domingo, 15 de febrero de 2015

"Ilíada".- Homero (c. VIII a.C.)


  Resultado de imagen de homero griego

"Canto VIII
 Eos, la de peplo color de azafrán, se esparcía por toda la tierra, cuando Zeus, que se complace en lanzar rayos, reunió la junta de dioses en la más alta de las muchas cumbres del Olimpo. Y así les habló, mientras ellos atentamente le escuchaban:
 "¡Oídme todos, dioses y diosas, para que os manifieste lo que en el pecho mi corazón me dicta! Ninguno de vosotros, sea varón o hembra, se atreva a transgredir mi mandato; antes bien, asentid todos, a fin de que cuanto antes lleve a cabo lo que me propongo. El dios que intente separarse de los demás y socorrer a los teucros o a los dánaos, como yo le vea, volverá afrentosamente golpeado al Olimpo; o cogiéndole, le arrojaré al tenebroso Tártaro, muy lejos, en lo más profundo del báratro debajo de la tierra -sus puertas son de hierro y el umbral de bronce, y su profundidad, desde el Hades, como el cielo a la tierra- y conocerá enseguida cuánto aventaja mi poder al de las demás deidades. Y si queréis, haced esta prueba, oh dioses, para que os convenzáis. Suspended del cielo áurea cadena, asíos todos, dioses y diosas, de la misma y no os será posible arrastrar del cielo a la tierra a Zeus, árbitro supremo, por mucho que os fatiguéis, mas si yo me resolviese a tirar de aquélla, os levantaría con la tierra y el mar, ataría una cabo de la cadena en la cumbre del Olimpo y todo quedaría en el aire. Tan superior soy a los dioses y a los hombres".
 Así habló; y todos callaron, asombrados de sus palabras, pues fue mucha la vehemencia con que se expresara. Al fin, Atenea, la diosa de los claros ojos, dijo:
 "¡Padre nuestro, Cronida, el más excelso de los soberanos! Bien sabemos que es incontrastable tu poder; pero tenemos lástima de los belicosos dánaos, que morirán, y se cumplirá su aciago destino. Nos abstendremos de intervenir en el combate, si nos lo mandas; pero sugeriremos a los argivos consejos saludables, a fin de que no perezcan todos, víctimas de tu cólera".
 Sonriéndose, le contestó Zeus, que amontona las nubes: "Tranquilízate, Tritogenia, hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero contigo quiero ser complaciente".
 Esto dicho, unció los corceles de pies de bronce y áureas crines, que volaban ligeros; vistió la dorada túnica, tomó el látigo de oro y fina labor, y subió al carro. Picó a los caballos para que arrancaran; y éstos, gozosos, emprendieron el vuelo entre la tierra y el estrellado cielo. Pronto llegó al Ida, abundante en fuentes y criador de fieras, al Gárgaro, donde tenía un bosque sagrado y un perfumado altar; allí el padre de los hombres y de los dioses detuvo a los bridones, los desengachó del carro y los cubrió de espesa niebla. Sentóse luego en la cima, ufano de su gloria, y se puso a contemplar la ciudad troyana y las naves aqueas.
 Los aqueos de larga cabellera, se desayunaron apresuradamente en las tiendas y enseguida tomaron las armas. También los teucros se armaron dentro de la ciudad; y aunque eran menos, estaban dispuestos a combatir, obligados por la cruel necesidad de proteger a sus hijos y mujeres: abriéronse todas las puertas, salió el ejército de infantes y de los que peleaban en carros, y se produjo un gran tumulto. [...]
 Al amanecer y mientras iba aumentando la luz del sagrado día, los tiros alcanzaban por igual a unos y a otros, y los hombres caían. Cuando el sol hubo recorrido la mitad del cielo, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en ella dos suertes -la de los teucros, domadores de caballos, y la de los aqueos, de broncíneas lorigas- para saber a quiénes estaba reservada la dolorosa muerte; cogió por el medio la balanza, la desplegó y tuvo más peso el día fatal de los aqueos. La suerte de éstos bajó hasta llegar a la fértil tierra, mientras la de los teucros subía al cielo. Zeus, entonces, truena fuerte desde el Ida y envía una ardiente centella a los aqueos, quienes, al verla, se pasman, sobrecogidos de pálido temor; ya no se atreven a permanecer en el campo ni Idomeneo, ni Agamenón, ni los Ayaces, ministros de Ares; y sólo se queda Néstor gerenio, protector de los aqueos, contra su voluntad, por haberse caído uno de los corceles, al cual el divino Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, flecahra en lo alto de la cabeza, donde las crines empiezan a crecer y las heridas son mortales".
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: