domingo, 4 de mayo de 2025

Si esto es una mujer.- Noemí Trujillo (1976) y Lorenzo Silva (1966)

 

6.- Mamen

 «-Por otra parte, creo que debo contártelo, ayer vino a verme Guadalupe. Me contó la investigación que tenemos ahora mismo entre manos en el grupo. Una investigación en punto muerto y en la que se siente abandonada por los jefes y hasta por el juez.
 -Un homicidio, deduzco.
 -Es a lo que nos dedicamos. Las bodas, comuniones y bautizos las llevan en otro negociado.
 -Cuéntame algo del caso. -Ignoró mi ironía-. Si quieres.
 -Una mujer negra, descuartizada y arrojada al contenedor de la basura. Recuperaron los trozos de su cuerpo de dos vertederos distintos. Ni siquiera se sabe quién es, nadie la ha reclamado ni se ha denunciado su desaparición, que nos conste. Creen que podía ser una prostituta sin papeles, un cadáver que a nadie importa.
 -Salvo a Guadalupe. Y a ti.
 -Más a Guadalupe que a mí, para serte sincera. A fin de cuentas, yo desciendo de esos homo sapiens renegados que cruzaron a Europa hace milenios y se olvidaron de su origen africano. 
 -¿Por qué te empeñas en ser una cínica?
 -¿Me empeño?
 -Parece costarte reconocer que la historia te ha dejado tocada.
 -Claro que me ha tocado, no tengo una piedra bajo las tetas.
 Mamen torció el gesto. No aprobaba mi lenguaje descarnado.
 -¿Por qué quieres disimularlo entonces?
 -No lo disimulo, te lo estoy reconociendo. Lo que no quiero es engañarte ni generar una falsa impresión sobre las razones por las que vengo a decirte que quiero reincorporarme. No siento una necesidad especial de hacerle justicia a esa desgraciada, en particular, ni siquiera de ser algo así como la campeona, en abstracto, de todos los desgraciados del mundo. Hace tiempo que sé que hay muchos más de los que puedo proteger o confortar, y que siempre los va a seguir habiendo, aunque yo viva mil vidas y en todas ellas no deje de hacer lo que me han enseñado a hacer en ésta. Se trata de otra cosa.
 -De qué.
 -De que ayer, cuando la buena de Guadalupe me empezó a contar las dificultades del caso, se activaron inmediatamente todas las antenas que llevaban meses dormidas. Que cuando vi las fotos de esa pobre chica de piel oscura, de sus trozos tirados en la basura y en una mesa de autopsias, aparte del escalofrío que pueda sentir una persona normal, me sacudió algo diferente, algo que es sólo mío y de los que son como yo: la necesidad de ponerle nombre a esos pedazos de persona, de ponerle nombre al hijo de puta o los hijos de puta que la trataron como si sólo fuera un trozo de carne, de ponerle nombre también a lo que le hicieron, para que unos tipos o tipas con toga a los que no conozco y a lo peor tampoco entiendo, ni me caen bien, les hagan comerse con patatas todas las cosas feas que la ley le adjudica a quien se permite hacerle a un semejante algo así.
 Mamen me miró con una especie de fascinación.
 -Me dejas sin habla, sinceramente -murmuró.
 -¿Has leído a Procopio de Cesarea?
 -¿A quién?
 -Procopio. De Cesarea. Siglo VI.
  -Ni idea. ¿Quién era?
 -Palestino por nacimiento, en una ciudad que hoy es una ruina en Israel, funcionario del Imperio bizantino, escribía en griego y vio de primera mano buena parte de las atrocidades de su tiempo. Ha sido una de mis lecturas de estos meses. Una de las más instructivas de mi vida. He subrayado cientos de frases. Hay una que viene muy a propósito. Como tenía tiempo, aparte de subrayarlas me he aprendido unas cuantas. Creo que ésta la recuerdo literal.
 -Estoy deseando escucharla.
 -"Es la infamia de los nombres, y no la de los hechos en sí, de la que suelen avergonzarse los seres humanos casi siempre".
 La sopesó en silencio. E hizo algo más que eso: se la repitió, mentalmente, mientras la anotaba a toda prisa en su libreta.
 -Muy interesante. Me la guardo. ¿Siglo VI, dices?
 -Procopio había leído a todos los clásicos griegos. Por eso escribía como ellos. En los griegos está ya todo. Luego vinieron Freud y todos esos amigos tuyos a hacer como que inventaban algo.
 -Yo no soy muy seguidora de Freud. Lo mío es el rollo cognitivo-conductual, en realidad vengo a hacer lo contrario que él.
 -Bueno, en todo caso. Lo que quiero decirte es que yo he aprendido a hacer que la vergüenza de la que huyen los hombres, la vergüenza que viene de los nombres de la infamia, caiga sobre ellos. Que ese es mi lugar en el mundo y que siento que ha llegado el momento de volver a ocuparlo. Medio año lamiéndome las heridas ya es penitencia y humillación suficiente por lo que hice.
 El teléfono de Mamen brilló en el bolsillo de su bata.
 -Vete, anda -dijo-. Voy a darte el alta, pero si necesitas algo vienes a verme, ¿estamos? Intenta no meterte en líos, cuenta hasta diez antes de sacar la pistola y mantén la calma. Ya te ha pasado varias veces, Manuela, no puedes ir por ahí sacando la artillería como Harry el Sucio, hay que seguir las reglas del juego. En veinte años aquí he visto de todo, querida, pero eran otros tiempos. Ahora no puedes darles collejas a lo novatos ni encañonar a quien te hace la puñeta. Tienes que guardar las formas, por tu propio bien.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 2019, pp. 71-74. ISBN: 978-84-233-5572-3.]

