domingo, 22 de junio de 2025

Un hombre acabado.- Giovanni Papini (1881-1956)

Allegretto
XLV.- Precisamente por esto

  «Es difícil, creo yo, encontrar otro ser que haya sufrido mayor fracaso en toda su vida. Nada me queda por perder. Todos los hilos y los puntales que sostienen a los demás están cortados. Tanto los que bajan del cielo como los que encadenan a la tierra. Estoy en el fondo de la sima del mal; he renunciado, he debido renunciar; he abandonado y me han abandonado.
 Mis conocimientos no me bastan; los hombres me fastidian; las mujeres aún más; la literatura me asquea; la inspiración no acude a mí; la gloria me produce náuseas; mi vida es sucia y tediosa; mi cuerpo se deshace y mi primer y máximo deseo, el deseo del sumo poder, ya no existe, ni siquiera como deseo. Todas las tablas de valores han saltado hechas astillas en estas convulsiones interiores; toda esperanza se ha apagado en la oscuridad de estos años; las áncoras posibles de salvación no son más que ganchos que permanecen clavados en tierra, para una vida que carece de promesas e invitaciones.
 La representación ha terminado; los decorados se amontonan junto al muro, las luces se apagan, las cantantes se despojan de sus disfraces de reina y parten en coche, vestidas de negro; quedan los instrumentos allí, abandonados y sin voz, junto a las partituras cerradas que jamás volverán a abrirse. La última fiesta terminó con la postrera nota que aún vibra en el aire, para dar el "la" a este silencio demasiado vacío. Sólo quedan dos caminos: idiotizarse por completo o matarse.
 Sin embargo todavía siento en mí una enorme voluntad de vivir. No quiero morir. Quiero comenzar de nuevo la vida. Quiero hallar otros momentos para vivir. Y vivir a pesar de todo, suspendido de la nada, sin hilos sobre mi cabeza, sin puntales tras mi espalda, sin muletas bajo mis sobacos. Pero vivir todavía, vivir siempre, vivir en el pleno sentido de la palabra, vivir con los ojos y con las manos, con el cerebro y con el hígado, vivir aún diez, veinte, treinta años. Hasta que sepa conquistar mi pedazo de pan en el horno del mundo y sepa decir mis palabras en los coros disonantes de los hombres.
 No quiero morir, ni del todo, ni a medias, ni como alma, ni como cuerpo. Hay en mí algo más fuerte que todas las derrotas; hay un escollo plantado en medio de mi alma que resiste todas las tempestades que lo han cubierto en los últimos tiempos. Hay una bestia que quiere comer, hay dos piernas que quieren caminar, hay un cerebro que quiere pensar, una mano que quiere escribir. ¿Por qué razón? ¿En nombre de qué fe? ¿A la vista de qué meta? La bestia no lo sabe, la bestia no es intelectual, la bestia no es religiosa, la bestia no comprende nada; pero no quiere declararse vencida. Si las banderas son arriadas, permanecen las murallas; si las palabras ya no corresponden a los hechos, ¡al diablo las palabras y vivan los hechos! El hecho resiste y existe, el hecho es irrefutable y prepotente, el hecho no quiere morir.
 No es solamente la sangre la que no quiere detenerse. El mismo yo, que fue cerrando una tras otra todas las ventanas de las posibilidades, y debió renunciar hasta a la última, aquélla que da sobre lo imposible, no quiere desertar. Permanece en la oscuridad, sin fuerzas y sin deseos: pero no quiere aniquilarse. Aguarda siempre. No espera nada, pero aguarda. Si llegase lo peor, lo aceptaría; pero no quiere arrojarse al abismo donde comienza la nada, sin mantener siquiera la esperanza del dolor.
 El yo más profundo está enteramente pisoteado y martirizado, pero este martirio constituye para él un placer porque significa existir, significa oponerse a algo. Esta persecución de que le hace objeto el destino le da la certeza de que existe en él algo que merece la pena tenerse en cuenta, le da conciencia de su importancia en el universo. Él ha descendido hasta el fondo del abismo. Ya no puede moverse; debe cavarse la fosa o subir de nuevo hacia la luz. No puede obrar de otro modo. Y entonces el hombre acabado sale al exterior y comienza un nuevo capítulo.
 Pero este nuevo capítulo no se asemeja en absoluto a todos los demás. Las cosas que negó, negadas permanecen; no pido que vuelvan a mí los sueños abandonados; las ambiciones que desprecié también hoy las rehúso; los hombres que me esquivaron también hoy los mantengo alejados de mí; los propósitos que cegaron mis ojos están lejos para siempre. ¡Qué importa! Se inicia una nueva senda. El secreto ha sido hallado. Una última posibilidad de grandeza aparece ante mí, y yo no la rehúso. Sólo por ella florece de nuevo el desierto en silencio, y brillan las pupilas, avergonzadas bajo los párpados enrojecidos. Todavía puedo ser un héroe. Tengo necesidad de tenerme en gran estima para no verme obligado a aniquilarme; y es este nada lo que me salva.
 Sé que ningún resultado darán los humanos esfuerzos. Sé que todos nuestros edificios quedarán destruidos; que de nuestros ideales, aun los alcanzados y dominados, se precipitarán en la eterna oscuridad del olvido, en el vacío del no ser.
 Ninguna esperanza resta en mi corazón; ninguna promesa puedo hacerme a mí mismo y a los demás; ninguna compensación puedo prever por mis actos; ningún resultado por mis pensamientos. El futuro, este encantador de todos los hombres, esta causa perpetua de todos los efectos, no es para mí nada más que la desnuda perspectiva del aniquilamiento.
 Sin embargo, ante tan espantoso espectáculo, ante tan tremenda desesperanza, ante esta carrera hacia el abismo, no me altero ni retrocedo. Consiento en seguir viviendo. Todo cuanto haga será inútil, pero precisamente por esto me siento impelido a hacerlo. La nada -nada de mí mismo, de mi obra, del mundo entero- es el punto de llegada de cualquier esfuerzo mío, y precisamente por esto seguiré esforzándome hasta que la tierra me llame a su oscuro reposo.
 Quiero abjurar de todo mi pasado utilitario. Todos los hombres buscan una recompensa, un pago por todo cuanto hacen. Incluso las acciones que parecen más espirituales -actos de creación, actos de fe y de amor- esperan su premio, exigen, antes o después, ser saldadas. Nadie hace nada por nada. Hasta las religiones, hasta las artes, hasta las filosofías, se fundan en la ganancia. Las obras humanas, sin excepción de ninguna clase, son letras que deben ser pagadas. El vencimiento será más o menos largo, pero siempre llega el día de las cuentas. Si los hombres supiesen con seguridad que alguno de sus actos no será recompensado más tarde o más temprano, nadie se preocuparía de obrar.
 Yo mismo, en el pasado, fui el más ávido de estos gananciosos.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Argos Vergara, 1980, en traducción de Vicente Santiago, pp. 219-222. ISBN: 84-7017-920-9.]
 

