lugar. / Hola, echa un bando, tambor,
que al cuerpo de guardia vayan / los soldados cuantos son,
y que no salga ninguno, / pena de muerte, en todo hoy.
Y para que no quedéis / con aqueste empeño vos,
y vos con este disgusto, / y satisfechos los dos,
buscad otro alojamiento; / que yo en esta casa estoy
desde hoy alojado, en tanto / que a Guadalupe no voy,
donde está el Rey.
 Capitán: Tus preceptos / órdenes precisas son
para mí.
(Vanse el Capitán, los soldados y la Chispa).
 Crespo: Entraos allá dentro.
(Vanse Isabel, Inés y Juan).
  
Escena XVIII
(Crespo, Don Lope)

 Crespo: Mil gracias, señor, os doy /  por la merced que me hicisteis,
de excusarme la ocasión / de perderme.
 Don Lope: ¿Cómo habíais, / decid, de perderos vos?
 Crespo: Dando muerte a quien pensara / ni aun el agravio menor...
 Don Lope: ¿Sabéis, vive Dios, que es / capitán?
 Crespo: Sí, vive Dios. / Y aunque fuera el general,
en tocando a mi opinión, / le matara.
 Don Lope: A quien tocara, / ni aun al soldado menor,
sólo un pelo de la ropa, / viven los cielos que yo,
le ahorcara.
 Crespo: A quien se atreviera / a un átomo de mi honor,
viven los cielos también, / que también le ahorcara yo.
 Don Lope: ¿Sabéis que estáis obligado / a sufrir, por ser quien sois,
estas cargas?
 Crespo: Con mi hacienda; / pero con mi fama, no.
Al Rey la hacienda y la vida / se ha de dar; pero el honor
es patrimonio del alma, / y el alma sólo es de Dios.
 Don Lope: ¡Vive Cristo, que parece / que vais teniendo razón!
 Crespo: Sí, vive Cristo, porque / siempre la he tenido yo.
 Don Lope: Yo vengo cansado, y esta / pierna que el diablo me dio
ha menester descansar.
 Crespo: Pues ¿quién os dice que no? / Ahí me dio el diablo una cama
y servirá para vos.
 Don Lope: ¿Y dióla hecha el diablo?
 Crespo: Sí.
 Don Lope: Pues a deshacerla voy; / que estoy, voto a Dios, cansado.
 Crespo: Pues descansad, voto a Dios.
 Don Lope: (aparte) Testarudo es el villano: / tan bien jura como yo.
 Crespo: (aparte) Caprichudo es el Don Lope: / no haremos migas los dos.»    

  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Acervo, 1979, en edición de Agustín del Saz, pp. 130-133. ISBN: 84-7002-268-7.]

domingo, 26 de octubre de 2025

Ideas. Historia intelectual de la humanidad.- Peter Watson (1943)

