domingo, 31 de agosto de 2025

El difunto Matías Pascal.- Luigi Pirandello (1867-1936)

 

10.-La pila del agua bendita y el cenicero

 «-Usted dispense, señor Paleari -le objetaba yo-. Pero fíjese: supongamos que un gran hombre, mientras pasea, tiene la desgracia de caerse y romperse la crisma y quedarse lelo. ¿Adónde va a parar su alma?
 El señor Paleari quedóseme mirando de hito en hito, como si de pronto le cayese a los pies un pedrusco.
 -¿Que adónde va a parar el alma?
 -Sí, y lo mismo si nos ocurre esa desgracia a usted o a mí, que, aunque no soy un gran hombre, sin embargo..., ¡vamos!, razono. Suponga usted que me caigo, me rompo la crisma y me quedo lelo. ¿Qué se ha hecho de mi alma?
 Paleari juntó las manos y, con expresión de benigna lástima, me repuso:
 -Pero, ¡Dios santo!, ¿por qué quiere usted caerse y romperse la crisma, querido señor Meis?
 -Es una hipótesis...
 -Pues no, señor, siga usted paseándose tranquilamente. Cojamos a los viejos que, sin necesidad de caerse ni romperse la crisma, se vuelven chochos. Bien, ¿qué quiere decir esto? ¿Tendría usted la pretensión de querer probarme, apoyándose en esa circunstancia, que al quebrantarse el cuerpo debilítase también el alma y que la extinción del uno supone la extinción del otro? Pues, si es así, haga usted el favor de imaginarse el caso contrario, es decir, cuerpos en el colmo de la extenuación y en los cuales, sin embargo, refulge potentísima la luz del alma: Giacomo Leopardi y tantos ancianos como, por ejemplo, su santidad León XIII, sin ir más lejos. ¿Qué dice usted a esto? Pero supóngase usted ahora un piano y un pianista y, que al estarlo tocando, el piano, de pronto desafina: no suena ya esta tecla, dos o tres cuerdas saltaron. Pues bien: naturalmente, con un instrumento tan estropeado, por fuerza ha de tocar mal el pianista, por más diestro que sea. Pero y si, por fin, el piano deja de ser, ¿será que no existe ya tampoco el pianista?
 -¿Quiere usted dar a entender que el cerebro es el piano y el alma el pianista?
 -Eso mismo, señor Meis. Y si el cerebro se estropea, por fuerza el alma ha de parecer mema o loca, o qué sé yo. Lo cual quiere decir que si el pianista rompió, no por accidente, sino por inadvertencia o adrede, el instrumento, habrá de pagarlo. El que rompe, paga; se paga todo; sí, señor, todo. Pero ésta es otra cuestión. Dispénseme usted, pero dígame: ¿no hace mella alguna en su ánimo ver que la Humanidad toda, hasta donde hay noticia de ella, alimentó siempre la aspiración a otra vida más allá? Este es un hecho, señor mío: un hecho, una prueba positiva.
 -Dicen que el instinto de conservación...
 -Pues no es así, para que usted se entere. Porque, lo que es yo, me chincho, ¿sabe usted?, en esta vil pelleja que me envuelve. Me pesa, y si la soporto es porque sé que debo soportarla; pero en probándome, ¡voto a Cristo!, que después de haberla soportarlo por espacio de otros cinco o seis o diez años, aún no habré pagado mi escote de algún modo y que todo ha de acabar aquí, pues, ¡nada!, que ya me la estoy arrancando. ¿Y quiere usted decirme dónde está, entonces, el instinto de conservación? Yo sigo tirando únicamente porque siento que la cosa no puede parar en eso. Sólo que a esto salen diciéndome que una cosa es el individuo y otra la Humanidad. El individuo acaba, la especie sigue evolucionando. ¡Vaya un modo de discurrir! Fíjese, si no, un poco, señor Meis. ¡Como si usted, yo, el vecino de al lado, todos, en una palabra, no fuésemos la Humanidad! ¿Y no pensamos todos nosotros, allá en nuestro fuero interno, que sería el colmo del absurdo, la cosa más atroz, el que todo hubiera de reducirse a este mundo, a este mísero soplo de nuestra vida terrena: cincuenta, sesenta años de calamidades, sinsabores y luchas? Y, todo, ¿por qué? ¡Pues por nada! ¡Por la Humanidad! Pero ¿y si la Humanidad no ha de ser tampoco eterna? Fíjese usted, señor Meis: ¿a qué habrán venido, entonces, toda esta vida, todo este progreso, toda esta evolución? ¿A nada?... ¡Pero si luego salen diciéndonos que la nada, la nada pura, no existe!... La curación del planeta, como dijo usted el otro día, ¿verdad? Bueno: supongamos que sea la curación; sólo hay que ver en qué sentido. Lo malo que tiene la ciencia, señor Meis, es eso precisamente: que no ve más allá de la vida...
 -¡Hombre! -suspiré yo, sonriendo-. Puesto que tenemos que vivir...
 -Pero, ¡también tenemos que morir! -replicome Paleari. 
 -Conformes, pero, ¿por qué pensar tanto en ello?
 -¿Que por qué? Pues porque no podemos atinar con el sentido de la vida si de algún modo no nos explicamos también la muerte. El criterio director de nuestros actos, el hilo para salir de este laberinto, la luz, en suma, señor Meis, la luz hemos de recibirla de allá, de la muerte.
 -¿Con la oscuridad que allí reina?
 -¿Oscuridad? ¡La habrá para usted! Pero pruebe usted a encender una lamparilla de fe con el aceite puro del alma. En faltándonos esta lamparilla, no hacemos más que dar tumbos de acá para allá en esta vida, como ciegos, pese a toda la luz eléctrica que hemos inventado. Buena, bonísima resulta para la vida la luz eléctrica; pero nosotros, señor Meis, necesitamos también de esa otra lamparita que nos alumbra un poco las sombras de la muerte. Mire usted: yo, muchas noches, procuro encender también cierto farolillo de cristal color de rosa; no hay más remedio que ingeniarse por todos los modos posibles de echar el resto para intentar ver... Ahora se encuentra en Nápoles Terencio, mi yerno; pero dentro de unos meses estará de vuelta y entonces yo le invitaré a usted a asistir, si quiere, a alguna de nuestras modestas sesiones. Y quién sabe si ese farolillo... Pero punto en boca, que por hoy ya le he dicho bastante.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Salvat Editores, 1971, en traducción de R. Cansinos Assens, pp. 107-110. Depósito legal: NA-42-1971.]
 