lunes, 16 de junio de 2025

"Son las cinco".- El galgo de Paiporta

 


"Son las cinco y no he comido, creo que también es importante".









 [La frase pertenece al ególatra denominado "el galgo de Paiporta", pronunciada el 16 de junio de 2025, a las 5 de la tarde en la casa delincuencial socialista.]

 [Nota: "En las esquinas grupos de silencio, [...] las heridas quemaban como soles [...] y el gentío rompía las ventanas, [...] ¡qué terribles cinco de la tarde!, ¡eran las cinco en todos los relojes!, ¡las cinco eran en sombra de la tarde!" (versos que pertenecen al poema "Llanto por Ignacio Sánchez Mejías" de Federico García Lorca) cuando el galgo de Paiporta abría su boca de bestia perezosa, mezquina y canallesca y emitía un "no he comido" gargantuelesco y pantagruélico que movía, aún no se colige bien, si al asco o a la risa grotesca...]     


domingo, 15 de junio de 2025

Arte de las putas.- Nicolás Fernández de Moratín (1737-1780)

  Canto I

 «¡Ojalá que los hombres no forniquen, / si esto es posible, pero si no hay remedio,
ojalá que los vicios se limiten / a éste sólo; mueran los traidores
pérfidos, sin ley, y usurpadores / y se comprobará si pierde o gana el mundo!
Pero el principio en que mi arte fundo / ¿quién afirmará que destruye lo que enseña?
Atended. A la mujer más pedigüeña / enseño a no pagar el vil trabajo.
Si esta lección tomara todo majo, / obra de caridad sin duda fuera,
pues cada cual con tanto fracaso viera / que no sirve para nada el putaísmo,
si no el hambre, la miseria y el abismo.
Si hay algún camino de extinguir las putas / es sólo no pagarlas: mil oficios
y fábricas insignes se destruyeron / después que su labor sin premio vieron.
Pero si saben que con abrir las piernas / se abren las duras bolsas y hacen tiernas,
¿qué han de hacer sino alzar los guardapieses / para tomar el oro que no caiga
al suelo, y vergonzosas o corteses / procurarse tapar con la camisa
la cara como algunos santos frailes?
Las hazañas del fiero Masinisa, / ¿qué son más que delitos abominables?
César, Mario y Eneas divinizado, / ¿qué fueron sino renombrados malhechores?
y esto les mereció versos y loores / que los dioses (si es posible) han envidiado.
¿A quién mayores males ha causado / el Macedón terrible? ¿A la Roxana
cuando en el lecho oriental la acariciaba / y a la Reina Talistres que buscando
le vino para holgarse trece noches, / o a Darío, a quien del reino despojado
causó la muerte, y de otros tantos millares, / y al corpulento Poro que, arrogante,
cayó desde su soberbio elefante, / sin fuerzas y sin reino y sin blasones
y sin contemplar más la luz de las estrellas? / Contesten ellos y contesten ellas.
La inconsideración llama borrones / de su historia el amar a las mujeres
y grandeza matar millares de hombres, / y el irascible don Pedro de Castilla
fue cruel por matar a Don Fadrique / pero no por empreñar a la Padilla.
Pero si alguno hubiese que conteste / que más valiera ser mi lengua muda
que para propinarle azotes muy crueles / no es bien que muestre a Venus tan desnuda,
sepa no escribo yo contra las leyes. 
Si esto se mira con intención buena, / en las Cortes de Soria nuestros reyes
con mantillas de grana distinguieron / a las putas, y así las permitieron.
Todas las cosas las malvadas almas / corrompen siempre: suprímanse las fiestas
de toros, las devotas romerías / y los teatros, ¿qué hay en las comedias
sino perversión? Artes que pregonan / con blandas y traidoras discreciones
el modo de engañar los corazones. / ¡Oh, cuántas honras destruyó la Puerta
del Sol! ¡Cuántos escándalos se lloran / en la profanación de las iglesias!
¿Quién acabar puede con todas estas cosas?
 Ni es prodigio que mi verso advierta / los riesgos cual los señala el navegante
porque los huya quien está ignorante, / ni el vuelo extrañará de fantasía
perniciosa quizás, el que no ignore / lo que es la burla, invención y poesía.
Y el que por mal camino mi arte tome / culpa es suya: panales y ponzoña
salen del jugo de unas mismas flores. / El precavido caminante y el que roba
ciñen el lado de la amiga espada / con intenciones bien diversas todas.
¿Qué hay más útil que el fuego' Pero si intenta / alguno destruir templos y ciudades
¿qué cosa existe que produzca más maldades? / ¿Temes quizás que las tiernas almas
pervierta de los niños inocentes / con mi verso? ¡Ah, piedades imprudentes!
¡Oh padre de familia vigilante! / ¡Oh ayo, acaso sopista e ignorante!
¿No apartas de su mano delicada / las tijeras y puntas de cuchillos,
pistolas y los filos de Toledo, / no por malas en sí, sino por miedo
de que les perjudique lo que luego sirve? / Pues estas artes enseñar te prohíbo
así como, al pequeñuelo infante / hasta que en la virtud esté ya firme.
Intenta educar bien y no reduzcas / a ciertas ligeras fórmulas externas
el nombre de virtud enmascarado. / Al joven, cual se debe, ya educado
nada le ofenderá, ni ignorar puede / la utilidad a cada miembro destinado.
Si a las artes se inclina, la pintura / le enseñará los femeninos miembros
haciendo fuerza Andrómeda desnuda. / El arte del divino Policteto
le inducirá a copiar en la Academia, / sin velo ni vergüenza, la hermosa Venus;
y así esculpió el cincel hecho una uva / al Baco de Aranjuez sobre la cuba.
Os parecerá terrible ver reflejado / por mis versos un fraile y una monja
que se están a placer refocilando; / pues ¿cuánto más horrible es ver pintada
la espantosa y cruel carnicería / que en inocentes víctimas se hacía
por Herodes; las honestas compañeras / con Úrsula morir; o derribada
del Salvador la estatua, sacrilegios / atroces del feroz Iconoclasta?»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Brontes, 2012, en adaptación de Francesc LL. Cardona, pp. 33-41. ISBN: 978-84-15171-86-7.]