domingo, 27 de abril de 2025

Nieve de primavera.- José Luis Trisán (1949)

     

III.- La memoria  

«Inventaste la muerte con tu ausencia,
y le diste tu nombre, el de María,
y le fuiste añadiendo, cada día, 
espesor, plenitud y consistencia.

Toda te desviviste en la querencia
de dar vida a la muerte. La nutría
tu derramado ser. Te devolvía
la criatura una bruma que silencia.

La muerte es ahora tú, y tú eres ella.
No puedo hablar contigo. Me responde
con tu voz otro ser. Tras de su huella

sigo un camino oscuro y desolado
que conduce al silencio en que se esconde
la respuesta a un oído a ti sellado.


***
 
Se te rinde la muerte, convencida
de que debe tenerte por modelo.
Los gestos, el hablar, la ropa, el pelo
te usurpa en juventud recién nacida.

Nocturna es la parodia de la vida,
nocturna vives otra en el subsuelo
donde falsa es la luna y falso el cielo,
y tú -la realidad- estás dormida.

Sólo la juventud imitadora,
temiendo que el modelo se despierte,
lo nubla en negación, porque lo adora.

Te impone lo imposible de un espejo
fundar la adolescencia de la muerte;
pero nunca has de verte en el reflejo.
[...]

IV.-Tus vacíos

Todo lo que supiste has olvidado.
No sabes ni quién eres ni quién fuiste.
Careces de motivos de estar triste.
Careces aun de ti. Te has refugiado

en donde no más tú, desdibujado
rectángulo de niebla que no existe.
Ni siquiera descansas: te aboliste.
Sólo descansa un yo si está habitado.

Despojos de memoria te sustento,
facciones, ademanes, forma, acento,
aunque ni en mi retrato puedas verte.

Soy tu fantasma, el yo soy que te puebla
de tristeza la mínima tiniebla.
Es tuya esa tristeza. Soy tu muerte.

***
 
Te fuiste de la vida tan temprano
que el tiempo no admitió la despedida
y ocupó tu lugar, vivió tu vida,
prolongó primavera y fue verano.

 Cosechas dio de ti, pero qué en vano,
la ficción natural inadvertida;
madurez te aportó, fruta venida
con grávida dulzura hasta la mano.

Y luego, la vejez. El tiempo duda,
tras su sombra camina vacilante,
mientras que sin saberlo se desnuda.

Morías, otra vez, en cada hoja
desprendida de ti, de tu imitante,
que no tiene una mano que lo acoja.
[...]

***

 El lápiz de carmín que, inacabado,
matizarte los labios aún espera,
no sabe que te has ido, que estás fuera,
que no puedes usarlo al otro lado.

Inútil vocación de enamorado
espesamente en sueños exagera
su deslizársete, de tal manera,
que pareces pintada demasiado.

Ausente de tus labios, fuiste a un viaje
sin retorno posible, a lejanía
en donde no se usa maquillaje.

Se acabará el carmín, formas extintas
pintando, pues las sueña, en demasía,
e ignorando que tú ya no te pintas.»