21.- La mente "india": las ideas en el Nuevo Mundo

   «Desde el punto de vista de la historia de las ideas, el descubrimiento de América fue un acontecimiento trascendental porque los nuevos territorios supusieron un desafío para las ideas que los europeos albergaban sobre la geografía, la historia, la teología y la naturaleza humanas. Además, en la medida en que América se convirtió en una fuente de artículos para los que existía una demanda en Europa, el descubrimiento del Nuevo Mundo tuvo un importante significado económico y, por tanto, político. A principios de la década de 1560, el abogado parisino Étienne Pasquier escribía: "Es asombroso que nuestros autores clásicos desconocieran por completo esta América a la que llamamos Nuevo Mundo". "Esta América" no sólo estaba fuera de la experiencia de los europeos, sino que estaba mucho más allá de sus expectativas. Aunque resultaran lejanas y desconocidas para muchos, África y Asia no dejaban de ser continentes sobre los que Europa siempre había sabido. América, en cambio, era algo absolutamente inesperado y ello nos ayuda a entender por qué los europeos tardaron tanto en adaptarse a las nuevas noticias.
 Adaptación es la palabra clave. En un principio, como nos recuerda John Elliott, la noticia de que Colón había avistado tierra provocó enorme excitación en el viejo continente. "¡Levantad el espíritu..., escuchad el nuevo descubrimiento!", escribió el humanista italiano Pedro Mártir de Anglería en una carta al arzobispo de Granada, el 13 de septiembre de 1943. Cristóbal Colón, informaba, "ha regresado sano y salvo. Dice que ha encontrado cosas admirables: ostenta el oro como prueba de las minas de aquellas regiones". De Anglería continúa explicando que Colón ha encontrado "salvajes pacíficos", hombres "que iban desnudos y vivían de lo que les proporcionaba la naturaleza. Tenían reyes; peleaban entre sí con palos y con arcos y flechas y, aunque estaban desnudos, rivalizaban por el poder y se casaban. Adoraban a los cuerpos celestes, pero la exacta naturaleza de sus creencias religiosas era todavía desconocida".
 Una indicación del impacto inicial producido por los descubrimientos de Colón nos la proporciona el hecho de que su primera carta se imprimió nueve veces en 1493 (para finales de siglo el texto alcanzaba ya las veinte ediciones). El francés Louis Le Roy escribió: "No creáis que existe algo más honorable... que la invención de la imprenta y el descubrimiento del nuevo mundo; dos acontecimientos que siempre he pensado es posible comparar no sólo con la antigüedad sino con la inmortalidad". En 1552, en su Historia General de las Indias, Francisco López de Gómara (no siempre un cronista fiable) nos ofrece el veredicto más famosos sobre 1942: "La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que le creó, es el descubrimiento de Indias".
 Sin embargo, John Elliott nos advierte de que la historia tiene también otro lado y de que muchos de los escritores del siglo XVI fueron incapaces de apreciar la importancia histórica de lo que Colón había conseguido. Por ejemplo, Colón murió en Valladolid pero el hecho ni siquiera se menciona en la crónica de la ciudad. Colón sólo consiguió el estatus de héroe de forma muy lenta. Un centenar de años después de su muerte se escribieron en Italia algunos poemas sobre él, pero sólo hasta 1614 aparece como héroe en un drama español, El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón, de Lope de Vega.
 En un primer momento, el interés por el Nuevo Mundo se centraba en el oro que podía encontrarse en él y la enorme cantidad de almas que aguardaban a ser convertidas a la fe cristiana. En términos generales, los lectores de libros estaban más interesados en los turcos y en Asia que en América. Incluso en una fecha tan tardía como las últimas dos o tres décadas del siglo XVI, todavía se seguía pensando que el mundo tenía la misma configuración con que se lo describía en las cosmografías clásicas de Estrabón y Ptolomeo. (Colón parece haber empleado una versión publicada por Piccolomini en la década de 1480). En cierto sentido, el Renacimiento tiene en parte la culpa: gracias a los humanistas, lo antiguo se consideraba más valioso que lo nuevo.
 Los primeros hombres que viajaron al Nuevo Mundo eran soldados, clérigos, mercaderes y funcionarios con conocimientos jurídico y sobre ellos recayó inicialmente la tarea de comentar lo que veían. Un efecto de esto fue que se atendió más a la apariencia física de los nativos que al paisaje del nuevo continente. El mismo Colón se sintió algo decepcionado cuando contempló por primera vez a los habitantes de las Indias y comprobó que no eran en ningún sentido "monstruosos o físicamente anormales". Colón también señaló lo "pobres" que eran. Por otro lado, los nativos no eran ni moros ni negros, las dos razas con las que más familiarizada estaba la cristiandad medieval. ¿Cómo encajaban estos hombres en el relato bíblico? ¿Era posible acaso que el Nuevo Mundo fuera el Edén o el Paraíso? Todos los testimonios subrayan la inocencia, simplicidad, fertilidad y abundancia de los nativos, que iban desnudos sin sentir vergüenza alguna. Esta idea sedujo especialmente a ciertas figuras religiosas y a los humanistas. Aquellos miembros de las órdenes religiosas que se sentían desesperados o insatisfechos por el estado de la Iglesia europea vieron en el Nuevo Mundo una oportunidad de fundar de nuevo la primitiva iglesia de los apóstoles en un continente aún no corrompido por los vicios de la civilización europea.
 En 1607, el dominico español Gregorio García publicó una exposición muy completa de las distintas teorías que se habían propuesto para explicar el origen de los "indios" de América. Los europeos del siglo XVI creían en "un mundo planeado" al que había que incorporar América. Sin embargo, esto todavía dejaba muchas cosas por explicar. García defendía la idea de que el conocimiento que el hombre tenía "sobre un hecho dado" provenía de una de cuatro fuentes. Dos de éstas -la fe divina, tal y como se revelaba a través de las Escrituras, y la ciencia, que explicaba los fenómenos de acuerdo con sus causas- eran infalibles. El origen de los indios americanos planteaba un problema porque se trataba de algo que no aparecía en las Escrituras, "y el problema era demasiado reciente como para que existiese un caudal convincente de opiniones autorizadas".
 Si decidir cómo encajaba el Nuevo Mundo en el esquema de la historia esbozado en las Escrituras era una cuestión difícil de abordar, tanto exploradores como misioneros descubrieron que para evangelizar a los nativos era necesario tener algún conocimiento de sus costumbres y tradiciones y, por tanto, empezaron a indagar, con frecuencia con gran detalle, la historia de estos indígenas así como sus leyes hereditarias y de tenencia de la tierra, con lo que en cierto sentido dieron comienzo a la antropología aplicada.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Crítica, 2011, en traducción de Luis Noriega, pp. 699-702. ISBN: 978-84-7423-917-1.]

domingo, 19 de octubre de 2025

Los nueve libros de la Historia.- Heródoto (c. 484 a.C. - c. 425 a.C.)

