domingo, 18 de enero de 2015

"Memorias de Adriano".- Marguerite Yourcenar (1903-1987)

 

"Por aquel entonces empecé a sentirme dios. No vayas a engañarte: seguía siendo, más que nunca, el mismo hombre nutrido por los frutos y los animales de la tierra, que devolvía al suelo los residuos de sus alimentos, que sacrificaba el sueño a cada revolución de los astros, inquieto hasta la locura cuando le faltaba demasiado tiempo la cálida presencia del amor. Mi fuerza, mi agilidad física o mental, se mantenían gracias a una cuidadosa gimnástica humana. ¿Pero qué puedo decir sino que todo aquello era vivido divinamente? Las azarosas experiencias de la juventud habían llegado a su fin, y también su urgencia por gozar del tiempo que pasa. A los cuarenta y cuatro años me sentía libre de impaciencia, seguro de mí, tan perfecto como mi naturaleza me lo permitía, eterno. Y entiende bien que se trata aquí de una concepción del intelecto; los delirios, si preciso es darles ese nombre, vinieron más tarde. Yo era dios, sencillamente, porque era hombre. Los títulos divinos que Grecia me concedió después no hicieron más que proclamar lo que había comprobado mucho antes por mí mismo. Creo que hubiera podido sentirme dios en las prisiones de Domiciano o en el pozo de una mina. Si tengo la audacia de pretenderlo se debe a que ese sentimiento apenas me parece extraordinario y no tiene nada de único. Otros lo sintieron o lo sentirán en el futuro.
 He dicho que mis títulos no agregaban nada a tan asombrosa certidumbre; en cambio, ésta se veía confirmada por las más simples rutinas de mi oficio de emperador. Si Júpiter es el cerebro del mundo, el hombre encargado de organizar y moderar los negocios humanos puede razonablemente considerarse como parte de ese cerebro que todo lo preside. Con o sin razón, la humanidad ha concebido casi siempre a su dios en términos de providencia; mis funciones me obligaban a ser esa providencia para una parte del género humano. Cuanto más se desarrolla el Estado, ciñendo a los hombres en sus mallas exactas y heladas, más aspira la confianza humana a situar en el otro extremo de la inmensa cadena la adorada imagen de un hombre protector. Lo quisiera o no, las poblaciones orientales del imperio, me trataban como a un dios. Aun en Occidente, aun en Roma, donde sólo somos declarados oficialmente divinos después de nuestra muerte, la oscura piedad popular se complace más y más en deificarnos vivos. [...] Ser dios, en resumidas cuentas, exige más virtudes que ser emperador".
 

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