 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones La Palma, 1993, pp. 42-43, 58-59 y 63. ISBN: 84-87417-34-5.]

domingo, 20 de abril de 2025

La novela italiana de la posguerra.- Giorgio Pullini (1928)

 

5.- El testimonio de la guerra

 «En el clima de la inmediata posguerra se difundió una literatura memorialista y documental sobre las dramáticas experiencias que acababan de terminar, cuyo interés, más allá de sus autores y del desarrollo de su personalidad, depende de la condición social y política general, de la atmósfera crítica en la que brotó esta muchedumbre de testimonios.
 En las páginas anteriores hemos intentado ver cómo, entre 1940 y 1945,  y a través de las diversas vocaciones de Pavese, Vittorini, Moravia y Pratolini, quedaron depositados los gérmenes de una narrativa comprometida; y en alguno de ellos hemos visto ya cómo su obra evolucionaba desde la posguerra hasta nuestros días, constituyendo puntos fijos de referencia para la cultura italiana de los últimos veinte años (y veremos, en efecto, cuánto debe la novela política a Pratolini, cuánto la de costumbres sociales a Moravia, la comprometida políticamente a Vittorini y la de crisis individualista a Pavese). Pero en la inmediata posguerra se produjo un fenómeno literario, el de los "testimonios" directos, que localmente se aisló de los desarrollos de la tradición precedente y formó un "grupo", por sí mismo, que acudía a beber simplemente en la realidad de la común experiencia, muchas veces fuera de ambiciones expresivas y propósitos artísticos.
 El trastorno de la guerra impuso a la conciencia y a la memoria de sus protagonistas individuales la urgencia de fijar en un documento narrativo las fases de su propia "aventura", y cada uno sintió la necesidad de cerrar la experiencia salvando su recuerdo como si fuera el del hecho más excepcional de su vida y también para dramática advertencia dirigida al mundo responsable. Por eso germinaron muchas obras de escritores antes desconocidos y poco después desaparecidos; y también de intelectuales dedicados habitualmente a otras actividades de pensamiento; y otras de escritores de oficio, aunque aisladas en el conjunto de su obra por su tono y violencia totalmente particulares. En aquellos años se habló mucho del nacimiento de una nueva literatura en el clima de la libertad política y de la renovación social; pero si somos escrupulosos observaremos que, en realidad, esta nueva literatura de testimonio nació más del clima renovador de la guerra como hecho mortífero y anormal que de una orientación política propiamente dicha, y que la nueva literatura, si acaso, se desarrolló después en la novela política y de costumbres propiamente dicha, gracias a la renovación realizada por los "grandes" ya estudiados (Pavese, Vittorini, Moravia y Pratolini), desde 1940 e incluso antes y, sobre todo, al nuevo "aliento de realidad" introducido por los testimonios de la guerra. Por lo que, terminado el juego, se puede afirmar que el fenómeno de la guerra, con todas sus violencias, sus luchas intestinas, sus dramas de dolor y de  muerte, constituye siempre (y ha constituido también y mucho más en este caso) un giro de la historia no sólo política, sino cultural y de costumbres, y produce casi fatalmente una exigencia de verdad y de lo concreto que puede incluso prescindir del clima político como hecho ideológico; y que sólo después este clima consigue influir en las costumbres, conservando y potenciando aquella mitología de valores que la guerra, al atacarlos, ha conseguido volver a consagrar: como la vida humana, el respeto a los semejantes, la solidaridad social, el derecho al bienestar.
 En Italia, la gran mayoría de las obras aparecidas sobre la guerra obedecieron, en efecto, a una exigencia personal de confesión, antes que al propósito de hacer una obra de arte o de profesión política; y alcanzaron fuerza expresiva e importancia de documento colectivo cuando sus autores bebieron directamente en la fuente de sus propios sentimientos y encontraron eco en las experiencias y en las conciencias de todos. En la mayor parte de los casos, el armazón ideológico está sobrentendido, porque cada uno absolutiza su experiencia, prescinde instintivamente de la diversa perspectiva posible de los demás y presenta así los hechos bajo una luz única y sin segundas intenciones. La página-documento aflora con el proceso elemental de los hechos naturales e ignora otras armas dialécticas e ideológicas que no sean aquellas manchadas por la sangre, el hambre, el miedo y el peligro. Para los partisanos, los nazifascistas son el límite extremo del odio y de la crueldad y llevan a cabo en contra de ellos una lucha cerrada, a muerte, silenciando sus razones políticas y morales y esencializando al extremo el impulso de sus acciones; para los fascistas, el término extremo del mal son los partisanos y no existe en ellos polémica alguna llevada a cabo con los instrumentos de la razón, más allá del instinto de defensa y de la oportunidad de la ofensa.
 Los únicos intermedios que apaciguan la violencia de la acción y llevan a los autores a una problemática más rica y tranquila, los produce el rechazo de la guerra en sí misma o, por lo menos, de sus excesos: la indignación ante el ultraje a la persona humana en sus derechos a la salud y la felicidad; pero se trata de intermedios que prescinden también de una ideología y más bien se apoyan en un sentimiento lírico de la vida como valor trascendental y sagrado. A nosotros nos parece que tanto una como otra de estas características de la narrativa-documento han sido importantes para la renovación de nuestra literatura: la primera por la ágil firmeza, carente de adornos, concreta, que el rechazo de las argumentaciones ideológicas ha dado a nuestra prosa, remozándola al prescindir de aquellas formas literarias de las que ya Vittorini había intentado liberarla; la segunda por el calor de humanidad violada que la distancia de la crónica, sacando nuevamente a la luz la temática de la "persona" que ya Vittorini había mitificado en sus alegorías narrativas. También nos parece que son importantes como síntomas de una situación moral en Italia y, por tanto, por la influencia que han ejercido sobre los autores de los años siguientes, más que por sus valores artísticos absolutos.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Guadarrama, 1969, en traducción de José Miguel Velloso, pp. 176-179. Depósito legal: M. 24.902-1969.]
 

