Raza e historia.
El etnocentrismo
«Y, sin embargo,
parece que la diversidad de culturas se presenta raramente ante los hombres tal
y como es: un fenómeno natural, resultante de los contactos directos o
indirectos entre las sociedades. Los hombres han visto en ello una especie de
monstruosidad o de escándalo más que otra cosa. En estas materias, el progreso
del conocimiento no ha consistido tanto en disipar esta ilusión en beneficio de
una visión más exacta, como en aceptar o en encontrar el medio de resignarse a
ella.
La actitud más
antigua y que reposa sin duda sobre fundamentos psicológicos sólidos, puesto que
tiende a reaparecer en cada uno de nosotros cuando nos encontramos en una
situación inesperada, consiste en repudiar pura y simplemente las formas
culturales: las morales, religiosas, sociales y estéticas, que estén más
alejadas de aquellas con las que nos identificamos.
“Costumbres
salvajes”, “eso no ocurre en nuestro país”, “no debería permitirse eso”, etc.,
y tantas reacciones groseras que traducen ese mismo escalofrío, esa misma
repulsión en presencia de maneras de vivir, de creer, o de pensar que nos son
extrañas. De esta manera confundía la Antigüedad todo lo que no participaba de
la cultura griega (después greco-romana), con el mismo nombre de bárbaro. La
civilización occidental ha utilizado después el término salvaje en el mismo
sentido. Ahora bien, detrás de esos epítetos se disimula un mismo juicio: es
posible que la palabra salvaje se refiera etimológicamente a la confusión e
inarticulación del canto de los pájaros, opuestas al valor significante del
lenguaje humano. Y salvaje, que quiere decir “del bosque”, evoca también un
género de vida animal, por oposición a la cultura humana. En ambos casos rechazamos
admitir el mismo hecho de la diversidad cultural; preferimos expulsar de la
cultura, a la naturaleza, todo lo que no se conforma a la norma según la cual
vivimos.
Este punto de vista
ingenuo, aunque profundamente anclado en la mayoría de los hombres, no es necesario
discutirlo porque este capítulo constituye precisamente su refutación. Bastará
con comentar aquí que entraña una paradoja bastante significativa. Esta actitud
de pensamiento, en nombre de la cual excluimos a los “salvajes” (o a todos aquellos
que hayamos decidido considerarlos como tales) de la humanidad, es justamente
la actitud más marcante y la más distintiva de los salvajes mismos. En efecto,
se sabe que la noción de humanidad que engloba sin distinción de raza o de
civilización, todas las formas de la especie humana, es de aparición muy tardía
y de expansión limitada. Incluso allí donde parece haber alcanzado su más alto
desarrollo, no hay en absoluto certeza —la historia reciente lo prueba— de que
esté establecida al amparo de equívocos o regresiones. Es más, debido a amplias
fracciones de la especie humana y durante decenas de milenios, esta noción
parece estar totalmente ausente. La humanidad cesa en las fronteras de la
tribu, del grupo lingüístico, a veces hasta del pueblo, y hasta tal punto, que
se designan con nombres que significan los “hombres” a un gran número de
poblaciones dichas primitivas (o a veces —nosotros diríamos con más discreción —
los “buenos”, los “excelentes”, los “completos”), implicando así que las otras
tribus, grupos o pueblos no participan de las virtudes —o hasta de la
naturaleza— humanas, sino que están a lo sumo compuestas de “maldad”, de “mezquindad”,
que son “monos de tierra” o “huevos de piojo”. A menudo se llega a privar al
extranjero de ese último grado de realidad, convirtiéndolo en un “fantasma” o
en una “aparición”. Así se producen situaciones curiosas en las que dos
interlocutores se dan cruelmente la réplica. En las Grandes Antillas, algunos
años después del descubrimiento de América, mientras que los españoles enviaban
comisiones de investigación para averiguar si los indígenas poseían alma o no,
estos últimos se empleaban en sumergir a los prisioneros blancos con el fin de
comprobar por medio de una prolongada vigilancia, si sus cadáveres estaban sujetos
a la putrefacción o no.
Esta anécdota, a la
vez peregrina y trágica, ilustra bien la paradoja del relativismo cultural (que
nos volveremos a encontrar bajo otras formas): en la misma medida en que
pretendemos establecer una discriminación entre culturas y costumbres, nos
identificamos más con aquellas que intentamos negar. Al rechazar de la
humanidad a aquellos que aparecen como los más “salvajes” o “bárbaros” de sus
representantes, no hacemos más que imitar una de sus costumbres típicas. El
bárbaro, en primer lugar, es el hombre que cree en la barbarie.
Sin lugar a dudas,
los grandes sistemas filosóficos y religiosos de la humanidad —ya se trate del Budismo,
del Cristianismo o del Islam; de las doctrinas estoica, kantiana o marxista— se
han rebelado constantemente contra esta aberración. Pero la simple proclamación
de igualdad natural entre todos los hombres y la fraternidad que debe unirlos
sin distinción de razas o culturas, tiene algo de decepcionante para el
espíritu, porque olvida una diversidad evidente, que se impone a la observación
y de la que no basta con decir que no afecta al fondo del problema para que nos
autorice teórica y prácticamente a hacer como si no existiera. Así, el
preámbulo a la segunda declaración de la Unesco sobre el problema de las razas
comenta juiciosamente que lo que convence al hombre de la calle de que las
razas existan, es la “evidencia inmediata de sus sentidos cuando percibe juntos
a un africano, un europeo, un asiático y un indio americano”.
