VIII.
«Otra madrugada de
un día de julio se levantó y volvió cautelosamente a su despacho mientras
dormía Milagritos. Estaba el balcón abierto y no encendió la luz porque entraba
la luna, reforzada, además, en intervalos regulares por el faro de San Julián.
Abrió todos los cajoncitos del bargueño, sin hallar nada. Pequeños recuerdos
relacionados con la historia de sus amores matrimoniales. Un mechón de pelo
rubio. Dos puntas de cigarro sucias, guardadas en papel de seda. Iba a comprobarlas,
febrilmente, al balcón. Como vio algo escrito en los papeles que las envolvían
encendió la luz. Eran fechas. Una en cada papelito. Volvió al bargueño, dejó
las reliquias donde las encontró y siguió registrando. Mister Witt se desdeñaba
un poco a sí mismo en aquellos momentos, se sentía el “mister Güí” del
encuadernador y de los subalternos de la Maestranza. Seguía investigando con
celeridad, desdeñando las pruebas de amor. “Ya sé que me ama. Son quince años sabiéndolo”
—se decía—. Y buscaba ansiosamente pruebas de lo otro, de la traición. Porque
no podía dudar mister Güí en aquel instante —arrodillado bajo el dibujo en
busto de su abuelo—, no podía dudar siquiera de que Milagritos no hubiera
necesitado completar su vida de algún modo con otro ser. Con otro hombre
primario como ella, pero absorbente; inmenso y simple como Carvajal, como
Antonete, como la noche y el mar. Mister Güí se detuvo un momento. Le
disgustaba su propia prisa, sus precauciones. Pensó, sin que el pensamiento
llegara a cuajar, que en todo aquello, en su propia ansiedad, había algo
aventurero —una aventura del alma en las que para Emerson estaba todo—, pero
recordando las del desalmado abuelo Aldous no se atrevió a compararse con él.
El mueble era
historiado. Estaba hecho de laberintos y sorpresas. Las buscaba afanosamente,
sin encontrarlas, y cuando menos lo esperaba, merced a un contacto casual de
sus manos con algún resorte, se abrió una tapa de laca y cayó un manojo de
cartas. Las primeras eran suyas. Las demás de Froilán. Las separó y se fue a la
mesa apretándolas codiciosamente en sus manos. Eran cartas antiguas de quince y
veinte años atrás. También las había recientes. La última estaba fechada en 1869.
—El año de su
muerte —se dijo mister Güí.
Y leyó afanosamente,
subrayando frases e intenciones:
“Querida
Milagritos: Soy doctor en Filosofía y Letras y notario. El mismo día que he
logrado la plaza he tenido que huir. No me van a dejar ejercer, ni quiero. Tu
primo haría muy mal notario. Te escribo con el alma llena de recuerdos de
Lorca, de la cocina con sus maderas obscuras teñidas por el humo y las consejas
de los viejos, de nuestros abuelos; te escribo con el deseo de pasar una
temporada contigo en tu casa, lejos del mundo. Y no es que tenga motivos para
sentir el cansancio y el aturdimiento de una vida social a la que esté
entregado; no pienses eso, porque te equivocas. No hago vida social ninguna. Ya
te digo que el mismo día que me examiné tuve que huir y esconderme. Llevo dos
meses en casa de unos correligionarios, que me atienden bien. No puedo salir como
no sea para irme de Madrid con alguna seguridad, a algún sitio desde donde
pueda embarcarme. Todo va mal. Narváez reconoce que soy un buen poeta, «al que
hay que ahorcar». Y no creas que esa bestia apocalíptica se contenta con las
frases. ¿Sabes cuál es mi delito? Haber aparecido mi nombre en los papeles que
llevaban en los bolsillos cinco revolucionarios, a uno de los cuales (un chico
de veintitrés años) han fusilado anteayer. Y menos mal que lo han matado de pie
y no con el cepo en el cuello, que es el sistema que prefiere N., lo que revela
que es un hombre de sensibilidad, aunque la sensibilidad le sirva para
distinguir lo más vil y preferirlo.
Conviene que a
partir del día 27 vaya a Murcia con un caballo el viejo R. todos los días y que
espere a la hora que sabe en el sitio de otras veces. Tengo ganas de pasar unos
días solo (tú no eres nadie, en este caso, Milagros) para pensar y
concentrarme. Estoy consumido por las dudas y la desorientación. Últimamente ha
habido traiciones y en cada una de ellas se le llevan a uno un poco de fuerza.