domingo, 13 de abril de 2025

Utopía.- Tomás Moro (1478-1535)


 Libro I

 «[...] cuyo rey, el primer día que llega al poder, es obligado bajo juramento, a la vez que se ofrecen grandes sacrificios, a no tener jamás en su tesoro más allá de mil libras de oro a un tiempo o la plata que equivale al valor de ese oro. Dicen que esta ley fue implantada, a modo de traba contra una acumulación tan grande de dinero que provocase su escasez entre el pueblo, por un rey sumamente bueno a quien preocupaba más el bienestar de la patria que sus riquezas personales. Comprendía, en efecto, que eso tesoro le bastaría al rey caso de que hubiera de combatir contra insurrectos, y al reino caso de que hubiera de hacerlo contra las incursiones de los enemigos. Por otra parte, era lo bastante exiguo como para no inspirar el deseo de apoderarse de lo ajeno, lo que fue el motivo principalísimo de la ley; el motivo inmediato fue que de esta manera -pensó- se proveía para que no faltara la moneda que se utiliza en las transacciones cotidianas de los ciudadanos. Y como al rey le era preciso distribuir todo lo de su tesoro que superara la cota legítima, juzgó que no andaría buscando ocasiones de agraviar. Tal rey infundiría temor a los malos y sería amado de los buenos.
 Si les largara, pues, estas y otras cosas parecidas a hombres fuertemente inclinados en contrario, ¿a qué tipo de sordos estaría yo contando esta fábula?
 -A sordísimos, sin duda -le dije-. Y, a fe, que no me extraña. A decir verdad, tampoco me parece que se haya de largar tales discursos ni dar tales consejos cuando estás seguro de que no serán recibidos jamás. ¿Pues qué puede aprovechar o cómo puede penetrar un discurso tan desusado en su pecho si una convicción diametralmente diferente se ha apoderado ya de sus ánimos y se asienta en ellos? En una conversación familiar entre amigos entrañables esta filosofía escolástica no es insuave. Mas en los consejos de los príncipes, donde se tratan grandes cosas con grande autoridad, no hay lugar para estas cosas.
 -Esto es lo que yo decía de que al lado de los príncipes no hay lugar para la filosofía.
 -Desde luego es verdad -dije yo-, aunque no para esta filosofía escolástica, que piensa que cualquier cosa pega bien dondequiera. Pero hay otra filosofía más política, que conoce su campo, y, acomodándose a él, se reserva puntualmente y con decoro un papel en la fábula que traemos entre manos. De ésta te has de servir. De otra suerte, es como si representándose una comedia de Plauto, al tiempo que unos esclavos intercambian entre sí simplezas, apareces tú en el escenario con continente filosófico y te pones a recitar el pasaje de Octavia en que Séneca disputa con Nerón. ¿No te hubiera sido mejor estar de muda en lugar de armar semejante tragicomedia por recitar lo que no viene a cuento? Pues de igual manera echarías a perder y torcerías la presente fábula si mezclas cosas diversas, aun cuando lo que tú aportas fuera más excelente. Cualquiera sea la fábula que tienes en mano, represéntala lo mejor que puedas y no vengas a estropearla entera porque te venga a la mente otra distinta más ingeniosa. Así ocurre en la República, así en las consultas de lo príncipes. Si no se pueden arrancar de raíz las malas opiniones, si no puedes poner remedio a los vicios recibidos por tradición tan allá como tú quisieras, no por eso, sin embargo, se ha de dar de mano a la República, como tampoco en caso de tempestad se debe abandonar la nave porque no puedes calmar los vientos. Pero no hay que endosar un discurso peregrino y desusado, que te consta no tendrá afecto en quienes están persuadidos de otra cosa, antes hay que intentar un camino oblicuo y te has de forzar lo más que puedas por llegar a tratarlo todo pertinentemente, y conseguir que lo que no puedes tornar en bueno resulte lo manos malo posible. Pues no puede todo andar bien si no son todos buenos, lo que aun no espero vaya a ocurrir de aquí a algunos años.
 -Por este método -dijo- lo único que ocurrirá es que mientras trato de curar la locura de los otros me vuelva yo tan loco como ellos. Pues si quiero decir la verdad tendré que decir cosas como las que tengo referidas. Por lo demás, decir falsedades no sé si cuadra a un filósofo, pero, desde luego, no a mí. 
Aunque comprendo que el discurso ese mío pudiera quizá serles desagradable y molesto, no veo empero por qué haya de parecerles desusado hasta la necedad. Porque si dijera lo que Platón se inventa en su República o lo que los utopienses hacen en la suya, aunque sea (que lo es ciertamente) mejor, puede parecer extraño no obstante, ya que, mientras aquí las posesiones de cada uno son privadas, allí son todas las cosas comunes. Mas mi exposición, fuera de que a los que se han propuesto abalanzarse de cabeza por otro camino no puede caerles divertido quien les recuerda y señala los peligros, ¿qué contenía de raro que no convenga o no se deba decir dondequiera? Por cierto que si hubiera de omitirse por desusado y absurdo cuanto han hecho aparecer extraño las perversas costumbres de los hombres, es preciso que entre nosotros, los cristianos, disimulemos casi todo lo que Cristo nos enseñó; y disimularlo lo prohibió a tal punto que incluso lo que él susurrase a los suyos al oído mandó predicarlo públicamente desde los tejados (1), estando la mayor parte de ello muchísimo más lejos de nuestras costumbres que lo estuvo mi discurso. Claro que los predicadores, hombres astutos ellos, tengo la impresión de que han seguido tu consejo cuando, viendo que los hombres consentían a duras penas en adaptar sus costumbres a la norma de Cristo, acomodaron su doctrina, como una plomada, a sus costumbres, para que al menos de alguna suerte se ajustaran. No veo en absoluto qué ganancia hayan tenido con esto, como no sea que se pueda ser malos o mejor recaudo y que a este fin precisamente venga a ser yo provechoso en los consejos de los príncipes. Pues u opino diferente, lo que es tanto como no opinar nada, o lo mismo, y soy el apoyo de su locura, como dice Mición (2) el de Terencio (3).»

