martes, 14 de abril de 2015

"Cuentos del Don".- Mijail Sholojov (1905-1984)

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La estepa de añil

    "Mi padre, hasta su muerte, fue cochero del señor. Siendo yo un crío, mi   padre me contaba que el señor Evgraf Tomilin había recibido a mi padre de un terrateniente vecino a cambio de una grulla domesticada. Al morir mi padre pasé yo a cochero. El señor andaba entonces por los sesenta. Era un hombre gordinflón, con mucha sangre. De joven, cuando el zar, sirvió en la guardia; después terminó el servicio y vino a pasar el fin de sus días al Don. Como los cosacos le habían quitado las tierras, el Estado le compensó con tres mil desiatinas en la región de Sarátov. Las arrendaba a los campesinos de Sarátov y vivía en Topoliovka.
Era un tío raro. Andaba siempre con una aljuba de paño fino y llevaba puñal. Cuando iba de visitas, al salir de Topoliovka, me ordenaba:
 -Arrea, canalla.
 Y yo daba el látigo a los caballos. De la velocidad, el tiempo no tenía tiempo para secarnos las lágrimas. Tropezábamos con un rehoyo -el agua de primavera abre en el camino rehoyos a rabiar-, las ruedas delanteras no se oían y las traseras sólo hacían "crac". A la media versta el señor gritaba: "Date la vuelta". Tuerzo y vuelvo a galope a aquel rehoyo. Así pasábamos unas tres veces por aquel maldito sitio hasta que rompíamos una ballesta o arrancábamos de cuajo las ruedas del carro. Mi señor carraspeaba, bajaba y seguía a pie; yo iba detrás, llevando los caballos del ramal. También solía distraerse así: salíamos de la finca, él se sentaba al pescante conmigo y me cogía el látigo: "Aviva al de varas..." Yo ponía al de varas a todo correr: el arco ni se movía; él arreaba al de encuarte. El tiro era de tres caballos, los de encuarte eran pura sangre del Don, eran víboras, agachaban la cabeza, mordían la tierra.
 Él iba azotando a uno, el pobre animal se cubría de sudor..., y en esto sacaba un puñal, se agachaba y, ¡zas!, cortaba de un tajo los tiros. El caballo iba dando tumbos unos metros, se derrumbaba, la sangre le saltaba a chorros del ollar y ¡listo!... Lo mismo hacía con el otro... El de varas seguía corriendo hasta reventar. El señor iba tan tranquilo, hasta se animaba un poco, y la sangre se le subía a las mejillas.
 Jamás llegó en el coche adonde iba; o rompía el coche, o mataba los caballos; entonces marchaba a pie. Alegre que era el señor... Lo pasado, pasó. Dios nos juzgue... Empezó a rondar a mi mujer, ella estaba allí de sirvienta... Ella solía llegar a la casa de los criados con la camisa hecha jirones, llorando a moco tendido. Yo la miraba y tenía todos los pechos mordidos, el pellejo le colgaba a tiras... Una noche el señor me mandó a buscar al practicante. Yo sabía que no le hacía falta, me di cuenta del asunto, esperé en la estepa a que anocheciera y volví. Entré en la finca por la era, dejé los caballos en el huerto, cogí el látigo y me fui a la casa de los criados, a mi cuartucho. Entorné la puerta, no encendí cerillas adrede y oí ruido en la cama... Nada más mi señor se levantó le arreé un latigazo, el látigo llevaba plomo en la punta... Siento que se escurre hacia la ventana y, en la oscuridad, le solté otro trallazo en la frente; saltó por la ventana. Le zurré un poco a la mujer y me eché a dormir. Cinco días después tuvimos que ir a la stanitsa; mientras yo amarraba la manta en el coche, el señor cogió el látigo, le miró la punta y preguntó:
 -Oye, sangre de perro, ¿para qué pusiste plomo en el látigo?
 -Usted mismo se dignó ordenarlo -le respondí.
 No dijo más y se pasó todo el camino, hasta el primer rehoyo, silbando entre dientes; yo le miraba de refilón y veía el flequillo tapándole la frente y la gorra muy calada..."

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