Segunda parte
«Al principio del año escolar, el abuelito
cayó enfermo. Todas sus empresas habían fracasado. Su hijo había imaginado,
años atrás, un modelo de latas de conservas que se abrían con una moneda; quiso
explotar ese invento, pero le robaron la patente; intentó ponerle un pleito a
su competidor y lo perdió. En sus conversaciones volvían a menudo palabras
inquietantes: acreedores, pagarés, hipotecas. A veces cuando yo almorzaba en su
casa llamaban a la puerta: él ponía un dedo sobre sus labios y reteníamos la
respiración. En su rostro violáceo su mirada se había petrificado. Una tarde en
casa, cuando se levantó para irse, se puso a farfullar: “¿Dónde está mi
raparguas?” Cuando volví a verle estaba sentado en un sillón, inmóvil, los ojos
cerrados; se desplazaba con dificultad y dormitaba todo el día. De vez en
cuando alzaba los párpados: “Tengo una idea –le decía a la abuelita-. Tengo una
buena idea: vamos a ser ricos”. La parálisis se apoderó de él por completo y no
se levantó más de su gran cama de columnas retorcidas; su cuerpo se cubrió de
llagas que despedían un olor atroz. La abuelita le cuidaba y tejía durante todo
el día ropa de niño. El abuelito siempre había sido propenso a las catástrofes;
la abuelita aceptaba su suerte con tanta resignación y los dos eran tan viejos
que su desdicha me impresionó apenas.
Yo estudiaba con más fervor que nunca. La
inminencia de los exámenes, la esperanza de ser pronto una estudiante
universitaria, me aguijoneaban. Fue un año fasto. Mi cara mejoraba, mi cuerpo
ya no me estorbaba; mis secretos eran menos pesados. Mi amistad por Zaza dejó
de ser un tormento. Yo tenía nuevamente confianza en mí misma; y además Zaza
cambió: no me pregunté por qué pero de irónica se volvió soñadora. Empezó a
gustarle Musset, Lacordaire, Chopin. Seguía criticando el fariseísmo de su
medio, pero sin condenar a toda la humanidad. Me ahorró sus sarcasmos.
En el colegio Désir formábamos un grupo
aparte. En el instituto sólo preparaban para latín y lenguas. El señor Mabille
quería que su hija tuviera una formación científica; a mí me gustaba lo que se
resistía: las matemáticas me gustaban. Hicieron venir a una repetidora que nos
enseñó álgebra, trigonometría, física. Joven, vivaz, competente, la señora
Chassin no perdía tiempo en discursos morales: trabajábamos sin tonterías. Nos
quería mucho. Cuando Zaza se perdía demasiado rato en sus sueños le preguntaba
gentilmente: “¿Dónde está Elizabeth?” Zaza se sobresaltaba, sonreía. Teníamos
como condiscípulas a dos mellizas siempre enlutadas y casi mudas. La intimidad
de esas clases me encantaba. En latín habíamos logrado saltar un año y pasar
directamente al curso superior: la competencia con las alumnas de sexto año me
hacía jadear. Cuando me encontré, el año de bachillerato, con mis condiscípulas
corrientes, y me faltó el excitante de la novedad, el saber del padre Trécourt
me pareció más bien corto; no evitaba siempre los contrasentidos; pero ese
hombre gordo de cutis lleno de espinillas era más abierto, más jovial que las
señoritas y sentíamos por él una simpatía que visiblemente él nos retribuía.
Como a nuestros padres les divertía que también nos presentáramos a latín y
lenguas, empezamos en enero a aprender italiano y supimos descifrar muy pronto Cuore y Le mie prigioni. Zaza estudiaba alemán; no obstante, como mi
profesora de inglés no pertenecía a la cofradía y me demostraba amistad, seguía
sus cursos con placer. En cambio, soportábamos con impaciencia los patrióticos
sermones de la señorita Gontran, nuestra profesora de historia; y la señorita
Lejeune nos irritaba por la estrechez de sus parcialidades literarias. Para
ampliar nuestros horizontes leíamos mucho y discutíamos entre nosotras. A
menudo en clase defendíamos tercamente nuestros puntos de vista; no sé si la
señorita Lejeune fue bastante perspicaz para adivinarme pero parecía desconfiar
más de mí que de Zaza.
Nos juntamos con algunas compañeras; nos
reuníamos para jugar a las cartas y para conversar; en verano nos encontrábamos
el sábado por la mañana en una pista de tenis en la rue Boulard. Ninguna de
ellas contó mucho ni para Zaza ni para mí. A decir verdad, las alumnas mayores
del colegio Désir carecían de seducción. Once años de asiduidad me habían
valido una medalla plateada, mi padre aceptó sin entusiasmo asistir a la
distribución de premios; a la noche se quejó de no haber visto más que chicas
feas. Sin embargo, algunas de mis condiscípulas tenían rasgos agradables; pero
para vestirnos nos endomingaban; la austeridad de los peinados, los colores
violentos o almibarados de los rasos y de los tafetanes apagaban todos los
rostros. Lo que debió impresionar sobre todo a mi padre fue el aire triste y
oprimido de esas adolescentes. Yo estaba tan acostumbrada que cuando vi
aparecer a una nueva recluta que reía con una risa verdaderamente alegre, me
quedé azorada; era campeona internacional de golf, había viajado mucho; su pelo
corto, su blusa bien cortada, su ancha falda tableada, su aspecto deportivo, su
voz osada denotaban que había crecido muy lejos de Saint-Thomas-d’Aquin;
hablaba inglés perfectamente y sabía
bastante latín como para presentarse a los quince años y medio al primer examen
de bachillerato; Corneille y Racine la hacían bostezar. “La literatura me
aburre”, me dijo. Me escandalicé: “¡No diga eso!” “¿Por qué no si es verdad?”