domingo, 24 de agosto de 2025

Pienso, luego río.- John Allen Paulos (1945)

Capítulo IV: Gente

 «Marvin Minsky, un eminente científico de ordenadores, ha escrito: "Cuando se construyan máquinas inteligentes, no debemos extrañarnos de encontrarlas tan confusas y tercas como los hombres en sus convicciones sobre la mente y la materia, la conciencia, la libre voluntad y cosas por el estilo". Esto parece tener sentido, aunque yo sustituiría el "cuando" por "si".
 Además de las preocupaciones filosóficas, esas "máquinas" inteligentes tendrán probablemente sentido del humor. En realidad, una variante de la prueba de Turing para la inteligencia de una máquina podría ser construir un programa que reconociera los chistes. Serían necesarias todas las habilidades intelectuales integradoras mencionadas antes, junto con una apreciación de los matices emocionales. Esta combinación de cualidades no es tan corriente, ahora que lo pienso, ni siquiera entre los humanos.

 Un matrimonio muy viejo, pasados los noventa, visita a un abogado divorcista. El abogado les pregunta:
 -¿Por qué ahora? Han pasado ustedes los noventa años, llevan más de setenta casados, ¿por qué divorciarse a estas alturas?
 -Queríamos esperar hasta que los niños se hubiesen muerto -explican ellos.

 Si se ha reído usted, probablemente no tiene usted silicio en el cerebro (acero en el corazón, tal vez, pero no silicio en el cerebro).

**********************

 Es concebible que con el avance de la inteligencia artificial, los chistes étnicos sean sustituidos por chistes robóticos.

 Dos robots en campaña electoral para un partido de derechas llegan a un cartel del MOPU*: DESVÍO OBLIGATORIO A LA IZQUIERDA. Lo dejan hecho trizas.
 El robot de la ferretería dejó el trabajo. Se le aflojaban las tuercas cada vez que alguien se le acercaba con un destornillador.

*********************

 Una importante distinción en la ciencia de ordenadores es la diferencia que hay entre el "hardware" y el "software" del ordenador. Aunque la diferencia no siempre es clara, "hardware" se refiere a los aspectos físicos del ordenador (cintas, discos, transistores, pastillas, etc.), mientras que "software" se refiere a los programas que funcionan en el ordenador. El programa determina lo que hace el ordenador, cuál debe ser la sucesión de estados lógicos o programáticos. Los estados físicos del "hardware" del ordenador corresponden a esos estados lógicos o programáticos.
 Hilary Putnam ha observado que las cuestiones lógicas y lingüísticas que se plantean respecto a esta distinción entre el soporte físico y el soporte lógico son similares en algunos aspectos importantes a los que surgen en el problema tradicional del cuerpo y de la mente, de Descartes. ¿Cuál es la relación entre la mente y el cerebro (cuerpo)? ¿Cómo se afectan el uno al otro? ¿Son lo físico y lo mental inconmensurables o son diferentes aspectos del mismo fenómeno? Putnam sostiene que esos problemas tienen, en algunos aspectos, soluciones (o disoluciones) idénticas a las de los siguientes problemas análogos. ¿Cuál es la relación entre el programa y el soporte físico? ¿Cómo se afectan el uno al otro? ¿Son las propiedades de los programas y del soporte físico inconmensurables, o diferentes aspectos del mismo fenómeno?
 Comparen:
 (1) Quiero que Jorge llore en este punto de la representación, así que mientras está entre bastidores le haré pensar en algo muy triste o, si no puede, le pondré jugo de cebolla en los ojos.
 (2) Quiero que esta extraña forma helicoidal aparezca en la pantalla en este momento de la presentación, así que programa su aparición o, si no puedes, frota un imán en el cable de la interfaz, de esta manera.
 El tema de la sección siguiente (explicaciones intencionales) arroja algo de luz sobre algunas cuestiones relacionadas.

 ¿POR QUÉ SE HA TOCADO LA CABEZA JUSTO AHORA?

 "Y se plantea el problema; ¿qué queda si resto el hecho de que mi brazo sube del hecho de que levanto mi brazo? Ludwig Wittgenstein

*******************

 Myrtle: ¿Por qué creéis que ese hombre se ha tocado la cabeza justo ahora?
 Jorge: Es el entrenador de la tercera base y está dando la señal al bateador para que dé un golpe suave.
 Marta: Hace mucho viento y está asegurándose de que tiene la gorra bien calada.
 Waldo: Un complejo conjunto de descargas de las neuronas y de contracciones musculares, producido por un conjunto aún más complejo de fenómenos físicos y químicos, ha hecho que el apéndice superior derecho se mueva con tal y tal ángulo y velocidad hacia la parte lateral de la extremidad central más elevada.
 Myrtle: ¿Eh?

 Las explicaciones de Jorge y Marta difieren de la de Waldo de una forma crucial. Ellos explican dando una razón para la conducta en cuestión más que citando leyes causales. Al dar una explicación del comportamiento, Jorge y Marta lo hacen razonable a la luz de ciertas reglas y normas socialmente aceptadas, y de las creencias e intenciones del agente. Las explicaciones de este tipo, que presuponen la racionalidad de los agentes implicados, reciben el nombre de explicaciones intencionales. La explicación de Waldo, por otro lado, es causal. Si esas leyes generales son válidas y se dan esas condiciones, entonces el resultado será ése.
 Adviertan que no hay conflicto entre ambos tipos de explicación. Los dos pueden invocarse para explicar la  misma parcela de comportamiento (que la princesa Diana se haya quedado embarazada, que se hayan borrado las cintas de Watergate), aunque uno u otro pueden ser más apropiados en un contexto determinado.»

