miércoles, 13 de abril de 2022

Candela.- Juan del Val (1970)

JUAN DEL VAL | Casa del Libro  «Joaquín me ha propuesto un par de planes para este fin de semana. Uno de ellos era viajar juntos a Granada para hacer algo de turismo e ir a los toros, porque al parecer hay allí una buena corrida. Otra posibilidad es irnos a Alicante y desde allí acercarnos a ver el hotelito que quiere montar al lado del mar cuando definitivamente pueda dejar a su hijo al cargo de sus restaurantes. Aunque creo que me va a horrorizar, tengo curiosidad por ir a los toros con él, de tanta pasión que pone al contarlo, y también me apetece ver su proyecto del hotel, que me describe con tanta ilusión. Me cuenta que se trata de un edificio abandonado que hay que renovar por completo, pero que está pegado al mar, en un lugar exclusivo. Me iría con él a Granada, a Alicante o a cualquier sitio, pero me parece demasiado arriesgado pasar juntos dos noches tan pronto. No es por aquello que le pasó, pero considero que debemos conocernos un poco más antes de levantarnos en la misma cama.
 Al final, vamos a ir a la ópera, a la que Joaquín también es muy aficionado. Yo no he ido en mi vida y, a pesar de la ilusión que me hace, siento nervios porque no sé si sabré comportarme, ni siquiera sé qué ponerme. Mi referencia más próxima a la ópera es la escena de Pretty Woman en la que Richard Gere lleva en avión a Julia Roberts a ver La Traviata y ella acaba llorando de la emoción. Las diferencias son notables entre Julia Roberts y yo, entre Joaquín y Richard Gere, el avión, el vestido largo de terciopelo rojo de ella, el esmoquin de él, la joya que Julia lleva en su cuello…, pero hay algo en lo desconocido del plan de esta noche que me hace mucha ilusión y me inquieta. No voy a ponerme un vestido largo, entre otras cosas porque no tengo ninguno, pero tampoco voy a ir en vaqueros. Joaquín no me ha sido de gran ayuda, porque al pedirle consejo sobre cómo debería ir vestida me ha contestado con la siguiente frase: “Tú ponte guapa”, algo que me ha confundido aún más.
 Joaquín tiene dos abonos en el teatro Real desde hace algunos años. Me cuenta que se aficionó a la ópera por su exmujer. A ella le estará siempre agradecido por haberle despertado el interés por los libros, la música, los viajes, la cultura en general. Era una mujer muy sofisticada, de buena familia, que ayudó a Joaquín a relacionarse socialmente y a abrirle la visión tan reducida del mundo que tenía hasta entonces. Luego se separaron y ella se volvió a casar, pero cuando Joaquín me habla de ella siempre lo hace con cariño y se intuye una buena relación.
 Esta noche quería venir a recogerme a mi casa, pero yo he preferido que nos viéramos cerca del teatro.
 —¡Qué guapa estás! —me dice, dándome dos besos.
 —¿Te gusta?
 —¡Es muy elegante!
 No se lo digo, pero todo lo que llevo es de estreno, hasta la ropa interior. Nada de lo que tenía en el armario me convencía, así que me fui de compras. Dudé mucho si proponerle a Araceli que me acompañara, más que nada porque me daba vergüenza, pero me pareció una buena excusa para volver a vernos. A ella le encantó la idea de pasar juntas una mañana como si fuéramos amigas, como si fuéramos hermanas…
 Desayunamos primero y luego me llevó a algunas tiendas por el barrio de Justicia para elegir mi vestido para la ópera. Finalmente me decanté por uno verde muy oscuro, que lleva algo de encaje y que creo que me favorece mucho. También me ayudó a elegir los zapatos negros de tacón alto, muy incómodos pero muy bonitos. Araceli y yo nos abrazamos al despedirnos y me agradeció que me hubiera acordado de ella para mis compras. Creo que hasta se emocionó un poco cuando me decía adiós, y sospecho que alguna lágrima se le cayó al darse la vuelta. A mí también me pasó.
 La ópera es de Wagner y se titula El oro del Rin. Joaquín me explica que seguramente no es la mejor para iniciarse, por su densidad, aunque dura menos de tres horas. Sólo tres, una de las más cortas de Wagner. Pienso que es una broma calificarla de corta, pero Joaquín me aclara que algunas de este compositor duran hasta cinco… Él saluda a los vecinos de asiento y al presentarme les cuenta a todos que es mi primera experiencia. Las señoras, muy elegantes, la mayoría mayores que yo, y casi todos los hombres con traje oscuro. Joaquín lo lleva negro y su corbata es verde oscuro, casualmente casi del mismo tono que mi vestido. Cualquiera diría que nos hemos vestido juntos. Todo el mundo se muestra amable con él y por supuesto conmigo. Al abrirse el telón vuelvo a acordarme de Julia Roberts en Pretty Woman cuando Richard Gere le dice que la música tiene tanta fuerza que no hace falta entender lo que cantan en el escenario. El saludo de la orquesta antes de empezar a tocar con todo el teatro en pie aplaudiendo me llega a emocionar, y eso que todavía no ha empezado…
