domingo, 25 de mayo de 2025

Trópico de Cáncer.- Henry Miller (1891-1980)

 

  «En esa especie de semi-arrobamiento que te permite participar en un acontecimiento y, aun así, permanecer completamente aparte, el pequeño detalle que faltaba empezó oscura pero insistentemente a coagularse, a adquirir una forma caprichosa y cristalina, como la escarcha que se acumula en el cristal de la ventana. Y como esos dibujos de la escarcha que parecen tan extraños, tan totalmente libres y fantásticos pero que, aun así, están determinados por las más rígidas leyes, esa sensación que empezó a tomar forma en mi interior parecía obedecer también a leyes ineluctables. Todo mi ser respondía a los dictados de un ambiente que no había experimentado nunca; lo que podría llamar mi yo parecía contraerse, condensarse, escapar de los límites antiguos y habituales de la carne cuyo perímetro conocía sólo las modulaciones de las extremidades nerviosas.
 Y cuanto más sustancial, más sólido se volvía mi centro, más delicada y extravagante aparecía la realidad inmediata, palpable, de la que iba quedando separado. En la misma medida en que me volvía cada vez más metálico, la escena que se producía ante mis ojos iba adquiriendo mayor amplitud. La tensión era ya tan intensa que la introducción de una sola partícula extraña, aunque fuera una partícula microscópica, como digo, habría hecho añicos todo. Por una fracción de segundo quizá, experimenté esa claridad total que, según dicen, el epiléptico tiene el privilegio de conocer. En aquel momento perdí completamente la ilusión del tiempo y del espacio: el mundo desplegó su drama simultáneamente a lo largo de un meridiano sin eje. En aquella especie de eternidad pendiente de un hilo sentí que todo estaba justificado, supremamente justificado; sentí mis guerras interiores, que habían dejado esa pulpa y esos despojos; sentí los crímenes que bullían allí para surgir mañana en titulares sensacionales; sentí la miseria que estaba moliéndose a sí misma con almirez y mortero, la larga y triste miseria que se derrama gota a gota en pañuelos sucios. En el meridiano del tiempo no hay injusticia: sólo hay la poesía del movimiento que crea la ilusión de la verdad y del drama. Si en cualquier momento y en cualquier parte se encuentra uno cara a cara con lo absoluto, la gran simpatía que hace parecer divinos a hombres como Gautama y Jesús se enfría y se desvanece; lo monstruoso no es que los hombres hayan creado rosas a partir de este estercolero, sino que deseen rosas... Por una razón u otra, el hombre busca el milagro y para lograrlo es capaz de abrirse paso entre la sangre. Es capaz de corromperse con ideas, de reducirse a una sombra, si por un solo segundo de su vida puede cerrar los ojos ante la horrible fealdad de la realidad. Todo se soporta -ignominia, humillación, pobreza, guerra, crimen, ennui- gracias al convencimiento de que de la noche a la mañana algo ocurrirá, un milagro, que vuelva la vida tolerable. Y mientras tanto un contador está corriendo en su interior y no hay mano que pueda llegar hasta él para detenerlo. Mientras tanto alguien está comiendo el pan de la vida y bebiendo el vino, un sacerdote sucio y gordo como una cucaracha que se esconde en el sótano para zampárselo, mientras arriba, a la luz de la calle, una hostia fantasma toca los labios y la sangre está pálida como el agua. Y de ese tormento y miseria eternos no resulta ningún milagro, ni un vestigio microscópico de milagro. Sólo ideas, ideas pálidas, atenuadas, que hay que cebar mediante la matanza, ideas que brotan como bilis, como las tripas de un cerdo cuando lo abren en canal.