*Ministerio de Obras Públicas.

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1988, en traducción de Marta Sansigre, pp. 128-131. ISBN: 84-376-0655-1.]

domingo, 17 de agosto de 2025

La ley.- Francisco de Vitoria (1482-1546)

Los efectos de la ley
Lectura 122 repetida
Artículo primero: Si el efecto de la ley es hacer buenos a los hombres

 «1.-Responde que la intención de cualquier legislador es hacer buenos a los hombres. La segunda conclusión es que cual sea la ley tal será la bondad en los súbditos.
 Una sola dificultad hay aquí. La cuestión está en cómo ha de entenderse la primera conclusión, es decir, que la ley hace buenos a los hombres, si ha de entenderse en sentido universal de toda ley. Acerca de la ley natural no hay duda, ni tampoco de la divina positiva, ni de la eclesiástica divina, pero sí hay duda acerca de la civil, si la intención del rey deba ser el hacer buenos a los hombres o más bien hacerlos ricos o sanos.
 Hay que notar que, como ha dicho antes el Doctor, lo que hace a los hombres buenos simplemente es sólo la virtud moral. Por eso un gran filósofo no se dice con propiedad que sea bueno simplemente, sino buen filósofo; de un teólogo, buen teólogo, etc. Por consiguiente, preguntarse si la intención del legislador es hacer buenos a los hombres es exactamente lo mismo que preguntarse si debe inducir a los hombres a las virtudes morales.
 2.-Hay algunos que piensan que no, y si lo hace será en cuanto hombre bueno, no porque eso sea de su competencia, pues los legisladores son como los artistas, que no pretenden la bondad moral sino la artística. La finalidad del rey es la misma que la de la ciudad y la de la república, ya que éstas son su fin; porque un hombre solo no se basta a sí mismo, por eso los hombres no andan vagando por los montes como las fieras, porque cada uno necesita de los demás y uno solo no puede hacer todas las cosas. De aquí que no pueda un hombre vivir solo, sino que es necesario que los hombres se ayuden mutuamente. Parece, por consiguiente, que los hombres no se congregan en una ciudad por el bien moral sino a causa de esa indigencia del hombre. Ahora bien, el fin de la ciudad y el del legislador es el mismo; luego, el fin y la intención del legislador no es inducir a los hombres al bien moral, sino al bien natural y a liberarse de esa indigencia.
 Esto se confirma porque la facultad civil no se distinguiría de la eclesiástica, ya que el fin de la eclesiástica es hacer a los hombres buenos simplemente; ahora bien, todas las facultades se distinguen por el fin; luego... Se confirma además porque se seguiría que correspondería a la facultad civil instituir los sacramentos de la Iglesia. Está claro, porque los sacramentos son necesarios para que los hombres sean buenos simplemente; y así el rey tendría la facultad de hacer leyes eclesiásticas, lo cual es falso. Y se confirma también por el tercer argumento de santo Tomás: aunque alguien sea malo para sí mismo, puede ser bueno en orden al bien común y puede observar todas las leyes civiles, como, por ejemplo, el que fornica no obra contra ninguna ley civil, ni el que jura en falso, ni el que mata a su mujer por causa de fornicación. Y, sin embargo, no son buenos simplemente; luego...
 A esto hay que responder que uno puede obrar bien en orden al bien común y obrar mal en orden a sí mismo; pero esto se niega porque, si uno es envidioso, avaro o ladrón, no obra bien; pues el bien común se compone de los bienes particulares, del mismo modo que es imposible hacer una buena casa con malos materiales.
 3.-Santo Tomás, en la solución a la tercera dificultad, responde con una palabra que parece echar por tierra todo lo que hemos dicho. Dice, en efecto, que el bien común puede darse perfectamente si al menos los príncipes son buenos. Con lo que parece conceder que aunque los demás sean malos puede perfectamente darse el bien común, porque puede ser que uno sea un buen ciudadano y no un hombre bueno.
A esta cuestión respondo que sin duda la intención del rey es hacer a los hombres buenos simplemente, e inducirlos a la virtud. Esto se prueba de la siguiente manera. La intención del legislador, como el último fin de la ley, según ha dicho y probado el Doctor antes, es el bien común. De donde se sigue que es necesario que la ley mire, sobre todo, al bien común, que es la felicidad. Así Aristóteles dice que las leyes justas producen la felicidad. Otros filósofos pusieron la felicidad en la virtud, pero Aristóteles sostiene que la esencia de la felicidad consiste en la virtud; concede, sin embargo, que las cosas que para otros son indiferentes, como las riquezas, ayudan a la felicidad. Por consiguiente, estando la mayor parte de la felicidad en la virtud, no pueden ser buenos ciudadanos, aunque sean ricos, si no son amantes de la virtud. Se prueba esto por la autoridad de la Sagrada Escritura: "Todos han de estar sometidos a las autoridades superiores, pues no hay autoridad sino bajo Dios". Luego, el fin también viene de Dios.  Y "el que resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios". Ahora bien, si las leyes no hacen otra cosa que dar el bienestar natural, ¿por qué quien resistiera al rey iba a resistir al orden de Dios? De aquí se deduce que "se atraen sobre sí la condenación. ¿Quieres vivir sin temor a la autoridad? Haz el bien..."; luego el legislador intenta hacer buenos a los hombres simplemente. Muchas cosas dice Pablo a este propósito. Y también Pedro. "Someteos a toda institución humana por amor de Dios".
 Se prueba también porque la república misma tiene autoridad para inducir a los hombres a la virtud, puesto que la tiene para inducirlos al bien útil y delectable que son bienes menores. Y no ejerce la autoridad si no es por medio de la ley; luego, la intención de la ley es..., etc. Asimismo el padre de familia debe procurar hacer honrados a sus hijos; ahora bien la familia es una parte de la república; por consiguiente mucho más la república misma...
 Se prueba, por último, porque los príncipes han dado leyes que pertenecen al orden moral, como, por ejemplo, prohíben la blasfemia, la sodomía, etc.; luego, las leyes deben referirse a los actos de las virtudes. De lo contrario no valen para nada. Y aunque a alguno le parece que miran al bien privado, como, por ejemplo, los tributos, pertenecen, sin embargo, al bien común.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Tecnos, 2009, en edición de Luis Frayle Delgado, pp. 21-25. ISBN: 978-84-309-4860-4.]