domingo, 8 de junio de 2025

Crimen y castigo.- Fedor Dostoievski (1821-1881)

 Primera parte

I

 «En una calurosa tarde de principios de julio, un joven salió del cuchitril que había realquilado en la callejuela de S. y se encaminó lentamente, como indeciso, hacia el puente de X.

 En la escalera esquivó felizmente el encuentro con la patrona. El cuchitril del joven se encontraba debajo del tejado mismo de una alta casa de cinco pisos y más que una habitación parecía un armario. La mujer que se la había alquilado, con derecho a comida y servicio, vivía más abajo, en la misma escalera. Cada vez que el joven salía a la calle, tenía que pasar forzosamente por delante de la cocina de su patrona; esta cocina daba a la escalera y la puerta estaba casi siempre abierta de par en par. Al pasar por allí, el joven experimentaba una enfermiza sensación de temor, que le avergonzaba y le hacía fruncir el ceño. Endeudado hasta la coronilla con la casera, temía encontrarse con ella.

 No se podía decir que fuese miedoso o tímido, sino todo lo contrario; pero, desde hacía cierto tiempo, el joven se hallaba en un estado de excitación y angustia rayano en la hipocondría. Se había replegado hasta tal punto sobre sí mismo y se había aislado tanto de los demás, que le producía aprensión la idea de cruzarse, no ya con la dueña de su casa, sino con cualquiera otra persona. La pobreza le tenía abatido. Pero, últimamente, incluso su penosa situación había dejado de preocuparle. Se había desentendido por completo de las cuestiones del diario vivir y no quería ocuparse de ellas. En el fondo, no tenía ningún miedo de su patrona, por más que ésta maquinara algo contra él. Pero detenerse en la escalera, escuchar las cosas desagradables de cada día, que le tenían sin cuidado; la insistencia en que abandonara la pensión, las amenazas, las quejas y, encima, el tener que inventar disculpas, excusarse, mentir... No, era preferible escabullirse como un gato, procurando no ser visto de nadie. Esta vez, empero, al salir a la calle hasta él mismo se sorprendió de haber temido encontrarse con su acreedora.