 Y, por eso, pienso en el milagro que sería que ese milagro que el hombre espera eternamente resultara no ser sino esos dos enormes chorizos que el fiel discípulo soltó en el bidet. ¿Y si en el último momento, cuando la mesa del banquete esté puesta y resuenen los címbalos, apareciera de repente, y sin aviso alguno, una fuente de plata en la que hasta los ciegos pudiesen ver que no hay ni más ni menos que dos enormes chorizos de mierda? Creo que eso sería más milagroso que cualquier cosa que el hombre haya esperado. Sería milagroso porque no se habría soñado. Sería más milagroso que hasta el sueño más descabellado porque cualquiera podría imaginar esa posibilidad, pero nadie lo ha hecho nunca, y probablemente nadie lo hará jamás.
 En cierto modo la comprensión de que no había nada que esperar tuvo un efecto saludable para mí. Durante semanas y meses, durante años, durante toda mi vida, de hecho, había estado esperando que algo ocurriera, algún acontecimiento intrínseco que transformase mi vida, y en aquel momento, inspirado por la desesperanza de todo, sentí como si me hubieran quitado un gran peso de encima. Al amanecer me separé del joven hindú, después de haberle sacado unos francos, los suficientes para pagar una habitación. Mientras caminaba hacia Montparnasse, decidí dejarme llevar por la corriente, no oponer la menor resistencia al destino, como quiera que se presentase. Nada de lo que me había ocurrido hasta entonces había bastado para destruirme; nada había quedado destruido, salvo mis ilusiones. Personalmente estaba intacto. El mundo estaba intacto. Mañana podría haber una revolución, una peste, un terremoto; mañana podría no quedar ni un alma a la que recurrir en busca de compasión, de ayuda, de fe. Me parecía que la gran calamidad ya se había manifestado, que no podía estar más auténticamente solo que en aquel preciso momento. Tomé la determinación de no aferrarme a nada, de no esperar nada, de vivir en adelante como un animal, como un depredador, un pirata, un saqueador. Aun cuando se declarara la guerra, y me tocase ir, agarraría la bayoneta y la hundiría, la hundiría hasta el puño. Y si la orden del día era violar, en ese caso violaría y con furia. En aquel preciso momento, en el tranquilo amanecer de un nuevo día, ¿acaso no estaba la tierra aturdida por el crimen y la miseria? ¿Acaso había resultado transformado un solo elemento de la naturaleza, transformado vital, fundamentalmente, por la marcha incesante de la historia? Pura y simplemente, el hombre se ha visto traicionado por lo que llama la parte mejor de su naturaleza. En los límites extremos de su ser espiritual el hombre se ha vuelto a encontrar desnudo como un salvaje. Cuando encuentra a Dios, por decirlo así, ha quedado despojado: es un esqueleto. Hay que excavar de nuevo en la vida para echar carne. El verbo ha de hacerse carne; el alma está sedienta. Me abalanzaré sobre cualquier migaja en que clave los ojos y la devoraré. Si vivir es  lo supremo, entonces viviré, aun cuando deba volverme un caníbal.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Seix Barral, 1983, en traducción de Carlos Manzano, pp. 93-96. ISBN: 84-322-2182-1.]