domingo, 10 de agosto de 2025

Ilíada.- Homero (ca. siglo VIII a.C.)

 

Canto XIX

 «Eos, de azafranado peplo, se levantaba de la corriente del Océano para llevar la luz a los dioses y a los hombres, cuando Tetis llegó a las naves con la armadura que Hefesto le entregara. Halló al hijo querido reclinado sobre el cadáver de Patroclo, llorando copiosamente, y en torno suyo a muchos amigos que derramaban lágrimas. La divina entre las diosas se puso en medio, asió la mano de Aquiles y hablóle de este modo:
 "¡Hijo mío! Aunque estamos afligidos, dejemos que ése yazga, ya que sucumbió por voluntad de los dioses; y tú recibe la armadura fabricada por Hefesto, tan excelente y bella como jamás varón alguno la haya llevado para proteger sus hombros".
 La diosa, apenas acabó de hablar, colocó en el suelo delante de Aquiles las labradas armas y éstas resonaron. A todos los mirmidones les sobrevino temblor; sin atreverse a mirarlas de frente, huyeron espantados. Mas Aquiles, así que las vio, sintió que se le recrudecía la cólera; los ojos le centellearon terriblemente, como una llama, debajo de los párpados; y el héroe se gozaba teniendo en las manos el espléndido presente de la deidad. Y cuando hubo deleitado su ánimo con la contemplación de la labrada armadura, dirigió a su madre estas aladas palabras:
 "¡Madre mía! El dios te ha dado unas armas como es natural que sean las obras de los inmortales y como ningún hombre mortal las hiciera. Ahora me armaré, pero temo que en el entretanto penetren las moscas por las heridas que el bronce causó al esforzado hijo de Menetio, engendren gusanos, desfiguren el cuerpo -pues le falta vida- y corrompan todo el cadáver".
 Respondióle Tetis, la diosa de los argentados pies: "Hijo, no te preocupe el ánimo tal pensamiento. Yo procuraré apartar los inoportunos enjambres de moscas, que se ceban en la carne de los varones muertos en la guerra. Y aunque estuviera tendido un año entero, su cuerpo se conservará igual o más fresco que ahora. Tú convoca a junta a los héroes aqueos, renuncia a la cólera contra Agamenón, pastor de pueblos, ármate en seguida para el combate y revístete de valor".
 Dicho esto, infundióle fortaleza y audacia, y echó unas gotas de ambrosía y rojo néctar en la nariz de Patroclo, para que el cuerpo se hiciera incorruptible.
 El divino Aquiles se encaminó a la orilla del mar, y dando horribles voces, convocó a los héroes aqueos. Y cuantos solían quedarse en el recinto de las naves y hasta los pilotos que las gobernaban y como despenseros distribuían los víveres, fueron entonces a la junta; porque Aquiles se presentaba después de haberse abstenido de combatir durante mucho tiempo. El intrépido Tidida y el divino Odiseo, ministros de Ares, acudieron cojeando, apoyándose al arrimo de la lanza -aún no tenían curadas las graves heridas- y se sentaron delante de todos. Agamenón, rey de hombres, llegó el último y también estaba herido, pues Coón Antenórida habíale clavado su broncínea pica. Cuando todos los aqueos se hubieron congregado, levantándose entre ellos, dijo Aquiles, el de los pies ligeros:
 "¡Átrida! Mejor hubiera sido para entrambos continuar unidos que sostener, con el corazón angustiado, roedora disputa por una doncella. Así la hubiese muerto Artemisa en las naves con una de sus flechas el mismo día que la cautivé al tomar a Lirneso; y no habrían mordido el anchuroso suelo tantos aquivos como sucumbieron a manos del enemigo mientras duró mi cólera. Para Héctor y los troyanos fue el beneficio y me figuro que los aqueos se acordarán largo tiempo de nuestra altercación. Mas dejemos lo pasado, aunque nos hallemos afligidos, puesto que es preciso refrenar el furor del pecho. Desde ahora depongo la cólera, que no sería razonable estar siempre irritado. Mas, ea, incita a los aqueos, de larga cabellera, a que peleen y veré, saliendo al encuentro de los troyanos, si querrán pasar la noche junto a los bajeles. Creo que con gusto se entregará al descanso el que logre escapar del feral combate, puesto en fuga por mi lanza".