 

 Libro primero: Clío

  «131.- Sé que los persas observan los siguientes usos: no acostumbran erigir estatuas, ni templos, ni altares y tienen por insensatos a los que lo hacen; porque, a mi juicio, no piensan, como los griegos, que los dioses tengan figura humana. Acostumbran hacer sacrificios a Zeus, llamando así a todo el ámbito del cielo; subidos a los montes más altos sacrifican también al sol, a la luna, a la tierra, al agua y a los vientos; éstos son los únicos dioses a los que sacrifican desde un comienzo; pero después han aprendido de los asirios y de los árabes a sacrificar a Afrodita Urania; a Afrodita los asirios la llaman Milita, los árabes Alilat y los persas Mitra.
 132.- Sacrifican los persas a los dioses indicados del modo siguiente: no levantan altares ni encienden fuego cuando se disponen a sacrificar, ni emplean libaciones, ni flautas, ni coronas, ni granos de cebada. Cuando alguien quiere sacrificar a cualquiera de esos dioses, conduce la res a un lugar puro y llevando la tiara ceñida las más veces con mirto, invoca al dios; no le está permitido al que sacrifica implorar bienes en particular para sí mismo; se ruega por la dicha de todos los persas y del rey, porque en el número de los persas está comprendido él mismo. Después de cortar la carne, hace un lecho de hierba más suave, y especialmente de trébol, y pone sobre él todas las carnes. Una vez que las ha colocado, un mago entona allí una teogonía -tal, según dicen, es el canto- pues su usanza es no hacer sacrificios si no hay un mago. Después de unos instantes, se lleva el sacrificante la carne y hace de ella lo que le agrada.
 133.- Acostumbran a celebrar de preferencia a todos el día del nacimiento. En ese día creen justo servir una comida más abundante que en los otros; los ricos sirven un buey, un caballo, un camello y un asno enteros asados en el horno y los pobres sirven reses menores. Usan pocos platos fuertes, pero sí muchos postres, y no juntos. Por eso dicen los persas que los griegos cuando están comiendo se levantan con hambre, puesto que, después de la comida, nada se sirve que merezca la pena, pero si se sirviera no dejarían de comer. Son muy aficionados al vino. No está permitido vomitar ni orinar delante de otro. Ésas, pues, son las normas que observan. Acostumbran deliberar sobre los negocios más grandes cuando están borrachos. Lo que entonces les parece bien lo proponen al día siguiente, cuando están sobrios, al amo de la casa en que están deliberando, y si lo acordado también les parece bien cuando sobrios, lo ponen en ejecución; y si no, lo desechan. Y lo que hubieran resuelto estando sobrios, lo resuelven de nuevo hallándose borrachos.
 134.- Cuando se encuentran dos por los caminos, puede conocerse si son de una misma clase los que se encuentran por esto: en lugar de saludarse de palabra, se besan en la boca; si el uno de ellos fuese de condición algo inferior, se besan en la mejilla; pero si el uno fuese mucho menos noble, se postra y reverencia al otro. Estiman entre todos, después de ellos mismos, a los que viven más cerca; en segundo lugar, a los que siguen a éstos y, después, proporcionalmente a medida que se alejan, y tienen en el más bajo concepto a los que viven más lejos de ellos; creen ser ellos mismos, con mucho, los hombres más excelentes del mundo en todo sentido, y que los demás participan de virtud en la proporción dicha, siendo los peores los que viven más lejos de ellos. Cuando dominaban los medos, unos pueblos mandaban a los otros; y los medos mandaban sobre todos y sobre los que vivían más cerca; éstos a su vez sobre los limítrofes; éstos sobre sus vecinos inmediatos, en la misma proporción que observan los persas; pues así cada pueblo a medida que se alejaba, dependía del uno y mandaba al otro.
 135.- De todos los hombres los persas son los que más adoptaron las costumbres extranjeras. En efecto, llevan el traje medo, teniéndolo por más hermoso que el suyo, y para la guerra el peto egipcio; se entregan a toda clase de deleites que llegan a su noticia y así, de los griegos, aprendieron a tener amores con muchachos. Cada cual toma muchas esposas legítimas y mantiene muchas más concubinas.
 136.- El mérito de un persa, después del valor militar, consiste en tener muchos hijos; y todos los años el rey envía regalos al que presenta más, porque consideran que la cantidad hace fuerza. Enseñan a sus hijos, desde los cinco hasta los veinte años, sólo tres cosas: montar a caballo, tirar al arco y decir la verdad. El niño no se presenta a la vista de su padre antes de tener cinco años, vive entre las mujeres de la casa; y esto se hace con la mira de que, si el niño muriese durante su crianza, ningún disgusto cause a su padre.
 137.- Alabo, en verdad, esa costumbre y alabo también, en verdad, esta otra: por una sola falta, ni el mismo rey impone la pena de muerte, ni otro alguno de los persas castiga a sus familiares con pena irreparable por una sola falta, sino que, si después de calcular halla que los delitos son más y mayores que los servicios, cede a su cólera. Dicen que nadie hasta ahora ha dado muerte a su padre ni a su madre y que cuantas veces sucedió tal cosa si se la hubiese investigado resultaría de toda necesidad que los hijos eran supuestos o adulterinos; porque, afirman, no es verosímil que los verdaderos padres mueran a manos de su propio hijo.
 138.- Lo que entre ellos no es lícito hacer, tampoco es lícito decirlo. Tienen por la mayor infamia el mentir y, en segundo término, contraer deudas, por muchas razones, y principalmente porque dicen que necesariamente ha de ser mentiroso el que esté adeudado. El ciudadano que tuviese lepra o albarazos no se acerca a la ciudad ni tiene comunicación con los otros persas, y dicen que tiene ese mal por haber pecado contra el sol. A todo extranjero que lo padece le echan del país, y también a las palomas blancas, alegando el mismo motivo. En los ríos ni orinan ni escupen ni se lavan las manos en ellos, ni permiten que nadie lo haga; antes, los veneran en extremo.
 139.- Otra cosa les acontece que se les ha escapado a los persas, pero no a mí: los nombres corresponden a las personas y sus nobles prendas y terminan todos con una misma letra, que es la que los dorios llaman san y los jonios sigma. Si lo averiguas, hallarás que todos los nombres de los persas, y no unos sí y los otros no, acaban de la misma manera.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Orbis, 1982, en selección antológica de Natalia Palomar Pérez y traducción de María Rosa Lida, pp. 68-72. ISBN: 84-7530-129-0.]