domingo, 18 de mayo de 2025

En el camino.- Jack Kerouac (1922-1969)

 

Cuarta parte
2

 «A medianoche [...] cogí el autobús para Washington; perdí algún tiempo callejeando por allí; me salí del camino trazado para ver el Blue Ridge, oír el pájaro de Shenandoah y visitar la tumba de Stonewall Jackson; al anochecer escupí en el río Kanawha y anduve por la noche hillbilly de Charleston, al oeste de Virginia; a medianoche Ashland, Kentucky y una chica solitaria bajo la marquesina de un teatro cerrado. El oscuro y misterioso Ohio, y Cincinnati al amanecer. Después los campos de Indiana de nuevo, y por la tarde San Luis como siempre bajo las grandes nubes del valle. Los adoquines cubiertos de barro y los troncos de Montana, los barcos fluviales destrozados, los antiguos letreros, la yerba y las maromas junto al río. El poema interminable, Missouri por la noche, y los campos de Kansas, las vacas nocturnas de Kansas en los secretos desiertos, pueblos de cartón con un mar al final de cada calle; amanecer en Abilene. [...]
 Henry Grass viajaba conmigo en el autobús. Se había montado en Terre Haute, Indiana, y ahora me decía:
 -Ya te he dicho que aborrezco este traje que llevo, es asqueroso... pero eso no es todo -me enseñó unos papeles. Acababan de soltarle de la prisión federal de Terre Haute; lo habían encerrado por robar coches y venderlos después en Cincinnati. Era un chaval de unos veinte años y pelo ondulado-. Nada más llegar a Denver venderé el traje y me conseguiré unos pantalones vaqueros. ¿Sabes lo que me hicieron en esa cárcel? Aislamiento en celdas de castigo con sólo una Biblia; como el suelo era de piedra me sentaba encima de ella; cuando vieron lo que hacía me quitaron la Biblia y me trajeron otra de bolsillo pequeñísima. No podía sentarme encima y me la leí entera y el Nuevo Testamento también. ¡Je, je! -me dio un codazo mientras seguía chupando un caramelo. Comía caramelos sin parar porque en la cárcel le habían destrozado el estómago y sólo podía soportar eso-. ¿Sabes que en la Biblia hay cosas muy interesantes? Mucha jodienda y todo eso -me explicó lo que quería decir "andar publicándose"-. El que está a punto de salir de la cárcel y empieza a hablar de ello "anda publicándose" a los otros presos que tienen que quedarse todavía. Lo cogemos por el cuello y le decimos: "¡No andes publicándote conmigo!" Mal asunto ese de andar publicándose... ¿me entiendes?
 -Nunca andaré publicándome, Henry.
 -Si alguien anda publicándose conmigo, se me hinchan las narices, me cabreo y estoy dispuesto a cargármelo. ¿Sabes por qué me he pasado la vida en la cárcel? Porque perdí la cabeza a los trece años. Estaba en el cine con otro chaval y se metió con mi madre (ya sabes lo que quiero decir), y entonces cogí la navaja y le pegué un tajo en todo el cuello y lo habría matado si no me sacan de allí. El juez dijo: "¿Sabías lo que hacías cuando atacaste a tu amigo?" "Sí, señor juez, lo sabía, quería matar a ese hijoputa y sigo queriendo." Así que no me dieron la condicional y me metieron en un reformatorio. Me salieron almorranas de tanto sentarme en el suelo de las celdas de castigo. No vayas nunca a una prisión federal, son las peores. Mierda, hace tanto que no hablo con nadie que podría pasarme la noche entera hablando. No sabes lo bien que se siente uno fuera. Ya estabas en el autobús cuando subí yo... allí en Terre Haute... ¿En qué estabas pensando?
  -En nada, simplemente viajaba.
 -Pues yo, yo estaba cantando. Me senté a tu lado porque tenía miedo de sentarme junto a una chica, podía volverme loco y empezar a meterle mano. Tendré que esperar un poco.
 -Si te detienen otra vez te meterán cadena perpetua. Vale más que te tomes las cosas con calma.
 -Eso trataré de hacer. Lo malo es que cuando se me hinchan las narices no sé ni lo que hago.
 Iba a vivir con su hermano y su cuñada; le habían buscado trabajo en Colorado. El billete se lo habían dado al salir de la cárcel; estaba en libertad condicional. Era un chaval como Dean a su edad; la sangre le hervía en las venas y no conseguía dominarla; se le hinchaban las narices, como él decía; pero carecía de la santidad natural de Dean para librarse de un destino entre rejas.
 -Sé mi tronco, Sal, y evita que se me hinchen las narices en Denver, ¿lo harás? Tal vez consiga llegar sano y salvo a casa de mi hermano.
 Cuando llegamos a Denver lo cogí del brazo y lo llevé a la calle Larimer a vender el traje de la cárcel. El viejo judío se dio cuenta inmediatamente de lo que era.
 -No quiero estas jodidas prendas; me las traen a diario los tipos de Canyon City.
 Toda la calle Larimer era un hervidero de ex presidiarios que trataban de vender su ropa de la cárcel. Henry terminó con el traje debajo del brazo metido en una bolsa de papel y luciendo unos pantalones vaqueros nuevos y una camisa sport. Fuimos al bar de Glenarm, donde solía ir Dean. Por el camino Henry tiró el traje a una papelera. Llamé a Tim Gray. Ya era por la tarde.
 -¿Eres tú? -soltó Tim Gray-. Voy ahora mismo.
 Diez minutos después entraba en el bar con Stan Shephard. Ambos habían hecho un viaje a Francia y estaban totalmente decepcionados con su vida en Denver. Les gustó Henry le invitaron a cerveza. Henry empezó a gastar el dinero que le habían dado al salir de la cárcel. Me encontraba de nuevo en la suave y oscura noche de Denver con sus sagradas callejas y sus casas locas. Fuimos a todos los bares de la ciudad, a los paradores de West Colfax, a los bares de negros de Five Points, ¡la hostia!
 Stan Sherpard llevaba años esperando conocerme y ahora estábamos juntos por primera vez frente a la aventura.
 -Sal, desde que he vuelto de Francia no tengo ni la más remota idea de qué hacer conmigo mismo. ¿Es cierto que te vas a México? Coño, ¿no podría ir contigo? Puedo conseguir cien dólares y una vez allí me matricularé en la universidad con mi paga de veterano de guerra.
 Muy bien, estaba de acuerdo, Stan vendría conmigo. Era un tipo de Denver, ágil, tímido, desgreñado, con sonrisa patibularia y movimientos lentos y fáciles a lo Gary Cooper.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Bruguera, 1983, en traducción de Martín Lendínez, pp. 334-337. ISBN: 84-02-07680-7.]