 Así habló, y los aqueos, de hermosas grebas, holgáronse de que el magnánimo Pelida renunciara a la cólera. Y el rey de hombres Agamenón les dijo desde su asiento, sin levantarse en medio del concurso.
 "¡Oh, amigos, héroes dánaos, ministros de Ares! Bueno será que escuchéis sin interrumpirme, pues lo contrario molesta aun al que está ejercitado en el hablar. ¿Cómo se podría oír o decir algo en medio del tumulto producido por muchos hombres? Hasta un orador elocuente se turbaría. Yo me dirigiré al Pelida; pero vosotros, los demás argivos, prestadme atención y cada uno comprenda bien mis palabras. Muchas veces los aqueos me han increpado por lo ocurrido, y yo no soy el culpable, sino Zeus, la Moira y Erinia, que vaga en las tinieblas; los cuales hicieron padecer a mi alma, durante la junta, cruel ofuscación el día en que le arrebaté a Aquiles la recompensa. Mas ¿qué podía hacer? La divinidad es quien lo dispone todo. Hija venerada de Zeus es la perniciosa Até, a todos tan funesta: sus pies son delicados y no los acerca al suelo, sino que anda sobre las cabezas de los hombres, a quienes causa daño, y se apodera de uno, por lo menos, de los que contienden. En otro tiempo fue aciaga para el mismo Zeus, que es tenido por el más poderoso de los hombres y de los dioses; pues Hera, no obstante ser hembra, le engañó cuando Alcmena había de parir al fornido Heracles en Tebas, ceñida de hermosas murallas. El dios, gloriándose, dijo así ante todas las deidades: 
 "Oídme todos, dioses y diosas, para que os manifieste lo que en el pecho mi corazón me dicta. Hoy Ilitia, la que preside los partos, sacará a luz un varón que, perteneciendo a la familia de los hombres engendrados de mi sangre, reinará sobre todos sus vecinos".
 Respondíole con astucia la venerable Hera: "Mientes y no cumplirás lo que dices. Y si no, ea, Zeus Olímpico, jura solemnemente que reinará sobre todos sus vecinos el niño que, perteneciendo a la familia de los hombres engendrados de tu sangre, caiga hoy a los pies de una mujer".
 Tal dijo. Zeus, no sospechando el dolo, prestó el gran juramento que tan funesto le había de ser. Hera dejó en raudo vuelo la cima del Olimpo y pronto llegó a Argos de Acaya, donde vivía la esposa ilustre de Esténelo Perseida. Y como ésta se hallara encinta de siete meses cumplidos, la diosa sacó a luz el niño, aunque era prematuro, y retardó el parto de Alcmena, deteniendo a las Ilitias. Y en seguida participóselo al Crónida diciendo:
 "¡Padre Zeus, fulminador! Una noticia tengo que darte. Ya nació el noble varón que reinará sobre los argivos: Euristeo, hijo de Esténelo Perseida, descendiente tuyo. No es indigno de reinar sobre aquéllos".
 Tales fueron sus palabras y un agudo dolor penetró en el alma del dios que, irritado en su corazón, cogió a Até por los nítidos cabellos y prestó solemne juramento de que Até, tan funesta a todos, jamás volvería al Olimpo y al cielo estrellado. Y volteándola con la mano, la arrojó del cielo. En seguida llegó Até a los campos cultivados por los hombres. Y Zeus gemía por causa de ella, siempre que contemplaba a su hijo realizando los penosos trabajos que Euristeo le impusiera.
 Por esto, cuando el gran Héctor, de tremolante casco, mataba a los argivos junto a las popas de las naves, yo no podía olvidarme de Até, cuyo funesto influjo había experimentado. Pero ya que falté y Zeus me hizo perder el juicio, quiero aplacarte y hacerte muchos regalos, y tú marcha al combate y anima a los demás guerreros. Voy a darte cuanto ayer te ofreció en tu tienda el divino Odiseo. Y si quieres, aguarda, aunque estés impaciente por combatir, y mis servidores traerán de la nave los presentes para que veas si son capaces de apaciguar tu ánimo los que te brindo".»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1982, en traducción de Luis Segalá y Estalella, pp. 311-314. ISBN: 84-7530-113-4.]

