“Porque, en efecto, con los
pensamientos ocurre algo muy singular. A menudo no son otras cosas que hechos
contingentes, casuales, que pasan sin dejar rastro alguno. Los pensamientos
tienen además instantes vivos e instantes muertos. Puede uno lograr un genial
conocimiento, y que, no obstante, se le marchite lentamente entre las manos
como una flor. Queda la forma, pero los colores, el aroma, desaparecen. Es
decir, que lo recuerda uno palabra por palabra, y el valor lógico de la frase
que uno encontró para expresarlo continúa siendo perfectamente impecable. Sin
embargo, ese pensamiento no hace sino recorrer sin tregua la superficie de
nuestro ser íntimo y no nos sentimos más ricos a causa de él…, hasta que –tal
vez al cabo de años-, de golpe, sobreviene un momento en que comprendemos que
en todo ese ínterin no sabíamos absolutamente nada de aquel pensamiento, aunque
lo sabíamos todo lógicamente.
Sí, hay pensamientos vivos y pensamientos muertos. El pensamiento
que se mueve en la superficie de nuestro ser y que en cualquier momento puede
referirse al hilo de la causalidad, no tiene por qué ser vivo. Un pensamiento
que se nos da de esa manera es algo indiferente, impersonal, como un hombre que
marcha en una columna de soldados. Un pensamiento… que acaso ya desde mucho
tiempo atrás se nos metió en el cerebro, llegará a ser un pensamiento vivo sólo
en el momento en que lo anime algo que ya no es pensamiento, algo que ya no es
lógico, de manera tal que sentimos su verdad más allá de toda justificación
intelectual, como un ancla que desgarra carne viva, sangrante…”
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