Las grandes
declaraciones de los derechos del hombre tienen también esta fuerza y esta
debilidad de enunciar el ideal, demasiado olvidado a menudo, del hecho de que
el hombre no realiza su naturaleza en una humanidad abstracta, sino dentro de
culturas tradicionales donde los cambios más revolucionarios dejan subsistir
aspectos enteros, explicándose en función de una situación estrictamente definida
en el tiempo y en el espacio. Situados entre la doble tentación de condenar las
experiencias con que tropieza afectivamente y la de negar las diferencias que
no comprende intelectualmente, el hombre moderno se ha entregado a cientos de
especulaciones filosóficas y sociológicas para establecer compromisos vanos
entre estos dos polos contradictorios, y percatarse de la diversidad de culturas,
cuando busca suprimir lo que ésta conserva de chocante y escandaloso para él.
No obstante, por
muy diferentes y a veces extrañas que puedan ser, todas estas especulaciones se
reúnen de hecho, en una sola fórmula que el término falso evolucionismo es
sin duda el más apto para caracterizar. ¿En qué consiste? Exactamente, se trata
de una tentativa de suprimir la diversidad de culturas resistiéndose a
reconocerla plenamente. Porque si consideramos los diferentes estados donde se
encuentran las sociedades humanas, las antiguas y las lejanas, como estadios
o etapas de un desarrollo único, que partiendo de un mismo punto,
debe hacerlas converger hacia el mismo objetivo, vemos con claridad que la
diversidad no es más que aparente. La humanidad se vuelve una e idéntica a ella
misma; únicamente que esta unidad y esta identidad no pueden realizarse más que
progresivamente, y la variedad de culturas ilustra los momentos de un proceso
que disimula una realidad más profunda o que retarda la manifestación.
Esta definición
puede parecer sumaria cuando recordamos las inmensas conquistas del darwinismo.
Pero esta no es la cuestión porque el evolucionismo biológico y el
pseudo-evolucionismo que aquí hemos visto, son dos doctrinas muy diferentes. La
primera nace como una vasta hipótesis de trabajo, fundada en observaciones,
cuya parte dejada a la interpretación es muy pequeña. De este modo, los
diferentes tipos constitutivos de la genealogía del caballo pueden ordenarse en
una serie evolutiva por dos razones: la primera es que hace falta un caballo
para engendrar a un caballo y la segunda es que las capas del terreno
superpuestas, por lo tanto históricamente cada vez más antiguas, contienen
esqueletos que varían de manera gradual desde la forma más reciente hasta la
más arcaica. Parece ser entonces altamente probable que Hipparion sea el
ancestro real de Equus Caballus. El mismo razonamiento se aplica sin
duda a la especie humana y a sus razas. Pero cuando pasamos de los hechos
biológicos a los hechos de la cultura, las cosas se complican singularmente.
Podemos reunir en el suelo objetos materiales y constatar que, según la
profundidad de las capas geológicas, la forma o la técnica de fabricación de
cierto tipo de objetos varía progresivamente. Y sin embargo, un hacha no da
lugar físicamente a un hacha, como ocurre con los animales. Decir en este
último caso, que un hacha evoluciona a partir de otra, constituye entonces una
fórmula metafórica y aproximativa, desprovista del rigor científico que se
concede a la expresión similar aplicada a los fenómenos biológicos. Lo que es
cierto de los objetos materiales cuya presencia física está testificada en el
suelo por épocas determinables, lo es todavía más para las instituciones, las
creencias y los gustos, cuyo pasado nos es generalmente desconocido. La noción
de evolución biológica corresponde a una hipótesis dotada de uno de los más
altos coeficientes de probabilidad que pueden encontrarse en el ámbito de las
ciencias naturales, mientras que la noción de evolución social o cultural no
aporta, más que a lo sumo, un procedimiento seductor aunque peligrosamente
cómodo de presentación de los hechos.
Además, la
diferencia, olvidada con demasiada frecuencia, entre el verdadero y el falso
evolucionismo se explica por sus fechas de aparición respectivas. No hay duda
de que el evolucionismo sociológico debía recibir un impulso vigoroso por parte
del evolucionismo biológico, pero éste le precede en los hechos. Sin remontarse
a las antiguas concepciones retomadas por Pascal, que asemeja la humanidad a un
ser vivo pasando por los estados sucesivos de la infancia, la adolescencia y la
madurez, en el siglo XVIII se ven florecer los esquemas fundamentales que serán
seguidamente, el objeto de tantas manipulaciones: los “espirales” de Vico, sus “tres
edades” anunciando los “tres estados” de Comte y la “escalera” de Condorcet.
Los dos fundadores del evolucionismo social, Spencer y Tylor, elaboran y
publican su doctrina antes de El Origen de las Especies, o sin haber
leído esta obra. Anterior al evolucionismo biológico, teoría científica, el
evolucionismo social no es, sino muy frecuentemente, más que el maquillaje
falseadamente científico de un viejo problema filosófico, del que no es en
absoluto cierto que la observación y la inducción puedan proporcionar la clave
un día.»
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