domingo, 3 de agosto de 2025

La conjuración de Venecia.- Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862)

Escena III

«Rugiero: (Se descubre y saluda a los demás.) No ha sido culpa mía el haber tardado estos pocos momentos: una casualidad, tal vez de leve importancia, me ha hecho suspender el propósito de entrar en el palacio... Toda la noche había notado que me seguía un máscara, vestido de negro... en vano atravesaba yo los puentes, cruzaba el bullicio en la plaza, mudaba mil veces de rumbo... siempre le veía cerca de mí, cual si fuese mi sombra. A veces sospeché, hallándole por todas partes, que quizá fuesen varios, de traje parecido; y hasta llegué a dudar si sería mi propia imaginación la que así los multiplicaba ante mis ojos... Al cabo me vi libre un instante, y lo he aprovechado.
 Mafei: En esta época del año, nada tiene de singular esa aventura: tal vez os hayan confundido con otro; y aun la mera curiosidad bastaría para que alguno haya formado empeño de conoceros.
 Dauro: Ni la más leve circunstancia debe desatenderse, en crisis de tanto momento... ¿Quién sabe si acecharán los pasos de Rugiero por algún recelo o sospecha?... Todos conocemos a fondo las malas artes de ese tribunal, digno apoyo de la tiranía: mina la tierra que pisamos; oye el eco de las paredes; sorprende hasta los secretos que se escapan en sueños...
 Thiépolo: Poco le han de valer ya su astucia misteriosa, sus infames espías, sus mil bocas de bronce, abiertas siempre a la delación y a la calumnia... Si se muestra ahora aún más activo y tremendo, desde que está a su frente el cruel Morosini, antes lo tengo por buen anuncio que por malo; no es síntoma de robustez, sino la agonía de un moribundo.
 Badoer: ¿Y por qué tardamos en señalar su última hora?... En las grandes empresas el mayor peligro está en la dilación...
 Jacobo Querini: Y tal vez en precipitarlas. No es mi ánimo, nobles señores, contrarrestar vuestra resolución generosa; y después de haber agotado en vano todos los medios de persuasión y de templanza, conozco a pesar mío que es necesario, so pena de mayores males, oponerse resueltamente a tamaño atentado. Mas ya que la ceguedad de unos pocos nos obliga a tan duro extremo, ¿no debemos prever todas las consecuencias, y evitar los estragos de una revolución?... No basta tener en favor nuestro la razón y las leyes; siempre es aventurado encomendar su triunfo al incierto trance de las armas; y es mala lección para los pueblos enseñarles a reclamar justicia, desplegando la fuerza...
 Thiépolo: (Interrumpiéndole.) ¿Y qué otro recurso nos queda para arrancar a unos detentores infames el depósito que han usurpado?... ¡Vosotros lo sabéis: las quejas se gradúan de delito, las reclamaciones de crimen y el patíbulo ahogan la voz de los que osan invocar las leyes! En ese mismo palacio cuyas puertas se cerraron ante mi padre, alzado por aclamación pública a la suprema dignidad; en ese mismo palacio en que un dux orgulloso, nombrado por sus cómplices, trama noche y día la servidumbre de su patria, no ha faltado ya quien reclame en favor de nuestros derechos, ¿y cuál ha sido la respuesta?... No necesito recordárosla: ¡aún no está enjuta la sangre de las víctimas! ¡Sin proceso ni tela de juicio, sin acusación ni defensa, en la oscuridad de la noche, a la sombra de los impenetrables muros, cayeron los leales a manos de los pérfidos; y por colmo de horror y escándalo, se apellidó luego justicia la venganza de los asesinos!
 Marcos Querini: Calma, Boemundo, calma ese aliento generoso, tan necesario en la pelea como arriesgado en el consejo: cuando se trata de asunto de tamaña importancia, más vale seguir la luz de la prudencia que los ímpetus del corazón. Nuestros sentimientos son los mismos, uno nuestro deseo; y aunque ves estas canas sobre mi frente, tan resuelto estoy como el que más a derramar mi sangre, por no dejar a mi patria en tan indigna esclavitud. Mas antes de aventurarlo todo, conviene no olvidar el poder y la astucia de nuestros contrarios y asegurar el buen éxito de la empresa por cuantos medios estén al alcance de la prudencia humana...
 Badoer: ¿Y qué nos falta ya?... Las tropas de mi mando están prontas y llegarán de Padua al momento preciso...
 Rugiero: Los guerreros que siguen mis banderas me demandan a cada instante la señal anhelada...
 Embajador: Por no excitar inquietud y sospechas, aún no se han internado en el golfo las galeras de Génova; pero el almirante aguarda ya mis órdenes y el pabellón de una república amiga vendrá a solemnizar también el triunfo de Venecia.
 Jacobo Querini: ¿Y los nobles?... ¿Y el pueblo?...
 Dauro: ¿Quién puede dudar de que estén por nosotros? Despojadas de sus prerrogativas cien familias ilustres, perseguidas otras, amenazadas todas, ansían en secreto la caída de los usurpadores y el recobro de los antiguos fueros: a una voz, a un acento, no habrá noble veneciano, digno de su estirpe, que no empuñe la espada en nuestro favor.
 Badoer: Y yo respondo con mi cabeza de la cooperación del pueblo. La ruina de nuestra armada en Curzola, la derrota del Po, la pérdida de Tolemaida, la miseria y el hambre, todas las plagas juntas, han apurado ya la paciencia y el sufrimiento; no hay nadie que no anhele ver el término de tantos males.
 Mafei: ¡La maldición del cielo ha caído sobre Venecia y pide a gritos el castigo de los culpables: ni aun nos queda el recurso, en medio de tantas desdichas, de recibir los consuelos de la religión y llorar siquiera en los templos!... Cerradas sus puertas, prófugos sus ministros, interrumpidos los cánticos y sacrificios, en vano tendemos los brazos al Pastor santo de los fieles... Su tremendo entredicho pesa sobre nosotros; y a su voz todas las naciones nos repulsan como apestados, o nos persiguen como a fieras.
 Thiépolo: ¿Qué aguardamos, pues, qué aguardamos?...
 Dauro: A cada instante se agravan los males y se dificulta el remedio.
 Rugiero: La menor tardanza puede sernos funesta.
 Mafei: ¡Ni un día más!
 Varios conjurados: ¡Ni un solo día!
 Marcos Querini: Pues tan resueltos os mostráis a tentar cuanto antes el último recurso, concertemos el plan con madurez y detenimiento, dejando cuanto menos sea dable a los azares de la suerte. Sé bien que podemos contar, al menos por el pronto, con más fuerzas que nuestros contrarios, ¿pero no debemos procurar que nuestro triunfo cueste pocas lágrimas y evitar con todo empeño el derramamiento de sangre?... Quisiera yo también, y daría mi vida por lograrlo, que se tomasen todas las precauciones para que el pueblo no sacuda el freno, y no empañe nuestra victoria con desórdenes y demasías. Ha nacido para obedecer, no para mandar; y al mismo tiempo que vea desmoronarse la obra inicua de la usurpación, debe admirar más firme y sólido el antiguo edificio de nuestras leyes. Rescatemos, sí, rescatemos de manos infieles la herencia de nuestros mayores, mas no expongamos el bajel del estado a las tormentas populares.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Espasa-Calpe, 2004, en edición de Juan Francisco Peña, pp. 91-96. ISBN: 84-670-1320-6.]
 

domingo, 27 de julio de 2025

El haya de los judíos.- Annette von Droste-Hülshoff (1797-1848)

 