 "¡Con lo que estoy preparando y tener miedo de semejantes pequeñeces!", pensó, sonriendo de modo extraño. "¡Hum...! Es cierto..., todo está en manos del hombre y por cobardía deja que todo se le escape; sólo por cobardía... Es axiomático, no hay duda; resulta curioso. ¿Qué es lo que más teme el hombre? Un nuevo paso, una nueva palabra suya, eso es. Pero divago demasiado. He aquí por qué no hago nada, porque divago tanto. Aunque quizá la cosa sea que divago precisamente porque no hago nada. Ha sido durante este último mes cuando he aprendido a divagar de este modo, pasándome días enteros tumbado en un rincón y pensando... en las musarañas. Bueno, ¿por qué voy allí ahora? ¿Acaso soy capaz de hacer esto? ¿Acaso es serio esto? No lo es, ni mucho menos. Mas procuro consolarme por el gusto de fantasear, de entretenerme con unos juguetes. ¡Esto es, con unos simples juguetes!"
 El calor de la calle era espantoso. El aire sofocante, la muchedumbre, la cal, los andamios, los ladrillos, el polvo y el especial mal olor tan conocido de los petersburgueses que no tienen medios para alquilar una casa de campo, todo sacudió de golpe, desagradablemente,  los nervios ya alterados del joven. El insoportable tufo de las tabernas, muy numerosas en aquella zona de la ciudad, y los borrachos que salían por todas partes, a pesar de ser aquél un día de trabajo, coronaban el aspecto repugnante y triste del cuadro. En los finos rasgos del joven se dibujó durante un instante una mueca de profundo asco. Digamos de paso, que tenía muy buena presencia, hermosos ojos negros, pelo rubio oscuro y talla superior a la mediana, y era delgado y esbelto. Mas pronto cayó en profundo ensimismamiento o, mejor dicho, en un estado semejante al de la inconsciencia, y prosiguió su camino sin preocuparse de lo que le rodeaba, sin querer siquiera darse cuenta. De vez en cuando, balbuceaba algo entre dientes, lo que se debía a su costumbre de monologar, como acababa de confesarse. En aquel momento descubrió que sus pensamientos se enturbiaban y que estaba muy débil: hacía dos días que apenas comía.
 Iba tan mal vestido, que otra persona, incluso acostumbrada a vestir mal, se habría avergonzado de salir a la calle en pleno día con aquellos andrajos. Cierto es que en aquel barrio resultaba difícil sorprender a nadie por el modo de vestir. La proximidad de la Plaza del Heno, la abundancia de ciertas instituciones y el carácter casi exclusivamente obrero de la población hacinada en las calles y callejuelas del centro de Petersburgo, salpicaban a veces el panorama general con individuos extravagantes, y hubiera sido sorprendente que alguien se extrañara de encontrar un espantapájaros como aquel joven. Pero en el alma del joven se había acumulado tanto despecho rencoroso, que a pesar de su susceptibilidad, a veces infantil, no le avergonzaba, ni mucho menos, salir a la calle con sus harapos. La cosa hubiera sido distinta si se hubiese topado con un conocido o un antiguo compañero suyo. No le gustaba encontrarlos. No obstante, cuando un borracho, al que llevaban en aquel momento por la calle, no se sabe por qué ni adónde, en una enorme carreta arrastrada por un enorme percherón, empezó a gritar a pleno pulmón, señalándole con la mano: "¡Eh, tú, el del sombrero alemán!", el joven se detuvo de pronto y se quitó nerviosamente el sombrero: era alto, redondo, a lo Zimmermann, completamente desteñido, lleno de agujeros y de manchas, sin ala, ridículamente torcido a un lado, muy torcido. Lo que experimentó el joven no fue vergüenza sino un sentimiento muy distinto, parecido más bien a la alarma.