Pero ahí la recobraré toda. Quiero estar solo. ¡Solo! Necesito estar
completamente solo para señalar el rumbo definitivo de mi vida. Sé que podré
conseguirlo en Lorca, durmiendo en las sábanas que huelen a membrillo y
comiendo en los manteles que huelen al cuidado de tus manos —a manzanas
reinetas—; pero, sobre todo, paseando y leyendo en el cuarto de arriba, el de
la ventana que da a la huerta.
Espérame sobre el día
8 del próximo lo más tarde.¡ Qué versos me cantan ahora en el corazón! Versos
de soledad y alejamiento. Lejos, lejos, lejos...
Tu Froilán.”
Mister Witt —mister
Güí más bien— calculó mentalmente: “Ella tenía entonces quince años y él
veintiocho” y luego dijo casi en voz alta: “No es la carta de un amante.” Para
añadir poco después, comenzando ya otra: “Es la carta de un loco semiconsciente
que pide soledad y ausencia.” Lo veía desmelenado, frenético sin motivo, con
sus grandes ojos pasmados, que sólo se debían iluminar para la blasfemia o para
la frase de amor. La carta siguiente estaba fechada en Valencia:
“Milagritos: ¿Qué
dices? ¿Tú sabes que nada tiene valor en el mundo si no está sazonado por la
verdad y la justicia? En Lorca debéis atender a todos los nuestros, darles pan,
dinero, lo que tengáis. La tía que se calle o que refunfuñe. A veces la odio y
si sigue así me pondrá en el caso de no responder de mí. No os quemarán la
casa. Los absolutistas no irán, y si van ya me enteraré yo. Hasta donde llegan
las razones, se razona. Allí donde no llegan palabras llega el plomo, y al
coronel ese a quien tanto miedo tiene tu tía (¡qué egoísmo!, veo que sería
capaz de llevarte a ti a su alcoba a cuenta de que la dejara en paz con su maíz
y sus onzas), a ése le cantaremos la palinodia antes de poco.
Yo, bien. No me
falta lo preciso. Ya sabes lo que te dije el año pasado, cuando estuve ahí. He
encontrado el camino y nadie me separará de él. Es duro y áspero, pero lleno de
satisfacciones interiores. Sin embargo, me río cuando recuerdo que tú querías
venir, aunque fuera vestida de hombre. A mi no me parece mal. Hay por aquí
personas “vestidas de hombre” que merecen las faldas mejor que tú. Pero tu
puesto está ahí. Consérvate bonita para ser el premio de un héroe de los nuestros.
Tuyo Froilán.”
Y después una
posdata:
“A ver si es posible que esté yo tranquilo pensando que
los compañeros que pasan por ahí encuentran lo necesario. Díselo a la tía de mi
parte, y al coronel que lo mande a la m...”
La carta llevaba
fecha de año y medio después. Mister Güí se dijo:
“Milagritos trataba
de inquietarle con el peligro del coronel, que sin duda le hacía la corte o le
había demostrado su afición de alguna manera. Pero Carvajal no se daba cuenta”.
La carta siguiente, con fecha de dos años después, decía
algo revelador:
“Me parece muy mal
lo que me dices. Eso de consagrarse por vida a una causa está bien en nosotros.
Vosotras debéis consagraros a un hombre ennoblecido por la causa que sirve.
¿Comprendes la diferencia? Pero eso pocos hombres lo alcanzan y menos aún lo
merecen. Mira a tu alrededor, Milagritos, y ve calculando y tanteando sin
dejarte cegar. Las pasiones nos arrebatan, nos arrancan de nuestro ser y nos
llevan a la muerte. La cuestión está en ir más a gusto que nadie. Acuérdate de aquella
tarde junto al balcón, cuando lloraste tanto. Tú has encontrado ya tu camino
—me decías—. ¿Por qué no me lo encuentras a mí? Ese camino se lo
encuentra cada cual, Milagritos. Llévame —me pedías—. ¿Adónde? ¿Sé yo
mismo adonde voy? Sólo sé que veo a mi alrededor el hambre, la enfermedad, el
dolor, la injusticia, el crimen. Y que huyo de todo eso por el único camino que
hay para el hombre que pisa la tierra con dignidad. El camino de la lucha a
muerte contra los que hacen posible que todas esas miserias se perpetúen. Hay
otra manera de huir de todo eso, cerrando los ojos y rodeándose de muros con
tapices, de holandas y finos vidrios. Esa no es la mía ni es la que tú querrías
para mí, ¿verdad? No hay paz en la tierra ni la habrá ya nunca. El que se
encierra entre tapices y cree que a nadie combate y de nadie debe temer está equivocado. Debe
temerlos a todos. No seré yo de esos perros de cabaña que guardan el aprisco y comen
el mendrugo en paz. Son los traidores de los lobos y los esclavos de los amos.
