«Joaquín me ha
propuesto un par de planes para este fin de semana. Uno de ellos era viajar
juntos a Granada para hacer algo de turismo e ir a los toros, porque al parecer
hay allí una buena corrida. Otra posibilidad es irnos a Alicante y desde allí
acercarnos a ver el hotelito que quiere montar al lado del mar cuando
definitivamente pueda dejar a su hijo al cargo de sus restaurantes. Aunque creo
que me va a horrorizar, tengo curiosidad por ir a los toros con él, de tanta
pasión que pone al contarlo, y también me apetece ver su proyecto del hotel,
que me describe con tanta ilusión. Me cuenta que se trata de un edificio
abandonado que hay que renovar por completo, pero que está pegado al mar, en un
lugar exclusivo. Me iría con él a Granada, a Alicante o a cualquier sitio, pero
me parece demasiado arriesgado pasar juntos dos noches tan pronto. No es por
aquello que le pasó, pero considero que debemos conocernos un poco más antes de
levantarnos en la misma cama.
Al final, vamos a
ir a la ópera, a la que Joaquín también es muy aficionado. Yo no he ido en mi
vida y, a pesar de la ilusión que me hace, siento nervios porque no sé si sabré
comportarme, ni siquiera sé qué ponerme. Mi referencia más próxima a la ópera
es la escena de Pretty Woman en
la que Richard Gere lleva en avión a Julia Roberts a ver La Traviata y ella acaba llorando de la
emoción. Las diferencias son notables entre Julia Roberts y yo, entre Joaquín y
Richard Gere, el avión, el vestido largo de terciopelo rojo de ella, el esmoquin
de él, la joya que Julia lleva en su cuello…, pero hay algo en lo desconocido
del plan de esta noche que me hace mucha ilusión y me inquieta. No voy a
ponerme un vestido largo, entre otras cosas porque no tengo ninguno, pero
tampoco voy a ir en vaqueros. Joaquín no me ha sido de gran ayuda, porque al
pedirle consejo sobre cómo debería ir vestida me ha contestado con la siguiente
frase: “Tú ponte guapa”, algo que me ha confundido aún más.
Joaquín tiene dos
abonos en el teatro Real desde hace algunos años. Me cuenta que se aficionó a
la ópera por su exmujer. A ella le estará siempre agradecido por haberle
despertado el interés por los libros, la música, los viajes, la cultura en
general. Era una mujer muy sofisticada, de buena familia, que ayudó a Joaquín a
relacionarse socialmente y a abrirle la visión tan reducida del mundo que tenía
hasta entonces. Luego se separaron y ella se volvió a casar, pero cuando
Joaquín me habla de ella siempre lo hace con cariño y se intuye una buena
relación.
Esta noche quería
venir a recogerme a mi casa, pero yo he preferido que nos viéramos cerca del
teatro.
—¡Qué guapa estás!
—me dice, dándome dos besos.
—¿Te gusta?
—¡Es muy elegante!
No se lo digo, pero
todo lo que llevo es de estreno, hasta la ropa interior. Nada de lo que tenía
en el armario me convencía, así que me fui de compras. Dudé mucho si proponerle
a Araceli que me acompañara, más que nada porque me daba vergüenza, pero me
pareció una buena excusa para volver a vernos. A ella le encantó la idea de
pasar juntas una mañana como si fuéramos amigas, como si fuéramos hermanas…
Desayunamos primero
y luego me llevó a algunas tiendas por el barrio de Justicia para elegir mi
vestido para la ópera. Finalmente me decanté por uno verde muy oscuro, que
lleva algo de encaje y que creo que me favorece mucho. También me ayudó a
elegir los zapatos negros de tacón alto, muy incómodos pero muy bonitos.
Araceli y yo nos abrazamos al despedirnos y me agradeció que me hubiera
acordado de ella para mis compras. Creo que hasta se emocionó un poco cuando me
decía adiós, y sospecho que alguna lágrima se le cayó al darse la vuelta. A mí
también me pasó.
La ópera es de
Wagner y se titula El oro del Rin.
Joaquín me explica que seguramente no es la mejor para iniciarse, por su
densidad, aunque dura menos de tres horas. Sólo tres, una de las más cortas de
Wagner. Pienso que es una broma calificarla de corta, pero Joaquín me aclara
que algunas de este compositor duran hasta cinco… Él saluda a los vecinos de
asiento y al presentarme les cuenta a todos que es mi primera experiencia. Las señoras,
muy elegantes, la mayoría mayores que yo, y casi todos los hombres con traje
oscuro. Joaquín lo lleva negro y su corbata es verde oscuro, casualmente casi
del mismo tono que mi vestido. Cualquiera diría que nos hemos vestido juntos.