domingo, 12 de octubre de 2025

El proyecto Lázaro.- Aleksandar Hemon (1964)

 

  «Recordé aquella anécdota de Rora en la sórdida sala del Centro de Negocios, incapaz de volver a conciliar el sueño por culpa de los litros de café vienés que había ingerido, y lo convertí todo en un sueño para poder olvidarlo. Rora, huelga decirlo, dormía a pierna suelta, inmune a los efectos del café y a las transiciones de los recuerdos a sueños. Estuve haciendo zapping durante un rato; me detuve brevemente en una peli porno en la que todo el mundo se lamía con frenesí, luego en la enésima noticia de la CNN sobre el enésimo ataque suicida en Bagdad y, por último, en el Campeonato Mundial de Póquer. Debo confesar que me excitó el desangelado cunnilingus de la pantalla, así como la utópica injusticia que se desprendía del relato de Rora: la simple y llana posibilidad de que el mundo acabara gobernado por el perverso triunvirato del poder, el instinto de supervivencia y la codicia. Rora había visitado, y quizás incluso habitado, semejante mundo, lo que significaba que yo había estado a un paso de conocerlo. De existir, ésa sí sería la auténtica tierra de los libres. En semejante país podría hacer lo que se me antojara; no habría matrimonio que valiera, no le debería nada a nadie, podría despilfarrar la beca de Susie, todas las becas del mundo, en lo que me diera la gana. En semejante mundo, podría dejar de preocuparme por lo que he prometido, por lo que me he comprometido a hacer, porque sencillamente me daría igual quién soy y me convertiría en otras personas a mi antojo. Y podría hacerlo siempre que me apeteciera. Podría dedicarme a ser el único significado de mi vida.
 Un heraldo de aquella tierra utópica llamó a mi puerta. Oí que alguien golpeaba tímidamente y cuando me levanté a abrir, ocultando mi erección tras la puerta, me encontré con la prostituta de rostro agraciado. Tenía unos ojos bastante llamativos y largas pestañas a todas luces falsas; se elevaba sobre unos vertiginosos tacones de plataforma que la obligaban a proyectar su generoso escote en mi dirección. Se estiró el top hacia abajo, dejando a la vista dos pechos periformes con los pezones erectos, y dijo en inglés:
 -Amor.
 Por un momento, pensé "aquí está", y luego "¿por qué no?". Pero acabé meneando la cabeza en señal de negación y cerrando la puerta.
 Seguía siendo demasiado débil para obtener placer a costa de otros, y más aún a costa de Mary o de aquella desdichada puta que seguramente se ganaría una buena hostia de su chulo por no haberse tirado a un americano caído del cielo. Tampoco era lo bastante altruista para no sentirme tentado de lanzarme con desenfreno a la búsqueda del placer. Atrapado para siempre en la mediocridad moral, no podía permitirme a mí mismo ni la superioridad ética ni una existencia orgásmica. Ése era uno de los motivos (que no me atrevía a confesarle a Mary, ni a nadie) por los que necesitaba desesperadamente escribir el libro sobre Lázaro. El libro me convertiría en otra persona, para bien o para mal: podía ganarme el derecho al egoísmo orgásmico (y el dinero necesario para ejercerlo) o bien adquirir un seguro moral sometiéndome a los honrados procesos de la duda y la realización personales.