 (1) Mat. 10, 27.
 (2) Los Adelfos, I, 2, 145-147.
 (3) República, 6, 496 d.

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Altaya, 1997, en traducción de Emilio García Estébanez, pp. 38-41. ISBN: 84-487-0137-2.] 

domingo, 6 de abril de 2025

La deshumanización del arte.- José Ortega y Gasset (1883-1955)

 

Impopularidad del arte nuevo

 «Entre las muchas ideas geniales, aunque mal desarrolladas, del genial francés Guyau, hay que contar su intento de estudiar el arte desde el punto de vista sociológico. Al pronto le ocurriría a uno pensar que parejo tema es estéril. Tomar el arte por el lado de sus efectos sociales se parece mucho a tomar el rábano por las hojas o estudiar el hombre por su sombra. Los efectos sociales del arte son, a primera vista, cosa tan extrínseca, tan remota de la esencia artística, que no se ve bien cómo, partiendo de ellos, se puede penetrar en la intimidad de los estilos. Guyau, ciertamente, no extrajo de su genial intento el mejor jugo. La brevedad de su vida y aquella su trágica prisa hacia la muerte impidieron que serenase sus aspiraciones y, dejando a un lado todo lo que es obvio y primerizo, pudiese insistir en lo más sustancial y recóndito. Puede decirse que de su libro El arte desde el punto de vista sociológico sólo existe el título; el resto está aún por escribir.
 La fecundidad de una sociología del arte me fue revelada inesperadamente cuando, hace unos años, se me ocurrió un día escribir algo sobre la nueva época musical que empieza con Debussy. Yo me proponía definir con la mayor claridad posible la diferencia de estilo entre la nueva música y la tradicional. El problema era rigurosamente estético y, sin embargo, me encontré con que el camino más corto hacia él partía de un fenómeno sociológico: la impopularidad de la nueva música.
 Hoy quisiera hablar más en general y referirme a todas las artes que aún tienen en Europa algún vigor; por tanto, junto a la música nueva, la nueva pintura, la nueva poesía, el nuevo teatro. Es, en verdad, sorprendente y misteriosa la compacta solidaridad consigo misma que cada época histórica mantiene en todas sus manifestaciones. Una inspiración idéntica, un mismo estilo biológico pulsa en las artes más diversas. Sin darse de ello cuenta, el músico joven aspira a realizar con sonidos exactamente los mismos valores estéticos que el pintor, el poeta y el dramaturgo, sus contemporáneos. Y esta identidad de sentido estético había de rendir, por fuerza, idéntica consecuencia sociológica. En efecto, a la impopularidad de la nueva música responde una impopularidad de igual cariz en las demás musas. Todo el arte joven es impopular, y no por caso y accidente, sino en virtud de su destino esencial.
 Se dirá que todo estilo recién llegado sufre una etapa de lazareto y se recordará la batalla de Hernani y los demás combates acaecidos en el advenimiento del romanticismo. Sin embargo, la impopularidad del arte nuevo es de muy distinta fisonomía. Conviene distinguir entre lo que no es popular y lo que es impopular. El estilo que innova tarda algún tiempo en conquistar la popularidad; no es popular, pero tampoco impopular. El ejemplo de la irrupción romántica que suele aducirse fue, como fenómeno sociológico, perfectamente inverso del que ahora ofrece el arte. El romanticismo conquistó muy pronto al "pueblo", para el cual el viejo arte clásico no había sido nunca cosa entrañable. El enemigo con quien el romanticismo tuvo que pelear fue precisamente una minoría selecta que se había quedado anquilosada en las formas arcaicas del "antiguo régimen" poético. Las obras románticas son las primeras -desde la invención de la imprenta- que han gozado de grandes tiradas. El romanticismo ha sido por excelencia el estilo popular. Primogénito de la democracia, fue tratado con el mayor mimo por la masa.
