"Yo, señor, soy de Segovia. Mi padre se llamó Clemente Pablo, natural del mismo pueblo; Dios le tenga en el cielo. Fue, tal como todos dicen, de oficio barbero; aunque eran tan altos sus pensamientos, que se corría de que le llamasen así, diciendo que él era tundidor de mejillas y sastre de barbas. Dicen que era de muy buena cepa y, según él bebía, es cosa para creer.
Estuvo casado con Aldonza de San Pedro, hija de Diego de San Juan y nieta de Andrés de San Cristóbal. Sospechábase en el pueblo que no era cristiana vieja, aunque ella, por los nombres y sobrenombres de sus pasados, quiso esforzar que era descendiente de la letanía. Tuvo muy buen parecer, y fue tan celebrada que, en el tiempo que ella vivió, casi todos los copleros de España hacían cosas sobre ella.
Padeció grandes trabajos recién casada, y aun después, porque malas lenguas daban en decir que mi padre metía el dos de bastos para sacar el as de oros. Probósele que, a todos los que hacía la barba a navaja, mientras les daba con agua, levantándoles la cara para el lavatorio, un mi hermanico de siete años les sacaba muy a su salvo los tuétanos de las faldriqueras. Murió el angélico de unos azotes que le dieron en la cárcel. Sintiólo mucho mi padre, por ser tal que robaba a todos las voluntades.
Por estas y otras niñerías, estuvo preso; aunque, según a mí me han dicho después, salió de la cárcel con tanta honra, que le acompañaron doscientos cardenales, sino que a ninguno llamaban "señoría". Las damas diz que salían por verle a las ventanas, que siempre pareció bien mi padre a pie y a caballo. No lo digo por vanagloria, que bien saben todos cuán ajeno soy della.
Mi madre, pues, no tuvo calamidades. Un día, alabándomela una vieja que me crió, decía que era tal su agrado, que hechizaba a cuantos la trataban. Sólo diz que se dijo no sé qué de un cabrón y volar, lo cual la puso cerca de que la diesen plumas con que lo hiciese en público. Hubo fama que reedificaba doncellas, resucitaba cabellos encubriendo canas. Unos la llamaban zurzidora de gustos; otros, algebrista de voluntades desconcertadas, y por mal nombre alcagüeta. Para unos era tercera, primera para otros, y flux para los dineros de todos. Ver, pues, con la cara de risa que ella oía esto de todos, era para dar mil gracias a Dios.
No me detendré en decir la penitencia que hacía. Tenía su aposento -donde sola ella entraba y algunas veces yo, que, como era chico, podía-, todo rodeado de calaveras que ella decía eran para memorias de la muerte, y otros, por vituperarla, que para voluntades de la vida. Si cama estaba armada sobre sogas de ahorcado, y decíame a mí: -"¿Qué piensas? Estas tengo por reliquias, porque los más destos se salvan".
Hubo grandes diferencias entre mis padres sobre a quién había de imitar en el oficio, mas yo, que siempre tuve pensamientos de caballero desde chiquito, nunca me apliqué a uno ni a otro. Decíame mi padre: -"Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecánica sino liberal". Y de allí a un rato, habiendo suspirado, decía de manos: -"Quien no hurta en el mundo, no vive. ¿Por qué piensas que los alguaciles y los jueces nos aborrecen tanto? Unas veces nos destierran, otras nos azotan y otras nos cuelgan, aunque nunca haya llegado el día de nuestro santo. No lo puedo decir sin lágrimas" -lloraba como un niño el buen viejo, acordándose de las veces que le habían bataneado las costillas-; "porque no querrían que, adonde están, hubiese otros ladrones sino ellos y sus ministros. Mas de todo nos libró la buena astucia. En mi mocedad, siempre andaba por las iglesias, y no de puro buen cristiano. Muchas veces me hubieran llorado en el asno, si hubiera cantado en el potro. Nunca confesé sino cuando lo mandaba la Santa Madre Iglesia. Y así, con esto y mi oficio, he sustentado a tu madre lo más honradamente que he podido".
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