Ni traidor ni esclavo, Milagritos. Prefiero el papel del lobo. Como el lobo
vivo y, si es preciso, como el lobo —dando la cara— moriré. En los días que
estuve en tu casa lo pensé todo. La tarde aquella, junto al balcón —ya ves cómo la recuerdo, cómo destila dulces
acentos sobre mi alma— tuve que cerrar los ojos y apretar los dientes muchas
veces para no verte, para no oírte. Quizá desde entonces hayas vuelto a llorar
allí mismo y a la misma hora. Me duele, pero al mismo tiempo me conforta, me
abre resquicios azules en el cielo cerrado bajo el que vivo con los míos. Yo te
quiero bien, Milagritos. Creo que el mejor cariño es éste que nos permite abrir
de par en par nuestra conciencia, sin cuidados, sin recelos. A mí me gusta
poder decírtelo todo. Y por eso te digo que me gusta que llores alguna vez
acordándote de aquella tarde.”
Mister Güí no
siguió. Miró la fecha. Era tres años antes de casarse con él. “No hay duda —se
decía no muy sagazmente—. Milagritos tuvo alguna inclinación por Froilán antes
de casarse conmigo.” Siguió leyendo con avidez. Lo demás era una serie de
indicaciones geográficas y cronológicas, al final de las cuales apuntaba
Froilán la posibilidad de volver a recalar en Lorca. Mister Güí observó manchas
de tinta corrida por las lágrimas; bajo aquellas manchas el papel aparecía
abombado. Mister Güí estaba más tranquilo. Hubiera dado, sin embargo, toda la
estimación social que tenía en Cartagena por una sola de las cartas de
Milagritos. Pero las cartas de ella debieron perderse para siempre, como
Froilán. Mister Güí siguió leyendo, más sereno y reposado (él a lo que tenía
miedo era a encontrarse las cartas cínicas del placer, las cartas del vicio y
de la burla).
“Diles que mienten
—decía otra carta contestando a correo seguido a Milagritos—. Mienten si te
dicen eso. He tenido en mis manos a enemigos míos. A enemigos que no sé lo que
harán conmigo mañana si me atrapan a mí. Para poder salirse del camino real y
volver un día a ese mismo camino con la cabeza levantada hay que saber distinguir
a los causantes del mal —los verdaderos culpables— de los que no hacen sino seguirles
por miedo o por inconsciencia. Yo he tenido en mis manos a muchos de estos
últimos. Y no he fusilado a uno sólo. Nada me importa lo que piensen los demás;
pero no quiero que tú tengas un motivo de duda sobre la limpieza de mi corazón.
Si cayeran en mis manos los que tú sabes, ni uno sólo de ellos salvaría la
cabeza. Pero sus víctimas tienen bastante con serlo de ellos para que lo sean
mías también. Ni con Prim, ni después, en lo de Valencia, me manché las manos.
Somos implacables con el que nos ataca, dignos con el que nos vence y piadosos
con el vencido. No creas nunca a la taifa de los que cuidan el prostíbulo de Isabel.
Esta vez tendrán que bajar la cabeza.”
Mister Güí se
saltaba las frases donde hablaba de política o daba referencias de lugar y de
tiempo en relación con sus correrías. Buscaba sólo las palabras del alma,
aquellos párrafos donde bajaba el estilo hasta la media voz de la ternura.
Buscaba en ellos no el espíritu de Froilán, ya perdido en la nada, sino el de
Milagritos.
Pero cada vez las
cartas abundaban más en referencias políticas, en noticias. Quizá Milagritos
había hecho desaparecer las otras, las cartas comprometedoras.
“Estoy en las
ruinas de un castillo, a día y medio de Alcoy. Espero una noche propicia para
marchar allá donde hacen falta partidarios, porque van sobre la población
fuerzas del Gobierno. Haremos alto en una aldea (no te doy nombres ni hacen
falta) y a la noche siguiente entraremos en Alcoy. Saluda a Jorge y tú recibe
un abrazo de Froilán.”
Aquella alusión a
Mister Witt y el abrazo le sobresaltaron. Era como si el mismo Froilán,
sonriente y noble, entrara en el cuarto y le diera una palmada en la espalda.
Miró la fecha:
1868. Las otras cuatro cartas siguientes carecían de interés. Mister Güí buscó
en vano a través de la nerviosa escritura de Carvajal alguna expresión de
ternura, algo que revelara la situación moral de Froilán respecto de su prima. No
encontró nada. Milagritos estaba casada ya.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Castalia, 2001, en edición de José María Jover, pp. 128-132. ISBN: 978-84-70394-92-8.]
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