 Mary había sido testigo de mis devaneos morales. Desde el pedestal de su decencia quirúrgicamente americana me veía debatiéndome en eterna confusión. Quería que saliera del hoyo, que subiera en la escala moral, pero yo seguía resbalando en cada nuevo y resbaladizo peldaño. Mary se tomaba con paciencia el que me negara a enseñarle nada de lo que escribía o a levantarme pronto para buscar un trabajo munífico. Había encontrado cookies de páginas porno en mi disco duro y había reaccionado con la debida indignación, pero no creía de veras que fuera a tener una aventura o contratar a una acompañante experimental. Toleraba mi repugnancia hacia todo lo espiritual, del mismo modo que aguantaba mi nulo interés por los niños y la decoración del hogar. Pero lo que de veras le molestaba era que me mostrara incapaz de comprender que el proyecto de nuestro matrimonio consistía en la búsqueda de un estado perfecto, la transición del matrimonio de los cuerpos al matrimonio de las almas. Yo no ponía toda la carne en el asador (y eso que, según la báscula, mis carnes iban en aumento), pero ella seguía mostrándose estoicamente tolerante. No es que no aspirara a ser un esposo perfecto, ni que no quisiera a Mary, que se manchaba las manos de sangre cada día por amor, pero nunca dejé de ser consciente de las posibilidades que existían más allá de los límites de nuestro matrimonio, de la libertad para buscar el placer en lugar de la perfección.
 Lázaro e Isador habían acudido a un burdel juntos. La madre de Lázaro le había mandado algo de dinero e Isador lo había convencido para invertirlo en desvirgarse. Se fueron a ver a Madame Madonskaya, que les pellizcó las mejillas. Las chicas los recibieron con risitas mal disimuladas y ambos se ruborizaron. Isador escogió a la que tenía los pechos más grandes y se fue arriba, dejando a Lázaro rodeado por un grupo de putas, hasta que una de ellas lo cogió de la mano y lo condujo hasta su habitación. Estaba tan asustado que no podía articular palabra. La chica dijo llamarse Lola; tenía un perro en la habitación, un diminuto chucho medio ciego que le ladró con furia. Mientras se desvestía, el perro le olisqueó las espinillas y Lázaro rompió a llorar.
 Apagué la tele y oí la respiración de Rora, que me recordaba al romper de las olas. Fuera, un hombre y una mujer hablaban entre risas, tropezaban con algo. Un perro ladró y luego se puso a gañir; después oí un estruendo de cristales rotos. Rora no se inmutó. La voz de la mujer vibraba de regocijo. El perro empezó a chillar y aullar entre el ruido de cristales rotos, y sus desesperados gañidos se dejaron oír durante un buen rato, hasta que se fueron convirtiendo en un débil gimoteo. La pareja había arrojado al animal al contenedor lleno de botellas rotas y luego -imagino- se habría quedado a ver cómo se retorcía y se mutilaba a sí mismo intentando escapar.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 2011, en traducción de Rita da Costa, pp. 167-171. ISBN: 978-84-08-10687-6.]

domingo, 5 de octubre de 2025

14 de julio.- Éric Vuillard (1968)

 

La multitud

  «Hay que escribir lo que se ignora. En puridad, se desconoce lo que ocurrió el 14 de Julio. Los relatos que poseemos son encorsetados o descabalados. Hay que plantearse las cosas a partir de la multitud sin nombre. Y debe relatarse lo que no está escrito. Debemos deducirlo del número, de lo que sabemos de la tasca y de la calle, del fondo de los bolsillos y de la jerga de las cosas, mondas deformadas, mendrugos de pan. El parqué se agrieta. Se divisa al grandísimo gentío mudo, masa afásica. Están allí, en la Bastilla, cada vez hay más personas en las calles de alrededor. Los que no disponen de fusiles van armados con palos, con dañinas puntas herradas, mazas, sacacorchos, ¡tanto da! Desde el Arsenal hasta Saint-Antoine, los muelles y las calles están atestados de gente. Los pordioseros, los limpiabotas, los cocheros, todos los campesinos llegados a París para buscar pitanza están allí. Los estudiantes arrancan las empalizadas, las patas de los taburetes, los brazos de las carretas. Saltan, gritan. Pesadas nube se desplazan por el cielo. Mean delante de las puertas.