 En cambio, el arte nuevo tiene la masa en contra suya y la tendrá siempre. Es impopular por esencia; más aún, es antipopular. Una obra cualquiera por él engendrada produce en el público automáticamente un curioso efecto sociológico. Lo divide en dos porciones: una, mínima, formada por un reducido número de personas que le son favorables; otra, mayoritaria, innumerable, que le es hostil. (Dejemos a un lado la fauna equívoca de los snobs). Actúa, pues, la obra de arte como un poder social que crea dos grupos antagónicos, que separa y selecciona en el montón informe de la muchedumbre dos castas diferentes de hombres.
 ¿Cuál es el principio diferenciador de estas dos castas? Toda obra de arte suscita divergencias: a unos les gusta, a otros no; a unos les gusta menos, a otros más. Esta disociación no tiene carácter orgánico, no obedece a un principio. El azar de nuestra índole individual nos colocará entre los unos y entre los otros. Pero en el caso del arte nuevo la disyunción se produce en un plano más profundo de aquel en que se mueven las variedades del gusto individual. No se trata de que a la mayoría del público no le guste la obra joven y a la minoría sí. Lo que sucede es que la mayoría, la masa, no la entiende. Las viejas coletas que asistían a las representaciones de Hernani entendían muy bien el drama de Víctor Hugo y precisamente porque lo entendían no les gustaba. Fieles a determinada sensibilidad estética, sentían repugnancia por los nuevos valores artísticos que el romántico les proponía.
 A mi juicio, lo característico del arte nuevo, "desde el punto de vista sociológico", es que divide al público en estas dos clases de hombres: los que lo entienden y los que no lo entienden. Esto implica que los unos poseen un órgano de comprensión negado, por tanto, a los otros; que son dos variedades distintas de la especie humana. El arte nuevo, por lo visto, no es para todo el mundo, como el romántico, sino que va desde luego dirigido a una minoría especialmente dotada. De aquí la irritación que despierta en la masa. Cuando a uno no le gusta una obra de arte, pero la ha comprendido, se siente superior a ella y no ha lugar a la irritación. Mas cuando el disgusto que la obra causa nace de que no se la ha entendido, queda el hombre como humillado, con una oscura conciencia de su inferioridad que necesita compensar mediante la indignada afirmación de sí mismo frente a la obra.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Espasa Libros, 2010, pp. 159-162. ISBN: 978-84-674-9436-5.]

domingo, 30 de marzo de 2025

Resumen del futuro.- Luis Luchi [o Luis Yanischevsky] (1921-2000)

 

Lucha contra los dioses

 «En un tiempo convivieron con nosotros,
nos afinaron la puntería,
nos regalaron sabrosos misterios.
Les pedimos reflejarlos a nuestra imagen,
los hicimos de madera,
de madera dejábamos de ser;
piedra dura o blanda,
nuestra oscilación.
Nunca faltó un muerto
para tenernos sumisos y alertas.
Se fueron como estaba convenido
y los ubicamos en el trono de los sueños,
quebrando el dolor, el vago enfrentamiento,
para despertar en las pesadillas con trueno,
si despertábamos, si estábamos vivos.
[...]


Cabañas

 Estoy decidido para siempre:
es un claro de árboles inmensos,
donde un único rayo de sol
atraviese un agujero de hoja,
sacrificada al proceso de una oruga.
Primero haré la ventana;
pondré cerrojos en todas las aberturas;
me llevaré un grabador de ruidos
para oír la misa de la selva.
Tendré una jaula con un pajarito adentro,
un herbario,
colección de flores secas.
Estrilará un despertador todas las mañanas,
recordándome empezar el día;
y no tener más que mirar el techo,
aunque me ofrezcan de guardabosques.
[...]