 -¡Ya me lo temía! -balbuceó turbado-. ¡Me lo figuraba! ¡Esto es lo peor! ¡Cualquier tontería por el estilo, la pequeñez más estúpida, puede dar al traste con todo! Claro, este sombrero, llama demasiado la atención. Es ridículo y por eso llama la atención. Llevando estos harapos, lo que necesito es una gorra, aunque esté vieja y rota, y no un adefesio, que nadie lleva, que se distingue y llama la atención a una legua de distancia. Además, se graba en la memoria. He aquí lo peor; lo recuerdan, y ya tienen una pista. En estos casos es necesario pasar inadvertido siempre que se pueda. ¡Los detalles! Lo más importante son los detalles. Las pequeñas cosas son las que echan todo a perder...
 No tenía que andar mucho; sabía incluso cuántos eran los pasos desde la puerta de su casa: setecientos treinta; ni uno más. Los había contado una vez que se dejó arrastrar por sus quimeras. Entonces no creía en sus devaneos, entonces sólo lograban irritarle por su monstruosa, aunque seductora, insolencia. Pero, al cabo de un mes, el joven comenzaba a ver las cosas de otro modo y, a pesar de sus cáusticos soliloquios acerca de su impotencia y su indecisión, sin darse cuenta y hasta sin querer se había acostumbrado a considerar como una empresa realizable su "monstruosa" quimera, aun cuando no confiase todavía en sí mismo. Iba entonces a verificar un ensayo de su empresa y, a cada paso que daba, la inquietud se apoderaba más y más de él.  
 Con el corazón en el puño y un nervioso temblor, llegó frente a una casa enorme, una de cuyas paredes daba a un canal, y otra a la calle de X. El edificio, dividido en pequeños pisos, estaba habitado por gente de todos los oficios: sastres, cerrajeros, cocineras, alemanes de ocupaciones diversas, mozas de partido, pequeños funcionarios, etc. La gente iba y venía sin parar por sus dos portales y sus dos patios. Prestaban servicio tres o cuatro porteros. El joven se alegró mucho de no cruzarse con ninguno de ellos y se escabulló sin ser visto por la escalera de la derecha de un portal, una escalera oscura y estrecha, "negra". Él ya sabía que era así, había estudiado aquellos pormenores y le gustaban: en aquella oscuridad ni siquiera las miradas curiosas eran de temer. "Si ahora tengo tanto miedo, ¿qué ocurriría si la cosa fuera de verdad?", pensó, a pesar suyo, al llegar al cuarto piso. Unos mozos de cuerda, soldados licenciados, le cerraron allí el camino; sacaban muebles de un piso. El joven estaba enterado de que allí vivía con su familia un funcionario alemán. "Así pues, el alemán se va, por consiguiente, en la cuarta planta de esta escalera, en este rellano, no habrá durante cierto tiempo más piso ocupado que el de la vieja. Está bien, por si acaso..." Llamó a la puerta de enfrente. La campanilla sonó débilmente, como si fuese de hojalata y no de cobre. En los pequeños pisos de semejantes viviendas, las campanillas son casi siempre así. Había olvidado el timbre de la campanilla y su sonido especial le recordó algo, le hizo ver claramente...»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1982, en traducción de Augusto Vidad, pp. 5-9. ISBN: 84-7530-021-9.]