 ¿Qué es una multitud? Nadie quiere decirlo. Una mala lista, redactada más adelante, permite ya afirmar lo siguiente: ese día, en la Bastilla, está Adam, nacido en Côte-d'Or; está Aumassip, vendedor de ganado, nacido en Saint-Front-de-Périgueux; está Béchamp, zapatero; Bersin, trabajador del tabaco; Bertheliez, jornalero, originario del Jura; Bezou, de quien no se sabe nada; Bizot, carpintero de obra; Mammès Blanchot, de quien tampoco se sabe nada aparte del bonito nombre que tiene y que parece una mezcla de Egipto y de estiércol. Está también Boehler, carretero; Bouin, zurrador; Branchon, de quien no se sabe nada en absoluto; Bravo, carpintero; Buisson, tonelero; Cassard, tapicero; Delâtre, recaudador; Defruit, herrero; Devauchelle, aguador; Drolin, cerrajero; Duffau, zapatero; Dumoulin, labrador; Duret, panadero; Estienne, desconocido; Évrard, pasamanero; Feillu, trabajador de la lana; Génard, empleado; Girard, profesor de música; Grandchamp, dorador de metales; Grenot, techador y Grofillet y Guérin y Guigon. ¡Vaya!, ya tenemos un buen puñado de mamíferos, hombrecillos de Brueghel.
 Están también Guindor, baulero; Hamet, frutero; Havard, portero; Héric, desconocido; Heulin, jornalero; Jacob, del Marne; Jary, peón caminero; Jacquier, desconocido; Javau, bombero ¡y Joseph, carpintero! Son extraños los nombres, nos da la sensación de tocar a alguien. Y así, incluso cuando ya no queda nada, cuando sólo sabemos un nombre, una fecha, un oficio, un simple lugar de nacimiento, creemos adivinar, rozar. Parece que podamos entrever un rostro, un aire, una silueta. Y, entre las mandíbulas del tiempo, creemos a veces oír voces, la de Jouteau, calderero; la de Julien, camarero; la de Klug, candelero; de Kabers, el prusiano; de Kopp, el belga; de Lamouroux, el mecánico; de Lamy, trabajador portuario; de Lamboley, el bracero; de Lang, el zapatero; de Lavenne, el albañil; del hojalatero Lecomte e incluso la de Lecoq, que nos dejó más rastros que una mosca. Hay miles de tipos con delantal, con sus picas, sus hachas o sus navajas. Están Peignet, cuya madre se llama Anne Secret, cosa sublime; Richard, que acabará ciego, en los Inválidos. Sagault, que morirá dentro de una hora. Julien Bilion, que conversa, más allá, con unos compañeros. Están Poulain, bracero; Vachette, jornalero; Jonnas d'Annonay, Jacob del Bajo Rin, Secrettain de Boissy-la-Rivière y Raison y Cimetière y Conscience y Soudain y Rivière y Rivage.
 Por supuesto, un nombre no es gran cosa. Una profesión, una fecha, un lugar, modesto estado civil, una etiqueta. Son las sílabas de la verdad. Legrand, que era portero; Legros, capitán; Legriou, montador de péndolas; Lesselin, peón; Masson, el vendedor de clavos; Mercier, el tintorero; Minier, el sastre; Saunier, el trabajador de la seda; Térière, el aserrador; Mique, el cerrajero; Miclet, el Juan Lanas, los hermanos Moreau, Juan Lanas también, Motiron, el fabricante de cordones; Navizet, el dorador, Nuss y Oblisque, los ná de ná, todos han nacido y han currado y zampado y bebido y caminado de acá para allá por París, y por supuesto ese día estaban en carne y hueso en la Bastilla. Sí, estaban Pinon, el botero; Paul, el médico y Pinson, y Potron y Pitelle, sí, estaban todos allí, tras su barba de tres días y la verja oxidada del alma, farfullando, al pie de las murallas de piedra.
 Sí, abajo del todo, entre los árboles del jardín del Arsenal y las callejas del barrio de Saint-Antoine, sabemos que estaban un Plessier y un Ramelet, vendedor de tintorro, que seguramente se despepitó todo lo que pudo, ¡y un Pyot del Jura, un Raulot de ningún sitio, un Ravé de no sé dónde, un Quantin, sin señas, un Quenot! Estaban incluso un Poulet, al parecer, y un Quignon, un Rebard, un Robert, un Rogé, un Richard. Los había para todos los gustos, los había para el listín entero. Estaban un Roland con una sola ele y un Rolland con dos, estaban un Roseleur y un Rotival. ¡Ah!, qué entrañables son los nombres propios; el listín de la Bastilla es mejor que el de los dioses de Hesíodo, se nos parece más, nos refresca el cerebro. Así que, adelante, no nos detengamos, nombremos, nombremos, nombremos, recordemos a los famélicos, a los melenudos, a los napias, a los bizcos, a los tipos legales, a todo el mundo. Recordemos un instante a ese Saint-Éloy que, por una feliz casualidad de los nombres, vive en Saint-Éloi, y que se dedica al hermoso trabajo de encargado de una casa de baños; recordemos a Saveuse, el gendarme; a Sassard, el gilipollas; a Scribot, el destripaterrones; a Servant, el subalterno; a Serusier, el verdulero y a los dos Simonin, uno de Ludres, el otro de Bayona, y a Thurot, de Tournus, y al gran Athanase Tessier, a quien no conoce nadie, procedente de Gisors, solo sin duda, y que a los veintitrés años está allí, en medio de la multitud, feliz. Porque son rematadamente jóvenes los que están delante de los fosos de la Bastilla. Taboureux tiene veinte años, Thierry tiene veintiséis y el otro Thierry diecinueve, y el tercer Thierry, cuya edad desconocemos, no será mucho mayor; Tissard tiene veintitrés años, Touverey veintiuno, Tramont veinte, Tronchon veintiuno, Valin veintidós. No hay nada tan maravilloso como la juventud. Pero están también los nombres sin fecha, sin oficio, sin nada, más entrañables acaso, los Verneau, los Vichot, los Viverge, ¿quién da más? Está Perdue, alias Parfait; Paul, alias Saint-Paul; Vattier, alias Picard; Bouy, alias Valois. Bulit, alias Milor. Cadet, alias Labrié. Cholet, alias Bien-aimé. Están los padres y los hijos, los hermanos. Guillepain I y Guillepain II. Tignard I y Tignard II. Están Voisin I y Voisin II. Los dos Caqué. Los dos Camaille. Cuatro Baron. Están Berger y Bergère. Están Goutte y los dos Goutard. Están Petit, está Lenain. Está Villard, alias Commissaire. Está Becasson. Está Boulo, está Bourbier [...]
 La mayoría son extranjeros. Han venido a buscar trabajo y se arraciman en los suburbios. La región de donde proceden habla el bearnés, el vasco, el berrichón, el champañés, el borgoñón, el picardo, o el poitevino, y aun el sous-patois, el maraîchin, el mâconnais, el trégorrois y así hasta el infinito.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2019, en traducción de Javier Albiñana Serain, pp. 84-88. ISBN: 978-84-9066-642-5.]