La puta madre
(para Gustavo) 

 Profesores, alumnos, colegiales,
les debo mi primer fracaso
en el intento de conocer el mundo.
Por eso sigo buscando.
Seguiré buscando donde esté.
Quizá nunca lo encontraré
y si buscar es una tarea
en el camino me detendré.
Pulpero, ¿por casualidad no pasó un hombre
que venía de curuzucuatiá?
¡¡Pum!!

Gustavo cuchillero hábil en eso de pelar cañas de azúcar
en Tucumán trabajaba en la zafra de algodón del Chaco.
Todo es cerca y el cielo no tiene dueños.
La mamá en su vivienda hablaba un dialecto casi guaraní.
Era alegre y salió segundo en un concurso de chamamé.
[...]

Recuerdos olvidados por fracaso

Borrado de la memoria porque te esperé
y pasaba cualquiera,
tu recuerdo empezó a diluirse
para que yo pudiera
empezar la posibilidad de olvidar
en un cajoncito donde guardo los fracasos
y pienso pedirle al verdulero uno más,
cuando se acaben los melocotones.
                     en una casilla de baño
donde se cambia la ropa de trabajo
dejaré a propósito un pañuelo donde lloré
una careta al volver del corso
y el día siguiente era hábil.
El lápiz rojo lo robé para que no te pintes,
un acto de contrición en defensa de mi amor,
donde los otros amadores estaban negados
a descubrirte, y así sufrir de amor,
como había sufrido yo,
antes de llegar a la insensibilidad
y dejar pasar con saludos
las ramas del río arrasadas en lluvias inundaciones
deshielos, lágrimas a canaletas tapadas.
Diques deteniendo coágulos de las venas
y no dejes circular
aunque le cueste pasar por alto
el centro de la memoria.

Mi crédito

Dame tu cariñito,
un besito.
Un fueguito de amor,
un bollito quemado.
Poné tu fósforo
lucesita con respaldo
de sombra en contraluz
sobre la nada,
que es muy obscura.
Acercarme música a mí
de pronto y temprano
esperando amanecer.
Dame una explicación de sorpresa
cariñito,
porque no existís,
ni es posible que existas.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones del Escorxador, 1984, pp. 8, 10, 12, 36 y 44. ISBN: 84-398-1251-5.]

domingo, 23 de marzo de 2025

La Regenta.- Leopoldo Alas , "Clarín" (1852-1901)

 