domingo, 1 de junio de 2025

Pequeñeces.- Luis Coloma (1851-1915)

 

 Libro primero
VII

 «Era el marqués de Butrón una de esas medianías que en los tiempos de escasas notabilidades pasan por eminencias, debiendo sólo su altura a la escasas proporciones de los hombres y cosas de su época. Hase dicho, sin embargo, que no hay hombre grande para su ayuda de cámara, y no se libraba el gran Robinsón de esta ley general de las ilustres celebridades. Consistía, pues, una de sus secretas flaquezas en teñirse cuidadosamente la barba, blanca ya por completo, para ponerla al nivel de su todavía abundante cabellera, que se conservaba negra como las alas del cuervo.
 Disponíase, pues, el respetable diplomático en aquella mañana del 26 de junio a esta operación importantísima, cuando le pasaron precipitadamente el recado de Currita. El peludo señor perdió por completo la cabeza, y temiéndolo todo de la bellaquería de la Condesa, que tenía él muy bien conocida, pidió a toda prisa un simón, y sin acordarse para nada de que su barba sin teñir iba a revelar el hasta entonces bien guardado secreto a las lenguas más hábiles en cortar sayos que encerraba la corte, corrió al palacio de aquella equívoca oveja que tanto le importaba conservar en el redil alfonsino. Los polizontes  que guardaban la puerta le dejaron pasar, según la consigna, mirándole con esa especie de receloso respeto que a las gentes bajas de un partido causan siempre los pájaros gordos del partido contrario.
 La noticia de su llegada causó sensación profundísima entre la turba de amigos y amigas que invadía el palacio, y todos, hasta los que en el comedor se hallaban, corrieron a su encuentro. Su presencia allí daba al suceso una importancia y un colorido que había muy bien calculado Currita al mandarle buscar con tanta urgencia. El gran Robinsón extendió ambos brazos al verla, exclamando: "¡Hija mía!", y la dama se dejó caer en ellos con filial abandono, sollozando fuertemente y mostrando a sus hijos, que se agarraban asustados a la falda de miss Buteffull, siempre tiesa e impasible.
 El coro general de damas comenzaba a emocionarse; pero acertó a reparar Gorito Sardona en la desteñida barba del diplomático, y apresuróse a comunicar el descubrimiento al oído de Carmen Tagle; echóse a reír ella, díjole a su vecina, ésta al que tenía al lado, y a poco una porción de solapadas risitas hacían fracasar por completo la parte patética del espectáculo.
 Butrón, sin embargo, no cayó en la cuenta y con el majestuoso continente que las circunstancias requerían, arrastró con suavidad a Currita al próximo gabinete. Sudaba como un pato y la camisa no le llegaba al cuerpo, temiendo alguna nueva trapisonda de la ilustre condesa que viniera a desacreditar sus manejos diplomáticos. Azorado, y en voz baja, y mirando a todas partes, como si temiese ver aparecer los polizontes que invadían el palacio, le dijo:
 -Pero, ¿qué es esto?... ¡Habla, hija mía!...
 Currita se dejó caer en un sofá, cubriéndose el rostro con un pañuelo.
 -¡Estoy perdida! -dijo.
 El respetable Butrón abrió la boca como si fuera a tragarse un queso entero.
 -¡Fernandito es un imbécil! -continuó Currita muy afligida.
 Butrón movió de arriba abajo la cabeza en señal de profundo asentimiento.
 -Le ha engañado Martínez... Me ha comprometido atrozmente... Es horrible, horrible... ¡Infame, Butrón, infame!
 -¡Habla bajo! -exclamaba el diplomático, sobresaltado-. Sosiégate, hija mía, sosiégate... y cuenta para todo conmigo... Para todo, ¿lo oyes?... para todo...
 Y con las dos peludas manos apretaba Robinsón, con efusión paternal, la mano de Currita.
 -Lo sé, Butrón, lo sé, y por eso acudí a usted al punto -dijo ella más sosegada-. ¡Pero es horrible, horrible!... ¡Figúrese usted que todo lo que decían de mi nombramiento de camarera es cierto!...
 -¿Cierto? -exclamó Butrón como si se le atragantase en el esófago el queso que antes parecía tragarse.
 -Fernandito le escribió al ministro solicitando para mí el cargo..., ¡sin decirme nada, Butrón!... ¡Sin contar conmigo!... ¡Vamos, si es horrible, horrible!... ¡Ay, qué marido!... Le aseguro a usted que si no fuera por mis hijos entablaba el divorcio...
 Aquí derramó Currita algunas lágrimas en aras del honrado Himeneo, cuya antorcha corría riesgo de apagarse y continuó muy bajito:
 -Por eso, como yo no sabía nada, dije antes de ayer en casa de Beatriz lo que creía, ¡claro está!, la verdad... Que el ministro vino a ofrecerme el cargo, y yo me había negado a aceptarlo muy ofendida, tomándolo por una majadería de esa gentuza... Figúrese usted mi sorpresa cuando ayer se me entra por las puertas ese animal de Martínez, tan ordinario, tan groserote, muy ofendido con mi negativa, gritando como un energúmeno que nadie jugaba con el Gobierno, y amenazándome con una carta de Fernandito, que iba a refregarme... ¡por los hocicos, Butrón, por los hocicos!...
Y aquí ahogó de nuevo el llanto la voz de Currita, prosiguiendo a poco entre sollozos:
 -¡Qué ultraje, Butrón, qué vergüenza!... ¡Creí morirme de sentimiento!... ¡Al padre de mis hijos debo esta ofensa!... Bien se lo he dicho mil veces: tu condescendencia con esa gentuza nos va a perder, Fernandito...
 -Pero, ¿viste tú esa carta? -exclamó Robinsón estupefacto.
 -¡La vi, Butrón, la he leído!... ¡Qué vergüenza!... ¡Creí morirme!... Decía el buey Apis que el ministro iba a publicarla en los periódicos si yo no aceptaba el cargo. ¡Lloré, supliqué, pidiéndosela en nombre de mi honra, en nombre de mis hijos!... Todo en vano; o aceptaba yo el cargo o la carta se publicaba... Entonces le ofrecí dinero, y mi hombre empezó a ablandarse... Me pidió cinco mil duros; luego, tres mil, ¡regateando, Butrón, regateando como un judío!... Por fin se cerró el trato en los tres mil y anoche, a la una, volvió a entregarme la carta y recibir el pago... Porque, claro está, yo no tenía dinero bastante, tampoco podía pedírselo a Fernandito y he tenido que empeñar una porción de joyas...
 Butrón escuchaba asombrado, tragándose, una a una, como un bolonio, toda aquella sarta de mentiras, diestramente entrelazadas con algunas escasas verdades, cruzó las manos con trágico ademán y exclamó con el aire de un Catón escandalizado:
 -¡Eso es nauseabundo!»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1987, en edición de Rubén Benítez, pp. 125-128. ISBN: 84-376-0047-2.]