domingo, 28 de septiembre de 2025

Lolita.- Vladimir Nabokov (1899-1977)

 

Segunda parte
26

 «Tenía el doble de la edad de Lolita y tres cuartos de la mía: una adulta muy esbelta, de pelo oscuro y piel pálida, que pesaba  cuarenta y ocho kilos, con ojos de encantadora asimetría, perfil angular rápidamente esbozado y una atractiva ensellure en su espalda sutil. Creo que tenía una gota de sangre española o babilónica. La recogí en una depravada noche de mayo, entre Montreal y Nueva York, o más exactamente entre Toylestown y Blake, en un bar ardiente y umbroso bajo el signo de una mariposa nocturna, donde se encontraba amablemente borracha: insistió en que habíamos ido juntos a la escuela y puso su manecita trémula sobre mi manaza de gorila. Mis sentidos estaban ligeramente excitados, pero resolví someterla a una prueba: lo hice, y la adopté como compañera permanente. Era tan amable esa Rita, una chica tan buena, que por pura camaradería o compasión se hubiera entregado a cualquier falacia o criatura patética, a un viejo tronco caído o un puerco espín desconsolado.
 Cuando la conocí acababa de divorciarse de su tercer marido y hacía menos tiempo aún que la había abandonado su séptimo cavalier servant: los demás, los transitorios, son demasiados para enumerarlos. Su hermano era -y ha de serlo todavía- un político eminente, de cara pastosa, tirantes y corbatas chillonas: político eminente, protector de su ciudad natal. Durante los últimos ocho años había pasado a su pequeña gran hermana varios cientos de dólares mensuales con la expresa condición de que no volviera a poner un pie en la pequeña gran ciudad de Grainball. Rita me dijo que por alguna maldita curiosidad, cada nuevo amigo suyo empezaba por llevarla hacia Grainball: era una atracción fatal, y antes de que advirtiera qué ocurría, se encontraba succionada por la órbita lunar de la ciudad, arrastrada por la corriente que la circundaba, "dando vuelta tras vuelta -según sus palabras- como una maldita polilla".
 Tenía un elegante coupé y en él viajábamos hacia California, proporcionando un descanso a mi venerable vehículo. Su velocidad natural no bajaba de noventa. ¡Mi buena Rita! Durante dos vagarosos años erramos juntos, desde el verano de 1950 al de 1951. Era la Rita más suave, simple, amable, callada que pudiera imaginarse. Comparadas con ella, Valechka era un Schlegel, Charlotte un Hegel. No existe el menor motivo para que me demore hablando de ella al margen de esta memoria siniestra, pero permítaseme decir (salve Rita, dondequiera que estés... borracha o con dolor de cabeza, Rita salve) que era la compañera más sedante, más comprensiva que he conocido nunca y que me salvó del manicomio. Le dije que andaba buscando a una chica y que trataría de agujerear a su matón. Rita aprobó solemnemente el plan y durante una investigación que tomó a su cargo (sin saber una sola palabra de nada) en los alrededores de San Humbertino, se enredó con un granuja. Me costó no poco trabajo dar con ella y al fin la encontré, gastada y magullada, pero todavía con agallas. Un día me propuso que jugáramos a la ruleta rusa con mi sagrado revólver; le dije que era imposible, que no era un revólver, luchamos por él hasta que al fin se disparó, y del agujero que abrió en la pared del cuarto de baño saltó un chorro de agua caliente muy delgado y cómico. Recuerdo sus alaridos de risa.