Capítulo VIII

 «La excelentísima señora doña Rufina de Robledo, marquesa de Vegallana, se levantaba a las doce, almorzaba, y hasta la hora de comer leía novelas o hacía crochet, sentada o echada en algún mueble del gabinete. La gran chimenea tenía lumbre desde octubre a mayo. De noche iba al teatro doña Rufina siempre que había función, aunque nevase o cayeran rayos; para eso tenía carruajes. Si no había teatro, y era esto muy frecuente en Vetusta, se quedaba en su gabinete, donde recibía a los amigos y amigas que quisieran hablar de sus cosas, mientras ella leía los periódicos satíricos con caricaturas, revistas y novelas. Sólo intervenía en la conversación para hacer alguna advertencia del género de los epigramas del Arcipreste, su buen amigo. En estas breves interrupciones, doña Rufina demostraba un gran conocimiento del mundo y un pesimismo de buen tono respecto de la virtud. Para ella no había más pecado mortal que la hipocresía; y llamaba hipócritas a todos los que no dejaban traslucir aficiones eróticas que podían no tener. Pero esto no lo admitía ella. Cuando alguno salía garante de una virtud, la marquesa, sin separar los ojos de sus caricaturas, movía la cabeza de un lado a otro y murmuraba entre dientes postizos, como si rumiase negaciones. A veces pronunciaba claramente:
 -A mí con ésas... que soy tambor de marina.
 No era tambor, pero quería dar a entender que había sido más fiel a las costumbres de la Regencia que a sus muebles. Sus citas históricas solían referirse a las queridas de Enrique VIII y a las de Luis XIV. 
 En tanto, el salón amarillo estaba en una discreta oscuridad, si había pocos tertulios. Cuando pasaban de media docena, se encendía una lámpara de cristal tallado, colgada en medio del salón. Estaba a bastante altura; sólo podía llegar a la llave del gas Mesía, el mejor mozo. Los demás se quejaban. Era una injusticia.
 -¿Para qué poner tan alta la lámpara? -decían algunos un tanto ofendidos.
 Doña Rufina se encogía de hombros.
 -Cosas de ése -respondía, aludiendo a su marido.
 No era muy escrupuloso el marqués en materia de moral privada; pero una noche había entrado palpando las paredes para atravesar el salón, y al llegar al gabinete, una puerta estaba entornada; su mano tropezó con una nariz en las tinieblas, oyó un grito de mujer -estaba seguro-,  y sintió ruido de sillas y pasos apagados en la alfombra. Calló por discreción, pero ordenó a los criados que colocaran más alta la lámpara. Así nadie podría quitarle luz ni apagarla. Pero resultó una desigualdad irritante, porque Mesía, poniéndose de puntillas, llegaba a la llave del gas.
 De las tres hijas de los marqueses, dos, Pilar y Lola se habían casado, y vivían en Madrid; Emma, la segunda, había muerto tísica. Aquella escasa vigilancia a que la marquesa se creía obligada cuando sus hijas vivían con ella había desaparecido. Era el único consuelo de tanta soledad. En tiempo de ferias, doña Rufina hacía venir a alguna sobrina de las muchas que tenía por los pueblos de la provincia. Aquellas lugareñas linajudas esperaban con ansia la época de las ferias, cuando les tocaba el turno de ir a Vetusta. Desde niñas se acostumbraban a mirar como temporada de excepcional placer la que se pasaba con la tía, en medio de lo mejorcito de la capital. Algunos padres timoratos oponían argumentos de aquella moralidad privada que no preocupaba al marqués, pero al fin la vanidad triunfaba, y siempre tenía su sobrina en ferias la señora marquesa de Vegallana. Las sobrinitas ocupaban los aposentos de las hijas ausentes; el de Emma no volvió a ser habitado, pero se entraba en él cuando hacía falta.
 Las muchachas animaban por algunas semanas con el ruido de mejores días aquellas salas y pasillos, alcobas y gabinetes, demasiado grandes y tristes cuando estaban desiertos. De noche, sin embargo, no faltaba algazara en el piso principal, hubiera sobrinas o no. En el segundo, de día y de noche, había aventuras, pero silenciosas. Un personaje de ellas siempre era Paquito. Cuando estaba sereno, juraba que no había cosa peor que perseguir a la servidumbre femenina en la propia casa; pero no podía dominarse. Videor meliore, le decía don Saturno, sin que Paco lo entendiese. En la tertulia de la marquesa, con sobrinas o sin ellas, predominaba la juventud. Las muchachas de las familias más distinguidas iban muy a menudo a hacer compañía a la pobre señora que se había quedado sin sus tres hijas. Previamente se daba cita al novio respectivo, y cuando no, esperaban los acontecimientos. Allí se improvisaban los noviazgos, y del salón amarillo habían salido muchos matrimonios in extremis, como decía Paquito, creyendo que in extremis significaba una cosa muy divertida. Pero lo que salía más veces era asunto para la crónica escandalosa. Se respetaba la casa del marqués, pero se despellejaba a los tertulios. Se contaba cualquier aventurilla y se añadía casi siempre:
 -Lo más odioso es que esas... tales hayan escogido para sus... cuales una casa tan respetable, tan digna.
 Los liberales avanzados, los que no se andaban con paños calientes, sostenían que la casa era lo peor.
 Sin embargo, los maldicientes procuraban ser presentados en aquella casa donde había tantas aventuras.
 Aunque algo se habían relajado las costumbres y ya no era un círculo tan estrecho como en el tiempo de doña Anuncia y doña Águeda (q.e.p.d.) el de la clase, aún no era para todos el entrar en la tertulia de confianza de Vegallana. Los mismos tertulios procuraban cerrar las puertas, porque se daban tono así y además no les convenían testigos. "Estamos mejor en petit comité". El espíritu de tolerancia de la marquesa había contagiado a sus amigos. Nadie espiaba a nadie. Cada cual a su asunto. Como el ama de la casa autorizaba sobradamente la tertulia, las madres, que nada esperaban ya de las vanidades del mundo, dejaban ir a las niñas solas. Además, nunca faltaban casadas todavía ganosas de cuidar la honra de sus retoños o de divertirse por cuenta propia. ¿Y quién duda que éstas se harían respetar? Allí estaba Visitación, por ejemplo. Algunas madres había que no pasaban por esto; pero eran las ridículas, así como los maridos seguían una conducta análoga. Algún canónigo solía dar mayores garantías de moralidad con su presencia, aunque es cierto que no era esto frecuente, ni el canónigo paraba allí mucho tiempo. [...]
 La marquesa sabía que en su casa se enamoraban los jóvenes un poco a lo vivo.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Sarpe, 1984, pp. 151-153. ISBN: 84-7291-675-8.]