domingo, 25 de mayo de 2025

Trópico de Cáncer.- Henry Miller (1891-1980)

 

  «En esa especie de semi-arrobamiento que te permite participar en un acontecimiento y, aun así, permanecer completamente aparte, el pequeño detalle que faltaba empezó oscura pero insistentemente a coagularse, a adquirir una forma caprichosa y cristalina, como la escarcha que se acumula en el cristal de la ventana. Y como esos dibujos de la escarcha que parecen tan extraños, tan totalmente libres y fantásticos pero que, aun así, están determinados por las más rígidas leyes, esa sensación que empezó a tomar forma en mi interior parecía obedecer también a leyes ineluctables. Todo mi ser respondía a los dictados de un ambiente que no había experimentado nunca; lo que podría llamar mi yo parecía contraerse, condensarse, escapar de los límites antiguos y habituales de la carne cuyo perímetro conocía sólo las modulaciones de las extremidades nerviosas.
 Y cuanto más sustancial, más sólido se volvía mi centro, más delicada y extravagante aparecía la realidad inmediata, palpable, de la que iba quedando separado. En la misma medida en que me volvía cada vez más metálico, la escena que se producía ante mis ojos iba adquiriendo mayor amplitud. La tensión era ya tan intensa que la introducción de una sola partícula extraña, aunque fuera una partícula microscópica, como digo, habría hecho añicos todo. Por una fracción de segundo quizá, experimenté esa claridad total que, según dicen, el epiléptico tiene el privilegio de conocer. En aquel momento perdí completamente la ilusión del tiempo y del espacio: el mundo desplegó su drama simultáneamente a lo largo de un meridiano sin eje. En aquella especie de eternidad pendiente de un hilo sentí que todo estaba justificado, supremamente justificado; sentí mis guerras interiores, que habían dejado esa pulpa y esos despojos; sentí los crímenes que bullían allí para surgir mañana en titulares sensacionales; sentí la miseria que estaba moliéndose a sí misma con almirez y mortero, la larga y triste miseria que se derrama gota a gota en pañuelos sucios. En el meridiano del tiempo no hay injusticia: sólo hay la poesía del movimiento que crea la ilusión de la verdad y del drama. Si en cualquier momento y en cualquier parte se encuentra uno cara a cara con lo absoluto, la gran simpatía que hace parecer divinos a hombres como Gautama y Jesús se enfría y se desvanece; lo monstruoso no es que los hombres hayan creado rosas a partir de este estercolero, sino que deseen rosas... Por una razón u otra, el hombre busca el milagro y para lograrlo es capaz de abrirse paso entre la sangre. Es capaz de corromperse con ideas, de reducirse a una sombra, si por un solo segundo de su vida puede cerrar los ojos ante la horrible fealdad de la realidad. Todo se soporta -ignominia, humillación, pobreza, guerra, crimen, ennui- gracias al convencimiento de que de la noche a la mañana algo ocurrirá, un milagro, que vuelva la vida tolerable. Y mientras tanto un contador está corriendo en su interior y no hay mano que pueda llegar hasta él para detenerlo. Mientras tanto alguien está comiendo el pan de la vida y bebiendo el vino, un sacerdote sucio y gordo como una cucaracha que se esconde en el sótano para zampárselo, mientras arriba, a la luz de la calle, una hostia fantasma toca los labios y la sangre está pálida como el agua. Y de ese tormento y miseria eternos no resulta ningún milagro, ni un vestigio microscópico de milagro. Sólo ideas, ideas pálidas, atenuadas, que hay que cebar mediante la matanza, ideas que brotan como bilis, como las tripas de un cerdo cuando lo abren en canal.
 Y, por eso, pienso en el milagro que sería que ese milagro que el hombre espera eternamente resultara no ser sino esos dos enormes chorizos que el fiel discípulo soltó en el bidet. ¿Y si en el último momento, cuando la mesa del banquete esté puesta y resuenen los címbalos, apareciera de repente, y sin aviso alguno, una fuente de plata en la que hasta los ciegos pudiesen ver que no hay ni más ni menos que dos enormes chorizos de mierda? Creo que eso sería más milagroso que cualquier cosa que el hombre haya esperado. Sería milagroso porque no se habría soñado. Sería más milagroso que hasta el sueño más descabellado porque cualquiera podría imaginar esa posibilidad, pero nadie lo ha hecho nunca, y probablemente nadie lo hará jamás.
 En cierto modo la comprensión de que no había nada que esperar tuvo un efecto saludable para mí. Durante semanas y meses, durante años, durante toda mi vida, de hecho, había estado esperando que algo ocurriera, algún acontecimiento intrínseco que transformase mi vida, y en aquel momento, inspirado por la desesperanza de todo, sentí como si me hubieran quitado un gran peso de encima. Al amanecer me separé del joven hindú, después de haberle sacado unos francos, los suficientes para pagar una habitación. Mientras caminaba hacia Montparnasse, decidí dejarme llevar por la corriente, no oponer la menor resistencia al destino, como quiera que se presentase. Nada de lo que me había ocurrido hasta entonces había bastado para destruirme; nada había quedado destruido, salvo mis ilusiones. Personalmente estaba intacto. El mundo estaba intacto. Mañana podría haber una revolución, una peste, un terremoto; mañana podría no quedar ni un alma a la que recurrir en busca de compasión, de ayuda, de fe. Me parecía que la gran calamidad ya se había manifestado, que no podía estar más auténticamente solo que en aquel preciso momento. Tomé la determinación de no aferrarme a nada, de no esperar nada, de vivir en adelante como un animal, como un depredador, un pirata, un saqueador. Aun cuando se declarara la guerra, y me tocase ir, agarraría la bayoneta y la hundiría, la hundiría hasta el puño. Y si la orden del día era violar, en ese caso violaría y con furia. En aquel preciso momento, en el tranquilo amanecer de un nuevo día, ¿acaso no estaba la tierra aturdida por el crimen y la miseria? ¿Acaso había resultado transformado un solo elemento de la naturaleza, transformado vital, fundamentalmente, por la marcha incesante de la historia? Pura y simplemente, el hombre se ha visto traicionado por lo que llama la parte mejor de su naturaleza. En los límites extremos de su ser espiritual el hombre se ha vuelto a encontrar desnudo como un salvaje. Cuando encuentra a Dios, por decirlo así, ha quedado despojado: es un esqueleto. Hay que excavar de nuevo en la vida para echar carne. El verbo ha de hacerse carne; el alma está sedienta. Me abalanzaré sobre cualquier migaja en que clave los ojos y la devoraré. Si vivir es  lo supremo, entonces viviré, aun cuando deba volverme un caníbal.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Seix Barral, 1983, en traducción de Carlos Manzano, pp. 93-96. ISBN: 84-322-2182-1.]

domingo, 18 de mayo de 2025

En el camino.- Jack Kerouac (1922-1969)

 