 La curva extremadamente púber de su espalda, su piel satinada, sus lentos besos de colombina me hacían abstenerme de todo daño. Las aptitudes artísticas no son caracteres sexuales secundarios, como han dicho algunos farsantes y curanderos; muy el contrario, el sexo no está sino supeditado al arte. Debo consignar una borrachera harto misteriosa que tuvo interesantes repercusiones. Yo había abandonado la busca: el demonio estaba en Tartaria o ardía en mi cerebelo (con llamas avivadas por mi fantasía y mi dolor), pero evidente que no tenía a su campeona de tenis en la costa del Pacífico. Una noche, durante nuestro viaje de regreso al este en un hotel horrible de esos donde se reúnen las convenciones y vagabundean hombres gordos y rosados con distintivos, llenos de apellidos, de borrachos, de conversaciones sobre negocios, Rita y yo nos despertamos para encontrar un tercer hombre en nuestro cuarto: era un joven rubio, casi albino, de pestañas blancas y grandes orejas transparentes, a quien ni Rita ni yo recordábamos haber visto en nuestras tristes vidas. Sudoroso, con una espesa camiseta pringada y viejos zapatos de soldado, roncaba en nuestra cama doble junto a mi casta Rita. Le faltaba un diente delante y tenía en la frente pústulas ambarinas. Ritoschka envolvió en su impermeable -lo primero que encontró a mano- su sinuosa desnudez; yo me puse un par de calzoncillos. Se habían usado cinco vasos, lo cual suministraba una dificultosa abundancia de pistas. En el suelo, un sweater y un par de pantalones raídos color canela. Sacudimos a su poseedor hasta volverlo plenamente consciente. Tenía una amnesia total. Con un acento que Rita reconoció como puramente brooklyniano, insinuó ceñudamente que alguien había hurtado su poca valiosa identidad. Lo metimos en sus ropas y lo dejamos en el hospital más cercano; mientras tanto, pudimos advertir que después de olvidados vagabundeos, estábamos en Grainball. Medio año después, Rita escribió al doctor para pedirle noticias. Jack Hubertson, como lo habíamos apodado con escaso ingenio, seguía aislado de su pasado personal. ¡Oh, Mnemósine, la más dulce y malévola de las musas!
  No habría mencionado este incidente de no haber iniciado una serie de ideas que fructificaron con la publicación (en la Cantrip Review) de mi ensayo Mimir and Memory, en el cual entre otros pormenores que parecieron originales e importantes a los benévolos lectores de esa espléndida publicación, sugería una teoría de tiempo perpetuo, basada en la circulación de la sangre y conceptualmente basada (para llenar la cáscara) en la hipótesis de que la mente no es consciente sólo de la materia sino de su propio ser, creando así un circuito continuo entre dos polos: el futuro almacenable y el pasado almacenado. Como resultado de esa aventura -y como culminación de mis travaux previos- fui llamado a Nueva York, donde Rita y yo vivíamos en un pisillo con vista a radiantes niñas que tomaban baños de sol en una glorieta de Central Park, por el Cantrip College, a cuatro millas, para dictar un curso de un año. Vivimos en el colegio, en apartamentos especiales para poetas y filósofos, desde septiembre de 1951 hasta junio de 1952, mientras Rita, a la cual preferí no exhibir, vegetaba -me temo que no muy decorosamente- en un hotel junto a la carretera, donde la visitaba dos veces por semana. Al fin se esfumó de manera mucho más humana que su predecesora: un mes después la encontré en la cárcel local, estaba très digne, le habían extirpado el apéndice y se las compuso para convencerme de que las hermosas pieles azuladas que la acusaban de haber robado al señor Roland MacCrum habían sido un regalo espontáneo, si bien algo alcohólico, del propio Roland. Conseguí sacarla sin recurrir a su susceptible hermano y poco después regresamos a Central Park West, vía Briceland, donde nos habíamos detenido durante algunas horas del año anterior.
 Se había apoderado de mí una curiosa ansiedad de revivir mi estadía allí con Lolita.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix Barral, 1983, en traducción de Enrique Tejedor, pp. 258-261. ISBN: 84-322-2178-3.]