domingo, 11 de mayo de 2025

Pedagogía.- Immanuel Kant (1724-1804)


 Introducción

«Por la educación, el hombre ha de ser, pues:
 a) Disciplinado. Disciplinar es tratar de impedir que la animalidad se extienda a la humanidad, tanto en el hombre individual como en el hombre social. Así pues, la disciplina es meramente la sumisión de la barbarie.
 b) Cultivado. La cultura comprende la instrucción y la enseñanza. Proporciona la habilidad, que es la posesión de una facultad por la cual se alcanzan todos los fines propuestos. Por tanto, no determina ningún fin, sino que lo deja a merced de las circunstancias.
 Algunas habilidades son buenas en todos los casos, por ejemplo, el leer y escribir; otras no lo son más que para algunos fines, por ejemplo, la música. La habilidad es, en cierto modo, infinita por la multitud de los fines.
 c) Es preciso atender a que el hombre sea también prudente, a que se adapte a la sociedad humana para que sea querido y tenga influencia. Aquí corresponde una especie de enseñanza que se llama la civilidad. Exige ésta buenas maneras, amabilidad y una cierta prudencia, mediante las cuales pueda servirse de todos los hombres para sus fines. Se rige por el gusto variable de cada época. Así, agradaban aún hace pocos años las ceremonias en el trato social.
 d) Hay que atender a la moralización. El hombre no sólo debe ser hábil para todos los fines, sino que ha de tener también un criterio con arreglo al cual sólo escoja los buenos. Estos buenos fines son los que necesariamente aprueba cada uno y que al mismo tiempo pueden ser fines para todos.
  Al hombre se le puede adiestrar, amaestrar, instruir mecánicamente o realmente ilustrarle. Se adiestra a los caballos, a los perros, y también se puede adiestrar a los hombres.
 Sin embargo, no basta con el adiestramiento; lo que importa, sobre todo, es que el niño aprenda a pensar. Que obra por principios, de los cuales se origina toda acción. Se ve, pues, lo mucho que se necesita hacer en una verdadera educación. Habitualmente, se cultiva poco aún la moralización en la educación privada; se educa al niño en lo que se cree sustancial y se abandona aquélla al predicador. Pues qué, ¡no es de una inmensa importancia enseñar a los niños a aborrecer el vicio, no sólo fundándolo en que lo ha prohibido Dios, sino en que es aborrecible por sí mismo! De otro modo, les es fácil pensar que podrían muy bien frecuentarlo, y que les sería permitido, si Dios no lo hubiese prohibido; que, en todo caso, bien puede Dios hacer alguna excepción en su provecho. Dios, que es el ser más santo y que sólo ama lo que es bueno, quiere que practiquemos la virtud por su valor intrínseco y no porque él lo desee.
 Vivimos en un tiempo de disciplina, cultura y civilidad; pero aún no, en el de la moralización. Se puede decir, en el estado presente del hombre, que la felicidad de los Estados crece al mismo tiempo que la desdicha de las gentes. Y es todavía un problema a resolver, si no seríamos más felices en el estado bárbaro, en que no existe la cultura actual, que en nuestro estado presente. Pues, ¿cómo se puede hacer felices a los hombres, si no se les hace morales y prudentes? La cantidad del mal  no disminuirá, si no se hace así.
