domingo, 26 de abril de 2015

"La gata".- Colette (1873-1954)


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"Volvió la cabeza con precaución, entreabrió los ojos y vio, ora blanca, ora azul, según se bañara en el estrecho riachuelo de sol o volviera a la penumbra, a una mujer desnuda con un peine en la mano, entre los labios un cigarrillo, que canturriaba. "¡Es una frescura! -pensó-. ¡Completamente desnuda! ¿Dónde se cree que está?"
 Reconoció las hermosas piernas, desde tiempo ha familiares, pero el vientre, acortado por el ombligo situado algo bajo, le sorprendió. Una impersonal juventud salvaba las caderas musculadas, y los senos asomaban ligeros, encima de las costillas visibles. "¿Ha adelgazado?". Lo tosco de la espalda, tan amplia como el pecho, sorprendió a Alain. "Es cargada de espaldas".
 Y en aquel preciso momento, Camille se acodó en una de las ventanas y encogió la espalda, alzando los hombros. "Tiene espaldas de mujer que friega suelos..." Pero la muchacha se irguió súbitamente, hizo una pirueta y, con un gesto encantador, esbozó un abrazo en el aire. "No, no, no es verdad. Es hermosa. Pero, ¡qué desfachatez! ¿Se cree que estoy muerto? ¿O es que encuentra muy natural pavonearse completamente desnuda? ¡Oh!, todo esto ha de cambiar".
 Como ella volvía a la cama, cerró nuevamente los ojos y, cuando los abrió otra vez, Camille estaba sentada frente al tocador, que llamaban el tocador invisible, plancha translúcida de hermoso cristal grueso montada en una armazón de acero negro. Se empolvaba el rostro, tocó con las puntas de los dedos la mejilla, la barbilla, y de pronto sonrió, apartando la mirada con una gravedad y una fatiga que desarmaron a Alain. "¿Así... es feliz? ¿Dichosa de qué? No me la merezco mucho... De todas maneras, ¿por qué está desnuda?"
 -¡Camille! -exclamó.
 Creyó que echaría a correr al cuarto de baño, que cruzaría las manos sobre su sexo, que velaría sus senos con una arrugada prenda interior; sin embargo, se aproximó, se inclinó sobre el muchacho tendido y le llevó, agazapado en sus brazos, refugiado en el alga de un azul oscuro que florecía en su vientrecillo insignificante, su penetrante perfume de mujer morena.
 -¡Cariño! ¿Has dormido bien?
 -¡Completamente desnuda! -le reprochó su marido.
 La joven abrió cómicamente sus grandes ojos.
 -Bueno, ¿y tú...?
 Descubierto hasta la cintura, no supo qué contestar. Camille se pavoneaba ante él, tan orgullosa y tan lejos del pudor, que un poco rudamente le echó el pijama arrugado que yacía sobre la cama.
 -¡Anda, de prisa, ponte esto! ¡Tengo hambre!
 -La mère Buque está en su sitio. Todo marcha, todo va sobre ruedas.
 Desapareció y Alain quiso levantarse, vestirse, alisar sus revueltos cabellos, pero Camille regresó, ataviada con un grueso albornoz de baño, nuevo y demasiado largo, llevando alegremente una bandeja llena.
 -¡Qué ensalada, hijo de mi alma! Hay un tazón en la cocina, una tacita de pirex, el azúcar en la tapa de una caja... Todo amontonado... Mi jamón está reseco; estas peras cloróticas son los restos del almuerzo... La mère Buque se siente perdida en la cocina eléctrica. Le enseñaré a cambiar los plomos. y he echado agua en los compartimentos del hielo de la nevera. ¡Ah, si yo no estuviese aquí! El señor tiene su café muy caliente, hirviente la leche y dura la mantequilla. No; es mi té, ¡no lo toques! ¿Qué buscas?
 -Nada... nada.
 Debido al olor del café, buscaba a Sasha.
-¿Qué hora es?
 -¡Al fin una palabra cariñosa! -exclamó Camille-. Tempranísimo, marido mío. He visto en el despertador de la cocina que eran sólo las ocho y cuarto.
 Comieron, riendo con frecuencia y hablando poco. Por el olor creciente de las cortinas de hule verde, Alain adivinaba la fuerza del sol que les calentaba y no podía apartar su pensamiento del sol exterior, del horizonte extraño, de los vertiginosos nueve pisos, de la extravagante arquitectura de Quart-de-Brie que les cobijaría durante cierto tiempo.
 Escuchaba a Camille lo mejor que podía, conmovido porque fingiese olvido de lo que había pasado entre ellos durante la noche, porque afectase experiencia en este alojamiento ocasional, y la desenvoltura de una casada de por lo menos ochos días. Desde que compareció vestida, buscaba la manera de testimoniarle su gratitud. "No me guarda rencor por lo que hice ni por lo que no hice, ¡pobre criatura! En fin, ha pasado lo más fastidioso... ¿Es que, a menudo, una primera noche es este magullamiento, este semiéxito, este semidesastre?"
 Le pasó cordialmente el brazo por el cuello y la besó".

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