Cuarta parte
2

 «A medianoche [...] cogí el autobús para Washington; perdí algún tiempo callejeando por allí; me salí del camino trazado para ver el Blue Ridge, oír el pájaro de Shenandoah y visitar la tumba de Stonewall Jackson; al anochecer escupí en el río Kanawha y anduve por la noche hillbilly de Charleston, al oeste de Virginia; a medianoche Ashland, Kentucky y una chica solitaria bajo la marquesina de un teatro cerrado. El oscuro y misterioso Ohio, y Cincinnati al amanecer. Después los campos de Indiana de nuevo, y por la tarde San Luis como siempre bajo las grandes nubes del valle. Los adoquines cubiertos de barro y los troncos de Montana, los barcos fluviales destrozados, los antiguos letreros, la yerba y las maromas junto al río. El poema interminable, Missouri por la noche, y los campos de Kansas, las vacas nocturnas de Kansas en los secretos desiertos, pueblos de cartón con un mar al final de cada calle; amanecer en Abilene. [...]
 Henry Grass viajaba conmigo en el autobús. Se había montado en Terre Haute, Indiana, y ahora me decía:
 -Ya te he dicho que aborrezco este traje que llevo, es asqueroso... pero eso no es todo -me enseñó unos papeles. Acababan de soltarle de la prisión federal de Terre Haute; lo habían encerrado por robar coches y venderlos después en Cincinnati. Era un chaval de unos veinte años y pelo ondulado-. Nada más llegar a Denver venderé el traje y me conseguiré unos pantalones vaqueros. ¿Sabes lo que me hicieron en esa cárcel? Aislamiento en celdas de castigo con sólo una Biblia; como el suelo era de piedra me sentaba encima de ella; cuando vieron lo que hacía me quitaron la Biblia y me trajeron otra de bolsillo pequeñísima. No podía sentarme encima y me la leí entera y el Nuevo Testamento también. ¡Je, je! -me dio un codazo mientras seguía chupando un caramelo. Comía caramelos sin parar porque en la cárcel le habían destrozado el estómago y sólo podía soportar eso-. ¿Sabes que en la Biblia hay cosas muy interesantes? Mucha jodienda y todo eso -me explicó lo que quería decir "andar publicándose"-. El que está a punto de salir de la cárcel y empieza a hablar de ello "anda publicándose" a los otros presos que tienen que quedarse todavía. Lo cogemos por el cuello y le decimos: "¡No andes publicándote conmigo!" Mal asunto ese de andar publicándose... ¿me entiendes?
 -Nunca andaré publicándome, Henry.
 -Si alguien anda publicándose conmigo, se me hinchan las narices, me cabreo y estoy dispuesto a cargármelo. ¿Sabes por qué me he pasado la vida en la cárcel? Porque perdí la cabeza a los trece años. Estaba en el cine con otro chaval y se metió con mi madre (ya sabes lo que quiero decir), y entonces cogí la navaja y le pegué un tajo en todo el cuello y lo habría matado si no me sacan de allí. El juez dijo: "¿Sabías lo que hacías cuando atacaste a tu amigo?" "Sí, señor juez, lo sabía, quería matar a ese hijoputa y sigo queriendo." Así que no me dieron la condicional y me metieron en un reformatorio. Me salieron almorranas de tanto sentarme en el suelo de las celdas de castigo. No vayas nunca a una prisión federal, son las peores. Mierda, hace tanto que no hablo con nadie que podría pasarme la noche entera hablando. No sabes lo bien que se siente uno fuera. Ya estabas en el autobús cuando subí yo... allí en Terre Haute... ¿En qué estabas pensando?
  -En nada, simplemente viajaba.
 -Pues yo, yo estaba cantando. Me senté a tu lado porque tenía miedo de sentarme junto a una chica, podía volverme loco y empezar a meterle mano. Tendré que esperar un poco.
 -Si te detienen otra vez te meterán cadena perpetua. Vale más que te tomes las cosas con calma.
 -Eso trataré de hacer. Lo malo es que cuando se me hinchan las narices no sé ni lo que hago.
 Iba a vivir con su hermano y su cuñada; le habían buscado trabajo en Colorado. El billete se lo habían dado al salir de la cárcel; estaba en libertad condicional. Era un chaval como Dean a su edad; la sangre le hervía en las venas y no conseguía dominarla; se le hinchaban las narices, como él decía; pero carecía de la santidad natural de Dean para librarse de un destino entre rejas.
 -Sé mi tronco, Sal, y evita que se me hinchen las narices en Denver, ¿lo harás? Tal vez consiga llegar sano y salvo a casa de mi hermano.
 Cuando llegamos a Denver lo cogí del brazo y lo llevé a la calle Larimer a vender el traje de la cárcel. El viejo judío se dio cuenta inmediatamente de lo que era.
 -No quiero estas jodidas prendas; me las traen a diario los tipos de Canyon City.
 Toda la calle Larimer era un hervidero de ex presidiarios que trataban de vender su ropa de la cárcel. Henry terminó con el traje debajo del brazo metido en una bolsa de papel y luciendo unos pantalones vaqueros nuevos y una camisa sport. Fuimos al bar de Glenarm, donde solía ir Dean. Por el camino Henry tiró el traje a una papelera. Llamé a Tim Gray. Ya era por la tarde.
 -¿Eres tú? -soltó Tim Gray-. Voy ahora mismo.
 Diez minutos después entraba en el bar con Stan Shephard. Ambos habían hecho un viaje a Francia y estaban totalmente decepcionados con su vida en Denver. Les gustó Henry le invitaron a cerveza. Henry empezó a gastar el dinero que le habían dado al salir de la cárcel. Me encontraba de nuevo en la suave y oscura noche de Denver con sus sagradas callejas y sus casas locas. Fuimos a todos los bares de la ciudad, a los paradores de West Colfax, a los bares de negros de Five Points, ¡la hostia!
 Stan Sherpard llevaba años esperando conocerme y ahora estábamos juntos por primera vez frente a la aventura.
 -Sal, desde que he vuelto de Francia no tengo ni la más remota idea de qué hacer conmigo mismo. ¿Es cierto que te vas a México? Coño, ¿no podría ir contigo? Puedo conseguir cien dólares y una vez allí me matricularé en la universidad con mi paga de veterano de guerra.
 Muy bien, estaba de acuerdo, Stan vendría conmigo. Era un tipo de Denver, ágil, tímido, desgreñado, con sonrisa patibularia y movimientos lentos y fáciles a lo Gary Cooper.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Bruguera, 1983, en traducción de Martín Lendínez, pp. 334-337. ISBN: 84-02-07680-7.]