Su presencia refrescaba la fúnebre “sala de estudios” del colegio. Había cosas
que le aburrían, otras que le gustaban, en su vida había placeres y se
adivinaba que esperaba algo del porvenir. La tristeza que se desprendía de mis
otras compañeras venía menos de su apariencia opaca que de su resignación.
Terminados sus dos bachilleratos, seguirían algún curso de historia y de
literatura, asistirían a la escuela del Louvre o de la Cruz Roja, harían
pintura sobre porcelana, repujado, encuadernación y se ocuparían de obras de
beneficencia. De vez en cuando las llevarían a oír Carmen o a dar vueltas alrededor de la tumba de Napoleón para
entrever a algún muchacho; con un poco de suerte se casarían con él. Así vivía
la mayor de las Mabille: cocinaba y bailaba, era la secretaria de su padre y la
costurera de sus hermanas. Su madre la arrastraba de entrevista a entrevista.
Zaza me contó que una de sus tías profesaba la teoría del “flechazo
sacramental”: en el minuto en que los novios pronuncian ante el sacerdote el
“sí” que los une, la gracia baja sobre ellos y se aman. Esas costumbres
indignaban a Zaza; un día declaró que no veía diferencia entre una mujer que se
casaba por interés y una prostituta; le habían enseñado que una cristiana debía
respetar su cuerpo: no lo respetaba si se entregaba sin amor por razones de
conveniencia o de dinero. Su vehemencia me sorprendió; parecía que sintiera en
su propia carne la ignominia de ese tráfico. A mí, no se me planteaba ese problema.
Me ganaría la vida, sería libre. Pero en el medio de Zaza había que casarse o
entrar en el convento. “El celibato –decía- no es una vocación”. Ella empezaba
a temerle al porvenir: ¿era ésa la causa de sus insomnios? Dormía mal; a menudo
se levantaba de noche y se hacía fricciones con agua de colonia de pies a
cabeza; por la mañana para animarse bebía mezclas de café y de vino blanco. Cuando
me contaba esos excesos me daba cuenta de que muchas cosas de ella se me
escapaban. Pero alentaba su resistencia y ella me lo agradecía; yo era su única
aliada. Compartíamos muchas repulsiones y un gran deseo de felicidad.
Pese a nuestras diferencias solíamos
reaccionar en forma idéntica. Mi padre había recibido de su amigo el actor dos
entradas gratuitas para una matinée
en el Odeón; nos las regaló; ponían una obra de Paul Fort, Carlos VI. Cuando estuve sentada en un palco, a solas con Zaza, sin
carabina, exulté. Se oyeron los tres golpes y asistimos a un drama; Carlos
perdía la razón; al final del primer acto erraba por el escenario,
desorientado, monologando con incoherencia; me hundía en una angustia tan
solitaria como su locura. Miré a Zaza: estaba pálida. “Si esto se repite, nos
vamos”, le propuse, Aceptó. Cuando se alzó el telón, Carlos, en camisón, se debatía
entre las manos de unos enmascarados vestidos de cogullas. Salimos. La
acomodadora nos detuvo: “¿Por qué se van?” “Es demasiado atroz”, dije. Se echó
a reír. “Pero, chicas, no es cierto; es teatro”. Lo sabíamos, pero no por eso
habíamos dejado de entrever algo horrible.
Mi entendimiento con Zaza, su estima, me
ayudaron a liberarme de los adultos y a verme con mis propios ojos. Un
incidente, sin embargo, me recordó hasta qué punto yo dependía todavía de su
juicio. Explotó, inesperado, cuando yo empezaba a instalarme en la
despreocupación.
Como todas las semanas, traduje con cuidado
palabra por palabra la versión latina y la transcribí en dos columnas. Luego
había que ponerla en “buen francés”. Resultó que el texto estaba traducido
en mi manual de literatura latina con
una elegancia que me pareció inigualable: en comparación, todos los giros que
acudían a mi espíritu me parecían de una afligente torpeza. Yo no había
cometido ninguna falta de sentido, estaba segura de obtener una nota excelente,
no calculé; pero el objeto, la frase, tenía sus exigencias, debía ser perfecta;
me repugnaba sustituir al modelo ideal, proporcionado por el manual, mis torpes
inventos. Poco a poco terminé por copiar la página impresa.»
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