 Hay que establecer escuelas experimentales, antes de que se puedan fundar escuelas normales. La educación y la instrucción no han de ser meramente mecánicas, sino descansar sobre principios. Ni tampoco sólo razonadas, sino, en cierto modo, formar un mecanismo. En Austria, casi no hay más que escuelas normales establecidas conforme a un plan, en contra del cual se dice mucho, y con razón, reprochándosele especialmente el ser un mecanismo ciego. Las otras escuelas tenían que regirse por ellas, y hasta se rehusaba colocar a la gente que no hubiera estado allí. Muestran semejantes prescripciones lo mucho que el gobierno se inmiscuía en estos asuntos; haciendo imposible con tal coacción que prosperase nada bueno.
 Se cree comúnmente que los experimentos no son necesarios en la educación, y que sólo por la razón se puede ya juzgar si una cosa será o no buena. Pero aquí se padece una gran equivocación, y la experiencia enseña, que de nuestros ensayos se han obtenido, con frecuencia, efectos completamente contrarios a los que se esperaban. Se ve, pues, que naciendo de los experimentos, ninguna generación puede presentar un plan de educación completo. La única escuela experimental que, en cierto modo, ha comenzado a abrir el camino, ha sido el Instituto de Dessau. Se le ha de conocer esta gloria, a pesar de las muchas faltas que pudieran achacársele; faltas que, por otra parte, se encuentran en todos los sitios donde se hacen ensayos; y a él se le deba asimismo que todavía se hagan otros nuevos. Era, en cierto modo, la única escuela en que los profesores tenían la libertad de trabajar conforme a sus propios métodos y planes, y donde estaban en relación, tanto entre sí, como con todos los sabios de Alemania.
  La educación comprende: los cuidados y la formación. Ésta es: a) negativa, o sea la disciplina que meramente impide las faltas; b) positiva, o sea la instrucción y la dirección; perteneciendo en esto a la cultura. La dirección es la guía en la práctica de lo que se ha aprendido. De ahí nace la diferencia entre el instructor (Informator), que es simplemente un profesor, y el ayo (Hofmeister), que es un director. Aquél educa sólo para la escuela; éste, para la vida.
 La primera época del alumno es aquella en que ha de mostrar sumisión y obediencia pasiva; la otra, es aquélla en que ya se le deja hacer uso de su reflexión y de su libertad, pero sometidas a leyes. En la primera hay una coacción mecánica; en la segunda, una coacción moral.
 La educación puede ser privada o pública. La última no se refiere más que a la instrucción, y ésta puede permanecer siendo pública siempre. Se deja a la primera la práctica de los preceptos. Una educación pública completa es aquella que reúne la instrucción y la formación moral. Tiene por fin promover una buena educación privada. La escuela en que se hace esto se llama un instituto de educación. No puede haber muchos institutos de esta clase; ni puede ser muy grande tampoco el número de sus alumnos, porque son muy costosos; su mera instalación exige ya mucho dinero. Estos institutos vienen a ser como los asilos y hospitales. Los edificios que requieren y el sueldo de los directores, inspectores y criados restan ya la mitad del dinero destinado a este fin; y está probado que los pobres estarían mucho mejor cuidados enviándoles este dinero a sus casas. También es difícil que la gente rica mande sus hijos a estos centros.
 El fin de tales institutos públicos es el perfeccionamiento de la educación doméstica.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Akal, 2003, en traducción de Lorenzo Luzuriaga y José Luis Pascual, pp. 38-41. ISBN: 84-460-2086-6.]
 

