Sección 5.- Solución escéptica de estas dudas
"Parte I
La pasión por la filosofía, como la pasión por la religión, está expuesta al peligro de caer en la siguiente contradicción: aunque busca la corrección de nuestro comportamiento y la extirpación de nuestros vicios, puede que sólo sirva por dirección imprudente, para fomentar una inclinación predominante y empujar la mente con resolución más firme a una posición a la que, ya de por sí, tiende demasiado por predisposición y propensión del temperamento natural. Mientras aspiramos a la firmeza del sabio filósofo y mientras nos esforzamos por limitar nuestros placeres exclusivamente a nuestras mentes, podemos llegar a fin de cuentas a hacer nuestra filosofía semejante a la de Epicteto y otros estoicos, tan solo un sistema más refinado de egoísmo, y, mediante razones, colocarnos más allá de toda virtud y disfrute social. Mientras estudiamos con atención la vanidad de la vida humana y encaminamos todos nuestros pensamientos al carácter vacío y transitorio de las riquezas y de los honores, quizá estemos tan sólo adulando nuestra indolencia natural que, odiando el ajetreo de mundo y la monotonía de los negocios, busca una apariencia de razón para permitirse una licencia total e incontrolada. Hay, sin embargo, una clase de filosofía que parece poco expuesta a este peligro, puesto que no es compatible con ninguna pasión desordenada de la mente humana, ni puede mezclarse con emoción o propensión natural alguna. Y ésta es la filosofía de la Academia o filosofía escéptica. Los Académicos hablan constantemente de duda y suspensión del juicio, del peligro de determinaciones precipitadas, de limitar las investigaciones del entendimiento a unos confines muy estrechos y de renunciar a todas las especulaciones que no caen dentro de los límites de la vida y del comportamiento comunes; nada, pues, puede ser más contrario a la supina indolencia, a la temeraria arrogancia, a las pretensiones elevadas y a la credulidad de la mente que esa filosofía. Mortifica toda pasión salvo el amor a la verdad, y ésta última jamás puede exagerarse. Por tanto, es sorprendente que esta filosofía, que en casi todos los casos tiene que ser inocua e inocente, sea objeto de tantos reproches y censuras tan infundadas. Pero quizá el mismo riesgo que la hace tan inocente es lo que principalmente la expone al odio y resentimiento públicos: al no adular ninguna pasión irregular, consigue pocos partidarios; al oponerse a tantos vicios y locuras, levanta contra sí multitud de enemigos que la tachan de libertina, profana e irreligiosa.
Tampoco hemos de temer que esta filosofía, al intentar limitar nuestras investigaciones a la vida común, pueda jamás socavar los razonamientos de la vida común y llevar sus dudas tan lejos como para destruir toda acción, además de toda especulación. La naturaleza mantendrá siempre sus derechos y, finalmente, prevalecerá sobre cualquier razonamiento abstracto. Aunque concluyésemos, por ejemplo, como en la sección anterior, que en todos los razonamientos que parten de la experiencia la mente da un paso que no se justifica por ningún argumento o por proceso de comprensión alguno, no hay peligro de que aquellos razonamientos de los que depende casi todo el saber sean afectados por tal descubrimiento. Aunque la mente no fuera llevada por una razonamiento a dar este paso, ha de ser inducida a ello por algún otro principio del mismo peso y autoridad. Y este principio conservará su influjo mientras la naturaleza humana siga siendo la misma. Lo que este principio sea, bien puede merecer el esfuerzo de una investigación.
Supongamos que una persona, dotada incluso con las más potentes facultades de razón y reflexión, repentinamente es introducida en este mundo. Inmediatamente observaría una sucesión continua de objetos y un acontecimiento tras otro, pero no podría descubrir nada más allá de esto. Al principio, ningún movimiento le permitiría alcanzar la idea de causa y efecto, puesto que los poderes particulares, en virtud de los cuales se realizan todas las operaciones naturales, nunca aparecen a los sentidos, ni es razonable concluir meramente porque un acontecimiento en un caso precede a otro, que, por ello, uno es la causa y el otro el efecto. Su conjunción puede ser arbitraria y casual. Puede no haber motivo alguno para inferir la existencia del uno de la aparición del otro".
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