"Pero en los primeros días de diciembre de mil ochocientos veintinueve, hube de encontrarme a Rastignac, que, pese al mísero estado de mi indumento, cogiome del brazo y me preguntó cómo me iba, con un interés verdaderamente fraternal; prendido en la liga de sus modales, contele brevemente mi vida y mis ilusiones; echose él a reír, púsome a la vez de hombre genial y de bobo, y su habla gascona, su experiencia mundana y la opulencia que a su saber vivir debía , obraron en mí por modo irresistible. [...] Según él, debía frecuentar el gran mundo, acostumbrar a la gente a pronunciar mi nombre y quitarme yo mismo ese humilde monsieur que a un gran hombre no le sentaba bien en vida.
-Los imbéciles -exclamó- le llaman a eso intrigar; los moralistas lo proscriben con el nombre de vida disipada; pero no nos detengamos en los nombres, interroguemos los resultados. ¿Qué tú trabajas?... Bueno..., pues nunca serás nada. Yo, yo valgo para todo y para nada, soy perezoso como un bogavante..., bueno..., pues llegaré a todo. Yo me estiro, empujo y me hacen sitio; me pongo a mí mismo por las nubes y me creen; me entrampo y me pagan las deudas. ¡La disipación, querido amigo, es un sistema político! La vida de un hombre sin más ocupación que comerse su patrimonio, suele convertirse en un negocio; coloca su dinero en amigos, en placeres, en padrinos, en relaciones. ¿Que un comerciante arriesga un millón? Pues ya no come ni duerme ni se divierte en veinte años; incuba su millón y lo hace trotar por toda Europa; se aburre, se da a todos los demonios que el hombre ha inventado; y, al final, una liquidación como las que yo he presenciado suele dejarlo sin un céntimo, sin un nombre ni un amigo. El disipador, por el contrario, se divierte viviendo y soltándoles la rienda a sus caballos. Si, por casualidad, pierde sus caudales, tiene la probabilidad de que lo nombren recaudador general o de hacer un buen casamiento o de que lo agreguen a un Ministerio o a una Embajada. Sigue teniendo amigos, un nombre y siempre dinero. Conociendo los resortes del mundo, los maneja en su provecho. Y, o yo estoy loco, ¡o es lógico ese sistema! ¿No es esa la moraleja de la farsa que a diario se representa en los salones?
-Terminaste tu obra -prosiguió tras una pausa-, ¡tienes un talento inmenso! Pues bien: llegas a mi punto de partida. Ahora tienes que hacerte tu éxito tú mismo, que eso es lo más seguro. Irás a aliarte con las banderías, a conquistar voceros. Yo iré a medias contigo en tu gloria, seré el joyero que haya montado los diamantes de tu corona. Para empezar -dijo- estate aquí mañana noche. Te presentaré en una casa que todo París frecuenta, nuestro París, el de los buenos mozos, los millonarios, celebridades, en fin, hombres que echan oro por la boca como Crisóstomos. Cuando esa gente apadrina un libro, ese libro se pone de moda; y si realmente es bueno, han extendido una patente de genio sin saberlo. Si tienes chispa, hijito, harás tú mismo la suerte de tu teoría, comprendiendo mejor la teoría de la suerte. Mañana noche verás a la bella condesa Fedora, la mujer de moda.
-Nunca la oí nombrar.
-¡Tú eres un cafre! -comentó Rastignac, riendo-. Una mujer en estado de merecer, con cerca de ochenta mil libras de renta, ¡y que a nadie quiere o nadie la quiere a ella! ¡Especie de problema femenino, una parisiense medio rusa, una rusa medio parisiense! ¡Una mujer en cuya casa se editan todas las producciones románticas que no se publican, la mujer más bella de todo París y la más simpática! No eres ni siquiera un cafre, eres engendro, ese intermedio entre el cafre y el animal. ¡Adiós, hasta mañana!
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