Todo el mundo se muestra amable con él y por supuesto conmigo. Al abrirse el
telón vuelvo a acordarme de Julia Roberts en Pretty Woman cuando Richard Gere le dice que la música tiene tanta
fuerza que no hace falta entender lo que cantan en el escenario. El saludo de
la orquesta antes de empezar a tocar con todo el teatro en pie aplaudiendo me
llega a emocionar, y eso que todavía no ha empezado…
La música es
extraña, yo diría que poco rítmica, pero es impresionante la potencia con la
que suena a través de la orquesta, tocando a tan poca distancia. Una mujer
canta sola en escena y pronto se le añaden otras dos más con las que
aparentemente discute; lo hacen en alemán, así que más bien es intuición. A
pesar de los subtítulos que van pasando en las pantallas, me parece tan
complicada que no me entero. Además, se me olvida leerlos mientras miro los
gestos de los cantantes. La verdad es que no sé lo que está pasando, no sé si
los hombres son monjes y ellas diosas o si son mujeres normales y ellos
soldados… Me agobia no entender nada. Toda la música me suena trágica y las
voces muy impresionantes, la verdad, pero también me parecen un poco
desquiciantes. El público a mi alrededor parece pintado, absolutamente inerte
ante lo que pasa en el escenario. Sin que se me note, miro el reloj y veo que
llevamos poco más de media hora. Joaquín me mira y me sonríe y yo le devuelvo
la sonrisa, disimulando que El oro del
Rin me está resultando efectivamente demasiado densa. Por un momento
pienso en las que duran cinco horas y me entra la risa. Un señor con túnica
canta junto a una mujer y otros dos hombres, que creo que representan espíritus
—yo qué sé—, deambulan por el escenario y de vez en cuando cantan algo parecido
a una contestación a los actores principales. Mi risa va en aumento y eso me
empieza a preocupar. Estoy a punto de no poder controlarla y es algo que me
pone un poco nerviosa, espero que no me dé un ataque en medio de este dramón. Esa
reflexión me hace más gracia y empiezo a taparme la cara y a esconderla para
que no se me note que no puedo parar. Me lloran los ojos, me entra calor, es
imposible contener la risa porque todo me hace cada vez más gracia. Yo vestida
de estreno, las mujeres y los hombres del escenario con sus voces privilegiadas
cantando o hablando en alemán, algo que aumenta mi desasosiego, el público tan
concentrado en la obra y mi risa que cada vez me da más risa. Joaquín se da
cuenta del ataque que me ha entrado y al mirarme se pone serio, parece que se
enfada conmigo. Es sólo un momento porque al volver a mirarle, él también se
ríe.
—Y yo contigo —me
responde.
Menos mal que
estamos al lado del pasillo y nos marchamos de allí sin molestar demasiado
mientras en el escenario continúan cantando en alemán profundo una tragedia que
sigo sin comprender.
—Debería haber
visto La Traviata —le digo a
Joaquín, un poco avergonzada, nada más salir del teatro.
—¡La verdad es que
ésta es un coñazo! —me reconoce entre risas.
Nos abrazamos y nos
besamos en la misma puerta del teatro y por un momento me veo protagonista de
una comedia romántica. Hacía mucho que no me reía tanto, y Joaquín me gusta
cada vez más.
[…]
Creo que en mi
familia no se hacen las cosas bien. Ni antes, cuando vivía con mi madre y mi
abuela, ni ahora que lo hago yo sola. Algo falla o no está lo suficientemente
bien. Es una sensación difícil de explicar, pero siempre me parece que en mi
casa todo sale peor que en otras casas. Pienso que mi baño está más sucio que
el de los demás, que mi sofá es más incómodo que la mayoría de sofás, que mi
tele se ve peor, que debajo del resto de camas no hay pelusas, que nunca se
pudre nada en otras neveras, que las sartenes están impecables, que las otras
personas no sudan las almohadas, que su wifi funciona siempre y lo hace más
rápido… Pienso en esos detalles sin demasiada importancia, pero creo que
también hay algo en mi vida que debo esconder. Una parte fea de la que todo el mundo
podría reírse y yo me moriría de vergüenza, como cuando las niñas se daban
codazos al ver a mi madre con el parche en el ojo.
—¡Le pasa a todo el
mundo! —me asegura Araceli, riendo.
—¿Tu wifi tampoco
va bien?
—Y mis sartenes
también se pegan en cuanto pasan unas cuantas semanas.
Araceli y yo nos
reímos en una mesa al lado de la ventana. Es la primera vez que viene a El
Cancerbero. Quería que supiera dónde trabajo y cómo es el lugar en el que he
pasado la mayor parte de mi vida.»
[El texto pertenece a la edición en español de Espasa Libros, 2019, pp. 128-131 y 164. ISBN: 978-84-670-5553-5.]
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