domingo, 4 de mayo de 2025

Si esto es una mujer.- Noemí Trujillo (1976) y Lorenzo Silva (1966)

 

6.- Mamen

 «-Por otra parte, creo que debo contártelo, ayer vino a verme Guadalupe. Me contó la investigación que tenemos ahora mismo entre manos en el grupo. Una investigación en punto muerto y en la que se siente abandonada por los jefes y hasta por el juez.
 -Un homicidio, deduzco.
 -Es a lo que nos dedicamos. Las bodas, comuniones y bautizos las llevan en otro negociado.
 -Cuéntame algo del caso. -Ignoró mi ironía-. Si quieres.
 -Una mujer negra, descuartizada y arrojada al contenedor de la basura. Recuperaron los trozos de su cuerpo de dos vertederos distintos. Ni siquiera se sabe quién es, nadie la ha reclamado ni se ha denunciado su desaparición, que nos conste. Creen que podía ser una prostituta sin papeles, un cadáver que a nadie importa.
 -Salvo a Guadalupe. Y a ti.
 -Más a Guadalupe que a mí, para serte sincera. A fin de cuentas, yo desciendo de esos homo sapiens renegados que cruzaron a Europa hace milenios y se olvidaron de su origen africano. 
 -¿Por qué te empeñas en ser una cínica?
 -¿Me empeño?
 -Parece costarte reconocer que la historia te ha dejado tocada.
 -Claro que me ha tocado, no tengo una piedra bajo las tetas.
 Mamen torció el gesto. No aprobaba mi lenguaje descarnado.
 -¿Por qué quieres disimularlo entonces?
 -No lo disimulo, te lo estoy reconociendo. Lo que no quiero es engañarte ni generar una falsa impresión sobre las razones por las que vengo a decirte que quiero reincorporarme. No siento una necesidad especial de hacerle justicia a esa desgraciada, en particular, ni siquiera de ser algo así como la campeona, en abstracto, de todos los desgraciados del mundo. Hace tiempo que sé que hay muchos más de los que puedo proteger o confortar, y que siempre los va a seguir habiendo, aunque yo viva mil vidas y en todas ellas no deje de hacer lo que me han enseñado a hacer en ésta. Se trata de otra cosa.
 -De qué.
 -De que ayer, cuando la buena de Guadalupe me empezó a contar las dificultades del caso, se activaron inmediatamente todas las antenas que llevaban meses dormidas. Que cuando vi las fotos de esa pobre chica de piel oscura, de sus trozos tirados en la basura y en una mesa de autopsias, aparte del escalofrío que pueda sentir una persona normal, me sacudió algo diferente, algo que es sólo mío y de los que son como yo: la necesidad de ponerle nombre a esos pedazos de persona, de ponerle nombre al hijo de puta o los hijos de puta que la trataron como si sólo fuera un trozo de carne, de ponerle nombre también a lo que le hicieron, para que unos tipos o tipas con toga a los que no conozco y a lo peor tampoco entiendo, ni me caen bien, les hagan comerse con patatas todas las cosas feas que la ley le adjudica a quien se permite hacerle a un semejante algo así.
 Mamen me miró con una especie de fascinación.
 -Me dejas sin habla, sinceramente -murmuró.
 -¿Has leído a Procopio de Cesarea?
 -¿A quién?
 -Procopio. De Cesarea. Siglo VI.
  -Ni idea. ¿Quién era?
 -Palestino por nacimiento, en una ciudad que hoy es una ruina en Israel, funcionario del Imperio bizantino, escribía en griego y vio de primera mano buena parte de las atrocidades de su tiempo. Ha sido una de mis lecturas de estos meses. Una de las más instructivas de mi vida. He subrayado cientos de frases. Hay una que viene muy a propósito. Como tenía tiempo, aparte de subrayarlas me he aprendido unas cuantas. Creo que ésta la recuerdo literal.
 -Estoy deseando escucharla.
 -"Es la infamia de los nombres, y no la de los hechos en sí, de la que suelen avergonzarse los seres humanos casi siempre".
 La sopesó en silencio. E hizo algo más que eso: se la repitió, mentalmente, mientras la anotaba a toda prisa en su libreta.
 -Muy interesante. Me la guardo. ¿Siglo VI, dices?
 -Procopio había leído a todos los clásicos griegos. Por eso escribía como ellos. En los griegos está ya todo. Luego vinieron Freud y todos esos amigos tuyos a hacer como que inventaban algo.
 -Yo no soy muy seguidora de Freud. Lo mío es el rollo cognitivo-conductual, en realidad vengo a hacer lo contrario que él.
 -Bueno, en todo caso. Lo que quiero decirte es que yo he aprendido a hacer que la vergüenza de la que huyen los hombres, la vergüenza que viene de los nombres de la infamia, caiga sobre ellos. Que ese es mi lugar en el mundo y que siento que ha llegado el momento de volver a ocuparlo. Medio año lamiéndome las heridas ya es penitencia y humillación suficiente por lo que hice.
 El teléfono de Mamen brilló en el bolsillo de su bata.
 -Vete, anda -dijo-. Voy a darte el alta, pero si necesitas algo vienes a verme, ¿estamos? Intenta no meterte en líos, cuenta hasta diez antes de sacar la pistola y mantén la calma. Ya te ha pasado varias veces, Manuela, no puedes ir por ahí sacando la artillería como Harry el Sucio, hay que seguir las reglas del juego. En veinte años aquí he visto de todo, querida, pero eran otros tiempos. Ahora no puedes darles collejas a lo novatos ni encañonar a quien te hace la puñeta. Tienes que guardar las formas, por tu propio bien.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 2019, pp. 71-74. ISBN: 978-84-233-5572-3.]