  «En tal medio nació Friedrich Mergel [...] El padre de Friedrich, el viejo Hermann Mergel, había sido en su juventud lo que se dice un metódico bebedor, esto es, un tipo que sólo los domingos y días festivos yacía en la acequia, y durante la semana tenía tan buenos modales como cualquier otro. De ahí que no tuviese dificultades cuando pretendió a una muchacha bonita y de buena posición. La boda fue muy alegre. Mergel no bebió demasiado y los padres de la novia regresaron por la noche satisfechos a su casa; pero al domingo siguiente pudo verse a la joven esposa, lanzando gritos y manchada de sangre, correr por el pueblo en dirección a la casa de sus padres dejando abandonados sus buenos vestidos y demás enseres caseros. Esto supuso un  gran escándalo para el pueblo y enorme disgusto para Mergel, quien estaba necesitado de consuelo. Aquel mismo día por la tarde no quedaba ni un cristal sano en su casa y se le vio hasta altas horas de la noche tendido delante del umbral; de vez en cuando se llevaba a la boca un trozo de botella rota, con el que hería su cara y las manos de manera lastimosa. La joven esposa permaneció junto a sus padres, donde se fue consumiendo de pena hasta que murió. No se sabe a ciencia cierta si el arrepentimiento o la vergüenza le martirizaban, el hecho es que parecía cada vez más necesitado de consuelo y pronto se le contó entre los sujetos completamente degenerados. La hacienda se vino abajo; extrañas mujeres trajeron la vergüenza y la ignominia; así transcurrieron los años, Mergel era y seguía siendo un viudo desconcertado y miserable, hasta que de pronto apareció de nuevo como novio. El asunto era de por sí inesperado y la personalidad de la novia contribuyó a aumentar la sorpresa. Margreth Semmler era una persona honrada y decente, ya de cuarenta años; en su juventud había sido una belleza de la aldea y todavía ahora se la consideraba como inteligente y buena administradora, y además no pobre de recursos económicos; y por eso nadie comprendió el motivo que la había empujado a dar este paso. Sin embargo, creemos encontrar el motivo en la conciencia que ella tenía de su propia perfección y seguridad, pues la tarde anterior a la misma boda ella misma dijo: "Una mujer que es maltratada por su marido es tonta o no sirve para nada; si me va mal, decid que la culpa es mía". Desgraciadamente el resultado demostró que ella había sobreestimado sus fuerzas. Al principio infundió respeto a su marido, que no solía entrar en casa deslizándose por el granero cuando venía algo bebido, pero el yugo le oprimía demasiado para soportarlo largo tiempo y pronto le vieron cruzar la callejuela tambaleándose y entrar en la casa; se oyó en el interior su escandaloso alboroto y se vio cómo Margreth corría y cerraba la puerta y las ventanas. Un día de ésos -que no era domingo- la vieron salir precipitadamente de la casa, sin cofia ni pañuelo, el cabello suelto sin peinar, arrodillarse junto a un macizo de hierbas y palpar la tierra con las manos, después miró temerosa en torno suyo, cortó rápidamente un manojo de hierbas y lentamente volvió a la casa; pero no entró por la puerta sino por el granero. Se decía que Mergel le había puesto la mano encima por vez primera aquel día, a pesar de que tal confesión jamás salió de sus labios. A los dos años de este desgraciado matrimonio llegó un hijo -no se puede decir que con regocijo, pues Margreth tuvo que haber llorado mucho cuando el niño nació. Sin embargo, aunque aquel niño había sido gestado bajo un corazón lleno de amargura, Friedrich fue un niño sano y bonito que creció fuerte al aire libre. El padre le quería mucho, nunca venía a casa sin traerle un trocito de bollo o algo parecido, y hasta se creía que, desde el nacimiento del muchacho, Mergel se había vuelto más ordenado; al menos, el alboroto en la casa había disminuido.
 Friedrich tenía nueve años; era por la fiesta de los Reyes Magos; una noche de invierno cruda y tempestuosa. Hermann había asistido a una boda y se puso temprano en camino porque la casa de la novia distaba tres cuartos de milla. Aunque había prometido regresar al atardecer, la señora Mergel no contaba con ello, ya que tras la puesta del sol había comenzado a nevar copiosamente. Hacia las diez atizó las cenizas del hogar y se preparó para ir a dormir. Friedrich estaba a su lado, medio desnudo y escuchaba los aullidos del viento y el trepidar de los tragaluces de la casa.
 -Madre, ¿no viene padre hoy? -preguntó.
 -No hijo, mañana.
 -¿Pero por qué no, madre? ¡Si prometió venir!
 -¡Ay, Dios mío, si mantuviera todo lo que promete! ¡Anda, anda, termina!
 Apenas se habían acostado cuando se levantó un vendaval que parecía querer arrancar la casa del suelo. El dosel de la cama temblaba y el viento que se introducía por el hueco de la chimenea bramaba como un fantasma.
 -¡Madre, están golpeando fuera!
 -Calla, Friedrich, es la tabla de la cornisa que está floja y la mueve el viento.
 -¡No madre, es en la puerta!
 -La puerta no cierra bien; el picaporte está roto. ¡Dios, duérmete de una vez! No me eches a perder el breve descanso de la noche.
 -Pero ¿y si padre viniese ahora?
 La madre se dio la vuelta bruscamente en la cama.
 -¡A ése le tiene el diablo bien agarrado!
 -¿Dónde está el diablo, madre?
 -¡Ya verás trasto! ¡Está detrás de la puerta y va a venir a por ti como no te calles!
 Friedrich se calló; escuchó un ratito todavía y después se durmió. Transcurridas unas horas se despertó. El viento había cambiado y, ahora, a través de la rendija de la ventana le silbaba al oído como una serpiente. Su hombro estaba entumecido de frío, se deslizó bajo las sábanas y el miedo le hizo permanecer completamente inmóvil. Transcurrido un rato notó que la madre tampoco dormía. La oyó llorar y de vez en cuando decía:
 -¡Dios te salve, María! ¡Ruega por nosotros, pecadores!
 Las cuentas del rosario se deslizaron por el rostro del niño... Se le escapó un suspiro involuntario.
 -Friedrich, ¿estás despierto?
 -Sí, madre.
 -Hijo, reza un poco, ya sabes la mitad del Padre Nuestro. ¡Para que Dios nos proteja de la escasez de agua y de fuego!»