 La música es extraña, yo diría que poco rítmica, pero es impresionante la potencia con la que suena a través de la orquesta, tocando a tan poca distancia. Una mujer canta sola en escena y pronto se le añaden otras dos más con las que aparentemente discute; lo hacen en alemán, así que más bien es intuición. A pesar de los subtítulos que van pasando en las pantallas, me parece tan complicada que no me entero. Además, se me olvida leerlos mientras miro los gestos de los cantantes. La verdad es que no sé lo que está pasando, no sé si los hombres son monjes y ellas diosas o si son mujeres normales y ellos soldados… Me agobia no entender nada. Toda la música me suena trágica y las voces muy impresionantes, la verdad, pero también me parecen un poco desquiciantes. El público a mi alrededor parece pintado, absolutamente inerte ante lo que pasa en el escenario. Sin que se me note, miro el reloj y veo que llevamos poco más de media hora. Joaquín me mira y me sonríe y yo le devuelvo la sonrisa, disimulando que El oro del Rin me está resultando efectivamente demasiado densa. Por un momento pienso en las que duran cinco horas y me entra la risa. Un señor con túnica canta junto a una mujer y otros dos hombres, que creo que representan espíritus —yo qué sé—, deambulan por el escenario y de vez en cuando cantan algo parecido a una contestación a los actores principales. Mi risa va en aumento y eso me empieza a preocupar. Estoy a punto de no poder controlarla y es algo que me pone un poco nerviosa, espero que no me dé un ataque en medio de este dramón. Esa reflexión me hace más gracia y empiezo a taparme la cara y a esconderla para que no se me note que no puedo parar. Me lloran los ojos, me entra calor, es imposible contener la risa porque todo me hace cada vez más gracia. Yo vestida de estreno, las mujeres y los hombres del escenario con sus voces privilegiadas cantando o hablando en alemán, algo que aumenta mi desasosiego, el público tan concentrado en la obra y mi risa que cada vez me da más risa. Joaquín se da cuenta del ataque que me ha entrado y al mirarme se pone serio, parece que se enfada conmigo. Es sólo un momento porque al volver a mirarle, él también se ríe.
Candela - Juan del Val | Planeta de Libros —¡Voy un momento al baño! —le hablo al oído, entrecortada por la risa.
 —Y yo contigo —me responde.
 Menos mal que estamos al lado del pasillo y nos marchamos de allí sin molestar demasiado mientras en el escenario continúan cantando en alemán profundo una tragedia que sigo sin comprender.
 —Debería haber visto La Traviata —le digo a Joaquín, un poco avergonzada, nada más salir del teatro.
 —¡La verdad es que ésta es un coñazo! —me reconoce entre risas.
 Nos abrazamos y nos besamos en la misma puerta del teatro y por un momento me veo protagonista de una comedia romántica. Hacía mucho que no me reía tanto, y Joaquín me gusta cada vez más.
[…]
 Creo que en mi familia no se hacen las cosas bien. Ni antes, cuando vivía con mi madre y mi abuela, ni ahora que lo hago yo sola. Algo falla o no está lo suficientemente bien. Es una sensación difícil de explicar, pero siempre me parece que en mi casa todo sale peor que en otras casas. Pienso que mi baño está más sucio que el de los demás, que mi sofá es más incómodo que la mayoría de sofás, que mi tele se ve peor, que debajo del resto de camas no hay pelusas, que nunca se pudre nada en otras neveras, que las sartenes están impecables, que las otras personas no sudan las almohadas, que su wifi funciona siempre y lo hace más rápido… Pienso en esos detalles sin demasiada importancia, pero creo que también hay algo en mi vida que debo esconder. Una parte fea de la que todo el mundo podría reírse y yo me moriría de vergüenza, como cuando las niñas se daban codazos al ver a mi madre con el parche en el ojo.
 —¡Le pasa a todo el mundo! —me asegura Araceli, riendo.
 —¿Tu wifi tampoco va bien?
 —Y mis sartenes también se pegan en cuanto pasan unas cuantas semanas.
 Araceli y yo nos reímos en una mesa al lado de la ventana. Es la primera vez que viene a El Cancerbero. Quería que supiera dónde trabajo y cómo es el lugar en el que he pasado la mayor parte de mi vida.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Espasa Libros, 2019, pp. 128-131 y 164. ISBN: 978-84-670-5553-5.]

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