  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1996, en edición de Ana Isabel Almendral, pp. 87-90. ISBN: 84-376-1451-1.]

domingo, 20 de julio de 2025

Público y privado.- Francesco Alberoni (1929-2023)

 

V.- La capacidad de observar
29.-El teléfono

  «Marshall McLuhan ha escrito que el teléfono exige una participación completa de la persona. Para entender es necesario asir los sonidos más débiles, los matices de la voz y del tono. Adivinar el estado de ánimo e intuir la intención. Al comunicarnos por teléfono, hemos de desarrollar en nosotros un poco las virtudes de los ciegos, que advierten la realidad sin verla con los ojos.
 La mayoría de las personas prefiere encontrarse físicamente. Sobre todo cuando del encuentro depende un acuerdo económico o está en juego el amor. La presencia física nos ofrece muchísimos elementos con que reconstruir la actitud interior y las intenciones del otro. En primer lugar, la cara. Si sonríe, si sus ojos están ausentes, aburridos, o si por el contrario están atravesados por rayos. Alguna vez, basta con un movimiento de los músculos faciales, con una expresión de sorpresa. Luego está el cuerpo. La manera de sentarse del otro, si está relajado o si, por el contrario, está inquieto y agitado. Si cruza las piernas, si se levanta.
 Por teléfono no podemos ver estas cosas. Del mismo modo que no podemos ver si fuma, ni cómo lo hace. Si sostiene un cigarrillo entre los dedos suavemente o si lo hace con nervios y sacudiendo la ceniza sin parar. No podemos ver su ropa, si va elegante y acicalado o si nos recibe descuidado porque no le importamos nada.
 En cambio, por teléfono pueden captarse informaciones que, alguna vez, se pierden entre la gran abundancia de estímulos de un encuentro directo. Porque es como si el otro estuviera concentrado en un solo punto, como un cincelador. O como un tirador de esgrima que, si se distrae un instante, si deja que un pensamiento cruce por su cabeza, puede ser tocado. La persona que no tiene interés por lo que le decimos, en un encuentro cara a cara logra, de alguna manera, disimularlo. Por teléfono, en cambio, su capacidad de concentración disminuye automáticamente, pierde una palabra, una frase. Se ve obligada a preguntarnos de nuevo algo, o bien hace una observación que no tiene nada que ver con la conversación.
 Además, resulta difícil expresar emociones que no se sienten. Por ejemplo, los pésames. Si se va personalmente al funeral, es suficiente mantener la mirada baja, murmurar pocas palabras y hacer un ademán convencional. Por otra parte, la emoción colectiva se comunica fácilmente, nos hace partícipes aunque nos sintamos indiferentes. En cambio, por teléfono, en el diálogo solitario de tú a tú, en el silencio absoluto del micrófono, sólo aquél que está sinceramente emocionado sabe qué decir. Las vibraciones de su voz, las pausas, la respiración, desde el otro lado, hablan más que él.
 La bondad de ánimo se revela fácilmente por teléfono. Aunque, en un principio, la persona generosa se vea cogida de improviso, no se encuentre bien o, incluso, esté molesta, al cabo de un rato su voz se suaviza milagrosamente. No consigue hacer prevalecer sus intereses. Lamenta no poder responder, o bien no poder conversar más. Vosotros entendéis que os querría ayudar y que le disgusta no poder hacerlo.
 El entrometido y el ávido, en cambio, continúan su camino a pesar de lo que digáis por teléfono, indiferentes hacia vuestros problemas. Insisten. Si les decís que no tenéis más tiempo, se disculpan y empiezan de nuevo a hablar, a pedir. Ignoran todas vuestras reacciones: la prisa, el disgusto, la incomodidad, el ansia y la cólera. Son implacables. Al contrario de los generosos, que interrumpen rápidamente la comunicación para no molestaros.
 Todos nosotros hemos tenido este tipo de experiencias y sabemos que puede analizarse a las personas hablando por teléfono con ellas. Nos resulta más difícil de creer que puedan diagnosticarse de igual manera las empresas. Apreciar su estado de salud, si son eficientes o ineficientes, si prosperan o fracasan.
 El primer contacto se produce a través de la centralita. En una compañía que funciona bien, que quiere tener ganancias, una llamada telefónica es la ocasión de hacer un negocio. El que telefonea puede ser un cliente y es por tanto bien recibido siempre. La eficiencia se pone de manifiesto en el tono de voz y la atención que se dedica. Quien responde en la centralita de la compañía eficiente comunica, aun sin darse cuenta, que está contento de su trabajo, que se responsabiliza de él y quiere prestar un servicio.
 Con igual presteza y fidelidad, el teléfono transmite el descontento, el tedio y el desinterés. Con frecuencia, en un primer contacto con la centralita, nos sentimos rechazados. Del otro lado la voz llega aburrida o incluso irritada. Nos da a entender que trabaja a desgana, que somos inoportunos. Sobre todo en los entes públicos existe, con frecuencia, arrogancia. Cuanto más débil y necesitado es el usuario, tanto más superior se siente el otro. Ya no responde, ladra. En otros casos se oyen diversas voces. Las personas de la centralita (o de la portería o de la oficina) hablan entre sí. La llamada les molesta. Murmuran algo y nos ordenan que esperemos. Ya nadie se ocupará de nosotros.
 La empresa ineficiente es reconocible también por no tener memoria. Podéis llamar cien veces a la misma persona, quizás al director general o al presidente y cada vez os preguntarán quién sois y qué queréis. Es como si os respondiesen cien personas diferentes sin relación entre sí. Cuando el marasmo de la compañía es muy grave, no hay nadie que sepa ya nada. Ni siquiera las secretarias personales de los más altos directivos, que por lo general aprenden de memoria los nombres de los clientes más importantes y los reconocen inmediatamente por la voz.
 Al pasar una a una por todas las oficinas es posible, a través del teléfono, diagnosticar su funcionamiento. Valorar la moral, el tono jocoso de la gente que allí trabaja, el espíritu de cooperación, su grado de información sobre los problemas y su capacidad de tomar decisiones.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones B, 1988, en traducción de María José Jaular, pp. 139-142. ISBN: 84-7735-927-X.]